Este libro, coordinado por Jean-Pierre Bastien, fue producto de un coloquio internacional llevado a cabo en 1999 en Estrasburgo, en el que participaron 21 estudiosos de la sociología de la religión de Europa y de América Latina. Desde entonces han ocurrido importantes sucesos relacionados con la Iglesia católica que hacen más relevantes los estudios de este tipo; entre ellos la fuerte controversia surgida en España en relación con la enseñanza religiosa (católica) en las escuelas o la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, que dictaminó que debían retirarse los crucifijos de las escuelas porque suponen una coacción a la libertad de pensamiento de los alumnos. Así, el gobierno español planeó retirar todo tipo de símbolos religiosos de los espacios públicos según la Reforma de la Ley de Libertad Religiosa y de Conciencia, que actualmente se encuentra “congelada”, y en mayo de 2008 el Congreso rechazó la propuesta de eliminar los símbolos religiosos, como el crucifijo o la Biblia, de los actos de toma de posesión de los cargos públicos. A ello se añade el gran escándalo de la pederastia entre los sacerdotes católicos, sobre todo en el caso del mexicano Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y del movimiento Regnum Christi, así como la protección que proporcionó Juan Pablo II, ahora candidato a la santificación, y el hecho de que el papa Benedicto XVII también ocultara los abusos de sacerdotes pederastas.
Por otra parte, en México la Cámara de Diputados aprobó la reforma constitucional que define explícitamente que en el artículo 40 de la ley suprema del país se enuncie que “es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, laica y federal compuesta de estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”. (Cabe aclarar que Bélgica e Italia son sociedades laicas, pero sin especificarlo en sus respectivas constituciones.)
En este libro se intentan aclarar los confusos conceptos de secularización y laicización, ligándolos con el liberalismo, la modernidad (industrial) y la posmodernidad (informática). Sus 21 artículos están agrupados en tres secciones o ejes, precedidos por una introducción de Bastien; dichos ejes son: 1) proceso de laicización, 2) recomposición de lo religioso, 3) establecimiento de redes y la conclusión de Olivier Tschannen.
Además, a través de los artículos de este libro se intenta comprender la especificidad de las evoluciones internacionales en materia de la secularización de lo religioso, partiendo de un espacio religioso delimitado por la latinidad. Refiriéndose en este caso a la latinidad de sociedades conformadas por una religión construida por el catolicismo y por el desarrollo de una modernidad de ruptura con la tradición religiosa dominante.
En la introducción, Bastien señala la importancia de llevar a cabo el análisis comparado de lo religioso en un mundo de globalización de intercambios, con el fin de profundizar en el tipo de modernidad religiosa que caracteriza a nuestras sociedades, lo cual debería favorecer la reconstrucción medular del concepto de secularización y permitir superar los límites de una discusión que tiende a tomar visos ideológicos, en la medida que se recurriría a poner a los partidarios de la secularización contra los de la des-secularización.
Para ello Bastien presenta, entre otros ejemplos de lo que al respecto sucede en Francia según el modelo de los tres umbrales sucesivos de laicización de Jean Bauberot, cuyo paradigma se desarrolla en función de un esquema lineal: laicización mediante la pluralidad de lo religioso, lucha por la laicización y un impacto laico cuya linealidad no vuelve a aparecer en los demás contextos. En su participación en el coloquio Bauberot plantea la posibilidad de que su modelo, basado en los hechos relacionados entre la Iglesia católica y el Estado pueda extenderse no sólo al mundo latino, sino también al anglosajón, convirtiéndose en un modelo occidental que lleve a entender lo que sucede con las redes religiosas transnacionales.
Fortunato Mallimaci no se refiere a los “umbrales de la laicización”, sino que en “Catolicismo y liberalismo: las etapas del enfrentamiento por la definición de la modernidad religiosa en América Latina”, busca comprender las relaciones históricas entre catolicismo, liberalismo y modernidades, para lo cual define los elementos que caracterizan tres etapas de enfrentamiento que él encuentra entre catolicismo y liberalismo en Argentina, pero piensa que pueden extenderse a otros países de América Latina, aun cuando aclara que la modernidad no es un proceso homogéneo y lineal, y las relaciones entre catolicismo y liberalismo —en las que el Estado juega un papel definitivo— no han sido iguales en los distintos países latinoamericanos.
El primer periodo al que hace referencia incluye los estados con hegemonías liberales, donde se destaca el liberalismo integral y sus enfrentamientos con la institución eclesial. Es un periodo en que la mayoría de los países independientes del continente construyen sus Estados, los cuales buscan destruir el “poder clerical” y construir sociedades más pluralistas, lo que resulta en un conflicto del catolicismo institucional con el Estado y en el surgimiento de un frente liberal, al igual que una modernización religiosa que al mismo tiempo es combatida por un catolicismo a la defensiva y que descalifica al Estado liberal.
Al segundo periodo, Mallinaci lo denomina etapa de los estados de bienestar (1930-1980), periodo en el que comparten el espacio diversas corrientes sociales y entre ellas sobresale el catolicismo integral, con sus propuestas de “nacionalización católica” y “catolización cultural de las sociedades”. Se sitúa entre la crisis social, política, cultural y económica de 1930 hasta el fracaso de la Revolución sandinista a mediados de 1980 y la caída del Muro de Berlín en 1989. Esta etapa muestra un Estado y una sociedad en América Latina en busca de nuevas alianzas y legitimidades. Militarismos, populismos, nacionalismos, democracias cristianas y experiencias ligadas a la Internacional Socialista aparecen compitiendo con el antiguo orden liberal, acusado ahora de conservador y oligárquico: la ideología liberal. Es cuando la ideología liberal hegemoniza a los sectores dirigentes e intelectuales, hay una modernización capitalista del continente, con fuerte predominio de un Estado que busca destruir el poder clerical y construir sociedades más pluralistas, en un proceso de liberalismo integral. Por otro lado está una Iglesia católica que se romaniza y se reforma, así como movimientos obreros con orientaciones socialistas, comunistas o anarquistas. Surge un conflicto del catolicismo institucional con el Estado, y aparece un frente liberal a través de redes asociativas, incluyendo a las logias, los círculos espiritistas y las sociedades protestantes, entre otros, que denuncia la Iglesia católica ligada a Roma, a la que se suma el liberalismo católico. Por otra parte, el catolicismo por diversos medios y acontecimientos llevará a un proceso de diferenciación interno: católicos liberales, católicos sociales, católicos clericales, católicos privados, etc. El campo religioso católico se pone a la defensiva porque va perdiendo espacio de control societal, sobre todo con el crecimiento de un Estado de bienestar social que pasa a realizar esas funciones: escuelas, registros civiles, cementerios, hospitales, cárceles, etc.
Aparece entonces el catolicismo como dador de identidad nacional y cultural que legitima la nueva legislación y permite tomar distancia de la alianza liberal-oligárquica precedente. Se busca que la institución católica y los símbolos católicos se sumen a la nueva hegemonía, creando otro modelo de modernidad religiosa. Los dirigentes de este modelo ya no buscan rechazar el catolicismo, sino incorporarlo a sus gestiones reformadoras. Las políticas del Estado benefactor y de la Iglesia católica pasan a formar parte de los grandes dadores de sentido.
Este periodo muestra un Estado de bienestar cuyos individuos tienen poca o escasa autonomía, con ampliación de los derechos ciudadanos a los sociales, con una modernización religiosa de legitimidad católica intregralista a la ofensiva, y con crecimiento institucional sostenido y apoyado desde Roma, que logra penetrar al Estado y la sociedad, creando una entidad católica ligada a lo nacional y con dudas y sospechas hacia la democracia. En esta etapa, el catolicismo acepta la pluralidad religiosa bajo su hegemonía, deja lo privado para expandirse en lo público, deslegitima y condena el liberalismo y el comunismo, así como otras expresiones religiosas, acusadas de “quebrar la identidad católica del continente”. Por otra parte, la teología de la liberación crece y se desarrolla a caballo entre el fin del Estado de bienestar y el surgimiento de una sociedad globalizada, mientras aumenta la importancia de las comunidades eclesiales de base.
La tercera y última etapa corresponde a los Estados privatizadores y va de 1980 a nuestros días, cuando emergen nuevos sectores y actores globalizados y con su concepción de mercado integral, en la cual hay una crisis del Estado benefactor y coincide con la caída del Muro de Berlín y de la U.R.S.S. Mallinaci concluye que
[…] este periodo muestra la quiebra del Estado de bienestar, cuyos individuos tienen amplios derechos ciudadanos y democráticos, pero con descenso social, angustias e incertidumbres sobre su futuro. Se vive una modernización religiosa desregulada e individualizada, con una gran mutación en el campo religioso que puede ser asociada, en la crítica católica, al modelo neoliberal. El catolicismo aparece compitiendo por los bienes simbólicos con sus comunidades emocionales y ganando credibilidad por su crítica neointegralista al modelo neoliberal, que genera exclusión y pobreza. En esta etapa el catolicismo tolera apenas la pluralidad religiosa y busca “deslegitimar” las nuevas creencias. Los cambios en las leyes apuntan a “regular” las creencias legítimas produciendo una ampliación de la ciudadanía religiosa. El tipo ideal del catolicismo es el de la reafirmación identitaria comunitaria, en la vertiente emocional o social, donde la expresión pública es monopolizada por el cuerpo de especialistas.
Otros autores relatan las relaciones históricas entre la Iglesia y el Estado, en distintos países: Roberto Blancarte en México, Ana María Bidegain en Uruguay, Rodolfo de Roux en Colombia y Juan Mata en Chile; mas en cada país se mantienen las especificidades del colonialismo católico español y los concordatos con el Vaticano.
En “Laicidad y secularización en México” Roberto Blancarte aclara que a pesar de ser considerado un Estado laico que remite a una larga tradición de siglo y medio de regímenes liberales o socio-radicales iniciada desde 1857, la laicidad no está inscrita en la Constitución mexicana. Señala la importancia del Patronato —en el cual todos los asuntos de las iglesias pasaban por la Corona, y la Santa Sede no tenía mayor injerencia en los asuntos cotidianos de las mismas— para entender las relaciones entre el poder temporal de la Europa Latina e Iberoamérica desde la Conquista hasta el siglo XIX, haciendo hincapié en que al adquirir su independencia de España o de Portugal la mayoría de los Estados no pretendían alcanzar una disociación de la Iglesia, y que en muchos casos incluso, bajo nuevas formas jurídicas, consideran a la institución eclesiástica como base del Estado.
Casi todas las nuevas repúblicas americanas declararon en sus constituciones que la religión católica era la del Estado, con exclusión de cualquier otro culto público. En un principio la diferencia entre liberales y conservadores no tuvo que ver con el tratamiento de la religión, ya que ambos eran católicos.
En la Constitución de 1857 la laicidad estaba implícita, y en 1873 se incorpora a la Constitución. Durante el Porfiriato se conserva la separación de la Iglesia y el Estado, a pesar de las buenas relaciones con la primera. Posteriormente, durante la Revolución aparece un anticlericalismo —que se refleja en la Constitución de 1917 —como resultado de la identificación de la Iglesia católica con la dictadura que derrocó a Madero. Hay desde luego una lógica reacción de la jerarquía católica a la Constitución de 1917, lo que llevó a una polarización hasta provocar la “Guerra Cristera” (1926-1929) que marcaría las relaciones entre la Iglesia y el Estado mexicano el resto del siglo, a la que le siguió una época catalogada como modus vivendi, de acuerdo con la cual la Iglesia católica cedió en materia social a cambio de una tolerancia en el aspecto educativo. En 1992 las reformas constitucionales en materia religiosa reconocen jurídicamente a las iglesias.
En “Las etapas de laicización en Colombia” Rodolfo de Roux intenta seguir el modelo de Bauberot, y para ello marca un primer umbral de laicización de 1850 a 1885 al que sigue el periodo 1886-1930, del fracaso de la laicización y el triunfo de la cristiandad republicana, cuando a pesar de la libertad de cultos se declara que la religión católica apostólica y romana es el credo de la nación. En este periodo la Iglesia domina y reglamenta la educación, y en 1892 se establece un nuevo concordato con el Vaticano. En 1936 hay una nueva e infructuosa tentativa de laicización, y en 1957 se vuelve al Estado confesional. Es hasta 1991 cuando se marca un segundo umbral de laicización, con una nueva Constitución que instaura una separación clara y completa entre el Estado y la Iglesia, afirmándose sin ambages la libertad de conciencia y de cultos.
Ana María Bidegain, en su artículo “Secularización y laicización en el Uruguay contemporáneo (siglos XIX y XX)”, relata cómo Uruguay es completamente atípico en relación con el resto de Latinoamérica; en primer lugar por su tardía colonización, y después por lo que se ha llamado una “modernización temprana”, donde el papel de la Iglesia y de la mayoría católica jugó un papel tan diferente al resto de Latinoamérica que incluso se le ha llamado un “catolicismo masón”.
A pesar de que en la Constitución de 1830 se reconoció a la Iglesia católica como la del Estado, se estableció el derecho y la legitimidad para que la autoridad civil fuera la encargada de la provisión de cargos de curas párrocos. Hasta ese momento la Iglesia uruguaya estaba bajo jurisdicción de Buenos Aires y fue hasta 1865 que se creó una diócesis independiente.
El papel de los jesuitas fue siempre negativo, ya que impulsaban una perspectiva centralista y ultramontana que logró su mayor auge bajo el papado de Pío IX, por lo que el gobierno pidió el retiro de los jesuitas y hubo una ruptura de la Iglesia con la corriente liberal del catolicismo. Posteriormente llegan los protestantes, favorecidos por la “Guerra Grande”, lo que ayuda a una pluralización religiosa y a un proceso de secularización que apenas iba a empezar con el ejemplo de los migrantes suizos católicos y protestantes, quienes compartían capillas cementerios, escuelas y sistemas de salud.
Hubo un importante papel del laicado católico en el que los movimientos de las mujeres tuvieron gran importancia, así como un desarrollo de la acción católica general que tuvo un carácter defensivo dentro de un país laicista.
Cuatro autores señalan la importancia de los masones en el proceso de laicización: Ferrer Benimelli en España Leo Nefontaine en Bélgica, Aldo A. Mola en Italia y Bideagian en Uruguay, importancia que seguramente tuvieron en todos los otros países mencionados.
En su artículo sobre los masones españoles, Benimelli postula tres etapas de anticlericalismo en la España contemporánea, al que se asocia un laicismo de izquierda que buscaba el fin de los privilegios del monopolio de la Iglesia católica sobre la sociedad.
En “La laicización en perspectiva comparada”, D. Menozzi emplea dos categorías de análisis: umbrales de laicización y etapas de la odernidad religiosa y señala los elementos históricos y empíricos, así como las diferencias entre Europa y América Latina. El umbral de la laicización se esboza en Europa a finales del siglo XVIII y a principios del XIX, con su paradigma formal en los acuerdos jurídicos del gobierno napoleónico con las religiones existentes en la “gran nación”. En cambio, en América Latina el desarrollo de la modernidad se encaminaría a partir de la década de 1880, cuando la hegemonía liberal llevó a la construcción de nuevos estados. En América Latina el proceso quedó anclado precisamente en el momento en el que el segundo umbral de laicización comenzó a producir efectos en Europa.
Propone examinar una época a la que dice poder llamar “el cuarto periodo”, en el cual después del segundo umbral de laicización y antes de la fase de recomposición que atravesó la Europa católica desde finales de la gran guerra hasta la década de 1950, periodo que presenta analogías con la segunda etapa de la “modernidad religiosa de America Latina” de Mallimaci.
El apartado de la recomposición de lo religioso empieza con el artículo de Jean-Pierre Bastien, quien señala en primer lugar la unidad de la región Latinoamericana, ante todo por tener el catolicismo como religión común y matriz cultural, agregando que las fuentes de cambio social y cultural se encuentran en la sociedad civil en el plano religioso. Encuentra un modelo fundamental en la administración de lo religioso que podría definirse como un conjunto integral de ritos y de creencias ordenadas en relación con las representaciones marianas, regulado y administrado a escala nacional e internacional a través de conferencias episcopales.
Esta realidad se ha enfrentado desde hace tres décadas a una desregulación institucional porque la Iglesia católica ya no logra imponer sus prácticas religiosas como lo había hecho en los últimos cinco siglos.
Para Bastien no hay un repliegue de lo religioso, sino su recomposición, caracterizada por dos rasgos: la lógica del mercado y la relación de lo religioso con lo político. El primero remite a la pluralización y a la privatización de lo religioso, ahora opcional, el segundo a la creación de actores colectivos corporativos y a la articulación de lo religioso con el espacio público.
Encuentra que hubo un desfase y una tensión entre la modernidad de las referencias políticas y la estabilidad de la relación con el catolicismo, lo que condujo a dos rupturas de una situación de monopolio: la ruptura “desde arriba” impuesta en el siglo XIX mediante la adopción de constituciones liberales que no afectaron al “campo religioso”, mientras la “ruptura desde abajo” llegó hasta los años cincuenta con la desregulación progresiva, y después generalizada del campo religioso mediante la movilización de los sectores sociales más humildes y desprotegidos en los planos culturales y económicos en torno a los dirigentes religiosos dotados de carisma, lo que se muestra en la proliferación de nuevos movimientos religiosos de orígenes diversos: pentecostalismos, sectas paracristianas y orientales, etc.
En algunos casos hubo un fuerte regreso del catolicismo como actor político. La nación populista, orgánica, fragmentaria étnica sigue oponiéndose al modelo de nación cívica, voluntaria, contractual electiva, inscrita en las constituciones más liberales. Aparte del marco jurídico secularizador, las prácticas sociales y políticas no están secularizadas. El poder de los símbolos religiosos no ha disminuido y el orden moral sigue siendo en general dictado por imperativos religiosos.
En el apartado de recomposición de lo religioso participan Sylvie Pédron-Colombani con “Pentecostalismo y transformación religiosa en Guatemala”, Marion Aubrée con “Sectas y transformación religiosa en Brasil”, Roland Campiche con “El nuevo repliegue de la religión en un contorno pluralista”, y Ana María Bidegain con “Preguntas en torno a la recomposición religiosa”.
Pédron-Colombani afirma que desde hace algunas décadas, y después de cinco siglos de monopolio católico, Guatemala vive una transformación religiosa: decenas de asociaciones confesionales proliferan a lo largo del país: testigos de Jehová, mormones, adventistas del Séptimo Día y una mayoría aplastante de comunidades evangélicas. Se supone que 25 o 30 por ciento de la población total son protestantes, el mayor número de adeptos a este credo en América Latina, siendo los pentecostales quienes conforman la mayor cantidad.
Pédron-Colombani hace un resumen histórico de la aparición de protestantismo en Guatemala y señala el papel que jugó éste en el temblor de 1976, con los numerosos grupos protestantes que proporcionaron ayuda económica. En ese mismo año entraron a la política dirigentes protestantes: en 1979 el general Ríos Mont se convirtió al protestantismo, y posteriormente, por medio de un golpe de Estado, se instaló a la cabeza del gobierno para convertirse en el primer presidente evangélico de Guatemala, perpetrando durante su gobierno el conocido genocidio entre la población indígena. Entre 1991 y 1993 Guatemala volvió a ser gobernada por otro pentecostalista, elegido esta vez por sufragio universal. Desde entonces la Iglesia católica y los protestantes libran verdaderas batallas con el propósito de obtener mayor peso e influencia. Las conversiones han llevado a una transformación en los valores morales y una conducta distinta de los demás miembros de la sociedad guatemalteca. Los nuevos actores colectivos son portadores de un proyecto de vida y de sociedad compleja constituida tanto de rupturas como de continuidades. Los convertidos y los pastores interpretan la conversión como una regeneración, un nuevo punto de partida, además de que la religión pentecostal tiene un carácter exclusivo. Se observa también el resurgimiento de movimientos tradicionales anclados en un territorio y en un pasado indígena, portadores de otra vía de identificación.
En relación con Brasil, Marion Aubree nos dice que este país comparte con el resto de América Latina la hegemonía del catolicismo, aunque también existían formas diversificadas de relacionarse con la divinidad, así como las religiones “marginales” afrobrasileñas, amerindias y el espiritismo kardeciano.
Durante los últimos cincuenta años el movimiento de la teología de la liberación tuvo mucho éxito en Brasil entre las poblaciones rurales y urbanas menos favorecidas, sobre todo con la presencia de Helder Camara. Pero también entre 1960 y 1970 hubo una fuerte expansión del pentecostalismo en sus distintas variantes, que pueden ser integradas a un nuevo tipo de secularización.
Durante el periodo que va de 1965 a 1985 aparecen dos formas elaboradas del cristianismo: por un lado las marcadas por una construcción de la persona resultante de dinámicas y rupturas propias de las tradiciones socioculturales católicas, y tradiciones evangélicas por el otro. Posteriormente, de 1980 a 1990 se difunden los llamados nuevos movimientos evangélicos “pentecostales”, mientras de parte del sustrato católico floreció la llamada renovación carismática y la teología de la liberación. Aubree encuentra también que la nueva dimensión pragmática que impregna las solicitudes hechas por los fieles, y dispuestas a través de la teología de la prosperidad parecen dejar atrás las aspiraciones de orden espiritual en beneficio de una dimensión que vuelve a investir al presente más mundano; y que además el “linaje creyente” en Brasil era resultado de un sustrato cultural donde lo comunitario tenía importancia fundamental, se está diluyendo gracias al pentecostalismo a través de lo que algunos llaman ”ensamblaje espiritual”, es decir, una de las formas exacerbadas del individualismo contemporáneo.
Juan Matas hace una relación de los acontecimientos sociopolíticos religiosos que tuvieron lugar en Chile alrededor de 1960, cuando una parte significativa de la juventud, tanto de la clase obrera como de los intelectuales, se radicaliza y la teología de la liberación se difunde entre una sección de la Iglesia católica. Cuando en 1970 llegó al poder la Unidad Popular, hubo una polarización del espacio político en relación con la Iglesia: tanto la jerarquía católica como la sociedad estaban divididas en un sector conservador y uno progresista, y la vieja lucha interna entre estos dos sectores se intensificó. Con la caída del gobierno de Allende y la política represiva de Pinochet se produjo un exilio de militantes, entre ellos partidarios de la teología de liberación, especialmente los cristianos por el socialismo.
Roland J. Campiche, en “El nuevo despliegue de la religión en un contexto pluralista”, hace notar que entre 1980 y 1990 se impuso la idea de la “recomposición religiosa”, proceso de reconstrucción de las representaciones religiosas que atañen a la vez al contenido y a la forma en el interior de una sociedad dada, expresión que permite comprender la secularización no en términos de pérdida sino de cambio, incluso de transformación religiosa, que permitió la comparación y un diálogo entre Europa y América Latina.
Esta recomposición de la religión en la modernidad tardía no escapa a las distintas formas y agentes de regulación, particularmente del Estado, que sigue siendo el principal agente de regulación y establece, por ejemplo, lo que es “religiosamente correcto”. Termina con algunas consideraciones sobre la paradoja que caracteriza a la religión en la modernidad tardía, a saber: el movimiento paralelo de interiorización de la religión y de la socialización del fenómeno, concluyendo que la modernidad religiosa en la latinidad se despliega en el sentido de la pluralización y de manera diferenciada en lo relativo a la formación de los factores religiosos y de su relación con la sociedad. En una Europa marcada por la privatización y la desinstitucionalización religiosa, la religión aparece más como un receptáculo de memoria o como un fondo simbólico, eventualmente modificable en términos individuales.
Ante la afirmación, durante la década de 1960, de la muerte de la religión —y posteriormente del regreso de la religión— es posible plantear la hipótesis de que en la actualidad se asiste a un doble movimiento con respecto a la religión y su papel social. Tres autores escriben acerca de la religión y los jóvenes en Europa: Ives Bizeut, Antoine Deleustre y Javier Elzo.
Bizeut dice que es inexacto hablar de un abandono de la religión o que se haya “rebasado” lo religioso y lo sagrado, que debería hablarse más bien de una recomposición en la que no sólo existe el cristianismo; esto no quiere decir que dicho credo va a desaparecer, sino que ha perdido el monopolio de sentido. Se refiere a procesos de individuación propios de la modernidad, que conducen primordialmente a una recomposición de los grupos sociales que definitivamente afectan las culturas de los jóvenes y las relaciones que tienen éstos con la religión.
Describe las nuevas formas de “sociabilidad” de los jóvenes de la “alta modernidad”, y se plantea si en la actualidad estamos ante una nueva secularización, un abandono de la religión por parte de los jóvenes o el universo cultural conformado por el cristianismo.
De acuerdo con un análisis de las seis funciones principales que cumple la religión, el sociólogo y ético suizo Kauffman piensa que se podría hablar de un proceso de secularización. La mayoría de los jóvenes se muestran extremadamente críticos y alérgicos en relación con las “tentaciones conductistas” de “algunas iglesias”. Y concluye que la mayoría de los jóvenes “hijos de la libertad” (término tomado de Beck y Wilkinson) no son hostiles al fenómeno religioso, pero rechazan la influencia de las grandes organizaciones religiosas.
Por su parte, en un estudio sobre la actitud de los jóvenes hacia la religión en Nancy, Francia, Deleustre concluye que continúa la desaparición de lo católico entre los jóvenes del medio estudiantil, pero aparece un fortalecimiento del “grupo compacto” de creyentes y/o practicantes. La vida religiosa no se extingue, pero tampoco encuentra eco en la Iglesia, los jóvenes vuelven la mirada hacia un mercado de creencias, y descubren en éste todo lo que necesitan.
De acuerdo con Jesús Elzo la relación de los jóvenes hacia la Iglesia católica en España disminuye. La mayor parte de los jóvenes se dicen católicos, pero con diferentes actitudes frente a la Iglesia y hay poca o nula asistencia a la Iglesia; por ejemplo, la práctica semanal de ir a misa se convierte en residual, así como la práctica religiosa del matrimonio también disminuyen mientras aumentan las uniones libres. Los jóvenes de derecha dicen creer en Dios, no así los de izquierda.
En el tercer apartado, sobre el establecimiento de redes, tres autores dedican sus textos a la teología de la liberación. André Corten hace una breve reseña histórica de los movimientos católicos progresistas, sobre todo el de la teología de la liberación —la cual a principios de los sesentas se desarrolló como una teoría antimarxista, pero a partir de 1969 empezó a ser vista como un eslabón de filtración marxista— destacando su pretensión de fundar un análisis sobre las ciencias sociales, reconociéndolas como disciplinas casi exactas. Sugiere que hubo dos ejes que determinaron la concepción de la sociología en los medios católicos latinoamericanos: la Federación de Centros de Investigaciones Socio-Religiosas impulsado por Francois Houtart, y el Colegio para América Latina abierto en Lovaina en 1953; fue creado por los obispos belgas para establecer relaciones con sacerdotes de América Latina, entre los cuales destaca Gustavo Gutiérrez, peruano, autor de la primera obra básica sobre la teología de la liberación y condiscípulo de Camilo Torres en Lovaina.
Señala cómo el uso de un lenguaje político, organizado en torno al término “pueblo”, pasó a otro en torno al término “pobre”, y que en 1968 se inscribe el término “pobreza” como uno de los títulos de Medellín, quedando definitivamente abandonada la “Iglesia popular” a cambio de la fórmula “opción por los pobres”.
Después de un auge en 1979, la teología de la liberación pasó a la defensiva, pues de manera paulatina la Iglesia progresista latinoamericana fue desmantelada mediante el reemplazo progresivo y sistemático por obispos conservadores. Mas a pesar del aparente ocaso de la teología de la liberación ésta sigue presente en Centroamérica, y se puede decir que en todos lados gracias a su marco ético—, que constituye uno de los polos del modernismo ante el clientelismo tradicional y ante el pragmatismo que representa la entrada de los evangélicos ante la política.
Pierre Sauvage también proporciona antecedentes acerca de la teología de la liberación, pero enfatiza las relaciones y las redes creadas entre Bélgica y los países latinoamericanos, describiendo las instituciones más importantes donde se establecieron tales vínculos, para concluir que “desde el punto de vista de la historia de las ideas, podemos decir que la recepción del concepto de ‘liberación’ permitió a algunos cristianos católicos belgas hacer una ‘lectura progresista’ de su compromiso de fe a partir de las fuentes tradicionales de la Iglesia. No se ha tratado de una simple repetición de lo que sucedía en
América Latina, sino de una suerte de inculturación europea de las prácticas de fe provenientes de países que hasta entonces se habían conservado como tierras de misión”. En ello coincide con Matas, quien habla específicamente de las relaciones que se establecieron entre los refugiados chilenos y los belgas al inaugurarse una nueva fase en la cual las redes latinoamericanas tuvieron mayor fuerza que en el pasado, aunque ya existían de manera previa. El impacto que tuvo en los europeos la teología de la liberación fue real.
Ante el ataque de la Iglesia ortodoxa de Roma, la corriente de la teología de la liberación ha tenido la necesidad de definir y actualizar una estrategia de supervivencia, ampliando su campo al incluir a las minorías étnicas, las reivindicaciones feministas y la sensibilidad ecologista. En este sentido, las redes han ayudado a conformar un mejor conocimiento recíproco de los participantes, definiendo acciones conjuntas.
En la conclusión final, “La revaloración de la secularización mediante la perspectiva comparada, Europa-América Latina”, Olivier Tschaunnen intenta aclarar lo que se entiende por “teoría de la secularización” según los aportes de varios investigadores durante la década de 1960, y llega a la conclusión de que “secularización” es una especie de corpus conceptual consensual, pero no constituye una teoría sino un paradigma, y para ello presenta siete elementos que considera esenciales: 1) noción de racionalización; 2) mundanización, o más énfasis en las preocupaciones materiales; 3) diferenciación, o sea que las diferentes esferas de la vida social se especializan: política, economía, religión, educación, etcétera; 4) pluralización de la oferta religiosa en un mercado de regularización; 5) privatización, o sea que la religión abandera la esfera pública y se convierte en un asunto de elección o de preferencia; 6) generalización, y 7) disminución de la práctica y de la creencia. Con base en estos elementos analiza los tres grandes temas que le parecieron más significativos dentro de los trabajos presentados en el coloquio:
1) La interpretación del pentecostalismo.
2) Regulación de la religión, especialmente a través del grado de intervención de los estados nacionales en esta regulación y de la influencia de las ideologías políticas en las ideas y prácticas religiosas.
3) La evolución de las creencias y prácticas de los jóvenes europeos.
Acerca del primer tema, sobre el pentecostalismo en Europa y América Latina, se pregunta si no se está ante la fusión de dos lógicas: la modernidad que promueven las elites, cercanas al protestantismo no tradicional, y la supermodernidad que sostienen las masas cercanas al pentecostalismo y que constituye un movimiento trasnacional.
Para analizar el segundo tema de la regulación de la religión —que piensa fue el que se abordó de manera más sistemática y masiva y con el mismo énfasis en ambos lados del Atlántico—, así como el resurgimiento de las religiones públicas en el mundo actual, plantea que la religión pública puede existir en diferentes ámbitos del orden social: en el estatal, en el de la sociedad política y en el de la sociedad civil (cabe aclara que para analizar dicho segundo se basó en la tesis desarrollada por J. Casanova en su libro Public Religions in the Modern World).
El tercer tema, sobre las creencias y prácticas de los jóvenes europeos, lo lleva a señalar que los jóvenes se encuentran con un tipo de religiosidad que valora la autenticidad y la sinceridad individual; que la religión funciona como un recurso que les permite, mediante los “grandes relatos personales”, suplir tanto la ausencia de integración social como el fracaso de los grandes relatos colectivos. Plantea la utilidad heurística del concepto de secularización al proponer la reconstrucción “modular” de dicho concepto, para lo cual construye el tipo ideal de una sociedad totalmente secularizada, donde la religión sería un asunto privado y el Estado laico no se inmiscuye de ninguna manera en las prácticas religiosas. La esfera pública funciona a partir de una racionalidad instrumental perfectamente coherente. Por otro lado, la práctica y las creencias religiosas son un asunto residual que sólo interesa a una minoría de personas, pues la mayor parte de la población se concentra en cuestiones mundanas. Dentro de este modelo ideal al que se acerca Europa occidental habría variables en América Latina, y grandes transformaciones sociopolíticas y religiosas muestran que hay una multitud de configuraciones posibles entre Estado y religión, política y religión, mercado y religión, las cuales presentan variables a las que denomina “secularización de la esfera pública”, poniendo como ejemplo el norte de Estados Unidos; “secularización de la esfera pública” acompañada de una fuerte comunitarización religiosa —para lo cual utiliza como ejemplo el sur de Estados Unidos; y secularización de la esfera pública” acompañada de una religiosidad comunitarizadamundanizada, caso que ilustra con el ejemplo de Costa de Marfil; la “secularización parcial de la esfera pública” tal como tiene lugar en América Latina; y “la secularización parcial de la esfera pública acompañada de una fuerte comunitarización religiosa algunas veces de tipo mundano”. Sin embargo, se pregunta si vale la pena hablar de secularización en este último caso y responde afirmativamente, pues el concepto permite diferenciar entre una América Latina bajo hegemonía católica y la nueva América Latina atravesada por fuerzas pluralistas y pentecostales, y añade que el concepto permite medir de manera precisa lo que faltaría para hablar de secularización en el sentido más amplio del término.
Encuentra que una diferencia fundamental entre Europa y América Latina sería la debilidad de la laicidad, y que un rasgo común sería el avance del pluralismo religioso y la necesidad que tiene el Estado de fungir como organizador de las reglas del juego, e incluso como árbitro entre las ofertas religiosas que compiten entre sí, y en la creciente fragmentación social y cultural en ambas sociedades.
Concluye en primer lugar que la fuerte irrupción de las religiones en el ámbito público demuestra que 1) la privatización no es necesariamente un correlato de la modernización; 2) que la racionalización no logra “afianzarse” en el ámbito popular: se ha restringido a las elites, sobre todo en el siglo XIX en América Latina, como lo demuestra el auge del pentecostalismo; 3) que la religión permite apelar a un “yo” que no es de naturaleza social, lo cual prohíbe cualquier enfoque reduccionista de la religión y, por tanto, cualquier enfoque que predijera el fin de la religión una vez que se hubiera eliminado sus funciones de compensación social, como se muestra en el caso de los estudios sobre jóvenes europeos.
Sobre la autora
Yolotl González Torres
Dirección de Etnología y Antropología Social- INAH.