Al lamentar la escasa atención que se ha puesto en investigar la influencia de la ganadería entre los pueblos indígenas de México, Manuel Gamio se interrogaba sobre “las bruscas innovaciones culturales que quizá se produjeron con tal motivo”.1 A casi un siglo de distancia, los estudios etnográficos no han colocado aún en su justa dimensión los alcances de esa empresa, cuyos efectos fueron sin duda relevantes en las formas de concebir el mundo. El privilegio otorgado a la domesticación de plantas, al cultivo del maíz y a los ciclos agrícolas, terminó por desplazar las investigaciones hacia un ámbito en el que la fauna silvestre, las presas de caza y los animales domesticados jugaron un papel de menor importancia en el horizonte analítico. De acuerdo con un modelo evolutivo, que asociaba los animales con el universo de la cacería, su relevancia conceptual quedó desde entonces definida mediante una relación antagónica con la agricultura, que por esta vía ocupó un lugar emblemático en los estudios mesoamericanos. El concepto de “domesticación” no sólo sirvió en este caso para identificar a la cacería como un antecedente lógico de la agricultura, siguiendo el antiguo esquema del evolucionismo, sino también para incluir el cultivo del maíz y la crianza de animales en la misma categoría.
En Mesoamérica, sin embargo, la cacería no parece oponerse diametralmente a la agricultura como dos formas alternativas de concebir el mundo, ya que la actividad agrícola se ha desarrollado a su vez bajo un modelo cinegético que, de acuerdo con Danièle Dehouve,2 prefiguró las técnicas y las concepciones locales sobre el cultivo. La ganadería, en cambio, no sólo constituyó una empresa ajena que corrió paralela al proceso de evangelización novohispano, trastocando de manera irreversible el logos indígena, sino también modificó sustancialmente ese “nexo particular entre el hombre y el animal” en el que Gruzinski ha visto la clave del nahualismo.3 Dado que este nexo supone una equivalencia subjetiva entre las almas humanas y los espíritus animales, la asimilación de la ganadería durante la época colonial introdujo un principio de asimetría entre los primeros y los segundos, de tal manera que la domesticación de animales trazó una frontera entre dos trayectorias posibles de nahualismo, cuyas diferencias pueden advertirse con cierta fidelidad entre grupos indígenas de Mesoamérica que promueven una relación distinta con el mundo de los animales. De hecho, mientras algunas ontologías indígenas postulan una relación de equivalencia entre el mundo humano y el mundo animal, asumiendo que ambos universos se rigen por relaciones sociales semejantes, otros proponen en cambio una relación esencialmente jerarquizada y destinan, en consecuencia, las funciones ceremoniales a las relaciones internas del grupo humano mediante ofrendas o sacrificios que tienden a reproducir la jerarquía comunitaria. En las regiones meridionales de Mesoamérica, sin embargo, esta jerarquía nunca fue completamente ajena al ganado colonial,4 cuya expansión alcanzó de manera distinta a otras regiones indígenas que no se vieron afectadas por la irrupción ganadera del siglo XVI, cuando oficialmente se inaugura la domesticación de animales en la Nueva España.
Alejados entre la costa del Pacífico y la cuenca del Golfo de México, en los extremos opuestos de una geografía indígena que mantuvo un nexo distinto con la ganadería, los huaves del Istmo de Tehuantepec y los nahuas de la Sierra Norte de Puebla ilustran con elocuencia este contraste. A diferencia de los huaves, que organizaron su vida colonial en torno a la pesca y la ganadería,5 los nahuas orientales se limitaron a la producción agrícola y la diversificación de cultivos durante el periodo virreinal, con una domesticación esencialmente reducida a las aves de corral. La introducción del ganado no sólo significó para los nahuas una empresa relativamente tardía, que inicia hacia finales del siglo XIX, sino también una forma de producción ajena a su comunidad agrícola, ya que las pocas estancias de ganado quedaron desde entonces vinculadas a los inmigrantes mestizos, quienes “mostraron mayor interés en la cría de ganado y en los cultivos subtropicales”.6 En el Istmo de Tehuantepec, por el contrario, la ganadería constituyó una empresa extensiva desde mediados del siglo XVI, cuando Cortés adquiere la concesión de diversas estancias de ganado como parte de los privilegios del Marquesado del Valle. Dado que los pueblos sujetos a la provincia de Tehuantepec contaban para entonces con una población cercana a dos mil habitantes,7 los asentamientos se habían reducido a pequeñas localidades que difícilmente superaban un centenar de personas. A raíz de este proceso, en el que “muchas tierras quedaron desiertas después de la primera despoblación y fueron tomadas para haciendas de ganado”,8 la provincia se convirtió en el escenario de una empresa ganadera que multiplicó geométricamente las estancias, al grado que el número de cabezas de ganado vacuno y ovino era para esas fechas cinco veces mayor que el número de habitantes.
Así como la ganadería desempeñó un papel divergente en la economía de las comunidades indígenas, también prefiguró un horizonte distinto en la organización ceremonial de dichas comunidades. Al igual que otras regiones indígenas de Oaxaca, donde las cofradías religiosas habían surgido como un medio para proteger los bienes comunales,9 los pueblos huaves canalizaron una parte considerable del ganado a las cofradías que se crean durante el siglo XVIII. A mediados de ese siglo, en efecto, los santos eran ya propietarios de la mayor parte del ganado que se distribuía entre los territorios indígenas. En la medida en que las nuevas corporaciones religiosas se aglutinaban en torno a las imágenes del santoral, las cofradías asumieron el patrón organizativo de las haciendas como modelo de su estructura jerárquica, que con el tiempo habría de convertirse en el modelo organizativo de las propias comunidades. Hasta hace unas décadas, de hecho, la jerarquía civil y religiosa de San Mateo del Mar contemplaba las figuras de arrieros, vaqueros y mayordomos que procedían originalmente de las estancias ganaderas, cuyas funciones primordiales consistían en administrar las haciendas de ganado que pertenecían a las imágenes del santoral.
Alianza y filiación
Las comunidades indígenas de Oaxaca, como ha observado Miguel Bartolomé, suelen proyectar sobre la vida política modelos parentales que pertenecen a la diada paterna, “ya que las comunidades perciben y definen a sus dirigentes como padres comunales”.10 De esta forma, mientras algunas autoridades zapotecas reciben el nombre de ilus ilna yell, lo que se traduce como “padre y madre del pueblo”, otros pueblos oaxaqueños identifican a los ancianos principales como jaton pon, que en la variante zoque de los chimalapas significa “hombre- padre”.11
Cercanos a los zoques y a los zapotecos, los huaves no son la excepción. En la lengua vernácula los términos teat y müm se emplean cotidianamente para designar a los parientes consanguíneos en línea ascendente, pero se vuelven extensivos a toda persona que sea digna de respeto en función de su edad o su autoridad.12 Por asociación, los santos patronales de San Mateo del Mar se designan bajo los términos teat y müm que codifican el parentesco, las divinidades vernáculas y los sistemas de autoridad. Si el vocablo “patronal” lleva implícito un principio de autoridad que los huaves asumen de manera casi literal, considerando que tanto san Mateo como la Virgen de la Candelaria conforman los patrones del poblado, los sufijos teat y müm que se agregan invariablemente a sus designaciones no se limitan a ser meras fórmulas de respeto y se enuncian como variantes semánticas de los términos parentales. Este desplazamiento semántico se observa en el momento de asumir una mayordomía, cuando las autoridades interpelan al mayordomo con la expresión Dios lamajaw ike mikwal ne (“Dios ya sabe que eres su hijo”), pero se expresa también en diversas narraciones mitológicas que identifican a los santos epónimos como padres de la comunidad.13
Vinculadas a los santos patronales, que a partir del siglo XVIII pasaron a ser los propietarios del ganado local, las haciendas ganaderas se designaron con los nombres de miestas müm y miestas teat (“hacienda de la madre” y “hacienda del padre”, respectivamente), mientras los rebaños que las integraban recibieron el nombre de minimal dios o “animales de Dios”. De esta forma, mientras las imágenes cristianas se inscriben en el lenguaje de la filiación, designando a los santos con los términos de la descendencia, el ganado asume la forma de una propiedad objetiva, sujeta a un propietario divinizado. A través del novedoso mundo de la ganadería, como ha hecho notar Brambila Paz,14 la empresa novohispana introduce los conceptos de propiedad y de propietario, cuya identificación resultaba indispensable para distinguir al ganado como objeto y al pastor como sujeto. En la misma medida que los animales dejan de ser vistos como un segmento socializado de la naturaleza, con el cual se establecen relaciones idealmente horizontales, su protección se convierte en el atributo de un grupo humano que se encarga de su reproducción, su alimentación y su supervivencia.
En este proceso, la narrativa indígena habrá de sufrir un viraje sustancial que no estaba contemplado en la mitología originaria. A diferencia de las figuras mitológicas que pueblan la tradición oral, en las que el “dueño de los animales” participa de la misma condición ontológica que sus agregados, los nuevos propietarios del ganado se distinguen plenamente de sus animales domesticados, que por esta vía pasan a formar parte de una naturaleza impersonal, esencialmente distinta a la condición subjetiva y espiritual de sus propietarios. Así, mientras algunas narrativas indígenas postulan que el dueño de los animales es un gran cérvido de astas ramificadas, que se presenta como el “rey de los venados”,15 el ganado colonial depende de una jerarquía previamente humanizada que es externa a la especie natural, aunque cercana a la línea de descendencia que conecta a los hombres con los santos. Ligados a un territorio, que los hace aparecer como propietarios de las tierras y del ganado, los santos epónimos serán concebidos como los verdaderos padres de la comunidad, y en consecuencia serán parte de una filiación extensiva que marca una frontera entre el mundo humano y el mundo animal.
En el otro extremo de la Sierra Madre, donde el culto a los santos se desarrolló al margen de las haciendas ganaderas, el animismo nahua postuló por el contrario una continuidad entre la humanidad y las especies animales. En consecuencia, más que atribuir a las sociedades humanas una condición natural, percibió las especies animales como conjuntos organizados por relaciones sociales, ya que los animales silvestres formarían parte de una sociedad jerarquizada que presiden en orden decreciente el dueño de los cerros, el señor de los animales y el jefe de la manada. Las relaciones jerárquicas que diversos investigadores han identificado en las concepciones nahuas sobre el mundo animal, argumentando que se trataría de “una jerarquía de las especies”16 o de una “visión jerárquica de las potencias naturales”,17 deben de hecho comprenderse como el efecto de una causa general, presente en el discurso mitológico, que permitió a los animales y a otros seres del cosmos conservar los lazos sociales que eran intrínsecos a la humanidad.
Mientras las narraciones huaves reivindican los vínculos de descendencia con sus santos epónimos, los relatos nahuas formulan en cambio una relación de alianza con los dueños de los animales. En diversos mitos, en efecto, los dueños de los cerros y de la fauna (conocidos como tepeuanimej) se presentan en la narrativa local como suegros potenciales de los cazadores,18 cuyas incursiones en el mundo de los animales terminan por convertirse en una especie de “alianza chamánica” que es común en las sociedades de caza, donde la captura de animales toma la forma de un intercambio matrimonial.19 Yerno del “señor de los animales”, como indica Dehouve, “el cazador tendría la obligación de devolver a éste los huesos de los animales matados, a fin de regenerarlos y engendrar nuevos venados por medio de su actividad sexual con la madre de las presas”.20 Siguiendo la lógica de la alianza, en efecto, los relatos cinegéticos de los nahuas reconocen la posibilidad de un intercambio matrimonial entre un personaje mítico que cede a sus animales y un cazador que los recibe, pero sólo en la medida en que las presas de caza son concebidas como si estuvieran dotadas de un componente espiritual que es esencialmente análogo a las almas humanas. La alianza se efectúa por lo tanto entre seres que resultan ontológicamente equivalentes en el plano anímico y espiritual, aunque difieran sustancialmente en el plano corporal y somático.
Entendidas como los lazos opuestos del parentesco, la alianza y la filiación prefiguran dos escenarios que no sólo difieren en el ámbito de la tradición oral, donde se enfatizan los vínculos de matrimonio o de descendencia, sino también en formas alternas de concebir los vínculos entre los humanos y sus contrapartes anímicas. A través de un proceso de colonización heterogéneo, en el que la ganadería habrá de desempeñar un papel de mayor o menor relevancia, huaves y nahuas desarrollaron concepciones distintas en torno a los componentes anímicos de la persona, de tal manera que las nociones de tona o nagual se proyectaron en dominios naturalmente divergentes. La noción de un alter ego animal, común entre los nahuas contemporáneos, se desplazó hacia los fenómenos atmosféricos que pueblan la mitología huave, cuyas narraciones proponen al rayo (monteoc) y al viento del sur (ncherrec) como los elementos centrales del nahualismo local.
En las concepciones huaves, sin embargo, la noción de alter ego se encuentra altamente estratificada. A las distinciones entre un polo masculino y otro femenino, que distribuyen genéricamente al rayo y al viento del sur, se aúnan las diferencias jerárquicas que separan a las especies animales más comunes de los elementos meteorológicos más significativos. La jerarquía que distingue a unos y otros no sólo se percibe en el carácter secular que los huaves atribuyen a los primeros como entidades anímicas menores,21 sino también en los apelativos empleados para nombrar a los segundos: teat monteoc (“padre rayo”) y müm ncherrec (“madre viento del sur”). Como hemos indicado, estos términos se usan cotidianamente para designar a los parientes consanguíneos en línea ascendente, pero se vuelven extensivos a los santos patronales, cuyas imágenes reciben la misma designación. Los santos y los naguales pasan a ser así los “padres” de la comunidad y, en consecuencia, protegen al grupo humano en su conjunto. En este sentido, la mitología huave tiende a asimilar ambas figuras con el origen de los poblados, asignándoles el papel de ancestros fundadores. En la misma medida en que a los santos se les concibe como los padres del pueblo y como los verdaderos propietarios de las tierras comunales, el rayo y el viento del sur se identifican con los componentes anímicos de las primeras autoridades, afirmando que éstas eran inicialmente monbasoic, es decir, hombres de “cuerpo-nube” que se trasladaban a la velocidad del rayo hacia Cerro Bernal, una elevación topográfica habitada por rayos masculinos y vientos femeninos, hacia la cual las autoridades huaves dirigen actualmente sus plegarias para solicitar la lluvia.
Ofrenda y sacrificio
En sociedades que carecen de una domesticación prolongada, donde la cría de animales atestigua tan sólo un proceso reciente, la noción de “sacrificio” no suele jugar un papel relevante en el conjunto de relaciones que se entablan entre los hombres y los espíritus. En las sociedades de pastoreo, en cambio, el “sacrificio es considerado como la forma más rentable de obligar a los ancestros a recompensar favores”.22 Dado que han sido alimentados por los hombres, los animales domésticos se conciben como una especie de progenie productiva de los humanos, quienes se benefician a su vez de los favores ofrecidos por los ancestros. La cadena redistributiva se cierra en estos casos con las ofrendas destinadas a los ancestros, quienes “requieren de sus descendientes el sacrificio de animales domésticos”,23 mediante oblaciones regulares que reproducen la relación vertical entre los donadores y los destinatarios.
En Mesoamérica, sin embargo, el sacrificio de animales parece distribuirse en dos vertientes paralelas, cuyos sentidos resultan hasta cierto punto divergentes en la medida en que suponen una relación distinta entre el donante, el destinatario y la víctima sacrificial. En un extremo se encuentran las sociedades indígenas que han hecho del sacrificio una práctica generalizada, vinculada al ciclo ritual de cada comunidad, donde numerosas prácticas ceremoniales se encuentran asociadas a la introducción de la ganadería. Al igual que los mayas peninsulares, donde el sacrificio del toro culmina las actividades de diversas festividades, los indígenas del Gran Nayar han convertido al ganado en la materia prima de los frecuentes sacrificios propiciatorios que marcan las celebraciones inscritas en el calendario tradicional, al grado de que los huicholes de San Andrés Cohamiata inmolan entre cuarenta y sesenta reses a lo largo de su ciclo ritual. Si en el primer caso el sacrificio del toro tiene por objeto proteger al ganado de posibles enfermedades, como advierten Medina y Rivas,24 el sacrificio de la res expresa entre los huicholes un rechazo a la vida desenfrenada y una victoria sobre la oscuridad, ya que las “reses sacrificadas representan los aspectos oscuros de la existencia que se tienen que superar”.25 El hecho de que los primeros destinen el sacrificio a los santos patronales y los segundos a las divinidades vernáculas (conocidas localmente como Tatewari y Tamatsi Teiwari) no impide que entre ambas prácticas prevalezcan factores comunes, en principio semejantes a esos “sacrificios expiatorios” en los que Hubert y Mauss veían la finalidad de determinados rituales.26
Numerosos indicios sugieren, por el contrario, que el sacrificio de animales adquiere entre los nahuas connotaciones que difieren de este modelo ceremonial. Centrados por lo general en las aves domésticas, los sacrificios no suelen ser eventos que presidan las ceremonias del calendario festivo, y se emplean en cambio como procedimientos terapéuticos para recuperar el alma de los pacientes. Las víctimas no representan en este caso fuerzas nocivas que es necesario evitar, sino entidades relativamente concretas que sirven para intercambiar entidades equivalentes. En las ceremonias terapéuticas, de hecho, las aves sacrificadas son siempre designadas con el nombre explícito de “reemplazo” (ixpatca), en referencia a un ser animado que suple a la entidad anímica de los pacientes, capturada por los propios habitantes del inframundo. Más que un don concedido a una divinidad protectora en calidad de sacrificio, el ave se confiere como un alimento que sustituye la presa original, cuya captura está también destinada a los mismos fines alimenticios. En virtud de una equivalencia de funciones, que permiten sustituir un alimento por otro, el sacrificio se convierte en una modalidad equitativa del intercambio en el que un animal asume el valor del alma humana, que también contempla la forma del animal compañero como una de sus variantes espirituales.
La identificación entre el animal y el paciente, que hace posible concebir al primero como un “reemplazo” del segundo, deriva a su vez de una similitud esencial entre sus componentes anímicos, ya que las aves, como la mayoría de los seres del universo, gozan de almas semejantes a las de los propios seres humanos. La idea de un componente espiritual no es ajena a las víctimas sacrificiales, que suelen identificarse con los humanos a través de malestares anímicos (“susto”, “mal aire”, etc.) que afectan por igual a los hombres y sus animales domésticos.27 Por esta razón, y dado que los nahuas consideran que uno de los componentes espirituales se concentra en la cabeza y en la sangre, el sacrificio terapéutico no contempla la posibilidad de que los animales se ofrezcan completos, por lo cual se destina tan sólo la cabeza, la sangre y las extremidades a un destinatario que, en principio, consume únicamente la “esencia” del ave sacrificada.
Al igual que las víctimas del sacrificio, las ofrendas ceremoniales suponen una transferencia espiritual que transita desde la esfera terrestre hacia el inframundo, ya que los nahuas consideran que las entidades no humanas reciben tan sólo la esencia de los bienes ofrendados. En su variante dialectal, sin embargo, los nahuas orientales no suelen acudir a la palabra huentli que se utiliza en otras regiones para nombrar las ofrendas, y recurren en cambio a los términos de tajpalol (“saludo”), mauisyot (“honrar”), tlamanalli (“don”, “presente”) o taxtahuil (“deuda pagada”) para designar las oblaciones que se depositan en los manantiales o en los altares domésticos. La variedad de términos no sólo sugiere que la noción de “ofrenda” carece de una estabilidad semántica, sino también que las distintas oblaciones se designan con los términos acostumbrados en las relaciones de alianza, en las que los saludos, el honor y las deudas constituyen el lenguaje cotidiano. No es casual, en este sentido, que numerosas oblaciones incorporen alimentos elaborados a base de animales domésticos (pollos, guajolotes o cerdos), en donaciones semejantes a las que se acostumbra ofrecer a los parientes rituales, generalmente vinculadas por lazos de compadrazgo. Como los destinatarios de las ofrendas, los padrinos y los compadres reciben bebidas, alimentos y aves de corral que sellan la relación de alianza entre grupos domésticos emparentados por la vía del matrimonio o del bautismo.
En la literatura dedicada a los nahuas, en efecto, es posible encontrar numerosas observaciones que indican la presencia de lazos de parentesco entre los hombres y las entidades no humanas. Construidos sobre la base de intercambios recíprocos, este tipo de vínculos no era de hecho ajeno al mundo prehispánico, donde los dioses se concibieron a su vez como seres participantes de ese proceso. Si los grupos humanos se emparentaban entre sí a través de actividades afines, como indica López Austin,28 “tal parentesco se proyectaba al plano sobrenatural, en el que los dioses protectores eran concebidos también como parientes”. López Austin observa, sin embargo, que las oblaciones ofrecidas a cambio de salud, buenas cosechas y lluvia abundante ingresaban en el lenguaje de la relación mercantil, ya que el sacrificio a los dioses se designaba con el nombre de nextlahualztili o “acción de pago”. Un testimonio, recopilado recientemente por David Lorente, indica a su vez que los nahuas de Texcoco utilizan el término “compadrito” para definir la relación que se entabla entre los graniceros y los espíritus acuáticos que habitan en los manantiales, ya que el “vínculo creado con el alimento persigue convertir al tesiftero en su pariente ritual”.29 La ofrenda que el especialista deposita al pie de los manantiales se designa en este caso con el nombre de tlaxlahuilli (“deuda pagada”, en la variante dialectal de la zona), en alusión a un intercambio de servicios que incluye una reciprocidad alimentaria, en virtud de que los ahuaques también “alimentan al ritualista como demostración de amistad”.30 Así como el parentesco ritual se construye a través de la comensalidad, ofreciendo comida a los habitantes del inframundo, la “intimidad, el respeto y la amistad entre humanos y seres pluviales se crea entre los nahuas de la Sierra Norte de Puebla mediante intercambios recíprocos de alimentos”.31
En un sistema socio-cósmico en el que la depredación y los vínculos de parentesco entran en disputa, la comensalidad se convierte en el lenguaje privilegiado de la alianza. Compartir los alimentos, comer de la misma tortilla o consumir las aves de un corral doméstico son los signos de una relación de alianza que se establece por la vía del matrimonio o el compadrazgo, permitiendo que miembros externos al grupo doméstico se transformen finalmente en parientes por afinidad. Dado que una misma lógica guía las interacciones sociales, tanto en la superficie terrestre como en el inframundo, los nahuas conciben las ofrendas como una variante del parentesco ritual, o bien como un medio para reforzar los vínculos entre parientes. De esta forma, cuando los nahuas de Tepetzintla depositan gallinas en los terrenos de cultivo, su objetivo no sólo consiste en obtener una cosecha abundante, sino también en convocar a los futuros compadres para realizar un trabajo conjunto. Alessandro Questa indica,32 sin embargo, que “estos compadres no son humanos sino tlalokanchanekej”; es decir, personajes del inframundo que siembran “a medias” con los agricultores locales, cuyos beneficios dependen de la alianza que se promueve a través del alimento. El ave de corral no es en este caso el elemento de un sacrificio que se confiere a la divinidad, sino el vehículo de una relación social que genera nuevos lazos de parentesco, esencialmente equivalentes a los vínculos de compadrazgo que los hombres establecen a través de las prestaciones alimenticias.
Las oblaciones que los nahuas utilizan como medios de intercambio, usualmente consagradas al ámbito individual o doméstico, contrastan sin duda con las ofrendas votivas que los huaves emplean de manera regular durante su ciclo festivo. Conocida con el nombre de nichech, la ofrenda se presenta en este caso como un conjunto invariable de velas y flores que se utiliza con fines específicos, ya sea para obtener la protección de los santos patronales o para solicitar el advenimiento de la lluvia. Estos instrumentos ceremoniales no sólo difieren por la naturaleza de sus destinatarios, que en este caso incluyen a los santos y los naguales, sino por los vínculos que establecen con las mayordomías y las autoridades locales. A diferencia de los nahuas orientales, cuyas mayordomías carecen de ofrendas votivas hacia los santos, los huaves asumen que las ofrendas constituyen el principal objetivo del sistema ceremonial, y organizan en consecuencia su ciclo festivo en función de las oblaciones que demandan los santos y los naguales. De ahí que las distintas mayordomías que se celebran a lo largo del año constituyan eventos sumamente elaborados que culminan con la donación de ofrendas votivas, destinadas a las figuras del santoral que anteriormente resguardaban el ganado de las cofradías, cuyos animales se ocupaban en parte para sufragar la celebración.
En otro lugar hemos indicado que las ofrendas desempeñan entre los huaves un papel relevante en el conjunto de cargos escalafonarios que integran a la jerarquía comunitaria.33 En San Mateo del Mar, en efecto, esta escala supone una trayectoria estratégica entre cargos civiles y mayordomías, cada uno de los cuales involucra la donación de ofrendas como requisito indispensable de su desempeño. De esta forma, los cargos de la jerarquía comunitaria culminan con ofrendas similares a las que clausuran el ciclo de las mayordomías, como si cada trayectoria estuviera destinada a ese fin. En ambos casos, las ofrendas juegan un papel relevante como elementos rituales de transición, ya que, en las representaciones locales, el bienestar y la autoridad del poblado se encuentran asociados al número de ofrendas que sus integrantes pueden cubrir a través de los años que dedican al sistema de los cargos y las mayordomías. Las ofrendas, en efecto, no sólo constituyen instrumentos ceremoniales que giran en torno a los santos y sus celebraciones, sino elementos centrales de un sistema escalafonario que concluye con el cargo de alcalde municipal y se extiende, por la vía del prestigio moral, a la posición jerárquica que ostenta un selecto grupo de principales, conocidos con el nombre de montangombas (“los que tienen en cuerpo grande”). Dado que estas posiciones se obtienen a partir de los cargos públicos y de los servicios ceremoniales, el paso por la jerarquía comunitaria puede concebirse como un proceso circular que inicia y culmina de manera semejante, mediante la serie de ofrendas efectuadas mediante las mayordomías y la serie de ofrendas empleadas cada año para solicitar la lluvia. A fin de ingresar al cuerpo de principales, los alcaldes deben dirigir sus oblaciones hacia Cerro Bernal, la elevación topográfica donde habitan el rayo y el viento del sur, que constituyen el alter ego de las propias autoridades. Destinadas a los santos y a los naguales locales, las ofrendas cierran la distancia que separa a los primeros de los segundos y, a través de ellas, los vinculan estrechamente con las autoridades tradicionales.
De la misma manera que el sacrificio ha sido definido como un acto religioso que “modifica el estado de la persona moral”, según la definición canónica de Hubert y Mauss,34 las ofrendas huaves pueden concebirse como elementos ceremoniales que alteran el estado social de sus donadores, ya que el esfuerzo involucrado, tanto económico como laboral, transforma a los mayordomos en alcaldes y a éstos en las figuras jerárquicas que reciben el nombre de montangombas. A diferencia de las ofrendas nahuas, que suponen un intercambio recíproco entre objetos equivalentes (almas por almas, alimentos por alimentos, etc.), las ofrendas huaves involucran una transacción desigual entre los objetos ofrendados y los beneficios recibidos, cuyos alcances se conciben a una escala universal. Apegados a una antigua creencia, los huaves han imaginado la subsistencia del mundo a partir de la lluvia que ellos mismos suscitan a través de sus ofrendas reglamentarias. El diálogo anual que las autoridades entablan con los míticos habitantes de Cerro Bernal no es por lo tanto un beneficio local sino universal, y las responsabilidades de los alcaldes han sido en consecuencia equivalentes a las dimensiones de esa empresa. En esta forma residual de etnocentrismo se percibe en el fondo un modelo cosmocéntrico que ha terminado por integrar los distintos componentes del universo, ordenándolos en una escala jerárquica que convierte a los destinatarios de las ofrendas en un objeto de culto. Al igual que las sociedades de pastoreo, donde el “criador del ganado venera a los espíritus de los que desciende y de los que depende”,35 la comunidad huave destina sus ofrendas al padre rayo y a la madre viento del sur, que son los naguales encargados de producir la lluvia. Identificados con las divinidades vernáculas, los naguales locales pasan a ser los proveedores de un beneficio colectivo que resulta indispensable para el grupo humano en su conjunto, pero sólo en la medida en que éste distingue las divinidades protectoras de los descendientes protegidos.
Conclusiones
Un contraste general, establecido entre dos culturas indígenas que formularon una relación diferencial con el mundo de los animales, sólo puede responder a una dicotomía ideal que en el fondo está poblada de numerosos matices. Pero estos matices son a su vez relevantes para comprender la forma en que una determinada ontología se transforma en el tiempo y en el espacio, en razón de un umbral que revela los desplazamientos paulatinos hacia ambos extremos de la balanza. Dado que los “modos de identificación no son modelos culturales o hábitus localmente dominantes”, como indica Philippe Descola,36 tampoco representan ontologías exclusivas que eliminen las posibilidades de coexistencia entre modelos alternativos, desplazando por completo la antigua conexión entre los seres humanos y los animales.
En el plano de las semejanzas, los huaves no difieren en este sentido de los nahuas orientales, quienes también contemplan la posibilidad de que los rayos, los relámpagos y las tempestades conformen entidades anímicas de ciertos personajes o de ciertas figuras del santoral. Los nahuas de Cuetzalan estiman, en efecto, que Santiago Apóstol y San Miguel Arcángel son “señores del rayo y máximos defensores de los hombres frente a las asechanzas del mal”,37 de acuerdo con un modelo protector del nahualismo que de alguna manera coexiste con otras modalidades de nahualismo horizontal. La coexistencia de principios no impide, sin embargo, que determinados esquemas de la práctica adquieran en la narrativa un sesgo dominante, desplazando las formas anteriores por modelos de relación que resultan más congruentes con la nueva distribución ontológica.
Al presentarse como dos modelos contrapuestos, que sirven tan sólo de soporte empírico para una formulación general, estos “tipos ideales” dejan sobre el terreno una amplia gama de posibilidades que se acercan o se alejan hacia ambos extremos de la geografía cultural, marcada sin duda por la inexorable relación entre los hombres y los animales. La domesticación de los primeros hacia los segundos, que en Mesoamérica constituyó una empresa inédita hasta el siglo XVI, abrió un espectro de alternativas que es factible identificar a través de una relación diferencial con la ganadería, cuya introducción representó, sin lugar a dudas, un cambio sustancial para dos culturas indígenas situadas a ambos extremos del litoral mexicano.
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Torres de Laguna, Juan, “Relación de Tehuantepec”, en René Acuña (ed.), Relaciones geográficas del siglo XVI: Antequera, México, UNAM, t. II, 1982.
Sobre el autor
Saúl Millán
Escuela Nacional de Antropología e Historia, INAH.
Citas
- Manuel Gamio, “Los animales domésticos europeos y su influencia en la cultura aborigen de México”, en Anales del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 4ª. época, t. I, 1922, p. 31. [↩]
- Danièle Dehouve, El venado, el maíz y el sacrificio, 2008. [↩]
- Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a Blade Runner (1492-2019), 1994, p. 175. [↩]
- Saúl Millán, La ceremonia perpetua, 1993. [↩]
- Saúl Millán, El cuerpo de la nube. Jerarquía y simbolismo ritual en la cosmovisión de un pueblo huave, 2005. [↩]
- Guy P. C. Thompson, Francisco Agustín Dieguillo: un liberal cuetzalteco, 1995, p. 23. [↩]
- Juan Torres de Laguna, “Relación de Tehuantepec”, en René Acuña (ed.), Relaciones geográficas del siglo xvi: Antequera, t. II, 1982. [↩]
- Peter Gerhard, Las fronteras meridionales de la Nueva España, 1986, p. 128. [↩]
- Rodolfo Pastor, Campesinos y reformas: la Mixteca entre 1700-1856, 1987. [↩]
- Miguel A. Bartolomé, “Sistemas y lógicas parentales en las culturas de Oaxaca”, en Saúl Millán y Julieta Valle, La comunidad sin límites. Estructura social y organización comunitaria en las regiones indígenas de México, vol. 1, 2003, p. 92. [↩]
- Idem. [↩]
- Se ha objetado que los términos teat y müm, sobre los que centraré el análisis de la filiación, indican fórmulas de respeto y significan, por tanto, “señor” y “señora”. Sin embargo, como advierte el Diccionario huave de San Mateo del Mar, una de sus acepciones directas incluye los significados de “padre” y “madre”. El término müm, consignado en dicha obra, se traduce específicamente como “madre” en su primera acepción; Glenn Albert Stairs Kreger y Emily Florence Scharfe de Stairs, Diccionario huave de San Mateo del Mar, 1981, p. 117. [↩]
- Las narraciones huaves difunden hasta hoy la idea de un dios que decidió crear a los pueblos dividiendo las tierras de la comarca, y con este fin envió a los santos, sus “hermanos”, para que fundaran municipios en los que habrían de servir como patronos y protectores de las comunidades; véase Saúl Millán, op. cit., 2005. [↩]
- Rosa Brambila Paz, “El ganado en la gráfica colonial del Centro Norte”, en Ana María Crespo y Rosa Brambila, Caleidoscopio de alternativas, 2006, p. 65. [↩]
- Linda A. Brown, “Planting the Bones: Hunting Ceremonialism at Contemporary and Nineteenth-century Shrines in the Guatemalan Highlands”, en Latin American Antiquity, vol. 16, núm. 2, 2004, pp. 131-146. [↩]
- Marie Noëlle Chamoux, “Persona, animacidad, fuerza”, en Johannes Neurath, María del Carmen Valverde y Perig Pitrou (eds.), La noción de vida en Mesoamérica, 2011. [↩]
- Danièle Dehouve, op. cit. [↩]
- Los nahuas de San Miguel Tzinacapan suelen aludir al relato de un cazador que encuentra en la cueva al dueño de los animales. Cuando este personaje mitológico le muestra los animales de presa, enfermos por las faltas morales de los humanos, el cazador comprende que su esposa tiene un amante, a quien regularmente le obsequia parte de las presas de cacería. A fin de curar la enfermedad de los animales silvestres, que para él constituyen sus animales domésticos, el dueño de los animales solicita la presencia de la mujer adúltera, esposa del cazador, que habrá de servir de alimento de los animales enfermos. A cambio, y una vez cumplida la operación, el personaje que gobierna la fauna ofrece una nueva esposa al cazador, dándole a elegir entre diversas hijas que presentan la fisonomía de una serpiente. Así, al adquirir una nueva esposa que es en esencia un tecuani o “devorador”, el hombre establece un vínculo social con el dueño de los animales, que bajo esta lógica aparece como un suegro mitológico del cazador. [↩]
- Roberte Hamayon, Chamanismos de ayer y de hoy, 2011. [↩]
- Danièle Dehouve, op. cit., p. 12. [↩]
- Con excepción de la “serpiente”, que requiere de un tratamiento aparte (Saúl Millán, op. cit., 2005), el resto de las entidades anímicas pertenecen en efecto a una clasificación vasta e indefinida que carece de un inventario preciso, aunque los huaves están dispuestos a aceptar su existencia como entidades afines de un amplio sector de la población. [↩]
- Roberte Hamayon, op. cit., p. 138. [↩]
- Idem. [↩]
- Andrés Medina Hernández y Francisco Javier Rivas Cetina, “Las corridas de toros en los pueblos mayas orientales. Una aproximación etnográfica”, en Estudios de Cultura Maya, vol. XXXV, 2010, pp. 131-162. [↩]
- Johannes Neurath, Las fiestas de la casa grande, 2002, p. 192. [↩]
- H. Hubert y Marcel Mauss, Magia y sacrificio de las religiones, 1946. [↩]
- La identificación entre los hombres y los animales domésticos pasa también por las formas de alimentación, basadas en el consumo del maíz. Las mujeres de San Miguel Tzinacapan, al alimentar a sus guajolotes con la maza del cereal (nixtamal), suelen dirigirse a ellos con la siguiente frase: Tacat chiwa!, que literalmente significa “¡Hazte hombre!”. [↩]
- Alfredo López Austin, Cuerpo humano e ideología, 1980, p. 82. [↩]
- David Lorente y Fernández, La razzia cósmica: una concepción nahua sobre el clima, 2011, p. 136. [↩]
- Idem. [↩]
- James Taggart, Nahuat Myth and Social Structure, 1983, pp. 146-147. [↩]
- Alessandro Questa, “Cambio de vista, cambio de rostro. Relaciones entre humanos y no-humanos a través del ritual entre los nahuas de Tepetzintla, Puebla”, tesis, 2010, p. 75. [↩]
- Saúl Millán, op. cit., 2005. [↩]
- H. Hubert y Marcel Mauss, op. cit., p. 77. [↩]
- Roberte Hamayon, op. cit., p. 157. [↩]
- Philippe Descola, Más allá de naturaleza y cultura, 2012, p. 345. [↩]
- Allessandro Lupo, “La cosmovisión de los mayas de la sierra de Puebla”, en Johanna Broda y Félix Báez Jorge (coords.), Cosmovisión, ritual e identidad de los pueblos indígenas de México, 2001, p. 351. [↩]