LOS INDIOS DEL MUSEO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA: UNA MIRADA PARALELA

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Grandes sonrisas y miradas chispeantes detenidas en el tiempo, plasmadas en un trozo de película o papel, atrapadas por los haluros de plata que las conforman. Las imágenes son parte del Archivo Fotográfico de Etnografía del Museo Nacional de Antropología (AFE-MNA), y son algunos de sus documentos gráficos más antiguos, catalogados entre 1963 y 1964.

El catálogo es un registro sumamente amplio e impresionante por el número de fotografías que contiene,1 pero sobre todo por la cantidad de información que guarda en su conjunto. Proviene de 31 etnias: “mestizos” y nahuas de varios estados de la república (México, Hidalgo, Veracruz, Morelos, Guerrero y Puebla), así como de mixtecos, mixes, ocuiltecos, pápagos, seris, ópatas, tarascos, tarahumaras, chinantecos, chatinos, coras, cuicatecos, chontales de Oaxaca, huastecos, huaves, mayas, lacandones, mayos, mazatecos, mazahuas, matlatzincas, mames, yaquis, zoques de Chiapas, zapotecos, tzeltzales, tzotziles y otomíes.

Son impresos positivos de 35 mm (contactos) y ampliaciones en 5 × 7 y 8 × 10 pulgadas. No todos tienen negativos pues éstos lamentablemente se extraviaron con el tiempo. Tampoco se cuenta en todos los casos con los datos del registro de cada toma, aunque algunas sí cuentan con fecha, lugar y el nombre del fotógrafo. Aparecen los renombrados Nacho López (1923-1986), Alfonso Muñoz (1908-1992) y Gertrude Duby (1901-1993), por ejemplo, además de algunos otros no tan conocidos.

Por las pocas fechas registradas en las tomas, así como por aquéllas de su ingreso al catálogo del MNA, es posible considerar que tales registros fotográficos formaron parte del proyecto de creación del museo en el Bosque de Chapultepec. Las gestiones emprendidas durante casi tres décadas —por Luis Castillo Ledón, primero, Alfonso Caso en la década de 1940, y finalmente, Luis Aveleyra— con la finalidad de brindar un edificio propio y digno al Museo Nacional,2 prosperaron finalmente en 1961, y con creces, pues el proyecto rebasó con mucho la expectativa de todos sus participantes.

Una vez conformado el Consejo Ejecutivo para la Planeación e Instalación del Museo Nacional de Antropología —creado por la Secretaría de Educación Pública (SEP) y conformado por antropólogos, museógrafos y pedagogos—, se definió que el objetivo era construir un recinto a la altura de la importancia de su institución para que “México contara al fin con un gran museo socialmente útil y digno de albergar, proteger y divulgar eficazmente las manifestaciones más genuinas de su rico patrimonio cultural indígena, pasado y presente”.3

El interés de los miembros del consejo era proponer un proyecto que resultase de “provecho social”, es decir, que pudiese ser accesible al “público de instrucción baja y media”, y no al de un simple “museo de arte indígena dirigido a una minoría culta y contemplativa del arte por sí mismo.” Porque, además de la preservación y difusión del patrimonio (amenazado constantemente por diversos factores),4 era necesario crear una institución “realmente útil, dinámica, que eleve nuestro nivel cultural popular y nos enseñe a respetar y a proteger nuestro patrimonio indígena”.5

Así, la puesta en marcha de este proyecto marcaba un hito para la historia de la institución y el siempre precario presupuesto con el que hasta la fecha había contado:6 no sólo se planeó la superficie de 12 000 metros cuadrados para la exhibición,7 sino que contó con un presupuesto suficiente para desarrollar investigaciones, y recolectar y comprar los objetos que integrarían las nuevas colecciones. Desde finales de 1961 se solicitó a todos los asesores científicos la estimación del presupuesto tanto para la adquisición de los materiales que completarían las colecciones existentes, como para los gastos de compra, el traslado y las expediciones: se estimó un total redondeado de 800 000 pesos, de los cuales, casi la tercera parte (251 100 pesos) correspondía a la parte de etnografía.8

Así, el museo contó con un presupuesto amplio para desarrollar las investigaciones que siempre consideró parte fundamental de la institución y que sólo había logrado reunir precariamente a lo largo de su trayectoria.9 Alfonso Villa Rojas, auxiliar de Fernando Cámara Barbachano, fue el coordinador de asesoría científica y responsable del guion etnográfico. A su lado trabajaron como asesores de esa especialidad Barbro Dahlgren, Wigberto Jiménez Moreno, Roberto Weitlaner, Ricardo Pozas, Roberto Williams y el propio Fernando Cámara.10 Éste último señalaba que el objetivo de las salas era:

[…] ofrecer un esquema de la naturaleza de la cultura y la sociedad de diversos grupos humanos que representan los posibles elementos formativos de la nacionalidad mexicana. El objetivo final es llegar a congregar en ese Museo Nacional la serie de documentos materiales y sociales que representen, en gran parte, la evolución de nuestra cultura y sociedad, según sus estadios y formas generales y particulares de existencia.11

Por ello el equipo de etnografía emprendió expediciones e investigaciones en diversos puntos del país para las salas de Etnografía del Centro de México, Oaxaca, Chiapas, Sureste, Costa del Golfo, Occidente y Norte. El trabajo de investigación etnográfica no sólo se abocó a la descripción de la cultura de las poblaciones, sino que también implicó la delimitación de las áreas indígenas, así como su caracterización. Se trataba de “la base del primer tratado integral de Etnografía mexicana”.12

Me parece que con tales palabras no sólo se pretendía destacar el valor de los trabajos emprendidos para justificar el erario erogado, sino que se reflejaba cierto grado de verdad sobre el estado de las investigaciones antropológicas de la época. Si bien, al menos desde 1925, se comenzaron a levantar censos sobre los rasgos culturales de las poblaciones indígenas,13 estos ejercicios fueron promovidos y efectuados bajo los objetivos y experiencia del ámbito educativo, como las monografías publicadas por Carlos Basauri, La población indígena de México, basadas en los datos que colectaran los directores de los centros de educación y los maestros rurales de la SEP en 1936.14 Por otro lado, al poco tiempo, el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (IIS-UNAM) emprendió la primera investigación nacional fuera del ámbito educativo, pero a ello regresaré más adelante.

De tal suerte, aunque lamentablemente nunca se publicaron, las investigaciones de los asesores de etnografía para el museo constituían el primer tratado especializado de nivel nacional, elaborado por la primera generación en antropología formada profesionalmente en México que, además, había trabajado muy de cerca con la Escuela de Chicago: Villa Rojas trabajó con Robert Redfield desde la década de 1930 y posteriormente formó parte del Proyecto Man in Nature de la Universidad de Chicago entre 1956 y 1962, mientras que Pozas fue parte de la primera generación de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y, junto con Fernando Cámara, trabajó bajo la dirección de Sol Tax y los principios de dicha escuela en la década siguiente.15

En ese contexto, como parte de la investigación etnográfica para la creación del museo, también se pretendía generar un archivo fotográfico “sobre diversos aspectos etnológicos de la República Mexicana (tipo físico, habitación, ambiente geográfico, etc.)”,16 posiblemente con la intención de que tales imágenes acompañaran las exhibiciones. Al menos el fotógrafo Raúl Estrada Discua presentó un presupuesto con tal objetivo, estimando un total de 2 000 fotografías; alrededor de dos décadas atrás, él mismo ya había emprendido un proyecto similar, en aquella ocasión auspiciado y promovido por el IIS-UNAM, bajo la dirección de Lucio Mendieta y Núñez, como señalé anteriormente. Estrada Discua tomó 10 000 fotografías del tipo físico, indumentaria, habitación y actividades de los indios del territorio entre 1939 y 1946, con la finalidad de conformar la exposición México indígena, primera muestra fotográfica de este tipo que se presentó en el Palacio de Bellas Artes en 1946, con la intención de despertar el interés y la atención del público capitalino por esas poblaciones; es decir, por el llamado “problema indígena”. El registro fotográfico se acompañó de investigaciones en campo realizadas por Francisco Rojas González, René Barragán Avilés y Roberto de la Cerda Silva, cuyos resultados fueron publicados poco más de diez años después por el IIS bajo el título Etnografía de México. No obstante, esa publicación fue duramente criticada por Juan Comas, quien cuestionó su calidad académica, y con ello, el trabajo se condenó al olvido.17

Es posible que fuese por este antecedente que se le solicitara a Estrada Discua participar en el registro para el museo, y que al igual que en aquella ocasión se pretendiera que las fotografías complementaran visualmente el discurso museográfico, dando “vida” a los objetos y mostrando a los sujetos portadores de las culturas expuestas. De hecho, para Cámara Barbachano, en la exhibición de los materiales:

[…] sería conveniente que en la propia identificación y explicación de las funciones de esos elementos y conjuntos sociales y culturales se pudieran determinar las situaciones y condiciones de deficiencia económica y social que resultan “consecuentales”. Recuérdese que nuestro cliente, además de buscar recreación, debe aprender algo y ser educado hacia ese aprendizaje. El mostrar las condiciones ambientales “inhóspitas” despertará conciencia e interés por saber más sobre los problemas sociales que ellos y nosotros debemos resolver. Ya no es la época de mostrar en los Museos cosas que asombren, asustan o increíbles. Ahora es exhibir lo real y desconocido para ser comprendido y asimilado, a fin de identificarnos con la situación y adquirir el sentido del problema y de nuestra responsabilidad.18

La documentación de archivo no permite, lamentablemente, conocer si Estrada Discua llevó a cabo el proyecto. Sin embargo, las fotografías conservadas en el Archivo Fotográfico de Etnografía parecen confirmar que sí se efectuó un registro de ese tipo y por estas fechas, aunque, aparentemente, sin la participación de aquel fotógrafo. Además de Nacho López, Alfonso Muñoz y Gertrude Duby, participaron profesionales de la lente como Carlos Sainz,19 Eduardo Ugarte, Beatriz Oliver Vega, Margarita Díaz, Cecilia Miranda, Robert Bruce, Óscar Menéndez y Jorge Gómez Poncet. De haber funcionado como un equipo de trabajo, me parece factible que hayan sido coordinados por Alfonso Muñoz, ya que él fue el único de los fotógrafos que tuvo una cercanía laboral con la antropología y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en la segunda mitad del siglo: fue jefe de la Sección de Producción Cinematográfica de dicha entidad, y del Archivo Etnográfico del Instituto Nacional Indigenista (INI), además de secretario técnico del Consejo Consultivo del Sistema Nacional de Fototecas (Sinafo) y de la Coordinación de Divulgación del Instituto.20

Como fuera, es claro que todos mantuvieron un eje temático para armar sus registros, así como una perspectiva visual particular. Al igual que en el ejercicio de Estrada Discua, los fotógrafos documentaron el tipo físico y la indumentaria de niños, adultos y ancianos; el paisaje y la habitación; las industrias, el mercado y las fiestas. Sin embargo, a diferencia de aquél otro ejercicio fotográfico, éste podría caracterizarse por encontrarse, en términos generales, más distante de aquellas fórmulas “racialistas” y rígidas, y del folklorismo que aún permeaba las primeras décadas del siglo XX, y más cerca de la fotografía documental.21 Si bien es claro que el objetivo de las tomas es el registro de los tópicos arriba enunciados, es notoria la intención de los fotógrafos en sumergirse en la vida de las poblaciones, sin buscar una imagen idealizada, logrando capturar su dinámica de vida: los registros de indumentaria y de paisaje son la minoría, mientras que predominan los de actividades e industrias de la población, y los tipos físicos escapan por completo de la rigidez frente-perfil de antaño, además de que se registran las festividades en movimiento y las habitaciones (en interiores y exteriores) llenas de vida y envueltas en su entorno ecológico. De esta forma, pese a que hay registros distantes que se acercan a los cánones de antaño, o tomas rápidas que aprovechan la distancia para capturar a un sujeto que nunca percibió la presencia del lente y sin saberlo se convierte en un objeto más del paisaje, la mayor parte de las imágenes delatan la cercanía del fotógrafo con la población, el diálogo y la negociación de la toma, la construcción del encuadre y de la pose a partir de lo que ofrece el instante mismo, con la intención subyacente —y cuestionable— de no irrumpirlo.22

En ese sentido, el registro del museo está en consonancia con los registros fotográficos de la segunda mitad del siglo, más acordes con la fotografía documental y la etnográfica, que desarrollarán a la postre aquellos cuestionamientos sobre la objetividad del registro, la presencia del fotógrafo como otredad y la fotografía como una narrativa. Tales características hacen de estos registros un discurso que en general acompaña el objetivo general del Museo de no crear una exhibición de arte indígena dirigida a la “minoría culta y contemplativa del arte por sí mismo”, sino que muestre “la evolución de nuestra cultura y sociedad”, destacando sus generalidades y particularidades. Además, estos registros parecen ser parte de los cambios que estaban ocurriendo en la fotografía antropológica de la segunda mitad del siglo XX.

Las imágenes capturadas de la población infantil son un buen ejemplo para observar esos aspectos porque muestran parte de las características que dominan el registro de los tipos físicos en todas las etnias. Son retratos individuales y colectivos, de cuerpo entero, de busto y medio cuerpo, y casi siempre de frente o tres cuartos. De hecho, la posición del sujeto ya no responde totalmente a estos cánones, porque si bien es notorio que la pose es negociada o escogida con la complicidad del fotógrafo, pareciera que en realidad él se somete al capricho del cuerpo que tiene enfrente, o mejor dicho, lo aprovecha para construir una composición, un diálogo que queda atrapado en la fracción de un segundo. Así parece que se consiguió que unos chicos aceptaran posar en grupo, sobre el camino polvoso, con la vegetación de fondo y la rueda de una carreta cubriendo una cuarta parte del cuadro. Son nueve, se encuentran parados de frente y con las manos extendidas a los lados del cuerpo, sonrientes y con la mirada fija en la lente. Pero sus cuerpos no tienen orden alguno, están amontonados en tres planos, y sólo el primero muestra los cuerpos completos de los sujetos, mientras que en el último plano, el más pequeño de los niños se esfuerza por asomar su cabeza, quizá parándose de puntas, en el hueco dejado por los hombros de sus compañeros; mientras que otro permanece oculto detrás, y uno más, distraído, se agacha y apenas alcanza a mostrar parte de su cabeza en el costado izquierdo del grupo (fotografía 1).

Son retratos cerrados, en los que, sin embargo, no se oculta el escenario: el interior o exterior del hogar, la escuela, el campo. Pareciera que el contexto no importa, sino que se trata de destacar el carácter, el estado de ánimo del personaje, porque prevalecen las sonrisas y miradas divertidas que se enfrentan directamente al fotógrafo estableciendo un guiño con la cámara: detrás de las ramas de un árbol (quizá un limonero en flor) se asoma una cara redonda con el cabello recogido a los lados y un pequeño flequillo sobre la frente, los hoyuelos en las mejillas regordetas y los ojos chispeantes y entrecerrados por la mueca que provoca una gran sonrisa que atrapa toda la atención de la imagen (fotografía 2). O la niña que con las manos y los brazos semiflexionados abraza un palo, quizás en el porche de una casa de piedra; tiene las trenzas despeinadas colgando a lo largo de su espalda, un vestido floreado y largos pendientes en sus orejas (¿de filigrana?); trata de contener la carcajada sin conseguirlo, y muestra los ojos entrecerrados y los dientes apretados (fotografía 3). O aquella toma que recorta a una aparente multitud para destacar en el centro a una niña; se observa su torso, con los bracitos sobre el vientre, su vestido a rayas, el cabello recogido detrás de la cabeza, una sonrisa contenida y el cuerpo rígido para mantener el equilibrio de su rostro, porque porta unas gafas de armadura de metal y ovaladas (¿estilo Ray-Ban?, ¿del fotógrafo?), que apenas logran sostenerse sobre su nariz, ya que le quedan grandes y están puestas al revés (fotografía 4).

O aquéllas en las que el escenario se recorta y apenas se alcanza a distinguir un techo de palma que cubre del sol a una niña sonriente con la mano sobre la cabeza (fotografía 5); o cuando se cierra el obturador y se borra intencionalmente el fondo para lograr un close up en el que destacan los rostros serios de dos niños, uno abrazado al otro; la toma enfatiza sus miradas: penetrantes, directas, profundas (fotografía 6); o en las que el fondo no importa, porque puede ser el muro de cualquier casa, y el foco se concentra en tres figuras sentadas muy juntas que miran directamente a la cámara, serias, desconfiadas (fotografía 7).

Tampoco es relevante la indumentaria, aunque algunas veces aparece y otras se puede adivinar, pero como si fuera un elemento accesorio sin relevancia para la toma, porque no se muestra completa y pareciera ser fortuita, como los huipiles chamulas que portan dos niños tomados de la mano (fotografía 8), pero en la que la contrapicada de la toma destaca más el juego de alturas y miradas que su indumentaria; o los bordados de los huipiles yucatecos y las guayaberas de los niños en un salón de clases que podrían pasar inadvertidos porque la atención se fija en las miradas concentradas de los niños, capturadas sin que ellos se dieran cuenta, con sus bocas abiertas que responden a un maestro que intencionalmente quedó fuera de la escena (fotografía 9); o los huipiles de las niñas sentadas sobre el suelo que dibujan una línea de fuga con sus piernas extendidas y sus pies descalzos (fotografía
10).

Porque pareciera que el objetivo de los retratos no es escudriñar en los rasgos físicos o culturales, sino que pretenden enfatizar su movimiento, sus emociones, su subjetividad. Es el caso de la toma que muestra el cuerpo pequeño de una niña (más pequeño por la picada de la toma) que no atiende a ningún eje en particular, suelto, confiado, desparpajado, que no sigue las reglas convencionales, con la cabeza ladeada, las puntas de los pies encontradas, las manos enlazadas detrás de la espalda y la boca en movimiento; la pequeña cubre parcialmente otro cuerpo detrás de ella (fotografía 11); o de aquella que en contrapicada muestra en primer plano el torso de un niño que sugiere una línea en ligero zig zag: con los brazos cruzados, la cabeza ladeada y el cuerpo flexionado en la dirección opuesta, una mueca en la boca y la mirada que intenta ser desafiante, mientras otros niños, detrás y al margen de la toma, miran con curiosidad al profesional de la lente (fotografía 12).

Algunos fotógrafos aprovecharon también ese pequeño instante cuando el sujeto quiere escapar de la mirada fija del objetivo, traicionándose sin saberlo, porque con su movimiento, lejos de escapar del cuadro se vuelve el foco de la toma: así, en un salón de clases con los niños sentados y atentos en el fondo desenfocado se destaca al centro el rostro y las mejillas regordetas que envuelven la sonrisa juguetona y contenida de una niña (fotografía 13); o aquel momento en el que el sujeto está contemplando un punto en el horizonte, completamente absorto y ajeno al lente de la cámara, mientras unos ojillos atentos se cuelan por una esquina de la toma (fotografía 14).

En ese sentido, las imágenes parecieran ir a contrapelo del objetivo de Cámara Barbachano, que pretendía mostrar las condiciones ambientales “inhóspitas” para despertar “la conciencia e interés por saber más sobre los problemas sociales que ellos y nosotros debemos resolver”, y “exhibir lo real y desconocido para ser comprendido y asimilado, con la finalidad de identificarnos con la situación y adquirir el sentido del problema y de nuestra responsabilidad”. Porque las imágenes no muestran un problema, o al menos no lo destacan visualmente: la sencillez de la choza lacandona no alcanza a distinguirse porque el foco y la luz están en el rostro sonriente de la niña del primer plano (fotografía 15); y las ropas, posiblemente viejas y desgastadas de las niñas sentadas en el suelo, probablemente afuera de su casa, pasan inadvertidas ante la gran sonrisa y simpatía que exhibe la más grande de ellas (fotografía 16); al igual que la camisa rota del niño que posa en medio de los árboles, la cual queda eclipsada por su gran sonrisa y su mirada brillante (fotografía 17), y la suciedad del vestido de la niña que casi con coquetería se toca la nuca por debajo del rebozo que envuelve su cabeza (fotografía 18). El dinamismo de estas tomas coloca una y otra vez al espectador frente a la vida y el movimiento de las poblaciones, mientras que el énfasis en las emociones convoca cierta simpatía y cercanía con los sujetos y no con sus rasgos físicos ni con sus contextos inhóspitos, ya sean de carácter social, cultural, económico o ambiental.

No conocemos, lamentablemente, si tales fotografías fueron exhibidas junto con las colecciones ni mucho menos qué discurso construyeron,23 aunque me parece probable que dicho registro gráfico sí haya acompañado a la muestra, pues aún hoy, a más de cincuenta años de inaugurado el recinto, entre los pasillos de las bodegas de Etnografía se pueden observar recargadas sobre los muros o encima de cajas un tanto polvosas, casi olvidadas, algunas fotografías del catálogo impresas en gran formato y montadas sobre bastidores de madera.

Pero, incluso, si tales fotografías no fueron exhibidas, junto con las etnografías elaboradas por los asesores académicos, construyeron un discurso paralelo al de aquellos que hizo aún más complejas las narrativas creadas en ese entonces sobre los indios de México y el “rico patrimonio cultural indígena”. Estas últimas muestran un espacio de cambio y ruptura frente a los discursos previos más ligados al indigenismo de la década de 1940, que aún no hemos observado con detenimiento. Por ello, quizá sea necesario volver la mirada hacia este periodo con más cuidado, intentando escapar de la monumentalidad de ese recinto e incluso de nuestras propias preconcepciones sobre el nacionalismo, para desentrañar las narrativas y los posibles diálogos que construyeron los etnólogos y la fotografía en el escaparate museográfico más importante de nuestro país.

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Sobre la autora
Haydeé López Hernández
Dirección de Estudios Histórico, INAH.

Agradecimientos

Agradezco la gentileza y ayuda de Valerio Paredes Vega, encargado del Archivo Fotográfico de Etnografía del Museo Nacional de Antropología (AFE-MNA), por su generosa ayuda en la consulta de las imágenes, así como en la investigación sobre su contexto.


Citas

  1. El archivo resguarda material de toda la segunda mitad del siglo XX y hasta la fecha, pero no existe una contabilidad precisa de su documentación. Sin embargo, es posible estimar que su número es de varios cientos de imágenes. []
  2. Frida Gorbach, “El Museo Nacional: visita a un monumento”, ms., mayo de 1995 (proporcionado por la autora). Por otro lado, la historia de las gestiones realizadas durante tres décadas es relatada en el Archivo Histórico del Museo Nacional de Antropología (en adelante AHMNA), vol. 194, exp. 40, “Informe general de las labores desarrolladas durante el lapso inicial del proyecto, del 1° de enero al 31 de diciembre de 1961”, por Luis Aveleyra e Ignacio Marquina, 15 de enero de 1962, ms., 22 pp. Si bien no hay un estudio detallado sobre la creación del edificio, existen diversas versiones que atribuyen la “idea original” a varios personajes, como el arquitecto encargado de la obra, Pedro Ramírez Vázquez. Véase por ejemplo el artículo “Cómo se hizo realidad”, Proceso, 26 de septiembre de 2004, recuperado de: , consultada el 20 de noviembre de 2017; en esa nota se destaca la participación de Zita Canessi, artista plástica y amiga cercana de Adolfo López Mateos, y quien supuestamente animó al entonces presidente a que emprendiera el proyecto. []
  3. AHMNA, vol. 185, exp. 27, f. 199. Las cursivas son de la autora del presente artículo. []
  4. El objetivo era: “[…] estudiar, conservar y divulgar el mayor número de estos datos antes de que desaparezcan amenazados, como se hallan, por factores de muy difícil control tales como las excavaciones y saqueos fraudulentos, en el caso de nuestra arqueología, y la natural y deseable incorporación gradual de los patrones de vida indígena a la realidad actual de la cultura y de la sociedad mexicana, en rápida e incontenible evolución, en el caso de la Etnografía nacional” (AHMNA, vol. 182, exp. 54, correspondencia Marquina-Dávalos Hurtado, 9 de febrero de 1961). []
  5. AHMNA, vol. 181, exp. 10, ff. 34 y 37. Lo aquí destacado en cursivas aparece subrayado en el original. []
  6. Sobre la historia del Museo Nacional, véase Miruna Achim, “El ocaso de los ídolos”, Sin Embargo, 7 de enero de 2018, recuperado de: , consultado el 8 de enero de 2018; Luis Gerardo Morales Moreno, Orígenes de la museografía mexicana. Fuentes para el estudio histórico del Museo Nacional 1780-1940, México, UIA, 1994; Luisa Fernanda Rico Mansard, Exhibir para educar. Objetos, colecciones y museos de la Ciudad de México (1790-1910), Barcelona, Pomares, 2004; Mechthild Rutsch, Entre el campo y el gabinete. Nacionales y extranjeros en la profesionalización de la antropología mexicana (1877-1920), México, INAH / IIA-UNAM, 2007. []
  7. El equipo de trabajo, a solicitud del arquitecto Ramírez Vázquez, propuso tal extensión (AHMNA, vol. 182, exp. 54, correspondencia Marquina-Dávalos Hurtado, 9 de febrero de 1961). []
  8. AHMNA, vol. 185 exp. 26. Oficio de Aveleyra y Marquina a Dávalos Hurtado, 22 de septiembre de 1961. La comunicación marca copia al secretario de Educación, Jaime Torres Bodet, a Amalia de Castillo, subsecretaria de Asuntos Culturales, y a
    Pedro Ramírez Vázquez, arquitecto de la obra. []
  9. Mechthild Rutsch (op. cit.), destaca el interés de los profesores del museo por convertir la institución en el centro rector de la investigación y la profesionalización de las materias antropológicas. Tras los movimientos armados de la Revolución, sin embargo, tal pretensión se tornó cada vez más difícil, al grado de que para la década de 1930, el museo únicamente conservaba sus funciones de curaduría y exhibición. Véase Haydeé López Hernández, “La arqueología mexicana en un periodo de transición, 1917-1938”, tesis de licenciatura en arqueología, ENAH-INAH, México, 2003. Las únicas expediciones etnográficas emprendidas por el museo luego de la Revolución fueron las de Basauri con los tarahumaras, y las de Molina Enríquez con los otomíes del Estado de México (Carlos Basauri, Monografía de los tarahumaras, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1929; Haydeé López Hernández, “¿Antiguos, civilizados o marginados? Las miradas en torno al otomí en la primera mitad del siglo XX”, en Fernando López Aguilar y Haydeé López Hernández [eds.], Identidad y territorio entre la Teotlalpan y la provincia de Jilotepec, México, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes del Estado de Hidalgo / Conaculta, 2015, pp. 29-80). []
  10. AHMNA, vol. 185, exp. 8. []
  11. “Principios y guías para el contenido de las salas de exhibición en el nuevo Museo Nacional”, por Fernando Cámara Barbachano, 27 de abril de 1961 (AHMNA, vol. 186, exp. 10, f. 112). []
  12. AHMNA, vol.185, exp. 28, f. 202. Si bien en los informes de la comisión se anuncia la pretensión de publicar las monografías resultantes, al parecer, esto no se consiguió. []
  13. Los cuestionarios coordinados por Enrique Corona y la Dirección de Antropología se encuentran en el Archivo Técnico de Arqueología, t. CCXXVI, exp. 1582.8. []
  14. Obra publicada en tres volúmenes por la Secretaría de Educación Pública, en 1940. Se trataba de una investigación de carácter económico-etnográfico. Los detalles del proyecto son descritos en Memoria relativa al estado que guarda el Ramo de Educación Pública el 31 de agosto de 1935, 2 vols., México, Talleres Gráficos de la Nación, 1935 (vol. I, pp. 408-412). []
  15. De todos los asesores, sólo Wigberto Jiménez Moreno pertenecía a la generación previa. Por otro lado, junto con ellos, también colaboraron sus alumnos, como fue el caso de Margarita Nolasco. Sobre los trabajos de la Universidad de Chicago en Chiapas, véase Andrés Medina Hernández, “Antropología y geopolítica. La Universidad de Chicago en los Altos de Chiapas: el Proyecto Man-in-Nature (1956-1962)”, en Andrés Medina y Mechthild Rutsch (coords.), Senderos de la antropología. Discusiones mesoamericanistas y reflexiones históricas, México, INAH / IIA-UNAM, 2015, pp. 205-274. []
  16. AHMNA, vol. 185, exp. 24, f. 188. []
  17. Con esta publicación se sustituyeron los 10 volúmenes planeados originalmente en 1939, y años después Mendieta la recuperó en una obra que él dirigió (México indígena, México, Porrúa, 1986). Véase el análisis de la exposición, así como la polémica de su publicación en Déborah Dorotinsky Alperstein, “La vida de un archivo. ‘México indígena’ y la fotografía etnográfica de los años cuarenta en México”, tesis de doctorado en historia del arte, FFyL-UNAM, México, 2003. Por otro lado, el equipo de trabajo de Mendieta también publicó algunas monografías en el IIS: Los zapotecos: monografía histórica, etnográfica y económica, como un trabajo dirigido en 1949 por Lucio Mendieta y Núñez, con la colaboración de Francisco Rojas González, Roberto de la Cerda Silva y José Gómez Robleda; además de Los indígenas mexicanos de Tuxpan, Jalisco: monografía histórica, económica y etnográfica, de Roberto de la Cerda, en 1956, y Los tarascos: monografía histórica, etnográfica y económica (dir. Lucio Mendieta y Núñez) en 1940. []
  18. “Principios y guías para el contenido de las salas de exhibición en el nuevo Museo Nacional”, por Fernando Cámara Barbachano, 27 de abril de 1961 (AHMNA, vol. 186, exp. 10, f. 114). Las cursivas son de la autora del presente artículo. []
  19. En la documentación también aparece indistintamente el apellido Sáenz (n. del ed.). []
  20. Véase una breve nota de su vida en: “Alfonso Muñoz, in memoriam”, El Universal, 23 de febrero de 2001, recuperado de: , consultada el 9 de enero de 2018. []
  21. La descripción del acervo constituye un primer ejercicio de una investigación mayor, y para ello uso aquí el análisis de Deborah Dorotinsky Alperstein como parámetro para establecer la comparación con México indígena y contextualizar el acervo del Museo Nacional. []
  22. En “Desde la lente de Alfonso Muñoz”, ms. de 2002, Rosa Casanova destaca que parte de los intereses de ese fotógrafo eran precisamente los de “crear una relación de respeto con la comunidad estudiada”, por lo que consideraba que la fotografía debería ser de tipo “documental”, es decir, que no debería buscar una imagen idealizada, al grado de que en la fotografía etnográfica el autor debería “casi desaparecer”. []
  23. Cabe señalar que la remodelación museográfica general del museo ocurrió en el año 2000, y el único testimonio publicado con el que contamos para conocer la museografía de aquel entonces, o una aproximación de la misma, es la de Néstor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad (México, Conaculta / Grijalbo, 1989, p. 175), quien considera que tales salas tuvieron la finalidad de “exhibir las grandes culturas étnicas como parte del proyecto moderno que fue la construcción de la nación”, para mostrar un “patrimonio cultural puro y unificado bajo la marca de la mexicanidad”. No obstante, me parece claro que la monumentalidad del recinto destacada por este autor también lo atrapó, pues si bien reflexiona sobre las salas de etnografía, no repara en su descripción detallada como sí lo hace en las arqueológicas, al grado de que de las once fotografías que acompañan ese apartado, sólo una corresponde a las salas citadas. []

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