Presentación (volumen 30)

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Hacia la segunda mitad del siglo XIX, cuando Manuel Orozco y Berra y Francisco Pimentel ofrecían los primeros resultados de sus indagaciones etnográficas y lingüísticas, las lenguas indígenas habladas en México ya se encontraban inmersas en un irreversible proceso de sustitución por la lengua dominante, el castellano. Al elaborar su Geografía de las lenguas (1864), el primero, y el Cuadro comparativo de las lenguas indígenas (1862), el segundo, ambos intelectuales tuvieron que percatarse inevitablemente que varias de las lenguas indígenas registradas en los trabajos pioneros de Francisco Xavier Clavixero, por ejemplo, habían desaparecido y otro tanto estaba en vías de padecer el mismo destino.

Las razones históricas de esta situación, como es sabido, descansan primordialmente en el perenne conflicto de intereses económicos y culturales que desde el siglo XVI y hasta el momento presente se ha dado entre las comunidades indígenas y las elites gobernantes. La agresión constante de las sucesivas administraciones centrales -traducida en políticas lingüísticas depredadoras hacia las lenguas indígenas- que se desprende de este contexto, nos ilustra sin lugar a equívocos, que la subordinación se da también a través de la palabra, en el lenguaje. Casi resulta un exceso constatar que la episódica administración de Maximiliano se encaminaba hacia una mejor comprensión del problema.

No deja de ser paradójico que en los tiempos recientes, cuando los estudios lingüísticos en torno a diversos aspectos específicos de las lenguas indígenas se han incrementado notablemente, la tendencia hacia su desaparición se incrementa a pasos acelerados: se les conoce más y mejor, pero se hablan menos y, más aún, de muchas latitudes de la geografía nacional, sus hablantes originales han emigrado sin posibilidades de reintegración cultural -y todo lo que eso signifique- o, dramáticamente, han desaparecido.

Ante la creciente complejidad en todos los órdenes de la sociedad mexicana actual, los problemas de supervivencia de las lenguas indígenas plantean a hablantes, especialistas y al Estado mismo, retos inéditos. Lenguas indígenas dominantes como el náhuatl muestran signos de creciente debilitamiento en tanto que, por contraparte, lenguas hasta hace pocos años consideradas de futuro incierto, como las ubicadas en el sureste de nuestro territorio, tienden a revitalizarse. Préstamos lingüísticos y simplificación de estructuras gramaticales, derivados del nuevo contexto, son sólo algunos de los problemas a resolver en el habla de las lenguas nativas, tal cual se observa en la situación de las lenguas yaqui y mayo.

De la atención que se preste a esos problemas dependerá la continuidad del mito chocholteco de El sapo y la culebra, dependerá también que en el totonaco se extienda la nómina semántica que designa los olores, y que todo ello contribuya a que no desaparezca el intrincado y milenario sistema de parentesco americano.

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