Liberalismo y racismo: dos caras de una misma moneda*

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Pareciera indiscutible que el racismo y la teoría política liberal son incompatibles. El racismo descansa en la premisa de que los integrantes de unas “razas” son intrínsecamente superiores a los miembros de otras, mientras que la teoría política liberal parte de que “todos los hombres nacen iguales” y deben, por ende, disfrutar de “igualdad ante la ley”. Sin embargo, como ya han señalado otros autores, el racismo y la teoría política liberal son, de hecho, dos caras de una misma moneda. La teoría política liberal, tal y como se ha desarrollado en Europa occidental y en los estados americanos desde el siglo XVIII hasta nuestros días, trae aparejada formas de racismo moderno repudiadas por los defensores de la democracia liberal.

¿Cómo sucede entonces que la teoría política liberal, cimentada en el principio de la igualdad ante la ley, fomenta esa manera de trato desigual entre los individuos que llamamos racismo? Si bien, los procesos a través de los cuales la igualdad promueve la desigualdad son complejos e interrelacionados, distinguiré dos conjuntos para los fines de esta introducción: el primero es inherente a la lógica cultural propia de la teoría política liberal, al encadenar las premisas que afirman que, si todos los hombres nacen iguales deben entonces ser iguales ante la ley; el segundo deriva de la puesta en práctica de la teoría política liberal en los Estados nación.1

Para comprender la manera en que la lógica cultural de la teoría política liberal fomenta el racismo, es conveniente recordar el contexto político en el que los filósofos Hobbes, Locke y Rousseau en los siglos XVII y XVIII, desarrollaron sus ideas sobre el contrato social (Macpherson, 1962). Ellos debatían en contra de aquellos apologistas del régimen monárquico que justificaban la existencia de grupos desiguales, definidos legalmente y avalados por Dios.

Los defensores de una monarquía instaurada por la divinidad argumentaban que, aun cuando Dios pudiera considerar iguales a todas las almas en función de su capacidad para alcanzar la salvación, les asigna diferentes papeles que desempeñar en la tierra. Algunos están destinados a gobernar, otros a obedecer. El racismo, una situación de privilegios y ventajas disfrutados por algunas razas y que son denegados a los miembros de otras, había sido avalado por la ley. La herencia era el método preferido para asignar a los individuos a grupos de estatus desigual.

En tanto que los filósofos de los siglos XVII y XVIII, que propugnaron la teoría del contrato social, disputaban la idea de una desigualdad social ordenada por Dios e impuesta por la ley; es entendible que tomaran el extremo contrario y declararan que Dios había creado a todos los hombres iguales. Hobbes, por ejemplo, argumentaba que, si partimos del supuesto de que la naturaleza refleja la voluntad divina, veríamos que “había hecho a los hombres tan iguales” que ninguno gozaba de la fuerza de cuerpo o alma para reclamar “para sí cualquier beneficio al cual no pudiera aspirar otro tanto como él” (1991: 86-87). De forma parecida Rousseau decía que “el hombre ha nacido libre” y que “dicha libertad es consecuencia de la naturaleza del hombre” (1968; 49-50). Pero lo más importante, según los teóricos liberales, era que Dios había obsequiado a todos los hombres con el uso de la razón, misma que distingue a los hombres de las bestias, ningún hombre (léase, ningún rey) podría contar con un acceso privilegiado a los designios divinos que pudiera justificar su derecho a dictar leyes encaminadas a gobernar a otros. Como iguales, tanto en fuerza como en razón, los hombres están exentos de la obligación de someterse a leyes promulgadas por una persona que se proclama rey. Por el contrario, los hombres iguales deben unirse en un contrato social para determinar entre sí las leyes que deben gobernarlos.

Se deduce que los filósofos liberales que desarrollaron la teoría del contrato social nunca creyeron que todos los hombres hubieran nacido iguales.2 Los “hombres iguales” en los que pensaban eran varones cabeza de familia que poseían suficiente propiedad como para no tener que trabajar para otros como sirvientes o asalariados.3

Durante los últimos tres siglos, la categoría de “hombres iguales” se ha ido ampliando, gracias a las luchas sociales por la democracia en diversas partes del mundo. Gradualmente la categoría se expandió hasta incluir a los varones sin propiedad, a los de minorías étnicas o raciales, y finalmente a las mujeres (Marshall, 1964). Pero la lógica cultural excluyente, que ha permanecido constante, se entiende más o menos de la siguiente manera: si Dios/naturaleza creó iguales a todos los hombres, entonces aquellos que manifiestamente no son iguales seguramente no son hombres. En particular, estos “no hombres” deben carecer de la capacidad de raciocinio que sustenta el dominio de sí. En los siglos XVII y XVIII, los sirvientes y los asalariados eran excluidos de participar en el contrato social porque, aun cuando contaran con el uso de la razón no estaban en condiciones de ejercerla; debían obedecer las órdenes de sus amos y patrones. En el siglo XIX, después de que la clase trabajadora ganó su lucha para obtener el derecho al voto, las ideas relacionadas a la inferioridad natural -siempre implícitas en las justificaciones sobre la exclusión- se volvieron dominantes (Hall, 1994; Roediger, 1991). Las mujeres y los miembros de minorías raciales que, a pesar de sus esfuerzos, seguían siendo excluidos, lo eran en función de ser vistos como seres carentes de razón y no porque les estuviera vedado ejercerla. Sus cerebros eran deficientes. Es este énfasis decimonónico en la inferioridad biológica lo que la mayoría de nosotros imagina cuando escuchamos hablar de racismo (o sexismo) hoy día.

Los filósofos que desarrollaron la teoría del contrato social no sólo apuntaban que, si todos los hombres fueron creados iguales, entonces debían elaborar sus propias leyes, sino también que las leyes que elaboraran debían aplicarse por igual a todos ellos. Los filósofos, por supuesto, argumentaban en contra de que ciertos grupos sociales, tal como los príncipes y la nobleza, pudieran disfrutar de privilegios legales y especiales. Pero la idea de que las leyes deben ser aplicadas a todos por igual también fomenta prejuicios racistas (y sexistas) acerca de desigualdades “naturales”. Una vez más, la lógica cultural se entiende más o menos como sigue: si la ley brinda un trato igual a todos, entonces las desigualdades observables no pueden derivar de la ley. Más bien deben reflejar desigualdades que preexisten al Derecho, tal como diferencias físicas y mentales predeterminadas por Dios o por la naturaleza, o bien diferencias que derivan del libre albedrío de los individuos. Si por ejemplo, los miembros de minorías étnicas o raciales carecían del mismo éxito económico que habían alcanzado la clase dominante a pesar de gozar de igualdad ante la ley, entonces el fracaso debía derivar del hecho de que dicha minoría carece de la capacidad o voluntad para triunfar.

La noción acerca de la “igualdad ante la ley” es particularmente perniciosa porque no sólo evoca mundos imaginados de desigualdades naturales o divinas que preexisten al derecho y que la ley no puede o no debe menguar, sino también porque de hecho la “igualdad ante la ley” crea y perpetúa la discriminación.

Un tema central que permea los ensayos de este volumen es precisamente que la igualdad legal no elimina el trato discriminatorio de los sujetos indígenas. Por el contrario, la igualdad ante la ley promueve y legitima la discriminación. La igualdad legal genera discriminación al dar un trato de iguales a personas desigualmente ubicadas. Al hacer caso omiso de las desigualdades existentes, el sistema legal no sólo deja de actuar para disminuirlas sino que de hecho las exacerba otorgando ventajas a los más privilegiados. Así por ejemplo, desde hace tiempo los científicos sociales saben que la protección del derecho a la propiedad beneficia a aquellos que poseen bienes productivos a expensas de aquellos que sólo poseen bienes de consumo (Marx, 1984; Pashukanis, 1989; Weber, 1967). De la misma manera, un sistema legal que trata a todos como iguales al llevar las actuaciones procesales en la lengua del grupo dominante, discrimina en contra de aquellos para quienes la lengua del tribunal es secundaria o simplemente ajena.

La jurista Martha Minow ha llamado la atención a lo que ella llama “el dilema de la diferencia”, que deriva de la igualdad ante la ley. Da como ejemplo el caso de una familia de chinos en San Francisco, California, que se quejaba de que sus hijos, hablantes de chino, tenían un rezago escolar por ser obligados a estudiar las clases en inglés. Este caso obligó a los tribunales a considerar si efectivamente tratar de la misma manera a quienes son diferentes -los estudiantes que hablan inglés y los estudiantes que hablan chino- afecta el principio de igualdad (1990; 19). En 1974 el caso fue llevado a la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos; el veredicto fue que las clases impartidas exclusivamente en inglés afectaban el derecho de los hablantes de chino a obtener las mismas oportunidades de aprendizaje. La corte ordenó al distrito escolar a proporcionar clases especiales a los estudiantes chinos; sin embargo, este sistema para estudiantes minoritarios ha creado un nuevo conjunto de problemas. Muchos de los menores que no hablan inglés son relegados a tomar clases bilingües que los padres de familia consideran inferiores. Entonces, ni por la vía de ignorar las diferencias lingüísticas y enseñar a todos los estudiantes en inglés ni abocándose al problema e impartiendo clases especiales para estudiantes que no hablan inglés, se puede disminuir la discriminación experimentada por los estudiantes minoritarios. Este es el “dilema de la diferencia” que señala Minow. Es un dilema porque “el estigma de la diferencia es reproducido tanto al ignorarlo como al subrayarlo” (ibidem: 20).

Aunque uno pudiera imaginar que los estudiantes que sólo hablaban inglés y los que sólo hablaban chino pudieran sufrir la misma desventaja dependiendo del lenguaje usado en la clase, en realidad, únicamente los hablantes de chino experimentaban la discriminación asociada con ser “diferente” en San Francisco. Pocas veces la diferencia se distribuye de manera equitativa. Por lo común un grupo es considerado diferente en relación con una norma que generalmente no se explicita.

Esto último me lleva al segundo conjunto de procesos por medio de los cuales la igualdad ante la ley promueve el trato desigual para individuos y grupos: el hecho de que la teoría política liberal se aplique dentro de los Estados nación. Los gobiernos de los Estados democráticos liberales pueden argumentar que otorgan a todos la misma protección legal, pero las presunciones silenciadas sobre el “ciudadano normal” condenan a quienes no cumplen con ellos a convivir la discriminación que deriva de ser diferente. En cada Estado nación moderno, el “ciudadano normal” es imaginado como varón, adulto, física y mentalmente competente y de solvencia económica. Eso condena a las mujeres, los niños, los discapacitados, y los pobres a sufrir el estigma de la diferencia. Además, cada Estado nación moderno imagina que el “ciudadano normal” pertenece a una determinada “raza”, etnia, grupo lingüístico y religioso, preferencia sexual, etcétera, incluso cuando algunos de estos criterios sean fervientemente negados por los apologistas del actual régimen político.4

Varios autores han explorado la contradicción inherente a la teoría política liberal entre el derecho universal a la igualdad y el particularismo nacional. Kristeva, por ejemplo, señala que las ideas de la universalidad de los “derechos del hombre” y las prácticas excluyentes del Estado estaban ya indisolublemente ligadas en uno de los documentos impulsores de la teoría política liberal: la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano adoptada por la Asamblea Nacional Francesa en 1789.

Basada en una naturaleza humana universal que la Ilustración concibió y respetó, la Declaración abarca desde la noción universal de hombre hasta las asociaciones políticas que deben preservar sus derechos, y encuentra como una realidad histórica la asociación política esencial que resulta ser la Nación (1991; 148 énfasis de Kristeva).

Las naciones, por supuesto, sólo protegen los derechos de algunos hombres (sus propios ciudadanos o nacionales), por lo cual descalifican al resto de la humanidad como “extranjeros” y quedan fuera de la protección de las leyes del Estado; en el mejor de los casos, reciben protección pero con ciertas condiciones.

Muchos autores que exploran la contradicción entre los derechos universales y el particularismo nacional se han concentrado en los problemas de los inmigrantes que llegan a aquellas naciones europeas que presumen estar fundadas en principios universales de inclusión y no en la exclusividad étnica.

Por supuesto, Francia es la nación europea más asociada con los ideales universalistas de la teoría política liberal; sin embargo, Silverman demuestra lo difícil que es seguir distinguiendo entre naciones como Francia, concebidas como “una asociación voluntaria o contractual entre individuos libres” y naciones como Alemania, imaginadas como “comunidades predeterminadas formadas por lazos de sangre y herencia” (1992; 19-20). El Estado francés, a diferencia del alemán, pudo haber dado la bienvenida a cualquier sujeto libre que voluntariamente afirmara comprometerse con los ideales liberales; pero esa promesa encerraba una noción de cultura que fácilmente podía deslizarse hacia principios étnicos esencialistas. Por “el enlace forjado entre una cultura uniforme por una parte, y la membrecía a una comunidad político-nacional por la otra, la nacionalidad y la ciudadanía [francesas] podían pasar fácilmente de ser un don abierto a todos los asentados en Francia a una posesión de los pocos elegidos” (ibidem: 32).

Silverman añade que el requisito de “asimilación” cultural impuesto a los inmigrantes que aspiraban a la ciudadanía francesa era profundamente ambivalente. La asimilación implica la existencia tanto de una diferencia inicial que debe ser suprimida (“debes ser como nosotros”) como de una diferencia inicial que no puede ser suprimida (“nunca serás como nosotros”). El cuerpo extraño nunca puede ser completamente asimilado: siempre habrá un residuo de esa otredad -la otra historia- que en un principio necesitaba ser asimilada (ibidem: 32-33). La asimilación contiene entonces una “doble atadura en su núcleo mismo, pues la comunidad a la que el extranjero debe integrarse está, en todo momento, igualmente dispuesta a rechazar esta figura a partir de su diferencia étnica, nacional o cultural” (ibidem: 23).

La promesa de inclusión universal no sólo es una mentira, sino que convoca al racismo que el universalismo pretende rechazar.

Al hacer que la membrecía a la comunidad política y nacional dependiera del acoplamiento cultural, el Estado nación creó simultáneamente un racismo nacional junto al republicanismo “liberal” (ibidem: 23 énfasis de Siverman).

Silverman entonces se suma a otros autores contemporáneos que sustentan que el universalismo promueve el racismo. Balibar comenta que “no existe una clara demarcación entre universalismo y racismo […] son opuestos determinados, lo que precisamente significa que cada uno afecta al otro ‘desde adentro'” (1989; 13-14). En un artículo de Fitzpatrick subtitulado “El nacionalismo como racismo”, es muy explícito acerca de la forma en que los ideales universalistas construyen y excluyen a otros en términos racistas. Retomando a Zizek (1991), Fitzpatrick deduce que, en tanto que el universalismo pretende incluir a todos, sólo puede excluirse a alguien negándole humanidad: “los atributos de la civilización europea, lo universal y lo legal, el orden, lo dinámico y progresivo, son puestos todos en contraposición a las características proyectadas desde Europa hacia su doble: lo particular, la ausencia de legalidad, lo caótico, estático y retrógrado” (1995; 18). En resumen, el racismo “no es un mal externo que periódicamente invade el cuerpo político; es una parte integral a la conformación misma de los Estados nación modernos” (Silverman, 1992: 26).

Los estudiosos que reconocen lo insalvable del racismo en los Estados nación modernos han propuesto alternativas de convivencia social,5 pero los gobiernos nacionales que sustentan su legitimidad en proveer “igualdad ante la ley” tienden todavía a fracasar ante lo que Minow llama “el dilema de la diferencia”. Las autoridades europeas que reniegan del racismo, con frecuencia debaten las ventajas relativas de las vías francesa o británica para asegurar que los inmigrantes de las antiguas colonias disfruten de la igualdad prometida por la ley. Costa-Lascoux, por ejemplo, contrasta “dos sistemas institucionales: uno basado en un trato igual y una legislación antidiscriminatoria que no reconozca institucionalmente a las minorías; [y] una política de representación y emancipación de las minorías que combine la discriminación positiva con una lucha contra el racismo” (1990; 26-27). Claramente Costa-Lascoux se opone al segundo, el “modelo multicultural”, practicado en Gran Bretaña (y en Estados Unidos) en el cual las minorías son reconocidas explícitamente con el fin de promover su igualdad ante la ley. Sin embargo, le preocupa

el riesgo de que, en el contexto institucional, una referencia específica al origen o la membrecía grupal, pueda estigmatizar aún más a las minorías, incluso cuando esté inspirada en una preocupación loable de borrar las desigualdades de facto (idem).

Aunque Costa-Lascoux opta claramente por el primero, un modelo francés que ignora las diferencias y que ha fracasado al menos en el ámbito institucional, Silverman señala que existen serios

problemas derivados de no reconocer las diferencias y desigualdades construidas socialmente cuando han sido una parte integral del desarrollo del Estado nación y son actualmente un hecho cotidiano de la vida social racializada (ibidem: 165).

Sobra decir que los modelos británico y estadounidense basados en reconocer las diferencias no han funcionado mejor, pero me concentraré en el modelo francés porque éste ha sido el preferido de los gobiernos latinoamericanos. Los artículos de este volumen se abocan ante todo a explorar las desigualdades estructurales producto del empeño legal en ignorar las diferencias culturales más que las derivadas de las acciones legales encaminadas a reconocer derechos especiales a las minorías étnicas.

Al explorar las formas modernas de discriminación contra los pueblos indígenas, varios de los autores aquí presentados distinguen entre lo que pudiéramos llamar dos formas de racismo: la segregacionista y la asimilacionista. La primera estaría basada en mantener una distinción entre “razas” por medio de la segregación, y la segunda en tratar de eliminar las diferencias a través de la asimilación. Ahora bien, la forma segregacionista cuenta con al menos tres variedades. La primera está basada en desigualdades lícitas definidas y sustentadas. Este tipo por lo general se asocia con los regímenes coloniales que distinguían legalmente a los colonizados de los colonizadores, pero también incluye a los primeros regímenes democráticos que sólo reconocían a algunas personas como “hombres iguales”. Como ya indiqué, las repúblicas del siglo XIX con frecuencia imponían la propiedad y el alfabetismo como requisitos para distinguir a los “hombres de razón” que podían participar en el trabajo de la legislación nacional, de aquellos a quienes se les negaba el derecho a votar, ya sea porque no estaban en posición de hacer uso de su razón o porque llanamente carecían de ella. El segundo tipo de segregación también es respaldado por la ley, pero quienes están en el poder justifican su legislación segregacionista en tanto que otorga “igualdad de derechos” a los miembros de ambas “razas”. Esta justificación tipo “separados pero iguales” es, por supuesto, la aplicada por los blancos en el sur de Estados Unidos después de la abolición de la esclavitud, y que en nuestros días se ha desacreditado mucho. La tercera forma de segregación no es ordenada por la ley, pero los miembros de la raza privilegiada justifican explicando su origen natural. Los miembros de la otra raza dicen que prefieren vivir en sus propias comunidades, entre los suyos. Con frecuencia, estos tres tipos y alegatos en favor de la segregación se entremezclan, en la medida en que los miembros de la raza privilegiada buscan argumentos que den soporte a su posición.

La forma asimilacionista de racismo también cuenta con dos variedades que reflejan el dilema de la diferencia señalado por Minow y que corresponden a los modelos británico y francés de manejar las diferencias, mencionados anteriormente. La primera variedad, que corresponde a los modelos británicos y estadounidense, se sustenta en la distinción conceptual entre las esferas pública y privada. Se exige que las minorías adopten las normas que gobiernan la vida pública, pero se les permite expresar sus diferencias en privado. Esta forma de asimilación mantiene las diferencias y puede, por ello, favorecer el surgimiento de violencia racista de parte de quienes se sienten contrariados por tener que vivir cerca de gente cuya apariencia y comportamiento es diferente. Este primer tipo de asimilación es difícil de distinguir de la tercera forma de segregación mencionada en el párrafo anterior, en la que las élites privilegiadas sostienen que los miembros de “otras” razas simplemente prefieren vivir aislados en su propia comunidad.

La segunda variedad de asimilación -el modelo francés- busca eliminar las diferencias tanto públicas como privadas. Las élites que defienden este tipo de asimilación con frecuencia caracterizan su política como una encaminada a civilizar a la gente tradicional o “atrasada”. Estas élites arguyen que su política no es racista en la medida en que no pretende discriminar a los “atrasados” sino “favorecerlos”. Además, las políticas asimilacionistas no pueden ser discriminatorias porque están diseñadas para terminar con la discriminación integrando a las minorías a la sociedad nacional. 6 Algunos paladines de este segundo tipo de asimilación han intentado distinguir entre racismo, definido como un prejuicio contra quienes son diferentes (como ocurría en el hostigamiento que ejercieron los británicos contra los Sikhs que usaban turbante) de antitradicionalismo, definido como un esfuerzo por promover la modernidad (como ocurría en los esfuerzos del gobierno francés por prevenir que las niñas musulmanas usaran el tradicional velo en las escuelas).

En este volumen, Gonzalo Portocarrero plantea el problema psicológico que enfrentan las élites que no quieren o no pueden congraciarse con el avance de los miembros de razas “atrasadas”. Y analiza el caso peruano, explora el dilema de los autoproclamados defensores de la democracia liberal, que creen en la igualdad de los ciudadanos pero reconocen, e incluso justifican, un uso reiterado de discursos racistas. Portocarrero identifica tres posiciones que los demócratas racistas pueden adoptar frente a su conflicto interno:

1) pueden tomar una actitud cínica, reconociendo y aceptando sus actitudes racistas. Portocarrero asocia esta posición con el neocolonialismo de los siglos XIX y XX.

2) pueden tomar una actitud moralista, y deplorar su racismo. Ésta la asocia con la modernidad, ejemplificada con la generación de peruanos clase media y alta que llegaron a la mayoría de edad durante las revueltas de los años sesenta. O bien,

3) pueden tomar una actitud irónica frente a su dilema. Ésta es una actitud relacionada con la posmodernidad, ejemplificada con los miembros de la generación más joven, que tratan de aliviar su conflicto interior con humor.

Portocarrero se enfoca en el uso posmoderno del humor y analiza unos textos cómicos que no sólo permiten que los peruanos jóvenes se rían de sí mismos como herederos de un pasado colonial racista, sino que -y más importante- dichos textos tienden a impedir que los peruanos actuales reconozcan el racismo inherente a la misma democracia moderna. Al facilitar que los peruanos atribuyan el racismo al pasado colonial, estos textos comics permiten que los autoproclamados demócratas ya no reconozcan la manera como la modernidad, al defender el trato igual ante la ley, discrimina aquellos cuya situación real los hace desiguales.

En un escrito fascinante sobre la historia chiapaneca, Olivia Gall distingue dos tipos de racismo: el primero asociado con la mentalidad colonial que promueve la estricta separación de razas inherentemente desiguales, y otro asociado con el liberalismo moderno que promueve la asimilación cultural de grupos “atrasados” o “bárbaros”. Ambos, señala la autora, han coexistido en Chiapas desde que los liberales de las zonas bajas comenzaron a dominar políticamente a los conservadores de los Altos a mediados del siglo XIX. Aun cuando los racismos segregacionistas y asimilacionista parezcan incompatibles y por lo tanto confrontados, Gall sostiene que no sólo han coexistido sino que se han apuntalado mutuamente a lo largo de la historia de Chiapas. No fue sino hasta la rebelión zapatista de 1994 -cuando la lucha armada obligó a las élites chiapanecas a confrontar su trato discriminatorio hacia los indios-, que los intelectuales locales, en una búsqueda de excusas para justificar sus prácticas racistas, debieron confrontar la incompatibilidad de estas dos “justificaciones” para la discriminación.

Por su parte, María Teresa Sierra proporciona evidencia muy convincente acerca de las formas en que un racismo presuntamente “colonial” de segregación y discriminación puede coexistir con y ser apuntalado por un racismo “moderno” de asimilación y trato igualitario. Describe el sistema de juzgados en Huachinango, Puebla y analiza el racismo que permea los discursos del personal administrativo y los expedientes judiciales y se constata en las entrevistas realizadas a los internos de origen indígena.

Al discurrir sobre el personal de los juzgados, Sierra examina con revelador detalle, cómo los jueces y fiscales -que dicen defender un trato igualitario frente a la ley- llegan a desarrollar el tipo de actitud racista y paternalista hacia los indios asociada con las versiones de segregacionismo colonial. En tanto que los funcionarios de la ley pretenden tratar a los indígenas como si fueran miembros de la cultura nacional y éstos no reaccionan como deberían hacer los miembros de la cultura nacional (es decir, los indígenas no entienden lo que se les dice, dan respuestas equivocadas, etcétera), aquéllos invariablemente concluyen que los indios son “estúpidos”, “atrasados” o insuperablemente “mentirosos”. La misma experiencia de pretender tratar a los desiguales como si fueran iguales, convence a los funcionarios judiciales que los indios son intrínsecamente inferiores y deben ser tratados como niños que requieren ayuda para lograr entender sus garantías legales.

Al investigar los expedientes judiciales y considerar lo comunicado verbalmente por los presos indígenas, Sierra demuestra cómo las voces indias son sistemáticamente silenciadas utilizando procedimientos legales que presumen de brindar el mismo trato a todos. Demuestra, por ejemplo, cómo las palabras de los indígenas son gradualmente borradas del registro oficial y reemplazadas con lenguaje legal que no sólo adultera los intereses de los litigantes indígenas, sino que también es ininteligible para quien carece de un entrenamiento formal en el derecho. Sierra revela tanto la discriminación que experimentan los indígenas frente a los funcionarios de la justicia de Huachinango, como la claridad de los indígenas para entender por qué y cómo son sometidos a dichos tratos discriminatorios.

Mientras María Teresa Sierra muestra cómo los documentos escritos en el derecho civil mexicano gradualmente borran las voces de los acusados indígenas, Lourdes de León explica cómo la práctica verbal en un juicio público en el sistema legal estadunidense (common law system), también silencia y distorsiona las palabras de los indígenas. Ella analiza las transcripciones de un juicio que tuvo lugar en el estado de Oregón, donde un joven mixteco fue sentenciado a cadena perpetua por asesinato, señala que las expresiones racistas más obvias de los oficiales fue el hecho de referirse a la corta estatura de los mixtecos, su piel oscura y su preferencia por carros grandes. Sin embargo, su análisis enfoca a las prácticas discursivas más sutiles que imposibilitan a los mixtecos a decir “la verdad”, como las presunciones no dichas de que los mixtecos hablan español y son alfabetas. Incluso el único testigo mixteco que cuestiona estos falsos presupuestos señala su incapacidad para leer textos y diagramas donde se vean incorporadas sus palabras en la versión de culpabilidad elaborada por el Juzgado.

Héctor Ortiz Elizondo también realiza un estudio de la “igualdad ante la ley” que puede perpetuar y exacerbar el trato desigual que sufren quienes no comparten la “cultura nacional” defendida en los tribunales. El autor resume el caso de un indígena triqui del estado de Oaxaca, que fue detenido y encarcelado en Oregón, Estados Unidos, y después enviado a un hospital mental donde se le sometió a un tratamiento pernicioso. Ortiz revela las distintas capas de malentendidos y negligencias que derivaron en el diagnóstico de enfermedad mental, primero por los representantes de la ley y después por los profesionales de la medicina. Basado en su destreza para desentrañar los malentendidos, el autor muestra su conocimiento antropológico en los procesos judiciales para ayudar a prevenir o disminuir la discriminación sufrida por las minorías culturales.

En conjunto, los trabajos de Sierra, De León y Ortiz proporcionan un valioso análisis sobre el funcionamiento del racismo moderno. Los tres autores demuestran, de manera convincente, los esfuerzos encaminados a ofrecer ante la ley un mismo trato a todo, además conducen a resultados discriminatorios cuando se enfrentan a ella y están situados de diferente manera. Al ignorar las diferencias que presuntamente quedan fuera y por encima de la ley, los modernos sistemas legales igualitarios refuerzan y perpetúan los sistemas de discriminación existentes.

En síntesis, las distintas investigaciones reunidas en este volumen ofrecen a sus lectores un sólido argumento para entender el funcionamiento del liberalismo y el racismo como dos caras de la misma moneda. Los primeros artículos presentan las élites liberales que justifican a sí mismos sus ideas y prácticas racistas; al mismo tiempo cómo los miembros de la cultura mayoritaria intentan brindar un trato igual a todos por medio de estereotipos racistas cuando las minorías que tratan de respetar no se comportan como si fueran “iguales”. Los últimos artículos complementan a los primeros ya que aquellos que son situados de manera desigual sólo pueden afirmar su desigualdad cuando se encuentran sujetos a un supuesto trato como “iguales ante la ley”. Cuando el gobierno mexicano se negó a firmar la versión legislativa de los Acuerdos de San Andrés, presentados por la Comisión de Concordia y Pacificación, los voceros gubernamentales decían estar preocupados de que, si se concediera algún grado de autonomía política a los pueblos indígenas, y con ella el derecho a imponer acatamiento a sus usos y costumbres, tales “derechos especiales” pudieran contradecir el principio de igualdad ante la ley. Sin embargo, como demuestran los artículos referidos, el trato desigual temido por los apologistas del gobierno hace tiempo que existe. La igualdad ante la ley no sólo es una falacia, sino que es precisamente esta ideología la que crea y mantiene la discriminación sufrida por las diversas minorías culturales.

Bibliografía

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Sobre la autora
Jane Collier
Universidad de Stanford, California.


Citas
* Texto traducido por Héctor Ortíz Elizondo.

  1. En este escrito retomo argumentos desarrollados en un artículo en colaboración con Bill Maurer y Liliana Suárez Návaz (1995). []
  2. Pateman, The Sexual Contract, 1988, por ejemplo, nos muestra cómo las mujeres fueron excluidas del contrato social desde el momento mismo en el que fue imaginado. []
  3. Gordon y Frazer, “Dependency Demystified: Inscriptions of Power in a Keyword of the Welfare State”, en Social Politics 1, 1994, presentan un fascinante análisis acerca de cómo con el tiempo se ha estrechado el concepto de dependencia, con el cual se ha negado a aquellos definidos como “dependientes” el derecho a participar como iguales en la sociedad política. []
  4. En Estados Unidos, los investigadores que participan en el desarrollo de la teoría racial crítica han explorado activamente las bases legales del privilegio blanco (Crenshaw, “A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Law and Politics” en The Politics of Law: A Progressive Critique, 1990; Harris, “Foreward: The Jurisprudence of Reconstruction”, en California Law Review, 82, 1994). Los estudiosos de la teoría racial crítica se basaron en la perspectiva del movimiento llamado estudios legales críticos, desarrollado en los años sesenta y setenta. Otras líneas derivadas de ese movimiento incluyen el FemCrits [feminismo crítico n. del t.] que analizan las bases legales del privilegio masculino, y más recientemente el LatCrits [latinos críticos n. del t.] que exploran las bases legales de la discriminación contra los y las latinas en Estados Unidos (Valdés, “Under Costruction, Lat Crit Consciousness, Community, and Theory”, en California Law Review, 85, 1998). []
  5. Silverman, por ejemplo, defiende “la disociación de los derechos de las conformaciones nacional y cultural” (Deconstructing the Nation: Immigration Racism and Citizenship in Modern France, 1992:169), y sugiere el uso de criterios distintos a la ciudadanía, tales como la residencia en una localidad, como una forma más justa para determinar quién tiene el derecho a participar en la vida política de la comunidad. Por su parte, Minow busca evitar el dilema de la diferencia sugiriendo que la ley debe desplazar “su atención de la persona diferente hacia la construcción social y legal de la diferencia” (Making All the Difference: Inclusion, Exclusion, and American Law. Ethaca,1990: 23). []
  6. Consúltese el trabajo de Alicia Castellanos referente a la manera en que las élites mexicanas han usado este argumento. []

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