DEBATE
Porque hablar dos idiomas…es como saber más. Sistemas comunicativos bilingües ante el México plural,1 es un libro que tal vez hubiéramos querido escribir muchos de los lingüistas mexicanos que hemos conocido en el campo algunas de las muy diversas formas que tiene el bilingüismo en nuestro país. El caso es que no lo hicimos, salvo observaciones ocasionales e insuficientes, de manera que la investigación que hicieron, y ahora nos presentan, Gabriela Coronado y sus colaboradores, viene a poner en claro una situación en la que a menudo privaron ideas erróneas; es, pues, una contribución de gran valor que amerita un amplio comentario.
Puesto que estas notas no van dirigidas exclusivamente a lingüistas, parece conveniente comenzar por precisar algunas ideas que éstos emplean de continuo. “Bilingüe” y “bilingüismo” se usan en dos sentidos: el primero es el de la persona que maneja dos lenguas – en qué medida las “maneja” es asunto que dejaremos por ahora a un lado-; el segundo se refiere a la coexistencia de dos lenguas en determinado ámbito geográfico; en un viejísimo opúsculo (Algunas observaciones sobre el bilingüismo del Paraguay, Universidad de la República, Montevideo, Uruguay) usé los términos “bilingüismo individual” y “bilingüismo social”. Claro está que en situaciones de bilingüismo social se dan muchos casos de bilingüismo individual, pero debe entenderse que la presencia de individuos bilingües en una sociedad no hace de ella una sociedad bilingüe. En su estudio del bilingüismo social en México, Coronado prefiere usar la designación, mucho más precisa, de sistema comunicativo bilingüe que “no implica el uso generalizado ni el dominio amplio de las dos lenguas, sino que remite… a la presencia de ambas para cubrir las necesidades comunicativas colectivas” (p.68). Si la primera parte del título Porque hablar dos idiomas… es como saber más, pudiera sugerir que el libro se ocupa del bilingüismo individual, la segunda Sistemas comunicativos bilingües ante el México plural, deja fuera de duda a qué se refiere.
Es más o menos evidente que el bilingüismo -usaré este término por brevedad, reconociendo que “sistema comunicativo bilingüe” es mucho más preciso- es siempre producto de un proceso histórico puso en contacto a dos idiomas; con frecuencia uno de éstos es la lengua de un grupo dominante (política, económica, militar o culturalmente) y el otro es la del grupo dominado. Es usual en los estudios de esta clase llamarlos “lengua dominante” y “lengua dominada”. En México la lengua dominante es el español impuesto a partir de la conquista, pero no cabe duda de que no fue una sola la lengua dominada, sino muchas, y que regionalmente el proceso histórico se inició en tiempos diferentes y con distintas modalidades, por lo cual la situación actual ofrece un panorama variado.
No obstante lo dicho en el párrafo anterior, muchas veces se ha hablado del bilingüismo mexicano haciendo caso omiso de las diferencias o prestándoles apenas atención; según Coronado esto se debía a que la política indigenista tenía la “intención explícita de acabar con las … lenguas [nativas, considerando que] … eran un obstáculo para el progreso” (p. 23), así que “oficial[mente] existían solamente dos sectores… los hispanohablantes y los no hispanohablantes, es decir los no indígenas y los indígenas” (p. 22). Tal vez por ello la información estadística ha sido por lo general insuficiente para acercarse a la variedad que los antropólogos constatan en el campo. Siguiendo esta tendencia se diría, por ejemplo, que los monolingües en lengua indígena en el país son 16.5 por ciento de quienes hablan una lengua indígena (cifras de 1990, cálculos redondeados, suficientes sólo para mostrar los sesgos), pero si se toman los estados en los que están las regiones que investigó Gabriela Coronado, tres quedan por abajo (Michoacán 9.9 por ciento, San Luis Potosí 10.6 por ciento, Puebla 16 por ciento) y dos por arriba (Hidalgo 17.4 por ciento y Oaxaca 19.6 por ciento), así asoma apenas la diversidad, pues, las cifras serían distintas si los datos se refirieran exclusivamente a las regiones estudiadas.
Porque hablar dos idiomas… tiene dos grandes partes. En la primera (con una introducción y tres capítulos) se exponen las bases teóricas y la metodología de la investigación, en la segunda se presentan los resultados de los estudios de campo de nueve regiones, agrupados en tres capítulos según cierta similitud. Pasemos a comentar los capítulos.
En la introducción a la primera parte, Gabriela Coronado resume la historia de los estudios sobre el bilingüismo en México. Según ella, antes de los años sesenta se consideró fundamental para “la política indigenista… castellanizar masivamente a los hablantes de lenguas vernáculas”, para incorporarlos a la nación hispanohablante. Como consecuencia, los estudios acerca del bilingüismo se orientaron, sobre todo, a los problemas pedagógicos y escolares de la enseñanza del español como segunda lengua a los niños que hablaban alguno de los idiomas aborígenes. Olvida señalar que antes se propugnaba por la castellanización directa -la escuela era en español, y los niños aprenderían a la vez el idioma y las otras materias escolares- y que fue ya un logro haber conseguido que la alfabetización se hiciera en la lengua vernácula, lo cual no era nada más cuestión pedagógica, sino que procuraba destacar la importancia del idioma local dándole lugar en una de las instituciones más apreciadas por las comunidades. Así, contrariamente a lo que ella afirma, no “era difícil prever que [la] castellanización masiva conduciría no a la homogeneidad lingüística sino a la generación de una nueva pluralidad”.
Estoy de acuerdo con los autores cuando dicen que el enfoque sociolingüístico de los estudios acerca del bilingüismo se inicia en la década de los setenta, enfocándose a los temas clásicos del contacto de lenguas y a “la discusión general sobre las determinantes sociales del comportamiento lingüístico”, y que en ese ambiente comenzó en 1978 “el estudio de poblaciones bilingües [atendiendo en especial a] los espacios socioculturales vinculados con la continuidad o el desplazamiento de las lenguas” -esto es, con un enfoque novedoso-, en el que “tuve que enfrentarme a[l] dogma … [de] la inevitable desaparición de las lenguas vernáculas”. Creo que no acierta del todo al afirmar que la desaparición de las lenguas indias era entonces un dogma, véase por ejemplo mi artículo -publicado sólo cuatro años después de 1978- “El futuro de las lenguas indígenas frente al español de México”,2 pero a lo mejor el equivocado soy yo y ambos éramos herejes, pues todavía hay, aunque son cada vez menos, quienes sostienen que a plazo más bien corto todas las lenguas aborígenes desaparecerán. Todavía es mayor mi desacuerdo con la afirmación de Coronado de que se creía que “las demás lenguas [las vernáculas] …eran un obstáculo para el progreso, pues unos treinta años antes (desde fines de la década de los cincuenta y hacia principios de la de los sesenta) los lingüistas y estudiantes de esta disciplina en la ENAH dimos la batalla -no solos, por supuesto- y conseguimos que la Secretaría de Educación Pública admitiera como norma la alfabetización en lengua vernácula.
Dentro de esta misma introducción Gabriela Coronado nos cuenta que buscando casos en los que se diera el bilingüismo, junto con amplios procesos de castellanización, se acercó a los conceptos y estudios de la antropología y a los de la sociolingüística catalana, desarrollando “lo que he llamado antropología del lenguaje … [que] considera al lenguaje como un elemento constitutivo de los procesos de continuidad, transformación y desaparición de … [los pueblos indios] como unidades sociales diferenciadas del conjunto de la sociedad mexicana y por ello se centra en la comunidad lingüística, entendida como la unidad cultural, social, económica y política donde… se realiza la interacción sociocomunicativa…” (p. 22). Es evidentemente de gran importancia para el estudio de situaciones de bilingüismo el concepto de comunidad lingüística, que no se reduce al empleo de una u otra forma de habla, sino de la interacción comunicativa en cualquiera de dos lenguas (o más, si se da el caso) o en ambas, si bien me temo que no siempre sea fácil determinar dónde coinciden los límites culturales, sociales, económicos y políticos donde se dé la interacción sociocomunicativa. La noción de antropología del lenguaje, evidentemente paralela a la de “etnografía del habla” pero enriquecida y ampliada, abre para todos nosotros la comprensión del bilingüismo, como Gabriela Coronado lo quiere.
El capítulo I “Etnografía e interacción comunicativa” desarrolla, primero en el nivel comunal y luego en el regional, las situaciones en que se dan las interacciones comunicativas y apunta cuáles y en qué circunstancias tienden a reforzar la permanencia de la lengua aborigen o a desplazarla. Es una buena guía etnográfica para identificar las situaciones relevantes, salvo que -en mi opinión- se limita demasiado a lo que puede encontrarse en nuestro país (por ejemplo, el trabajo agrícola de tipo mesoamericano y sus rituales, la cooperación del tipo “mano vuelta”, el “tequio” o “fajina”, el “tianguis”, el municipio, la asamblea comunal). Aunque hay algunos datos comparativos me hace falta una teoría etnográfico-sociológica de aplicación general. Sé que esto no es propiamente un defecto, ya que la obra que estoy comentando es un punto de partida (un sólido punto de partida, hay que decirlo) para este nuevo enfoque de los estudios sobre situaciones bilingües. Tengo la esperanza de que durante su estancia en las remotas tierras de las antípodas logre Gabriela extender el abanico de su antropología del lenguaje.
La metodología seguida por Coronado y sus colaboradores se explica en el capítulo II “Tipología para la diversidad bilingüe”; por su relevancia lo comentaré extensamente. Se señala al principio que la tendencia al predominio de una u otra lengua no es igual en todas las comunidades y que la respuesta al conflicto entre las lenguas dominante y subordinada puede ir desde la renuncia a esta última, pasando por su ocultamiento o por su defensa, hasta llegar a imponerla a los sectores hispanohablantes locales. Posiblemente tal ratificación resulte innecesaria para los lingüistas y los antropólogos, pero no es ociosa, pues priva entre muchísima gente la falsa idea de que las cosas son iguales en todas las regiones donde hay indios y mestizos.
Para obtener datos empíricos suficientes acerca de esta variedad y contrastarlos con la formulación teórica, se hicieron estudios en el campo, aunque la dispersión impidió cubrir todo el país, según explican. La justificación vale, pero no podemos dejar de lamentar dos omisiones notables, la primera es la ausencia de alguna comunidad de la zona donde se habla el maya peninsular (Yucatán, Quintana Roo, Campeche), que es una lengua uniforme de amplia extensión, contrastante con el resto de las situaciones bilingües del país. Tal vez más sensible sea la ausencia de estudios de campo en Chiapas, donde la lucha política ha sido extremadamente vigorosa y no parece haber una defensa de la lengua conmensurable con aquella; es muy comprensible que, dadas las condiciones vigentes en esa región, los investigadores hayan preferido abstenerse, pero de todos modos nos hace falta en el panorama.
La rica y diversa información acerca de los sistemas comunicativos bilingües, en los cuales no debe suponerse ni “el uso generalizado ni el dominio amplio de las dos lenguas, sino… la presencia de ambas para cubrir las [varias] necesidades comunicativas colectivas” (p. 68) se recogió por medio de un Cuestionario de usos de las lenguas de México que se probó y mejoró antes de su empleo sistemático como instrumento principal de la investigación. “El cuestionario… [tiene] 146 preguntas directas y cerradas con opción múltiple sobre el uso de las lenguas en los diferentes espacios de interacción … [definidos] en la etnografía sociocomunicativa, … se refiere a los usos predominantes en la comunidad … y en el área circunvecina, [según] la imagen que [el individuo entrevistado] tiene sobre el comportamiento … grupal; [pero] es inevitable que en las respuestas esté proyectando su propio uso lingüístico” (p.78, nota 13). A cada pregunta corresponde una o varias de las categorías de análisis.
Lo dicho en el párrafo anterior suena muy bien, pero en verdad es desafortunado que el volumen no incluya las 146 preguntas y la indicación de a cuál o cuáles categorías de análisis se asignaron; esta información no hubiera requerido más de 3 o 4 páginas adicionales que hubieran hecho un utilísimo apéndice. Al carecer del cuestionario nadie puede aplicarlo en comunidades que los autores no estudiaron; tal vez en Yucatán o en Chiapas (a lo mejor en varias comunidades, nótese que cuatro de las nueve regiones que incluye el libro están en Puebla), y posiblemente valiera la pena contrastar comunidades bilingües del noroeste del país que no tienen base mesoamericana (yaquis, tarahumaras, seris), y es de lamentar que se reserven -por accidente, desde luego- el derecho de extender y validar tan importante clase de investigaciones. Por otra parte, nuestra ignorancia de cómo se corresponden preguntas y categorías de análisis imposibilita saber el peso que cada uno tiene en la interpretación que después se hace. (Por cierto, también sería interesante poder criticar -en su sentido más objetivo- las preguntas y sus atribuciones, pero no se dispone siquiera de unos cuantos ejemplos indicativos del procedimiento seguido).
“El análisis sistematizado y automático de la información obtenida”, para determinar los tipos de bilingüismo (sobre los que algo tengo que decir más adelante), se hizo mediante un sistema computarizado cuya operación tampoco me resulta suficientemente clara. Se nos dice que se hicieron dos bases de datos con el programa DBase III Plus, una para las comunidades y otra para las regiones; en ambas (cuyo contenido es el mismo) cada cuestionario es un registro y cada una de las 146 preguntas -con sus posibles respuestas- es un campo, y aquí surge mi primera duda: puesto que en el encabezado del cuadro ID se indica que la base de datos cuestcom.dbf comprende 119 registros, y dado que se estudiaron 97 comunidades, resultaría que para la mayoría de ellas sólo se entrevistó a una persona. Me resisto a creer que así haya sido, sobre todo porque es muy superior el número de cuestionarios por región, se acerca a seis (55 registros para 9 regiones, según el cuadro IE. base cuestreg.dbf), supongo que se colaron ciertos errores en algún lugar del libro, pero no puedo encontrar dónde están.
“Dado que la preguntas fueron de opción múltiple, a cada una de las respuestas se le asignaron… valores”: más 10 cuando el uso que favorecía el predominio de la lengua indígena, más 5 para el uso de ambas con predominio de la lengua indígena, 0 cuando se usan ambas sin predominio de una o con datos insuficientes para decidir, cuando se prefiere el español se valora -5 y menos10 de forma simétrica a los positivos para lengua indígena. El uso de valores positivos y negativos, promediados, indica “con claridad las condiciones del bilingüismo resultante”. A esto hay mucho que decir:
a. ¿Son preguntas de opción múltiple (esto es, con respuestas fijas, a elegir una) o de respuesta abierta? La ponderación y manejo automatizado de las respuestas debería ser distinto en cada caso.
b. Ponderar de manera positiva y negativa es conveniente cuando el fenómeno valorado es simétrico, pero no resulta muy bien para fenómenos asimétricos, y sin duda los del bilingüismo lo son, pues de otra manera no podría hablarse a lo largo de la obra de lengua dominante y lengua(s) dominada(s) y tampoco decir (p. 78) que “el último [tipo es] un proceso transitorio de bilingüismo… [que] conduce al monolingüismo castellano”, lo que de ningún modo sucede con alguna de las lenguas indígenas, ni siquiera en los casos en los que se han impuesto a los monolingües hispanohablantes. Las cifras en los cuadros III y IV (A, B, C, D, E, F, G, H, I para ambos) señalan claramente si en cierto aspecto predomina la lengua india (valores positivos) o el español (negativos), aunque la vista no distingue con mucha facilidad los signos, y sin duda el peso del mismo número no es el mismo cuando es positivo que negativo.
Me parece que hubiera sido mejor manejar sólo valores positivos: 25, 20, 15, 10 y 5 si se quisiere conservar la misma distancia de cinco unidades entre los pesos (si bien no veo la razón para proceder así), yo prefiero trabajar con cifras menores: 5, 4, 3, 2 y 1 (o 10, 8, 6,4 y 2 si acaso conviene la escala de 0 a 10). Las cifras altas indican un fuerte bilingüismo, que va bajando conforme las cifras sean menores.
c. Soy incapaz de entender en qué consiste “el manejo de estos índices … con porcentajes, de acuerdo con las respuestas a cada pregunta” (p. 87). ¿De qué se sacó el porcentaje? ¿Hubo varios cientos por ciento, según la cantidad de preguntas?
Por otra parte, el cálculo de promedios (se usó el más sencillo, la media aritmética) para encontrar los valores centrales de series de distinto tamaño para cada pregunta, es correcto. También es correcto el usar promedios de promedios para agrupar los de preguntas referentes al mismo rubro, pues un promedio de promedios es igual a el promedio de todos los datos. El predominio absoluto de cantidades formadas de un dígito y centésimas (los límites superior e inferior serían más 10 y -10), ratifica que ese fue el procedimiento.
Decía en párrafos anteriores que más adelante me referiría a los tipos de sistemas comunicativos bilingües, paso ahora a ello. Coronado estudia el bilingüismo en la comunidad y las redes sociocomunicativas en la región, pero en realidad elabora una tipología sólo para el nivel comunal. Emplea cuatro criterios: socialización, sectores, dominios comunales y dominios nacionales, que explica muy puntualmente (por ejemplo, la socialización comprende, además de la adquisición de la lengua materna, el empleo de una u otra lengua con diferentes miembros de la familia, el refuerzo o debilitamiento de la lengua materna por la escuela, y varios otros); los sectores se refieren al sexo y edad de los hablantes, relacionados con los roles sociales, la forma de comunicarse con monolingües, usos diferenciales, la experiencia lingüística previa. Los dominios comunales son los diferentes ámbitos (privados, públicos, “oficiales”, etcétera) de la comunidad; los dominios nacionales son aquellos en los que se establece comunicación con instituciones foráneas. Debo decir que para mí no es siempre clara la distinción entre cada uno de los criterios, por ejemplo “la escuela” tiene parte en la socialización (primer criterio), pero también es un dominio comunal (tercer criterio) porque está en la comunidad, pero al formar parte de sistemas estatales y nacionales que dictan normas, también pertenece a los dominios nacionales (cuarto criterio); no me sería difícil encontrar que cuenta para los sectores (segundo criterio) y, tal vez con menos abundancia o dispersión, algo semejante podría hallarse para “comercio”, “centro de salud”, “municipio”, “iglesia” y otros. Insisto, lamento tan profundamente no contar con el cuestionario y desconocer cómo se adjudicaron rubros o ámbitos a cada pregunta.
Pues bien, en cada uno de los cuatro criterios se aplicaron cuatro niveles: 1) predominio de la lengua vernácula, 2) mayor participación de la vernácula con presencia del español, 3) participación mayor del español con presencia de la lengua india, 4) predominio del español. Estos niveles se codificaron de manera distinta para cada criterio, números romanos (I, II, III, IV), arábigos (1, 2, 3, 4), primeras letras del alfabeto (A, B, C, D) y últimas (W, X, Y, Z). Nótese que con esta codificación se perdió la ventaja y la lógica de los números positivos y negativos, además de que los números más bajos (o las primeras letras) apuntan un mayor bilingüismo, creo que en forma inversa de como debió ser. En la clave de cada tipo, figura un símbolo correspondiente a cada uno de los criterios, comenzando con I1AW -la lengua nativa predominaría en los cuatro criterios- hasta IV4DZ, que señala el predominio del español en todo.
Gabriela Coronado explica que las combinaciones posibles de los cuatro criterios se reducen al aplicarse a casos concretos, que es prácticamente imposible encontrarlas todas y que “es de esperarse que algunas combinaciones sean más frecuentes que otras” (p. 77). Yo diría que no es sólo prácticamente imposible encontrarla todas, sino que en teoría es poco probable que a la vez se encuentren criterios (que son medidas globales, promedios de promedios) que marquen tendencias diametralmente opuestas. En términos matemáticos las posibilidades de combinación de cuatro niveles en cuatro criterios son 256 (esto es, 4
Estoy de acuerdo con la autora cuando dice que cabe esperar que algunas combinaciones sean más frecuentes que otras, pero me hubiera gustado que ella explicara por qué. Una razón es, quizá la de que es poco probable que en una comunidad se den tendencias contradictorias (podrían ser socialmente disruptivas) como las que acabamos de ver en el párrafo anterior. Pero pueden plantearse otras hipótesis, incluso la de que una investigación destinada a estudiar el bilingüismo esté ligeramente sesgada: las comunidades estudiadas estén en zonas conocidas como “bilingües” y es posible que los estudiosos hayan tendido a cargar su “indigenismo” en algunos aspectos y desestimarlo en otros. Sea como fuere, los casos en que tres de los criterios están en el extremo de lengua indígena y sólo “dominios nacionales” está en el segundo nivel (I1AX) son el doble de aquellos en que los cuatro criterios coinciden en el máximo empleo de la lengua indígena (I1AW), hay 22 de los primeros y 10 de los segundos; la suma de ambos hace 1/3 de las comunidades estudiadas. Siguen en frecuencia (6 o 7 casos) el tipo I1AY -que se distinguen de los anteriores nada más porque el cuarto criterio es todavía más elevado- y el extremo opuesto, en el que el español predomina en los cuatro criterios (IV4DZ), o en el que los tres primeros están en el segundo nivel y el tercer criterio se inclina hacia el español (II2BY). Los demás tipos, que hacen aproximadamente la mitad de los casos, tienen frecuencias menores que son, por lo tanto, menos significativas.
Me he extendido comentando acerca de los tipos de sistemas comunicativos comunales porque éstos son -me parece- la contribución más valiosa de esta obra al estudio del bilingüismo, en conjunto -por supuesto- con la fundamentación teórica que la precede y con las técnicas de investigación (no siempre bastante claras) y la descripción el manejo informático, que hace parte del mismo capítulo, más los estudios de caso que hacen la segunda parte del volumen. Todavía, antes de pasar a la segunda parte, debo hacer algunas observaciones al resto del capítulo nuclear del libro.
En la sección “redes sociocomunicativas en la región” (siete páginas, frente a las doce en que establece los tipos de SCB, propios del “bilingüismo en la comunidad”), se examinan las situaciones de cada comunidad bilingüe en su marco regional. Coronado señala que el “que haya un tipo de SCB en una localidad no implica que las demás de la región sean iguales” (yo diría más bien que cada comunidad es distinta a las demás), advertencia plenamente justificada ante la manera en que antes se determinaba la existencia de “bilingüismo”: si había dos lenguas en una región, ésta era bilingüe, dándose por sentado que la cabecera sería hispanohablante y la mayoría de las comunidades serían indohablantes. Gabriela Coronado ha estado luchando contra esta concepción errónea, por eso establece los tipos de SCB puntuales de cada comunidad. Uno de los muchos méritos de esta obra está en mostrarnos la rica diversidad de “bilingüismos comunales” y en sistematizar sus similitudes (tener el mismo SCB) dentro de la variedad. Complementaria de la primera advertencia es la de que “la diversidad no implica incomunicación, sino la generación de redes en las que predomina una o la otra (o más) lenguas”, es decir, que no existen cabeceras y comunidades que vivan cada una por su parte, sino que están incorporadas en complejas redes de intercambio de todo tipo en las que se da preferencia de uso a uno u otro idioma.
Lo dicho en el párrafo anterior exige que cada comunidad y su SCB se estudien en el contexto de las redes sociocomunicatvas de la región de que forman parte, que según la autora los sistemas de comunicación bilingüe tienden más bien a la reproducción lingüística, a los sumo como una resistencia pasiva en la que la lengua es uno de los elementos de identidad étnica y cultural, mientras que la resistencia lingüística es más bien de carácter regional y forma parte de la lucha política, activa y consciente de los pueblos indios. Cabe preguntarse si no hay también ejemplares de resistencia lingüística activa de carácter comunal; los estudios de caso que en la segunda parte del libro forman el capítulo VI, parecen darle la razón, no obstante que el capítulo se titula “la comunidad toma la palabra”. Creo que este aspecto merece mayor trabajo, de preferencia con nuevos estudios de caso en otras regiones. Por otra parte, aquí se lamenta la ausencia del cuestionario y la identificación de las preguntas como indicadores, pues no podemos hacernos idea de cuáles fueron las que se emplearon para establecer la resistencia en vez de la simple reproducción lingüística.
La última sección de este capítulo describe el sistema computarizado empleado. Ya me he referido a estas cuestiones al comentar otros asuntos, así es que no voy a volver sobre ellas aunque pudieran sugerirse varias formas de tratamiento matemático y de análisis estadístico (correlaciones, análisis multivariado, etcétera) que hubieran sido útiles para mostrar la validez de ciertas hipótesis o para desechar otras.
El capítulo III (último de la primera parte) se llama “multicausalidad del comportamiento bilingüe” y en él la autora presenta “algunas ideas globales… [desprendidas] de revisar una y otra vez los datos obtenidos … en los casos estudiados”. En mi opinión está fuera de lugar porque iría mejor al final del conjunto de los estudios de caso, resumiendo lo que en ellos se nos ha presentado y destacando las tendencias generales -son más que sólo ideas globales- que revelara un buen análisis estadístico. Dice la autora que “algunos [aspectos]… muestran elementos comunes comparados todos los casos, y otros presentan respuestas incluso contradictorias a partir de fenómenos aparentemente semejantes” (p. 93), por lo que “el panorama [es] casi desolador para cualquier intento de generalización” no obstante lo cual lo emprende, si bien advierte que sus “interpretaciones… son propuestas de reflexión que requieren explorarse en otros casos y por otras vías”. Estoy de acuerdo que otros casos pueden reforzar o debilitar las generalizaciones, por eso he sentido tanto la ausencia de estudios por lo menos en Yucatán y en Chiapas, pero supongo -sin desecharlas por completo- que no son tan indispensables otras vías sino un análisis más exhaustivo de los datos disponibles.
Al “revisar una y otra vez” sus datos, Coronado encuentra que todas las regiones coinciden en algunos aspectos, a lo que llama tendencias homogeneizantes, pero en otros aspectos difieren, a veces hasta dar respuestas contradictorias a fenómenos que parecen similares, son las tendencias heterogeneizantes. Entre las homogeneizantes encuentra un uso mayor de la legua indígena en las actividades agrícolas y de construcción (sobre todo en rituales), en la tradición oral, la medicina tradicional y los ritos del ciclo vital; por el contrario, ante hispanohablantes se emplea más el español, lengua que conocen mejor los jóvenes y los varones. Advierte que esta homogeneidad no es identidad, puede haber dos comunidades con SCB muy diferentes y que muestren un uso mayor de la lengua nativa en uno de estos aspectos en comparación con otros de la misma comunidad. Salvo esta precisión, repite aquí lo que nos había dicho en el capítulo I y retomado en la primera sección del capítulo II. Es hasta cierto punto natural que repita, porque sus ideas acerca de la multicausalidad del variadísimo bilingüismo mexicano, cuya articulación final -o la más reciente, si se prefiere- es la teoría y método de la antropología lingüística que nos ofrece en esta obra, es producto de sus observaciones y trabajos por casi un cuarto de siglo (véanse en la bibliografía del libro los títulos de las publicaciones de que es autora, coautora o editora); en cierto modo encuentra lo que preveía en los capítulos previos, pero ahora no se trata de suposiciones, sino que demuestra que así es.
La presentación que hace de las tendencias heterogeneizantes tiene un carácter distinto. Por principio de cuentas, afirma que hay respuestas diferentes y hasta contradictorias “a partir de fenómenos aparentemente semejantes”, lo que puede sugerirnos que en realidad no hay relación entre esos fenómenos “semejantes” y las respuestas, lo que llevaría a reconsiderar algunas de las hipótesis iniciales. A lo mejor Coronado se dio cuenta de que ciertos fenómenos que en un principio consideró iguales (o del mismo orden o tipo) son en realidad diferentes, y por eso los llamó aparentemente semejantes, pero en tal caso debió decirlo claramente y mostrar en qué difieren. Luego se refiere a una serie de factores que no siempre es fácil distinguir de los empleados para determinar los tipos de sistemas comunicativos bilingües, pues habla de la socialización, de fuerzas políticas, económicas y religiosas, y del sistema educativo, si bien también se refiere a las tendencias ideológicas y al contexto demográfico, que antes no trató. Me ocupo un poco de esto en los párrafos siguientes.
La primera de las tendencias heterogeneizantes que trata son las tendencias ideológicas, puesto que -según dice- ya expuso la importancia de éstas en la historia de las relaciones entre los hablantes de español y los de lenguas indígenas; en esta sección se centra en “la formación de identidades colectivas y el papel de la lengua en este proceso” (p. 102). Se refiere con cierta amplitud a las complejidades de la formación de identidades sociales “como miembro de una familia, barrio, comunidad, municipio, región o clase social, hasta… un grupo nacional” que pueden explicitarse “de manera distinta en momentos coyunturales de contrastación con otros grupos”; uno de los elementos más comunes y visibles de estas identidades -que no se definen en un momento dado ni para siempre- es el empleo del mismo código lingüístico. Hasta aquí estoy de acuerdo, pero tengo reparos cuando atribuye la variedad de situaciones encontradas a una ideología que oculta las diferencias o, por lo contrario, las exagera; me parece que tales “ideologías” se han desprendido justamente de la diversidad de los casos, pero que no hay otros datos que sustenten su existencia, lo que viene a ser una explicación circular de poco valor.
Después se ocupa de la socialización lingüística, y aquí no agrega nada que no haya dicho cuando se refirió a los criterios para determinar los tipos de SCB, pues emplea incluso los mismos tipos (I, II, III y IV) y en el mismo sentido.
Pasa entonces a ocuparse de las presiones extralingüísticas que influyen en la heterogeneidad de las manifestaciones del bilingüismo. Éstas son las que llama contexto demográfico, fuerzas políticas, fuerzas religiosas, fuerzas comerciales (en la p. 108, pero el encabezado de la p. 113, reza “fuerzas económicas”), y sistema educativo. Dice la propia Coronado que “hablar de las fuerzas económicas como un fenómeno separado de las fuerzas políticas es un tanto artificial” (p. 113) y sin embargo le parece conveniente tratarlas aparte para destacar algún detalle; a decir verdad, semejante relación tienen estas dos fuerzas con las ideologías, con las fuerzas religiosas, con las pautas demográficas y con los sistemas educativos, de manera que habría que tratar todo junto o -con plena justificación, como recurso analítico- por separado. De hecho, varios de estos factores se encuentran también entre los que se usaron para establecer los tipos de SCB, de modo que podrían haberse evitado, o bien, es válida su inclusión por separado. Me inclino por esto último, como ha hecho Gabriela, con la salvedad (que ya apunté) de que probablemente no se pueda establecer su relación con las formas de bilingüismo y entonces no vale la pena incluirlos en el análisis.
Las presiones extralingüísticas se discuten en las páginas 107 a 118, pero “como recurso esquemático” se presenta la tendencia de cada una en los cuadros IIA, B, C, D, E, F, G, H y J, acompañada del tipo de SCB. Debo reconocer la inteligente solución de dar el mismo número romano a todos los cuadros sobre un asunto y la misma letra a todos los referentes a una región, pero debo igualmente manifestar mi extrañeza por el tratamiento de los cuadros II. En ellos se emplean los signos +, +-, -+, – y 0 (éste último omitido del listado en la nota 15) con las mismas funciones indicativas que tienen para determinar los SCB ¿por qué no convertirlos en valores numéricos exactamente como se hizo con los tipos de sistemas de comunicación bilingüe? Me parece que los valores +10, +5, 0, -5 y -10 (o una de las codificaciones que he ofrecido como posibilidades más prácticas) hubieran facilitado el manejo estadístico, pues no es lo mismo saber que el SCB III3BY de El Nith (localidad otomí del Valle del Mezquital) está asociado a +-, +-, -+, -, -, -, -, -+ y -, a comparalo con +5, +5, -5, -10, -10, -10, -10, -5 y -10, valores que pueden sumarse de varias maneras: -50 (suma algebraica), -5.55 (media aritmética, muy usada en el libro), o -dependiendo de ciertas consideraciones teóricas- la media armónica, la media geométrica, u otros recursos matemáticos.
Estas tendencias se determinaron, según explica conjugando los índices de funcionalidad de las lenguas y las respuestas a algunas preguntas del cuestionario a nivel comunal y regional, complementadas con las observaciones hechas en cada región y la información de las características de cada localidad. Puesto que los índices se obtienen de las respuestas a los cuestionarios, vuelve a echarse de menos éstos, para saber cuáles fueron esas “algunas preguntas del cuestionario”, que presumo distintas, pero podrían ser algunas de las mismas, consideradas como indicadores clave. Es por completo válido el empleo de las observaciones hechas durante el trabajo de campo y de información adicional, en parte numérica, pero hubiera sido muy conveniente saber si se empleó alguna forma de sistematizarla para garantizar el rigor metodológico que caracteriza la determinación de los SCB.
Las páginas introductorias a la segunda parte de la obra (titulada “Acercamientos varios a la diversidad”) nos dicen que se estimaba que el cuestionario y otros elementos metodológicos serían igualmente aplicables en cualquier parte, por lo que se procuró que en la muestra hubiera ejemplares con características contrastantes: predominio de población indígena vs. indígenas entre población mestiza predominante, alejadas de los medios de comunicación vs. cercanas a ellos, con una sola lengua indígena vs. varias, muy aculturadas vs. con fuerte resistencia cultural, con fuerte presencia de agentes aculturadores vs. con escasa presencia, y que de todas hubiera datos en los censos. No tengo que decir las dificultades que hay para formar una muestra tal, sobre todo si se quiere encontrar pares de regiones en donde contraste una de las variables mientras las demás sean semejantes, lo que facilita enormemente el análisis. Creo que pese a las dificultades para encontrar la muestra ideal, Gabriela Coronado y sus colaboradores construyeron la mejor muestra posible dadas las circunstancias reales, a pesar de que siga lamentando que no figuren en la muestra Chiapas y Yucatán.
No tiene caso referir aquí las dificultades que encontraron para aplicar el cuestionario, los interesados pueden leerlas en la obra. Solamente destacaré que el levantamiento indígena en Chiapas a principios de 1994 excluyó cualquier posibilidad de estudio ahí, pero también generó en todas partes cierta desconfianza hacia los fuereños (mayor, supongo, si pertenecían a alguna institución que localmente se percibiera como representativa de “el gobierno”. En cada región los investigadores buscaron opciones coyunturales y, creo, resolvieron las adversidades de la mejor manera posible, como lo muestran sus resultados, a pesar de que cuando tenga alguna divergencia de opinión la señalaré. Por el momento me referiré en conjunto al tratamiento que se da a todos y cada uno de los estudios de caso, lo que es un mérito innegable.
Para cada una de las nueve regiones estudiadas (ya veremos cuáles son) hay un texto que describe el conjunto -ubicación en una entidad federativa, rasgos generales- y la situación etnográfica y sociolingüística (sumarizada en el tipo de SCB) de cada una de las comunidades, así como una interpretación cómo interactúan los aspectos lingüísticos y extralingüísticos. Toda la información factual de los textos se presenta además en varios cuadros y mapas cuyas características comento en los párrafos que siguen.
Las cuarenta páginas de cuadros de la segunda parte son cerca de la cuarta parte del total de ella y habría que sumarles las seis de los cuadros II “fuerzas extralingüísticas” que van con la primera parte y que comenté párrafos arriba. No dan información de las localidades y regiones los cuadros I que son un gráfico (IA “Espacios de interacción comunicativa a nivel comunal y regional en áreas interétnicas”) y cuadros III en los que se resumen la primera propuesta y los criterios y componentes para elaborar los índices de los sistemas de comunicación bilingüe: IB, IC, ID. Los cuadros III contienen “información general”, los IV_1 “Tipos e indicadores generales”, los IV_2 “funciones y tendencias” y los IV_3 “dominios y funciones”; los espacios en las claves que anteceden indican el lugar en que aparece la letra que identifica cada una de las regiones: A es la región otomí de Ixmiquilpan; B es la cañada de los once pueblos, purépecha; C es la región mixe del distrito de Zacatepec; D comprende zonas de habla nahua, totonaca, mazateca, mixteca y popoloca del estado de Puebla; E es la Sierra Noreste del mismo estado, de habla nahua y totonaca; F es Zacapoaxtla, nahua; G, también nahua, es Cuetzalan; H, es la Huasteca entre Hidalgo y San Luis Potosí; J (no se usa I para no confundir con un número romano) es parte del distrito de Tuxtepec, de habla chinanteca y mazateca. Esta forma de codificar permite saber a qué asunto y región se refiere cualquier cuadro: IIIA será “información general del municipio de Ixmiquilpan”, IVB1 contiene “Tipos e indicadores generales de los purépechas del municipio de Chilchota”, y así sucesivamente.
Nótese que en unas de las regiones escogidas se habla una sola lengua aborigen (A; B; C; F; G), se hablan dos lenguas en E y en H, y son plurilingües D y J. Una sola lengua, el náhuatl, se encuentra en diferentes condiciones en D; E; F; G y H. El mazateco y el totonaca se encuentran en dos regiones cada uno. Así podríamos seguir señalando aciertos en la búsqueda de contrastes al construir la muestra. No podemos culpar a los investigadores si no siempre consiguieron toda la información que querían, por ejemplo, no existen los cuadros IIID, IIIH, IIIJ; en el primer caso se recurrió a los profesores de la Universidad Pedagógica a quienes se les distribuyeron 500 cuestionarios de los que recibieron de vuelta nada más 70 (apenas el 14 por ciento, y no estoy seguro de la calidad de las respuestas).
Me interesa decir cuál es el contenido de estos cuadros, porque sus títulos no permiten saberlo con precisión: ¿qué tanta “información general” se registra y cómo? (Incidentalmente, las claves de estado, municipio y localidad son las que emplea el INEGI, aunque los autores nunca lo dicen). La información comprende 29 rubros que corresponden a otras tantas columnas, por lo que se le dividió en cuatro porciones (los cuadros III_1, III_2, III_3 y III_4), en todas las cuales se identifica cada localidad por una clave numérica y el nombre de la misma. En el encabezado de cada cuadro está también una clave y nombre de municipio donde se ubican las localidades.
Los cuadros III_1 tienen siete columnas (aparte de las de clave y nombre, que no volveré a contar aquí, ni en los párrafos siguientes). La primera contiene los números de habitantes de cada localidad (se titula Núm. hab.; no volveré a dar títulos, salvo cuando deba discutirlos) tomados de las cifras censales o, cuando no se disponía de éstas, la que se proporcionó localmente (y se marca a menudo como “aprox.”); a veces aparecen las dos y cabe observar que si la diferencia es en ocasiones corta (por ejemplo 1 827 y 1 964 para Panales en IIIA1, difieren en 7 por ciento), en otras es de tal magnitud (por ejemplo Los Remedios, con 966 y 7 000, donde la segunda es 724 por ciento de la primera) que ameritaría una explicación o que los investigadores hubieran buscado alguna manera validar una de las cifras. Me temo que aunque la nota al pie del cuadro dice siempre “el primer número corresponde al dato del censo, el segundo fue proporcionado en las comunidades”, en varios cuadros se cometió el error de cambiar el orden, pues curiosamente ocupan el primer lugar cifras mayores y redondeadas a centenas, y el segundo lugar cifras puntuales; véase por ejemplo el cuadro IIIC1, entre otros. La segunda columna tiene los tipos de sistemas de comunicación bilingüe, pero en el cuadro IIIF1 no aparece en su lugar sino desplazada hasta la extrema derecha. La tercera (L. región) y la cuarta (L. pueblo) columnas dicen las lenguas que se hablan en la región y en la comunidad, quién sabe por qué aquí se le llama “pueblo”. En las columnas quinta y sexta deben aparecer las cifras de los monolingües en español y de los monolingües en lengua indígena, pero en gran parte están vacías. En la última columna, también escasas, aparecen las cifras de bilingües. Por su magnitud, en comparación con el número de habitantes, es evidente que estas tres columnas toman en cuenta solamente a quienes tienen cinco años o más, como lo hacen los censos.
La primera columna de las seis que tienen los cuadros III_2 da características del Pueblo (así se titula); dice si es “antiguo”, “moderno” o “reciente”, y si el patrón de asentamiento es “concentrado” o “disperso”. Con pena debo notar que el registro no es tan sistemático como debiera: en primer lugar ¿hay alguna diferencia significativa entre “moderno” y “reciente”? porque si no la hay, debió usarse uno sólo de los términos; también noto que en ocasiones se informa solamente sobre la edad o sobre el patrón, y alguna vez aparece “concentrado, disperso”, lo que es una contradicción, pero tal vez quiso indicar “centro concentrado, periferia dispersa”. La segunda columna Patrón resid. se refiere a si la población indígena y la mestiza están o no mezcladas; en buen número de casos da el porcentaje (supongo que es aproximado) si están presentes una y la otra (p. ej. “indígena 30 por ciento, mestiza 70 por ciento”), pero también aparecen “indígena” y “totalmente indígena” que, por sistema debían ambas, pues son lo mismo, aparecer como “indígena 100 por ciento”. Los datos de los tipos de casa (tercera columna) son un poco más anárquicos, en uno de los cuadros se indican los porcentajes de “moderna” y “choza”, ojalá así hubiera sido siempre, pero es de justicia reconocer que es difícil establecer esas cifras, aunque sean aproximadas; en vez de “choza” (un tanto peyorativo) yo hubiera preferido “tradicional”, empleada (sin porcentajes) en otros cuadros, que es lo mismo que “rústica”; en cambio pecan de prudencia “semitradicional” y “semimoderna”, y sinceramente no sé que tiene que hacer entre éstos términos “adobe” ¿corresponde a “moderna” a “tradicional” o a qué? A mi manera de ver las clases de caminos empleados en la tercera columna indican la practibilidad de los caminos, en orden decreciente: “pavimentado”, “terracería”, “brecha” (los tres para vehículos de motor), “herradura” es sólo para animales de carga y se diferencia poco de “vereda” para ir a pie, que se emplea nada más en dos o tres casos de las 97 localidades, como “empedrado”, y que podrían haberse asimilado a uno de los otros; cada localidad tiene caminos de varios tipos. En las columnas comunicación (quinta) y medios masivos (sexta) se emplean sistemáticamente “correo”, “teléfono” y “telégrafo” para la primera de ellas y “TV”, “radio”, “periódicos”, “revistas” para la última.
Los cuadros III_3, tienen diez columnas, algunas de ellas deberían estar agrupadas por un título común, pero el tipo empleado, líneas divisorias que no debe haber y la ubicación de los rótulos hacen confuso el cuadro. Una lectura muy cuidadosa de los cuadros –como lo hará todo lector interesado- y una comparación con el texto, permite despejar dudas. La primera columna, acerca de actividades económicas, atribuye una o varias (lo más común) a cada localidad, es una lástima que no sea tan sistemática como se esperaría. Por principio de cuentas, hay varias formas de designar lo que es a todas luces una sola actividad (por ejemplo, “comerciantes”, “comercio”, “comerciales” y hay otros casos), pero en otros casos surge la duda: ¿son lo mismo “empleados” que “trabajadores asalariados”? o ¿en algún lugar se escribió “maestros” pero en otro se les englobó con los empleados? No quiero abundar en la falta de sistematización en esta columna, pero creo percibir que a menudo se intentó señalar todo tipo de actividades económicas, aunque fueran poco significativas numérica o económicamente, mientras en otros casos se anotaron solamente las significativas (tal vez la importancia de los músicos mixes justifica la única aparición de “musical” en esta columna).
Por lo general en la segunda columna aparece el rótulo Tenencia abajo de Tierras, que está en letra redonda y separado del primero por una línea, y que además no abarca las columnas tercera y cuarta, como debería, pues las tres se refieren a cuestiones de la tierra. Los indicadores de la columna de tenencia son “comunal”, “ejidal”, “privada” y “pequeña propiedad” (que a mi modo de ver, es lo mismo que “privada”). En las dos columnas que siguen se marca con una (X) la presencia y con un vacío la ausencia de T y de R que -creo no equivocarme- se refieren a tierras de temporal y tierras de riego. No siempre es claro que Organización sociopolítica es un rótulo que abarca las columnas restantes de los cuadros 3, cada una con su rótulo. En la quinta (organización) se encuentran “municipal” y “presidencia municipal.”, probablemente lo mismo, así como “consejo de ancianos” (creo que una sola vez), “comités” (muy empleada, sin especificar de qué), “partidista” y, una sola vez, “b. comunales” (supongo que será un comité de bienes comunales), curiosamente ni una sola ocasión hay “comisariado ejidal”, que yo esperaría siempre que hay tenencia ejidal, pues en mis trabajos de campo lo encontré muy a menudo y como una fuerza de gran peso político en varias de las regiones que se estudian en este libro. La sexta columna (cargos) tiene con mucha frecuencia “civiles” y ocasionalmente “autoridades civiles”, que preferiría llamar “cabildo municipal” parejamente, en congruencia con lo que dice la columna anterior; también hay “b. comunales”, cuyo sentido no entiendo aquí, “orden” (¿un cargo diferente al de los encargados del orden en el cabildo municipal?), y “jefe comunal”, que no sé qué es. Me extraña que en ningún caso se mencionen cargos religiosos, pues es bien sabido que en varias regiones (Oaxaca es paradigmática al respecto) el escalafón de cargos alterna oficios civiles con religiosos.
La séptima columna se titula asamblea. Un vacío nos dice -supongo- que en una localidad no se hacen asambleas, “general” es el indicador más frecuente, acompañado a veces por “ancianos” o “pasados” (lo mismo que los “ancianos” en otras partes, es decir, quienes han cumplido los cargos de mayor jerarquía, que en muchas partes implica el cumplimiento previo de cargos de jerarquía menor). La existencia o ausencia de formas de trabajo comunal obligatorio se registra con (X) en la octava.
En la novena columna, vacía en su mayor parte, se informa de la presencia de organizaciones cooperativas; “concha” y “tejedoras” aparecen nada más en la localidad otomí de El Nith, muy esporádicamente se escribe “local”. Parece tan poco significativa por su escasez que podía haberse eliminado. La décima columna (última de esta parte) registra la presencia de partidos políticos nacionales.
La parte 4 del cuadro de información general (III_4) tiene seis columnas. En las tres primeras se registran varios ámbitos tradicionales; guiados por los textos se trataría más bien del uso de la lengua nativa en éstos. En la primera, titulada pract. cult. se usan los rótulos “agrícolas”, “ciclo agrícola”, “para la lluvia” (considero a los tres más o menos equivalentes), y “ciclo vital”; también puede estar vacía, por supuesto. En la siguiente, sobre medicina tradicional, puede haber un espacio o uno o más de los rótulos “hierbera”, “partera”, “huesero” y, muy rara vez, “brujo”. La tercera columna indica si en la tradición oral hay “canciones”, “leyendas”, “cuentos”, “mitos” (un solo caso), varios de ellos o ninguno. Las dos columnas siguientes contienen información acerca de las fiestas comunales (la cuarta) y nacionales (la quinta). En la cuarta se listan para cada localidad las fechas y los santos que se celebran, y una vez cada una “las que realizan en el centro” (para el Barrio de Jesús, cuyo centro es Ixmiquilpan) y “las de la religión pentecostés” (El Calvario, también de Ixmiquilpan). En la quinta columna sistemáticamente se escribe “cívicas” (una sola vez “cívicas escolares”). Como se puede ver, esta información no parece ser muy relevante, por lo que podría haberse reducido mucho o hasta omitirse.
La última columna de todas está plena de información referente a la educación formal disponible. Hay que agradecer a los autores que se usen palabras -como en la mayoría de las otras columnas, según he ido mostrando- para indicar qué escuelas hay en cada comunidad, pero no siempre es bastante claro lo que dicen Por ejemplo ¿son lo mismo “preescolar, primaria bilingües” y “preescolar, primaria bilingüe”?, parece evidente que el plural en la primera fórmula indica que ambas son bilingües, pero no es seguro en la segunda si sólo es la primaria, sobre todo ante otras fórmulas como “preescolar, primaria bilingüe, telesecundaria” o “preescolar, primaria, telesecundaria”, sin ninguna indicación de lengua. No vale la pena comentar todas las fórmulas distintas -son más de 20- que aparecen; salvo la expresión “niños y jóvenes acuden a escuelas del centro” (que al no decirnos cuál es la oferta escolar de ese centro nos deja en el aire). Un repaso a las demás nos indica que en todas las localidades estudiadas hay preescolar y primaria, muchas veces son bilingües, otras tantas emplean sólo el español y hay cierto número de comunidades en las que estas escuelas son “bilingües y en español” ¿habrá unas bilingües y otras nada más en español, o los primeros grados se imparten en las dos lenguas y los últimos eliminan la indígena?. Las secundarias (o su equivalente, las telesecundarias), las escuelas técnicas y los CEBETA -cuya frecuencia es mucho menor- se imparten únicamente en español. Convencido del importantísimo papel de las escuelas (quisiera extenderme en mis observaciones de campo acerca de la actitud casi de veneración que en las comunidades se tiene hacia las escuelas, cómo luchan por tenerlas, cuánto trabajo comunal obligatorio se les destina, pero no debo hacerlo) me hubiera gustado que la información acerca de la oferta escolar fuera más clara, tal vez descompuesta en tres columnas: los niveles o tipos disponibles en la localidad irían en la primera y en las otras dos se marcaría con (X) si ahí la escuela de ese nivel es bilingüe, o en español, o si hay de las dos.
Para cada región, en seguida de los cuadros III aparecen los cuadros IV, divididos en tres partes e igualmente distinguidos por letras para cada región: IVA1, IVA2, etcétera. Dos partes contienen los índices comunales; la primera nos da los “tipos e indicadores generales”, la segunda presenta las “funciones y tendencias”, y en la tercera parte se ofrecen los índices regionales (dominios y funciones). Puesto que los autores han discutido estos conceptos en los textos sobre “el nivel comunal” de etnografía e interacción comunicativa y en los de tipología para la diversidad bilingüe, y ya los he comentado parcialmente, aquí me limitaré a reseñar críticamente la estructura de los cuadros, lamentando una vez más la ausencia del cuestionario de investigación.
En las tres partes de estos cuadros, la primera columna identifica a la comunidad por su nombre (nótese que aquí se llama “comunidad” lo que en los cuadros III se denominaba “localidad” y que desaparece la útil columna de claves que había en aquellos). Las primeras cuatro columnas de los cuadros IV_1 tienen como encabezado los criterios empleados para determinar los tipos de sistema de comunicación bilingüe: “socialización”, “sectores”, empleo en los dominios “comunal” y “nacional”. En cada columna aparece el nivel alcanzado y, separado por un espacio, el índice del que deriva. A decir verdad yo preferiría el orden inverso, porque el índice es el valor obtenido directamente -promedio de los valores asignados a ciertas preguntas-, mientras que el nivel es la traducción generalizada de un índice. Pero si esto es una minucia, no es así para el caso de varios errores observables de asignación de nivel. Puesto que a las respuestas al cuestionario se les asignaron los valores +10, +5, 0, -5 y -10, éstos son los puntos límite de la serie de promedios. Los indicadores I, 1, A, y W traducen promedios entre el máximo posible (+10.00) y +5.01 (porque los autores calcularon hasta centésimas), los indicadores II, 2, B y X corresponden a promedios entre +5.00 y +0.01, los indicadores III, 3, C e Y cubren el rango -0.01 a -5.00, y los indicadores de mayor nivel IV, 4, D y Z señalan valores entre -5.01 y -10.00. Una breve revisión a los primeros casos de los cuadros muestran que se atribuyeron erróneamente: Dexthó III -5.23 (debió ser IV), El Nith Y -5.43 (en vez de Z), Orizabita III -5.08 (cae en el nivel IV, a pesar de su cercanía al límite), San Juan Carapan III -5.31 (es IV); Acachuen B +5.72 (debió ser A), Totontepec B +5.11 (también A), Ayutla II +5.23 y 2 +6.40 (en ambos casos está en el primer nivel: I y 1). ¿Qué tan frecuentes son estos errores? No lo sé, porque sólo revisé las tres primeras regiones y es posible que no suceda así con las seis restantes, pero de las revisadas puedo decir que tanto para la de habla otomí, cuanto para la de lengua mixe los tres errores de cada una son un 9 por ciento del total de atribuciones, y para la región purépecha las dos cifras equivocadas son el 5 por ciento; para Ayutla, dos errores son la mitad de los criterios. Aun suponiendo que los límites que se fijaron los autores no son los que yo he derivado de su libro -que no lo parece, según una revisión somera- entonces falta claridad en la explicación de la tipología y del sistema computarizado que emplearon. Cabe, desde luego, que algunas sean erratas tipográficas, en cuyo caso hay que lamentar el descuido.
Sigamos con las columnas. La quinta se titula “predominio”, que sin duda se refiere a “la preponderancia en el uso de una u otra lenguas en los diferentes sectores de población y en los distintos espacios de interacción comunicativa” (p. 79). Es de suponer que si se siguió el mismo sistema, un índice positivo indica predominio de uso de la lengua vernácula (por ejemplo El Nith, con +1.00); con signo negativo indica que es el español el que predomina (por ejemplo Orizabita, con -1.67). Puesto que el predominio se refiere al uso “en los diferentes sectores … y espacios de interacción…”, exploré para la región otomí la relación entre esta columna y la de “sectores” y no encontré la correlación que sería de esperarse: en tres de las seis localidades los índices de sectores y de predominio varían en el mismo sentido (no en la misma magnitud, como es natural), en otras dos localidades la variación es inversa pero al menos son del mismo signo, y para los tres restantes un índice es positivo y el otro es negativo. Tal vez pudiera establecerse una correlación directa en los tres primeros casos, pero inversa o nula en los restantes, por lo que para el conjunto de la región otomí no hay correlación. La exploración somera de la relación entre predominio y sectores arroja resultados semejantes, por lo que cabe concluir que los índices de predominio se generaron a partir de ciertas respuestas, distintas al menos parcialmente de las que sirvieron para calcular los otros índices No hay remedio, debe haber razones que expliquen estas discrepancias, pero sin conocer el cuestionario y las preguntas para cada índice, es imposible valorarlas.
Las dos últimas columnas de la primera parte de los cuadros IV recogen información de la presencia de monolingües, en lengua indígena (sexta columna), y en español (séptima columna), en forma un tanto vaga, pues solamente la marcan en las dos columnas con los rótulos “si”, “no” y “poco”, con algunas excepciones (“mucho” se usa nueve veces, y nada más en el cuadro referente a la Huasteca; “muy poco” y “-“ se usan una sola vez cada uno). Hay que recordar que al final de la primera parte de los cuadros III aparecen estas dos mismas columnas y una más sobre bilingües, casi por completo vacías salvo la aparición ocasional de alguna cifra tomada del censo. En alguno de los sitios salen sobrando. Si son esporádicas las cifras disponibles de los censos y éstos son poco confiables (p. 79) podía haberse prescindido de las columnas de los cuadros III y tomar en cuenta sólo “el juicio de los propios hablantes”, sinceramente subjetivo (p. 80).
Las tres primeras columnas de la segunda parte de los cuadros IV contienen los índices sobre funciones (por cierto, en orden distinto al que tienen en su presentación en la p. 91): la función cultural indígena, la nacional, y la función política. No voy a comentar acerca de ellas porque me parecen más interesantes las cuatro columnas restantes, de índices de tendencias, tituladas: “Persistencia”, “Pérdida”, “Interétnica” y “Resistencia”. No es evidente cómo hay que interpretar estas cifras; si los autores son congruentes deben referirse al predominio de uso de las lenguas (con signo positivo la aborigen, con signo negativo el español) de la misma manera que para el cálculo de los criterios para la tipología. Parece que no hay problema para leer la columna de “persistencia”: en Atlalco, con +10.00, el uso del náhuatl persiste fuertemente en general, como se describe en el texto correspondiente (p. 271). Un caso contrario por completo en este sentido es Tanaquillo, con -10.00 donde se emplea nada más el español en una población que, según se nos dice (pp. 163, 165) es originalmente indígena, pero con muchos inmigrantes; cifras menores con signo negativo -que son nada más un tercio aproximadamente de las localidades- indicarían un uso cada vez más reducido del idioma vernáculo, y las cifras crecientes con signo positivo indicarían predominio del uso del español y, por ende, una pérdida más acentuada de la lengua indígena.
En mi primer vistazo a los cuadros, esperaba que la columna “pérdida” mostrara índices contrarios a los de la columna anterior, pues imaginé que a mayor persistencia habría menor pérdida (y viceversa), pero encontré que no era así; supuse entonces que podrían variar en el mismo sentido porque a una mayor persistencia correspondería un mayor uso de la lengua indígena bajo el rubro pérdida, que -según eso- debería interpretarse en sentido inverso al de su valor aritmético, pero tampoco pude ver una relación clara. De hecho estos índices no indican la realidad objetiva, sino la actitud subjetiva que tienen los sujetos entrevistados hacia las lenguas, por lo que pueden fácilmente oponerse a los tipos de SCB y entre sí, como lo evidencia el texto acerca de Atioyan (p. 218): “paradójicamente, como hemos observado en otros casos, aparece una contradicción entre los índices que remiten al uso [real] de las lenguas … [y] la valoración sobre el futuro de ellas…” (Atioyan es de tipo III2BY: en la socialización predomina el español, por sectores y en los dominios comunales predomina el náhuatl, en los dominios nacionales se usa más el español; el índice de -2.71 apunta que la persistencia es débil, pues favorece al español, y el de pérdida, de +3.33, indica que los entrevistados creen que la lengua indígena no se está perdiendo).
La penúltima columna, “interétnica”, refiere cuál de las lenguas se emplea en las relaciones interétnicas, o más bien, cuál de ellas sienten los entrevistados que predomina en esta función. El texto del Barrio de Jesús dice: “explícitamente se registra una menor aceptación de su pérdida [del otomí] y una manifestación del bilingüismo en cuanto a las relaciones interétnicas” (las cifras en el cuadro son +1.67 y 0.00). De la misma manera que este texto omite referirse a los índices de persistencia y de resistencia, en muchos otros casos los textos no hacen referencia a todos los índices, aunque estén en los cuadros.
La última columna tiene los datos de resistencia. Puesto que, como explica la autora en el cuerpo de su estudio, más que un fenómeno comunal la resistencia es un hecho regional -cuando cierto número de comunidades se unen en una lucha reivindicativa- resulta un poco extraño que se le dedique una columna en los cuadros de índices comunales.
Como vimos, la última parte de los cuadros IV muestra índices regionales, por lo que hubiera sido más conveniente que tuvieran otro número romano (serían los cuadros VI, pues tres pequeños cuadros V cierran el capítulo “Andando comunidades”). Sus siete columnas llevan los encabezados: “d. [igual dominio] tradicional”, “d. nacional”, “predominio”, “f. [igual función] cultural”, “f. política”, “f. interétnica” y “resistencia”. En el libro se discuten las diferencias entre el bilingüismo de una comunidad y el de la región en que se ubica; de hecho por eso Gabriela Coronado prefiere, justificándolo plenamente, hablar de sistemas de comunicación bilingüe. Para quienes han hecho trabajo en las comunidades puede casi parecer verdad de Perogrullo el que cada comunidad difiere de todas las demás y que para entender su “bilingüismo” debemos conocer cómo se usan las lenguas al interior de la comunidad y al exterior, en el marco regional. Sin embargo, esta obviedad no lo es para cualquier persona, comenzando por colegas de distinta orientación (que, por eso, no trabajan en las comunidades) y menos para otros sectores; así, uno de los grandes méritos de esta obra está en mostrarnos las grandes diferencias entre cada una de las comunidades de una región, así como entre las regiones tomadas en conjunto. Los índices deben ser la expresión sintética de lo que se dice en los textos correspondientes: además de que el texto no siempre alude a todos los aspectos que los índices codifican, hay algún problema adicional.
Desafortunadamente no se nos indica con claridad cómo debemos interpretar los índices que en distintos cuadros parecen referirse al mismo o a muy similar asunto. Por ejemplo, el indicador general “comunal” (en esté párrafo uso los encabezados tal y como aparecen en los cuadros IV), el índice comunal “cultura ind.” y el índice regional “d. tradicional” tienen referentes similares, pero distintos, como lo indican los valores que ejemplifico con Orizabita -comunidad de la región otomí de Ixmiquilpan- que son en ese orden -2.31, -4.57 y -0.60; es verdad que los tres anteriores tienen rótulos diferentes, y que los términos “nacional”, “cult. nal” y “d. nacional” tampoco son iguales, pero hay otros casi iguales, como “interétnica” y “f. interétnica” o iguales “resistencia” (última columna de la segunda y de la tercera parte). No me engaño, “interétnica” y “resistencia” como funciones comunales son otra cosa que “f. interétnica” y “resistencia” en tanto funciones regionales, pero se me dificulta entender por qué se dan los índices para cada localidad en vez de dar los datos por región; los valores (también para Orizabita) de “interétnica” son -5.33 y -6.86, de “resistencia” son -1.43 y 0.00, que a simple vista sugieren cierta congruencia entre los índices comunales y los regionales, pero no siempre es así. En Ichan (purépecha) los índices de “interétnica” son +2.33 (comunal) y -4.57 (regional) ¿qué quiere decir esta distancia de 7.9 entre un índice positivo para la comunidad y otro negativo “regional” dado también para la comunidad? (el promedio, recurso que los investigadores usaron con frecuencia, de los índices sobre “interétnica” regional de la Cañada de los Once Pueblos es -8.54).
Si me he extendido un tanto comentando los cuadros -que ocupan aproximadamente un cuarto de las páginas de la segunda parte del libro- lo hice porque su lectura e interpretación demandan cierto esfuerzo. La misma información que los cuadros presentan con números se da de manera explícita en los textos que se refieren a cada una de las regiones estudiadas, con la enorme ventaja de que no es necesario interpretar el lenguaje más o menos llano empleado. Cada texto se inicia con una descripción general de la región (con datos físicos, histórico y de otro tipo) a la que siguen las descripciones un poco más detalladas de cada una de las comunidades, más o -en el orden en que se presentan los índices en los cuadros, de manera que pueden compararse las cifras de éstos con la exposición verbal (tarea nada sencilla, como he venido mostrando). La correspondencia entre texto y cuadros no es perfecta -no parece haberse intentado que lo fuera- como ya señalé, no siempre se encuentran explicitados todos los índices, hay por el contrario a menudo comentarios verbales que dan un panorama mucho más rico e informativo de las condiciones del sistema comunicativo bilingüe que se está tratando. Quien se interese por conocer la diversidad de SCB estudiados puede prescindir de los cuadros sin perder mucho, ganando en viveza. Me atrevería a recomendar esta forma de lectura. La visión de cada una de las regiones se complementa con mapas de los que más adelante diré algo, por el momento quiero referirme unos cuantos defectillos.
Es de destacar que el libro tiene muy pocas erratas. Advertí la omisión de algún punto, una o dos veces falta una letra, en el último renglón de cuadro IlC las cifras están corridas hacia la columna anterior.
Para mi gusto la redacción es un poco pesada. A lo largo de toda la obra encontré que podía decirse en un renglón lo que en el libro ocupa uno y medio o dos renglones, pero para ahorrar un poco de espacio no daré ningún ejemplo. En ocasiones hasta se ha colado algún error de redacción, como: “es posible encontrar grupos grupos de origen indígena que hayan conservado prácticas comunicativas en otomí” (p. 144) en vez de “que han conservado, o “… acciones tomadas en defensa de la tierra o protección del racismo…” (p. 264) (que según el contexto debe ser “protección contra el racismo” de que son víctimas los indios. También hay algún uso extraño de ciertos términos, en la p. 146 aparece “la religión pentecostés” que mas bien sería “pentecostalista”, aunque también pudieran haber repetido la forma “el sector evangélico” que emplean en la página anterior, o “religión protestante”, en la siguiente; debo reconocer que los tres términos no designan exactamente lo mismo, pero aquí se refieren a un solo grupo.
De cuando en vez se encuentra un concepto que parece equivocado, quién sabe si lo sea o sólo lo parezca por la redacción. Algunas muestras de los más evidentes son: “En esta localidad se trabaja comunalmente en … faenas …aunque no se ha logrado la participación de los miembros de la religión evangélica” (pp. 149-150); creo que es más probable que en un tiempo todos (como católicos que eran) participaran en las faenas y que quienes se convirtieron en evangélicos hayan dejado de tomar parte. Otro ejemplo: “se trabaja por medio de faenas … para hacer mejoras a la comunidad, y en ella deben participar todos los jefes de familia como requisito para su membresía”: aparte de la falta de concordancia (“faenas … en ella”), no se dice de qué membresía se trata, aunque cabe suponer que el cumplimiento de las faenas les otorga pleno reconocimiento como habitantes del barrio de San Nicolás.
En mi opinión no es correcto emplear reiteradamente la expresión “pistoleros comerciantes hispanohablantes” al tratar de la Huasteca hidalguense (p. 272). No dudo de que en ciertos individuos se reunieran las tres características, pero me parece difícil que todos los comerciantes hayan sido a la vez pistoleros e hispanohablantes, o que todos los hablantes de español fueran comerciantes y pistoleros; creo que se trata de una fórmula cargada de sentido político, opuesta a la fórmula “macehuales”, empleadas con toda intención en la región; si estoy en lo justo, los autores del capítulo debieron señalarlo así si querían adoptarlas, no sólo dejarlas entrar inadvertidamente. ¿Es correcto decir que los grupos sociales son “portadores” de proyectos políticos? ¿Quisieron en verdad decir que la católica es “la religión oficial”, o lo dicen (p. 273) por descuido? Hay poco cuidado al hablar (p. 275) de Nicanor Santos, en el texto, y de Gonzalo Santos, en nota al pie, como si fueran dos personas distintas, cuando se trata del mismo cacique potosino Gonzalo N. Santos, conocido también con el sobrenombre de “El Alazán Tostado”.
En un trabajo tan amplio como el que ahora comento -y con una redacción poco cuidadosa- es fácil encontrar muchos otros casos como los señalados en el párrafo anterior, pero es absurdo ampliar la muestra. Nada más me detendré en algo que me llamó la atención: “Aquí se encuentra un … Cereso, a través del cual se hacen llegar a la capital del estado los reclamos de la región” (p. 187) ¿Es cierto que el Centro de Readaptación Social (pomposo y politically correct nombre de una cárcel) hace labor de gestoría de la comunidad ante las autoridades radicadas en la capital del estado? La verdad, aunque me resulte sorprendente, creo que es como Coronado y sus colaboradores lo dicen, lo cual resulta muy ilustrativo, al igual que la lectura de todos los casos regionales y sus peculiaridades locales que se investigaron con tanto esfuerzo y ahora se nos ofrecen.
Los títulos de los capítulos y de las secciones en que se dividen están bien elegidos e invitan a la lectura, de modo que aquí me limitaré a citarlos con algún breve comentario adicional. El capítulo IV, “Andando comunidades”, estudia los sistemas de comunicación bilingüe de los otomíes del Valle del Mezquital, Hidalgo, que tienen como centro regional a Ixmiquilpan (le corresponden los cuadros A), de los purépechas de la Cañada de los Once Pueblos, región que tiene a Carapan por cabecera (cuadros B) y el distrito Mixe, Zacatepec, Oaxaca (cuadros C); concluye con una sección donde compara estas regiones contrastantes, respuestas diversas, cuyas diferencias resume en cuatro breves cuadros V, con los promedios de cada una de las tres regiones para catorce de las columnas que hacen los cuadros IV. Es una lástima que no se presenten cuadros similares en los otros capítulos.
“Una mirada sesgada” es el título de capítulo V, el sesgo de la mirada consiste en que mucha gente cree que las lenguas vernáculas ya no existen o que están desapareciendo poco a poco, pero la realidad es otra. Para destacar la gran diversidad regional se trabajó en más de 50 localidades en una treintena de municipios en el centro, el norte, el occidente, el sur y el oriente del estado de Puebla, en los que se habla el náhuatl (otras lenguas en algunos, también entra un municipio veracruzano; sus índices están en los cuadros D, E, F y G). A decir verdad, si los autores -Coronado comparte aquí créditos con Mota y Ramos- hubieran tratado con el mismo detalle todas las localidades estudiadas, la investigación de la variedad de comportamientos lingüísticos poblanos hubiera sido un estudio muy meritorio por sí mismo, equivalente en cierta forma al libro completo, pero prefirieron tratar muy someramente el panorama general (unas 30 localidades, cuadros D). Es necesario ver con más de detenimiento la región oriental de la Sierra Norte (cuadros E) y con más detalle aún -Zacapoaxtla ocupa tantas páginas como el panorama general- dos municipios vecinos, también serranos, Zacapoaxtla (cuadros F) y Cuetzalan (cuadros G).
EL capítulo final reúne, bajo el título “La comunidad toma la palabra,” cuatro casos en los que, con diferente intensidad y con particularidades propias, las lenguas vernáculas han sido tomadas por sus hablantes como instrumentos de sus luchas políticas. Además de secciones introductorias a cada parte, las regiones y la operación (no estática, sino adaptada constantemente a las condiciones que se daban) se dan en los apartados “lengua, identidad y lucha por la tierra: la Huasteca Hidalguense” y “monolingüismo ante racismo: la Huasteca Potosina,” puesto que están en una sola región, si bien sus estrategias de lucha no son las mismas, los índices de ambas aparecen en los cuadros H. Los dos apartados siguientes refieren lo acontecido en el distrito de Tuxtepec, Oaxaca, por la construcción de la presa Miguel Alemán y el desalojo al que se vieron forzadas las poblaciones autóctonas, los cuadros J tienen los índices relativos a la recuperación de la identidad mazateca y el chinanteco antes y después de la construcción de la presa. El libro concluye con algunas páginas que recogen todo lo expuesto en su segunda parte y proponen el papel (o los papeles) que en el futuro puede desempeñar el bilingüismo.
Poco más de veinte mapas sitúan geográficamente las regiones y localidades estudiadas y complementan la riquísima información de la obra. Es lástima que algunos defectos disminuyan un poco sus méritos. Seis de ellos, al tamaño de la plana impresa, sirven para situar las regiones estudiadas. El mapa 1 es de todo el país, destacando (con línea gruesa y el número que le asigna INEGI) los estados donde se aplicaron cuestionarios, y dentro de cada estado señala con sombreado las zonas estudiadas. Los mapas 2, 3 y 4 presentan respectivamente la división municipal de Hidalgo, Michoacán y Oaxaca, resaltando los municipios estudiados en el capítulo “andando comunidades”. Los municipios poblanos del capítulo “una mirada sesgada” se dan en el mapa 11, y se marcan de manera especial los de la zona de Zacapoaxtla y Cuetzalan; con excepción de esta zona, para las demás se dan la ubicación, el nombre y el tipo de SCB de cada localidad. En el mapa 14 se presentan juntos los estados de Hidalgo y San Luis Potosí, para remarcar los municipios que son parte de la Huasteca y que se estudian en parte del capítulo “la comunidad toma la palabra”; el distrito oaxaqueño de Tuxtepec, estudiado también en este capítulo, se señala dentro de su estado en el mapa 19. Los rasgos de estos mapas son muy útiles, sobre todo para quienes no están familiarizados con la ubicación de los grupos de habla indígena, pero en ningún mapa se indica la escala, lo que falsea un poco la idea que el lector se hace visualmente acerca de la extensión de estos grupos.
Los demás mapas están impresos en hojas al tamaño de doble página. Esta reducción hace que muchos de ellos sean casi ilegibles, tanto porque las líneas del dibujo llegan a desaparecer en algunas partes, cuanto porque los rótulos quedaron en un tipo que es de la mitad del que se emplea en las notas al pie de página; pueden leerse bien los mapas de la región purépecha y de la Huasteca potosina, no es fácil leer los de la región otomí, ni los de Cuetzalan, prácticamente ilegibles son los de la zona mixe, de Zacapoaxtla, de la Huasteca Hidalguense y del distrito de Tuxtepec. Pesto que mapas de mayor tamaño presentan problemas de edición, tal vez hubiera convenido emplear en ellos un dibujo menos fino. Ninguno de los mapas tiene escala, necesario cuando a cada uno se aplicó un grado de reducción distinto.
Para cada una de las regiones estudiadas, que anoto en el párrafo anterior, hay dos mapas. Ambos sobre una misma base de dibujo muy fino, finura que es una cualidad cuando el mapa se mantiene en su tamaño original, pero que da lugar a problemas si el tamaño del mapa se reduce. Los mapas base registran gráficamente las localidades, los caminos de varias calidades, los ríos y los cuerpos de agua (lagos y presas), lo que es ventajoso si la impresión se hace solamente en negro, pues la inclusión de otros elementos geográficos cargaría de líneas el mapa y lo haría muy confuso.
Se procuró mostrar el carácter disperso o concentrado de cada localidad representando por puntos sus construcciones (supongo que de manera aproximada), así también se refleja la realidad de la ausencia de límites físicos reales entre ciertas comunidades; aunque rara vez, esta forma de representación puede dar pie a cosas curiosas. Por ejemplo, una brecha, que no conecta con ninguna otra ni con caminos de terracería o pavimentados, sale de una parte vacía de puntos ( igual casas), recorre una concentración de puntos y termina donde los puntos vuelven a ralear ¿puede entenderse un camino transitable por vehículos de motor al que no puedan llegar éstos?. Las diferentes calidades de caminos (pavimentado, de terracería, brecha, vereda) tienen símbolos diferentes, para mi gusto el de “terracería” es más prominente a la vista que el de “pavimentado”, cuando debió ser al revés, pero esto no es gran defecto. Es muy clara la representación de corrientes y cuerpos de agua. Los mapas proporcionan los nombres de todas las localidades comprendidas en el área, así como los de ríos, lagos y presas.
En el primero de los dos mapas de cada región se agregan a los nombres de las localidades estudiadas los tipos de sistemas de comunicación bilingüe que les corresponden. Salvo que la tipografía en que se presenta el tipo de SCB es la misma que la usada para los nombres de localidad, y por lo tanto en varios de los mapas se lee con dificultad, creo que se eligió una buena presentación. El segundo muestra las redes comunicativas, esto es, con qué otras localidades tiene comunicación cada una de las estudiadas, distinguiendo si la comunicación se hace en español o en lengua vernácula. La comunicación entre una de las localidades estudiadas y cualquier otra (se toman en cuenta todas las localidades del área y unidades significativas fuera del área del mapa) se señala por curvas sencillas que las unen sin seguir los caminos; este es un recurso conveniente, porque da una visión instantánea de la estructura de la red y no oculta ni duplica el sistema de caminos que registra el mapa. La lengua de comunicación se indica por líneas sencillas (el español) y por secuencias de flechas (la vernácula), en unos mapas una línea central une las flechas, en otros las fechas van solas; cuando el uso de los idiomas es asimétrico se dibujan las líneas de ambos, marcando con flechas el sentido de cada una. Todo esto parece bien, con la salvedad de que las redes se dibujan sobre el mapa de SCB, a su vez vertidos sobre las cartas base, así es que la acumulación de símbolos y líneas crea ciertas dificultades de discriminación visual; creo que las redes debieron haberse dibujado sobre versiones simplificadas de cada mapa.
Ha sido largo el recorrido de esta reseña, porque he comentado por extenso algunos aspectos que según creo podrían haber tenido un mejor tratamiento, así como uno que otro punto controvertible (muy pocos, a decir verdad). He sido menos generoso al resaltar los méritos, porque ellos se defienden solos, pero procuré ser justo al señalarlos. Espero que los lectores de esta reseña se sientan invitados a leer una obra tan valiosa e informativa; igualmente espero que Gabriela Coronado y sus colaboradores entiendan el propósito de mis comentarios, para que si les parecen justificados los tomen en cuenta cuando prosigan en el futuro sus investigaciones en este campo de estudio. Si el asunto es interesante por sí mismo, como conocimiento científico, más importa la utilidad que debe tener para las políticas del lenguaje que emprendan las agencias gubernamentales y los hablantes de lenguas vernáculas, pues para formularlas debidamente es indispensable conocer la variada realidad del “bilingüismo” en la forma meticulosa y sistemática que lo hace este libro. Dudo -y creo que la obra me apoya- que actualmente sea general la expresión que da título al libro, Porque hablar dos idiomas… es como saber más, pero confío en que cada vez más los hablantes de lenguas indígenas la hagan suya, tal vez en parte con el apoyo de esta obra.
Sobre el autor
Leonardo Manrique Castañeda
Dirección de Lingüística/INAH.
Citas
- La referencia completa del libro es: Gabriela Coronado Suzán (con la colaboración de Juan Briseño Guerrero, Óscar Mota Gómez y María Teresa Ramos Enríquez) Porque hablar dos idiomas…es como saber más. Sistemas comunicativos bilingües ante el México plural, México, CIESAS/SEP-Conacyt, 1999. [↩]
- Colección Nuestro Idioma, 7, Comisión para la Defensa del Idioma Español, México, 1982, pp.81-95. [↩]