A partir de la identificación y análisis de las regularidades significativas de la dimensión territorial y espacial de las comunidades yaquis, me interesa mostrar cómo al entrar en combinación con los movimientos propios del rito, el espacio constituye un texto que además de mostrar una determinada ocupación, establece patrones rítmicos —regulares y repetitivos— particulares a esa cultura. En este sentido, considero la dimensión espacial inseparable de la temporal; ambas serán concebidas como distintas únicamente desde una perspectiva técnica. De hecho, se trata de una relación bipolar representativa de un principio rítmico particular.
La vida ritual que se desarrolla en un espacio así conformado, pone de manifiesto la dimensión significativa del paisaje a partir de la ocupación del mismo. Dicha ocupación, que se consuma por medio del movimiento de los actores rituales, no es en absoluto continua, se trata por el contrario de un pronunciamiento, en el sentido fuerte del término, que marca el principio y el fin de cada acontecimiento sagrado. La repetición pautada del movimiento, característica del rito, concierta así el ritmo singular del evento cultural que nos ocupa.
Este acercamiento al polo espacial, consiste en la lectura de los marcadores espaciales donde tiene lugar la vida comunitaria, constituidos concéntricamente por el territorio, los ocho pueblos, el poblado, el tebat o patio, la iglesia y el altar; así como las nociones asociadas, siendo las más importantes la distinción este-oeste (arriba/abajo) y aquélla que distingue el centro de la periferia (adentro/afuera), ambos pares de categorías modelados por la actividad ritual.
Construcción del espacio
Este proceso abarca, en efecto, dos dimensiones: la primera, que desarrollaré de forma sintética, se refiere a los mecanismos históricos con base en los cuales se construyó el signo metonímico, por excelencia de la etnia: el territorio. Se trata pues, de una fabricación del territorio, en el sentido en que éste no es sólo un dato preexistente en la historia yaqui sino más bien un producto, es decir, el resultado de un esfuerzo consciente por obtener y conservar el referente identitario más importante de este pueblo. Es decir, la lucha por el territorio reviste una importancia central en la medida en que este núcleo identitario de los pueblos yaquis, tal como lo prueban investigaciones etnohistóricas y etnológicas idóneas,1 es el permanente estado de contienda en lo concerniente a la posesión y delimitación de su territorio. En otras palabras, la historia de la tribu yaqui es la historia de la disputa por su tierra.2
Así concebido, se trata pues de un conjunto de representaciones, un ejemplo de lo que Bourdieu3 designa como la lucha por las clasificaciones, es decir, de qué manera la sociedad yaqui ha llegado a ocupar un espacio, tanto físico como expresivo, en el contexto de la realidad nacional contemporánea. Identifico tres momentos de este proceso: el primero (1525-1767), producto de los primeros encuentros frente a las expediciones militares y la permanencia de la misión jesuita, termina justamente el año en que Carlos III decretó el extrañamiento a la Compañía de Jesús. En este periodo tiene lugar el proceso fundador de la misión y del agrupamiento alrededor de los ocho pueblos.
El hito representado por esta fecha marca el inicio del segundo momento (1767-1936), que abarca desde la presencia de la orden franciscana y el inicio de la Guerra del Yaqui, hasta la publicación de los decretos presidenciales que restituyen parte de su territorio tradicional al pueblo yaqui. Este período es de importancia crucial en la conformación del espíritu identitario y marca los rasgos más importantes de su carácter.
El tercer momento (1937 a la fecha) corresponde a la etapa de relativa estabilidad alcanzada a partir de la ocupación de parte de su territorio tradicional, reintegración de los ocho pueblos —con la fundación de dos nuevos pueblos cabecera— y el restablecimiento de una organización social y ritual.4 No han faltado las etapas críticas en la lucha por la tierra tales como en 1976 y, mas recientemente, el restablecimiento del límite sudoeste y las movilizaciones por el control del recurso acuífero (1996-1998).
El segundo eje, que constituye propiamente el objeto de este artículo, está constituido por un examen sincrónico, cuyo fin es la identificación de los principios de la sintaxis del espacio donde se desarrolla la vida cotidiana y la ritual. Considero que el territorio así evocado y como producto de fuerzas que aún operan, está lejos de ser un espacio virgen, indiferenciado o neutral, sólo útil como escenario para la acción social o como contenedor de la vida social y cultural.5 Por el contrario, se trata siempre de un espacio valorizado tanto instrumentalmente —desde el punto de vista ecológico, económico o geopolítico— como bajo la perspectiva cultural que me interesa conocer: el ángulo simbólico – expresivo del espacio.
Límites simbólicos
En tanto que todo límite, geográfico o no, posee una dimensión simbólica de representación objetual, lo que me interesa identificar aquí son, sobre todo, cuáles son los marcadores que operan como señalizaciones, como fronteras del signo por contigüidad de la etnia: su territorio tribal.6
Me apoyo en la afirmación de que el territorio es uno de los elementos constitutivos del estado – nación, y también es el signo por antonomasia de la comunidad, de donde deriva su carácter sagrado y su inviolabilidad – so pena de sacrilegio- por parte de cualquier invasor. La referencia acerca del primer encuentro entre yaquis y españoles, basada en la crónica de Pérez de Ribas (1992), es ahora, por la reiteración de que ha sido objeto y el tono en que se cita, una figura mítica en palabras del etnógrafo:
El español pasa el Río Mayo el martes 30 de septiembre (de 1533) en busca del Yaqui y el 4 de octubre llega a su margen izquierda y el 5 la cruza, arribando a un pueblo deshabitado cuyo nombre se desconoce; de aquí sigue el curso del río, aguas abajo y descubre un grupo de yaquis que le sale al encuentro arrojando al viento puñados de tierra, templando los arcos y haciendo señas para que se devuelvan. Son guerreros. En la vanguardia de los indios va su jefe ataviado con fastuoso penacho de plumas multicolores y concha perla; en la espalda lleva una piel de zorra también con plumas, en la cintura un taparrabo de tela de algodón y en los pies huaraches. Frente a frente los dos ejércitos, se adelanta el capitán indio en actitud arrogante y con su arco traza una línea larga en el suelo, hinca luego las rodillas y besa reverente la tierra de sus mayores; después se yergue en forma altiva y con el brazo derecho extendido invita a los castellanos a que se regresen por el camino por donde vinieron, porque de no hacerlo y si cruzan la raya, esto significa la invasión de su patria y la guerra, por lo que serán muertos sin piedad.7
Esta evocación de ninguna manera ha perdido su fuerza, tras siglos de conflicto armado, genocidio y diáspora, el alejamiento del lugar de origen no ha significado para los yaquis desterrados y esclavizados pérdida cultural ni “desterritorialización” de su cultura. Por el contrario, el testimonio de hijos de yaquis enviados como esclavos a las plantaciones henequeneras de Yucatán durante el Porfiriato, confirma que el viaje de retorno no es más que un periplo:
Yo nací en Yucatán pero me quise venir a la tierra. Como no tenía dinero me vine a pie. Toda la gente que conocí en el camino me ayudó, me daban de comer y hasta para algunos pasajes. Todos me trataron bien, hasta que llegué a Sonora, aquí ya nadie me ayudó, cuando les decía que era de la tribu [yaqui], me hacían mala cara.8
Y así como los migrantes hacen en su lugar de destino una reterritorialización simbólica de la cultura de origen y también un esfuerzo por recuperar y reconstruir in situ los geosímbolos de la tierra natal, al reencontrarse con su territorio, los yaquis que durante el Porfiriato fueron deportados y vendidos como esclavos en Yucatán, Quintana Roo y Tlaxcala procedieron en sentido inverso: reconstruyeron en su territorio ancestral los nuevos barrios, geosímbolos de su destierro, tal como lo recuerdan los barrios Merideños y Tlaxcala en Pótam. Los que lograban huir del genocidio se refugiaron en Arizona, Estados Unidos, donde hasta la fecha residen sus descendientes en los poblados de Pascua, Guadalupe y Barrio Libre. A pesar de su extraterritorialidad, salta a la vista el hecho de que se considera a los yaquis residentes en Arizona como auténticos yoemem,9 quienes refrendan periódicamente sus lazos comunitarios sagrados y de parentesco ritual, en las visitas que realizan a las comunidades sonorenses en ocasiones rituales.
Tradicionalmente el grupo yaqui ocupaba una larga faja costera y de valle al sudeste del actual estado de Sonora, que abarcaba desde la ribera sur del río Yaqui hasta el cerro Tetakawi, al norte de la actual ciudad de Guaymas. Con la sedentarización del grupo bajo el control de las misiones jesuitas, la población se concentró en ocho poblados situados de sudeste a noroeste a lo largo del Valle del Yaqui, los cuales han constituido la base organizativa y territorial del grupo.
El conjunto del territorio aparece compuesto por tres zonas diferenciadas, que tienen como soporte características geofísicas particulares: un área serrana, la sierra del Bacatete; una zona costera que comprende poblados pesqueros como Las Guásimas, Bahía de Lobos y Los Algodones, y el valle en donde se localizan las tierras irrigadas, los ocho pueblos cabecera y más de cincuenta rancherías.
Cada uno de estos marcadores geográficos está rodeado por campos de significados que encontramos en los mitos y en las referencias del lenguaje posicional y vestimentario presente en los rituales. Enseguida describiré cada una de las tres zonas diferenciadas para, posteriormente, analizar su relación y en consecuencia, el sentido que de esto deriva.
La sierra kawi o júuya como también se le llama en el lenguaje coloquial, está asociada al concepto más complejo de pocho’oria, el cual se traduce literalmente como el monte. Esta región comprende la sierra del Bacatete cuya etimología refleja en gran medida su carácter: “donde está la gente”. Históricamente constituyó el refugio y base de operaciones de los rebeldes yaquis, así como el escenario de algunos de los episodios más cruentos de la guerra. La sierra constituye el soporte del discurso mítico sobre el territorio y sobre la guerra misma, aún en la actualidad. En tiempo de las guerras se le identificaba como hogar de los yaquis broncos, por oposición a los mansos, en ese entonces, habitantes de los pueplum.
En las cuevas de la sierra del Bacatete, aquellos que se inician como pascolas y músicos reciben en sueños la visita del chivato. Los vaqueros se reúnen en las noches de vigilia alrededor de la fogata para conversar sobre el choni, y si hay fortuna, poder encontrarse con él y así gozar de su poder.10
Debe entenderse entonces que las fronteras no son líneas de demarcación absolutas, sino objeto de continua definición. Si la sierra kawi, se extiende al oriente, perdiéndose en la sierra de Chihuahua, el último punto de ocupación fija, la subida a la sierra, lo constituye el pueblo cabecera de Loma de Bácum. Al poniente ocurre algo similar, el océano, báawe no implica el margen del territorio yaqui, de alguna manera también les pertenece ya que en él habitan, según los mitos, una parte de aquellos antepasados diminutos de los yaquis, los surem, que no quisieron resignarse al destino de evangelización que les pronosticara el árbol parlante, al contrario, huyeron de él y tomaron la forma de ballenas y animales marinos que aún pueblan el Mar de Cortés. Los que se refugiaron en la sierra se convirtieron principalmente en hormigas y en los animalitos del monte: ciempiés, alacrán, lagartija.
El punto que conecta estos dos ámbitos es Bácum, por ser el pueblo cabecera más cercano al camino de terracería que comunica con la sierra y al mismo tiempo la conexión con el mundo marino. Bácum, del yaqui bajkom significa literalmente “hasta donde llega el agua” y ahí se encuentra la laguna del mismo nombre, hogar mítico del héroe cultural yaqui Bóbok, el sapo.11
Desde 1937, tanto el pueblo de Bácum como la laguna dejaron de ser oficialmente tierra yaqui, lo que dio pie a la fundación del pueblo cabecera alterno Loma de Bácum, sede de la festividad más importante de todo el año: la Virgen del Camino. En esta fecha tiene lugar el recorrido en dirección norte a sur de más de quince tropas de matachines, que toman posesión del territorio y con su trabajo ritual tekia, lo sacralizan. Al llegar a la Loma, entre el 2 y el 7 de julio de cada año, los Soldados de la Virgen bailan juntos para despedir a las más altas autoridades tradicionales en su ascenso a las cuevas del Buatachive; sacan de allí y luego depositan en una cueva la imagen de las tres virgencitas, que salen de su encierro para visitar la iglesia durante las fiestas.
Desde su fundación en 1617 por los jesuitas, Bácum ha sido considerado un centro sagrado, allí nació el líder guerrillero Cajeme y en la iglesia consagrada a Santa Rosalía fueron asesinados 120 prisioneros que habían ido a solicitar la paz, el 18 de febrero de 1868. El edificio de la iglesia fue incendiado con los cadáveres adentro.
Entre la sierra y la costa, el este y el oeste, se sitúan los ocho pueblos tradicionales yaquis. De manera que el oriente es “de donde todo viene”, así como el punto solar más alto que señala el arranque de los contis o procesiones en sentido circular antihorario, realizados en todas las celebraciones colectivas del año ritual. Y el oeste, tal como la ubicación de los campos santos confirma, se asocia con la muerte y es la morada de la serpiente kurues que devora la carne de los muertos sospechosos de incesto; entonces lo que ocurre entre una cosa y otra, entre el este y el oeste, entre la salida y puesta del sol, es la vida en los pueblos, pueplum.12
Los pueblos son escenario de los ritos de paso vitales y de las bendiciones y promesas que los yoemem hacen frente al teopo ya’ura, literalmente la autoridad de la iglesia, en el espacio publico, tanto en la temporada cuaresmal como en el tiempo ordinario. En el conti vo’o o camino de la cruz de cada pueblo tienen lugar las procesiones que marcan los tiempos significativos del año ritual, el conjunto de procesiones en sentido antihorario a lo largo de todo el año, y el recorrido en dirección inversa que marca el punto de retorno del ciclo, el recorrido del Judas o Malhumor el Sábado de Gloria.
Los ocho pueblos tradicionales mantienen, cada uno, una organización espacial que varía únicamente en función de la densidad de la población y de la proporción de habitantes mestizos avecindados. Los ocho pueblos cuentan prácticamente con los mismos límites: al oeste el mar, al este la carretera y más allá de ella la sierra kawi; al sur de Loma de Guamúchil y al norte de Huírivis, el circundante universo mestizo. Al mismo tiempo, para la mayoría de los yoemem, el espacio territorial se representa dividido en dos bloques, al sudeste Tórim, Loma de Guamúchil y Loma de Bácum de alguna manera encabezados por Vícam; al norte Ráhum, Huirivis y Belem por Pótam.
El centro político del grupo, por ser el lugar de encuentro de las autoridades tradicionales de los ocho pueblos es ahora Vícam Pueblo. Como un ejemplo más en el proceso de lucha por las clasificaciones, los yoemem decidieron desprender la sede de su gobierno tradicional de Vícam Estación hacia Vícam Pueblo, en virtud de que desde los años veinte, con el paso de la vía férrea, en el primero de estos poblados habitan más yoris que yaquis. Con sólo recorrer cinco kilómetros de camino, se aprecia la enorme distancia entre Vícam Estación (lugar de mercado, centro administrativo, sede de los poderes federales representados por el ejército), frente a la economía de recursos de Vícam Pueblo, cuyo tebat apenas contiene la iglesia con sus cruces y el sencillo recinto de la guardia tradicional. El contraste entre ambos poblados opone un conjunto saturado frente a un conjunto discreto empero, significativo.13
La expresión gráfica de esta perspectiva permite identificar así, las fronteras del territorio que, en un momento dado, coinciden con las de la etnia. En el continuo proceso de definición del que son objeto, se distinguen dos polos: aquél que se refiere al lindero externo a la etnia, es decir, la línea frente a los vecinos, los mexicanos o miembros de la otra república. Se trata de una frontera interétnica que corresponde en mayor medida al norte y sur de la región, que ha sido objeto de lucha no sólo en el plano de las clasificaciones —preferentemente expresivo— sino en un proceso efectivo de carácter instrumental, que transporta la lucha al terreno de lo jurídico – político. El mar y sus recursos, así como los terrenos serranos, son objeto de batallas legales y políticas, ya que fue hasta la década de los años setenta que se conquistó el acceso exclusivo a los recursos marinos.
El otro polo lo constituyen los márgenes internos, que delimitan al valle frente a la sierra y la costa; el centro frente al este (arriba) y oeste (abajo); son también los que separan a los yoemem de sus antepasados históricos —los broncos de la sierra— y de sus antepasados míticos, los surem. Estos lindes son igualmente borrosos aunque menos negociables; para comunicarse con los pobladores del monte y del país de los surem, es necesario un esfuerzo expresivo: un ritual. El modelo espacial que presento a continuación resume de manera esquemática el conjunto de categorías pertinente (ver fig. 1).
Los ocho pueblos
En este ejemplo, los registros arquitectónicos en combinación con los marcadores naturales tienen relevancia como contexto de la vida ritual, y refieren una historia por demás pertinente: la de la sedentarización, urbanización y conversión de la población amerindia de la región a manos de los misioneros jesuitas. La percepción de Spicer en este sentido es contundente:
Cuando los jesuitas con tanto éxito impulsaron la construcción de pueblos, estaban introduciendo no sólo una nueva base material de la vida, sino también los cimientos de una nueva concepción del universo. Huya aniya pasó a ser una parte especializada de un todo mayor, en lugar del todo mismo. Sin embargo, huya aniya no fue reemplazado, como sin duda habrían deseado los jesuitas; se convirtió en el otro mundo, el mundo salvaje que circundaba los pueblos. Las casas estaban construidas en ordenamientos más o menos armoniosos en torno a la nueva y única iglesia y sus edificios anexos, como la vivienda y los corrales del misionero. Había mucho menos fusión con el ambiente.14
En esta perspectiva, la continuidad ordenada e ideal entre la actividad humana y el mundo natural, propia del universo precristiano de los yoemem huya aniya, adquirió su primer lindero significativo con la instalación del nuevo umbral entre el monte y los pueblos, el huya aniya y los pueplum. Frente al pasado continuo asegurado exclusivamente por el movimiento del cielo, único referente en la determinación de los puntos cardinales o de cualquiera otra referencia considerada como fija, el pueblo se estableció de inmediato como el nuevo centro del mundo y su asignación fue, en cierto modo, la garantía de rotación del universo alrededor de él.15
De acuerdo con los estudios etnohistóricos de Spicer, en el siglo XIX estaba difundida la creencia en la existencia de un documento perdido, pero que en algún momento debía aparecer, que los yaquis presentaron ante los mexicanos que se negaban a reconocer sus límites. Esta leyenda secular, el Canto de la Frontera,16 relatada también en el siglo XX, sufrió una sacralización estrechamente relacionada con la necesidad de defender la tierra contra las intrusiones de los mexicanos. Según esta nueva mitología, una vez definida la frontera sagrada — hecho que los yaquis ubican mucho antes de la llegada de los españoles—, los profetas yaquis volvieron su atención a la fundación de los ocho pueblos. Estos fueron fundados de este a oeste con los mismos nombres que tenían en el siglo XIX; en cada fundación un profeta yaqui realizó trabajo ceremonial tekipanoa en el sitio del pueblo, designando así el lugar como sagrado.
Según se cuenta, el nombre de cada lugar ya se conocía, pero en varios casos el sitio es comparado con un lugar de referencia bíblica y se indica un patrono o patrona del pueblo o de la iglesia.
Así, para tomarlos en el orden del mito de la Fundación de los Pueblos, Cócorit fue designado por José Ignacio Vailutey; Bácum por un profeta del Canto de la Frontera; Andrés Cusmes nombró patrona a Santa Rosalía e identificó el pueblo con el Edén, Tórim por Patricio Huilocolli, nombró patrono a San Ignacio; Vícam por Justo Liozo; Pótam por Juan José Sealey; Ráhum por Couguama que nombró patrono a San Manuel; Huírivis por Simon Yomomoli, y Belem por Cosme Ta’ajinkoi, quien nombró patrono a San Pedro.17
Lo que tenemos aquí es la sanción sagrada de la ubicación de los ocho pueblos en un mito que además de chocar con los hechos históricos que conocemos, los invierte. La fundación de los ocho pueblos, igual que el Canto de la Frontera, se ubica antes de la llegada de los misioneros, o de cualquier otro español, y se atribuye en cada caso a un profeta yaqui. La evidencia histórica indica que no había pueblo alguno antes de la llegada de los jesuitas y que todos los que se fundaron, fueron resultado del esfuerzo de los religiosos por persuadir a los yaquis de que concentraran sus viviendas en ocho lugares. Al afirmar que los fundadores fueron yaquis y que este evento fue anterior a la intervención foránea, el mito indica claramente una tendencia, propia del momento vivido entre los siglos XVIII y XIX, a la intensificación de la conciencia étnica. Es decir, los yaquis rechazan la idea de que los europeos hayan desempeñado algún papel en la formación de las instituciones bajo las cuales ya se acostumbraron a vivir.
De manera que los ocho pueblos son yaquis no sólo en el presente sino también en sus orígenes: fueron fundados por profetas yaquis y con ello obtuvieron la sanción divina para su creación, exactamente igual que para el territorio tribal. El uso de nombres cristianos para todos los profetas, junto con apellidos yaquis, no sugiere contradicción alguna, puesto que se rigen por la razón mítica.
Así, cada formación montañosa recibe su sanción: su nombre y carácter sagrado, a partir del mito. Los sobrenaturales fueron el origen de la delimitación de las fronteras, al atravesar todo el territorio de sureste a noroeste cantando himnos cristianos; algún tiempo después, los profetas yaquis, que se habrían reunido con los sobrenaturales, tuvieron visiones en ocho lugares diferentes: “Uno de ellos vio el jardín del Edén, ordenó fundar Potam, otro vio a Santa Rosalía lo que dio origen a Bácum, y fue igual para los ocho pueblos”.18
Como puede observarse, el recorrido en dirección sur a norte a través del territorio es una de las constantes de estos mitos, tal como lo prueba el mito representado gestualmente por los matachines yaquis quienes lo repiten cada año en la fiesta de la Virgen del Camino, pero en dirección contraria. El mito constituye en sí mismo un texto, entendido como una multiplicidad de códigos de naturaleza diversa, una especie de proclama dictada en lenguaje situacional, a la vez que un acto efectivo de toma de posesión.
El último relato de esta geografía sagrada, es el que Fabila tituló “Leyenda yaqui de las predicciones”, en el que uno de sus códigos registra el origen de los propios yaquis. Esta interpretación va más allá del origen de las elevaciones y montañas del Bacatete que como resultado de una lectura superficial se podría suponer.19 La leyenda citada, de cuyas diferentes versiones publicadas me permito presentar un resumen, refiere que:
En tiempos de los surem el suelo estaba siendo asolado por una enorme serpiente que apareció desde el norte. Los yaquis se prepararon militarmente para atacarla pero sus flechas no hacían mella en el caparazón escamoso del animal y fueron vencidos. En esta situación, los jefes yaquis, encabezados por uno de nombre Vía Láctea decidieron pedir auxilio al mago Chapulín Guóchimea, designando como mensajera a Golondrina. Mientras los guerreros esperaban a la golondrina, el mago llegó de un solo salto hasta donde se encontraban los generales nombrados como Vía Láctea, Nieve y el Chiquihuite, después de un baño vegetal, se sentó arriba de un árbol a esperar el paso de la serpiente. Al paso del reptil gigante, el saltamontes la decapita con sus espolones hasta que la cabeza ya desprendida del cuerpo llega rodando al punto conocido como Boca Abierta, donde habla con el jefe Yazicue: “yo no pude exterminar al yaqui, porque fui vencido por el mago chapulín, mi propósito era reinar entre las tribus de Sonora, pero como me derrotaron, te advierto e invito a que se cuiden mucho porque pasando los años vendrán del Oriente y del Sur unos hombres blancos que vomitan fuego. Si quieren salir avante en la lucha, quítenles sus propios medios ofensivos y combátanlos sin miedo y descanso; de lo contrario serán esclavizados, despojándolos de su territorio.20
El recorrido de la profecía, en dirección norte sur, va marcando los cerros del Bacatete: Yazicue, Omteme, Cúbuae, Corasepe, Akimore, Re’epecame y Guochimea. Este último, que corresponde al cuerpo de la serpiente convertido en cerro, lleva en lo que parecería una contradicción el nombre de su verdugo, el saltamontes. El detalle con que se narra el recorrido de la profecía, de un punto a otro, recuerda el gesto (ritual) que proclama la propiedad sobre un símbolo.21
Este carácter ambiguo de la serpiente está presente en lo más profundo del pensamiento yaqui. A la vez amenazante, (puesto que asolaba el territorio) y protectora (puesto que los previene de los blancos), la serpiente gigantesca aparece como centro de un campo de significados que sólo queda de manifiesto a partir del análisis en los aspectos del ritual, la cosmología y la mitología.
El tebat
Una de las constantes que salta a la vista, al mirar el paisaje de los ocho pueblos, es la manera en que cada uno de ellos construye su espacio sagrado con base en un número discreto de elementos. No quiero decir que sean idénticos, tan sólo que la disposición de los componentes más significativos, lo que constituye el centro del poblado, compuesto por un espacio abierto nombrado tebat, presenta regularidades que me permiten considerar como base de mi presentación el análisis de uno de ellos, el de la Loma de Guamúchil.
Dejo de lado las diferencias evidentes entre los poblados en lo que se refiere a la densidad de población y tipos de asentamiento, para centrar mi descripción en los espacios que están sujetos a prohibiciones, los que se constituyen como sagrados. En este sentido, la perspectiva concéntrica parece dominar no sólo en las localidades sonorenses, sino también en las de más reciente fundación en Arizona, Estados Unidos.22
En el croquis de la página anterior (figura 2) se señala el espacio consagrado a la actividad ritual en el nivel comunitario, y ubica los marcadores espaciales significativos.23
El pueplo se distingue por el “centro”, tebat o patio, delimitado por cuatro cruces. Una de ellas, la central, es la cruz del perdón. En este espacio se sitúan, sin excepción, la iglesia y el cementerio —al oeste— y enramadas que varían en número de acuerdo a la época del año que se trate: por lo menos dos permanentes, destinadas a las reuniones de los gobernadores y miembros del grupo militar y otras dos enramadas de carrizo fresco —una al oeste, frente a la iglesia y la otra al este— que se construyen exprofeso para cada fiesta. Esta organización corresponde al tipo centro-ceremonial.24
Tal como se aprecia en el siguiente croquis, (figura 3) el tebat está circunscrito por un camino de tierra que circunda la iglesia y sigue por la periferia externa de la plaza, se trata del conti vo’o, el camino de la cruz, el cual está marcado por catorce cruces de madera que permanecen ahí todo el año y que pueden asociarse a las estaciones del viacrucis. La séptima, que recibe el nombre de calvario, se distingue por las tres cruces que ahí se levantan.
El espacio circundado por el conti vo’o también se considera el sitio privilegiado de la actividad social y política, pues la gente se detiene para saludarse y “visitar a la cruz”; dado que alberga las enramadas de la comunila y de la guardia, es también el punto donde confluye la autoridad. Esta cualidad de escenario en las reuniones de “los jefes”, contrasta con su destino en Semana Santa, cuando sentados en la cruz del perdón, los enmascarados reciben ahí la limosna. En este sentido, el tebat de Vícam Pueblo merece mención aparte en virtud de ser la sede del cuartel general de la tribu yaqui, esto es, el punto de reunión de los ocho cobanaos, representantes del gobierno tradicional.
Las cruces
Los marcadores del espacio sagrado en todos los casos son las cruces. Todas las ceremonias y procesiones en el tebat están presididas por una: se puede levantar una cruz en el umbral del solar doméstico recién ocupado y, por último, las cruces, kusim, ocupan un sitio privilegiado en la parafernalia, o bien se pueden usar como arma frente a la envidia y la hechicería.
Según el testimonio de un maestro litúrgico, “la cruz puede mirar en cualquier dirección, pero nunca viendo al oeste; es mejor al este”. Mi observación es que las cruces siempre se orientan hacia la sierra, hacia donde sale el sol y que corresponde al este.
De manera que si la cruz está al centro, lo que está mas allá es el pueblo; si el pueblo es el centro, lo que está más allá es la sierra, el mar, el mundo yori y el desierto; más aún, si el mundo humano corresponde a los pueplum, lo que está fuera del universo sagrado cultural yoeme es el huya aniya, el monte, el universo sagrado natural, habitado por los surem, el choni, la serpiente kurues y los animalitos del monte. Enmedio de este centro está la iglesia, el teopo. Las iglesias yaquis son construcciones que, aunque varían significativamente en cuanto a su antigüedad, repiten en lo esencial la estructura románica: macizo axial y dos torres. Esto da como resultado una planta en forma de cruz cuyas torres están coronadas, a su vez, por cruces. Por dentro, carecen del mobiliario que caracteriza a los templos católicos mestizos y las imágenes religiosas se reducen a las dispuestas en el altar principal y los dos secundarios.
La posición de las figuras sagradas de los altares sigue reglas explícitas que pueden observarse en el siguiente esquema: mientras las figuras masculinas, Itom Achai, el Cristo crucificado, (que solo puede ser tocado por el maestro y los temastianes) ocupa el centro y la derecha del altar; las advocaciones de la Virgen ocupan el lado izquierdo; las imágenes de María son transportadas y cuidadas por las kiyohteis, asistidas por otras mujeres del teopo ya’ura, cofradía que agrupa a todos aquellos que cumplen una promesa. (figura 4)
Únicamente la Virgen de Guadalupe, siendo una figura femenina, puede colocarse a la derecha, costado reservado a las figuras masculinas, por ser patrona de la guardia militar, ámbito de autoridad compuesto exclusivamente por varones.
Varios mitos sancionan esta distinción, uno de ellos relata cómo Jesús, un hitebi o curandero yaqui que recorría los pueblos haciendo su trabajo tekia, en un tiempo en el que sus habitantes ya eran cristianos, ocupó el sitio de héroe cultural al ser responsable del origen de las danzas de pascola, venado y coyote. Por su parte, María es la patrona de los Matachines, quienes se autonombran Itom Ae sontaom, los soldados de la Virgen.
Los espacios centrales y sagrados así construidos, son lugares donde se despliega el ritual público y además, donde se pone de manifiesto la tensión inherente al sistema bipolar. Este sistema, articulado en torno a categorías propias y a una diversidad de lenguajes como el posicional y el mítico, -tales como izquierda y derecha, este y oeste, Jesús y María, Itom Achai e Itom Ae-, baña prácticamente la totalidad de las expresiones culturales de este pueblo.
El espacio como uno de los polos del principio rítmico
Sin embargo, dicha tensión tiene que ser resuelta de una u otra manera, mi hipótesis es que el espacio – tiempo de la fiesta, mediante las palabras y los gestos, revive en el plano expresivo el nudo en la vida de los habitantes de los ocho pueblos. Las distinciones materializadas en los registros descritos se convierten en actores a título propio de cada escenificación ritual, donde el espacio cobra sentido no sólo como escenario del rito –auténtica unidad espacio-temporal—, sino como uno de los protagonistas del mismo. Esta unidad, fijada por los movimientos de los agentes rituales, que consisten en gestos, recorridos y danzas principalmente, cumplen un ritmo definitorio. La combinación de dos tipos de movimiento, el oscilatorio este/oeste entre los bandos de las dos enramadas, y el elíptico de la procesión, definen un espacio y en esa medida materializan las marcas y las direcciones significativas en términos de sus valores.
El rito se presenta de esta manera como el sitio donde concurre una percepción del mundo materializada en el registro espacial (estático) del tebat que sirve como base del recorrido (dinámico) oscilatorio y circundante de los participantes, hacia determinadas direcciones -verdaderos puntos de conexión con el mundo- dando lugar así a una representación, un mito en el que, en su propio idioma, se plantean las contradicciones y se presenta así, cíclicamente, un drama étnico.
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Spicer, Edward H., Los yaquis. Historia de una cultura, México, UNAM- Instituto de Investigaciones Históricas, (Historiadores y Cronistas de Indias, 9), 1994.
Sobre la autora
María Eugenia Olavarría
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.
Citas
- Remito al lector a los trabajos inscritos en la corriente de la historia cultural de los yaquis, fundada por Spicer (1994), la cual, dada su extensión y relevancia, debe considerarse un objeto de estudio aparte. Mi síntesis se basa en Deeds, 2000, Figueroa, 1985 y 1994, Giddings. 1942-1943 y 1959. [↩]
- Si se toma en cuenta que en 1553 ocurrió el primer encuentro antagónico ente los yaquis y los yoris, y que estos encuentros no habrían de cesar sino hasta 1937 -cuando Lázaro Cárdenas dictó el Acuerdo para resolver el problema agrario de la región del Yaqui, por el cual fueron reconocidas 500 mil hectáreas, 20 mil de ella de riego-, estas rebeliones constituyen una de las más largas luchas armadas de un pueblo por mantener su territorio. [↩]
- Pierre Bourdieu, Language and Symbolic Power, 1984. [↩]
- El conocimiento de este periodo, del cual sienta las bases la obra de Lumholtz, se ve fortalecido por la actividad de investigadores entre quienes se distinguen Ralph Beals y Edward H. Spicer. La publicación en 1980 de la síntesis el trabajo que Spicer dirigió a lo largo de cincuenta años, The Yaquis: A Cultural History, y la abundante producción que se ha realizado en las últimas dos décadas, definen la situación contemporánea. [↩]
- Gilberto Giménez, “Territorio y cultura”, en Culturas contemporáneas, 1997, p.9. [↩]
- Gérard Bouchard, “La region culturelle: un cocept, trois objects. Essais de mise au point”, en Fernand Harvery (ed.) La region culturelle, 1994. [↩]
- Alfonso Fabila, Las tribus yaquis de Sonora, su cultura y anhelada autodeterminación, 1978, pp. 89-90 (las cursivas son mías). [↩]
- Testimonio recogido en Las Guásimas, Sonora, en agosto de 1988. [↩]
- El término yoeme es el etnómino genérico para yaquis y mayos, la variante yaqui designa yoeme singular y yoemem plural. En este artículo empleo los términos yaqui y yoeme como sinónimos. [↩]
- El chivato es el personaje mitológico dueño de las artes del bailarín de pascola. En algunos mitos se presenta como un chivo, habitante de las cuevas, que atrae a los que se acercan a la sierra, y a quienes en ocasiones se les presenta en sueños. El choni es una suerte de visión que se logra mediante la vigilia prolongada durante la estancia en la sierra, y sólo algunos elegidos tienen acceso al poder y suerte que este personaje, representado por un montón de pelo, proporciona. [↩]
- María Eugenia Olavarría, Análisis estructural de la mitología yaqui, 1989, p.84. [↩]
- Un estudio a profundidad de los campos semánticos asociados a estas categorías, y el correspondiente análisis de la cosmología se encuentra en mi trabajo “Ritmo y estructura del ciclo ritual yaqui”, tesis de doctorado en Ciencias Antropológicas, México, Departamento de Antropología, UAM-Iztapalapa, septiembre 1999. [↩]
- Emmanuel Desvaux, “L’ alliance et la filiation comme maitrise de l’espace, le territoire comme gouvernement des hommes”, en FranVois Héritier-Augé et E. Copet-Rougier (eds.) Les Stratégies de l’alliance matrimoniales: Economie, politique et fondaments symboliques, 1994, p.47. [↩]
- Edward H. Spicer, Los yaquis. Historia de una cultura, 1994, p.77. [↩]
- “La propiedad fundamental de las ciudades es dar una imagen ordenada del universo” (Leroi-Gourhan 1971, 0. 320). [↩]
- Edward H. Spicer, Los yaquis… op.cit., 1994, p. 216. [↩]
- Ruth W. Giddings, “Yaqui Myths and Legends”, en Anthropological Papers of the University of Arizona, 1959, p.45. [↩]
- El mito “La inundación y los profetas” (Ruth W. Giddings, op.cit., 1959, pp.45-46) forma parte de mi análisis publicado en 1989. [↩]
- María Eugenia Olavarría, Análisis estructural…, op.cit., 1989. [↩]
- Alfonso Fabila, Las tribus yaquis de Sonora…, op.cit., 1978, p. 253. [↩]
- En efecto, la identidad como recorrido, simultaneidad metafórica y metonímica de categorías culturales que se actualizan en la apropiación espacial, el espacio vivido. [↩]
- Ver el análisis de Richard Schechner en Crumrine, Nye Ross y Rosamond B. Spicer (eds.) Lent and Holy Week in Northwest Mexico and Southwest United States, Lanhaus, Maryland, University Press of America, en prensa. [↩]
- Debe considerarse que no todos los ritos tienen lugar en este espacio, aquellos que tienen una participación familiar tienen verificativo en los solares domésticos, por ejemplo. [↩]
- Adrián S. Gimate-Welsh, H., “Espacio-identidad. El territorio, la autonomía y los derechos de los pueblos indígenas de México”, en Ensayos Semióticos. Dominios, modelos y miradas desde el cruce de la naturaleza y la cultura, México, Miguel Ángel Porrúa/ Universidad Autónoma de Puebla/Asociación Mexicana de Estudios Semióticos, 2000. [↩]