Imaginemos, por un momento, que la historia de los pueblos mayas fuese como una sinfonía. Dividámosla en tres movimientos precedidos por una obertura paisajística y rematados por un gran finale, el mundo maya contemporáneo, un final por fortuna inconcluso.
La obertura tendría necesariamente que describir, en forma sensual y violenta, el paisaje; el primer movimiento (donde predominarían tambor, caracoles y flautas) daría cuenta del pasado prehispánico; el segundo (música sincopada de vihuelas, tunkules y algún bongó), remitiría al acontecer colonial, y el tercero (guitarras, timbales y una marimba), tendría a su cargo esbozar el devenir maya en los tiempos republicanos e independientes. La coda final reuniría todos los instrumentos, destacando por momentos algunos motivos militares que dieran cuenta de la resistencia armada de los mayas de Guatemala y los zapatistas chiapanecos.
Encontraríamos notas blancas, negras, semiblancas, redondas, bemoles y sostenidos que se distribuyen armoniosamente sobre un pentagrama que, en este caso, no está formado por líneas paralelas sino sinuosas, tan sinuosas como el paisaje ocupado por las naciones mayanses. Pero si escuchamos atentamente veremos que, como en toda sinfonía, hay un leit motif, un motivo que pese a las variaciones persiste y se identifica: el continuo afán maya por permanecer como un pueblo singular, siempre en renovación pero vinculado a su pasado milenario.
Curiosamente, cuando oímos las interpretaciones de la obra vemos que, a partir del segundo movimiento, el acento recae en las notas blancas, que predominan sobre el resto de manera abrumadora. Como si se tratase de una Sinfonía del apartheid, muchos estudiosos contemporáneos, al hablar de la zona, dejan fuera del pentagrama las notas negras de los africanos o las redondas, contundentes, de la población indígena, dedicándoles cuando mucho algún arpegio rápido que, en el conjunto, pasa desapercibido.
Por fortuna las nuevas corrientes de la historia, una historia mucho más próxima a la etnología, nos muestran que la partitura se había ejecutado de manera equivocada; que nos ofrecía un canto llano en vez de lo que era y es: una verdadera polifonía, donde la voz cantante no quedó a cargo de ciertos solistas (Taabs-Coob, Guerrero, Montejo, Tecun Umán, Alvarado, Landa, Canek, Sebastián Gómez, Pat, Carrillo Puerto y otros) sino, como en las antiguas rapsodias griegas, a cargo del coro, del pueblo sencillo, que marcó la intensidad, el tono y el ritmo de la obra.
Este trabajo (que hace hincapié en la época prehispánica dadas las limitaciones de tiempo y el módulo donde se inserta)1 intenta ayudar a recuperar esas nuevas formas de interpretación, a fin de invitar a quienes se interesan en la historia cultural de los mayas a reflexionar sobre la importancia de intentar nuevas lecturas donde quepan todos los que han hecho y hacen cotidianamente la historia de una cultura prodigiosa y milenaria. Porque la historia no es sólo una disciplina social, es una vivencia, del mismo modo que la música no es una mera recreación sensorial sino expresión de la vitalidad de un pueblo.
1. Obertura para un paisaje
Es común hablar de la “la cultura maya” como si se tratase de un bloque homogéneo, pero los mayas son de hecho un pueblo de pueblos, que si bien comparten nexos lingüísticos, concepciones y actitudes por proceder de un tronco común, muestran también características particulares vinculadas en buena medida con sus distintas experiencias históricas e incluso por el entorno geográfico que, sin ser estrictamente determinante, influyó en el mayor o menor desarrollo de puntos específicos en sus creaciones culturales.
Si bien a lo largo de su desarrollo -y en particular tras la conquista europea- varios de estos pueblos desaparecieron (como los ch’ol lacandones originales, los cabiles o los manchés) y otros tuvieron diversos grados de mestizaje biológico y cultural, subsiste aún una treintena de pueblos mayanses que, con excepción del grupo huaxteco (ubicado en una reducida zona nor-oriental de San Luis Potosí y Veracruz), se extienden de manera casi ininterrumpida en una parte de la que Neruda llamó “dulce cintura de América”: desde la mitad oriental de Chiapas y Tabasco hasta la actual frontera guatemalteca con El Salvador y Honduras, englobando la Península de Yucatán.
Con base en criterios ecológicos ha sido común dividir el escenario geográfico donde se asientan los mayas en tierras altas y bajas. Las primeras, localizadas en las zonas centrales de Chiapas y Guatemala, se caracterizan -como apunta su nombre- por elevaciones montañosas que alcanzan sus cimas más altas en los Cuchumatanes guatemaltecos, donde el elemento vegetal característico son los bosques de coníferas (cada vez más escasos) y los roblares o encinales; el frío y la lluvia predominan como factores climáticos. Los patrones de asentamiento poblacional han privilegiado desde siempre los valles intermontanos -de tamaño y fertilidad variada- pero la acusada presión demográfica de ciertas épocas no desdeñó ni las montañas ni los fríos páramos de las tierras altas guatemaltecas. Quichés, cakchiqueles, tzutuhiles, jacaltecos, chujes, kanjobales, achís, uspantecos, jacaltecos, tzotziles y tzeltales serían en estas áreas algunos de los pueblos más numerosos.
Otros, como k’ekchís, pokomchís y tojolab’ales se han ubicado desde hace siglos allí donde dichas zonas montañosas descienden hasta casi desvanecerse en tierras bajas y cálidas colindantes con el Petén guatemalteco, del que geográficamente formaría parte la ahora llamada Selva Lacandona. El paisaje en estas zonas de transición va desde las coníferas hasta la selva tropical alta, pasando por los llamados bosques de nubliselva, ricos en liquidámbares y epífitas como bromelias y orquídeas, y se caracteriza por múltiples corrientes hidrográficas entre las cuales destaca por su tamaño, belleza e importancia el río de Monos, el Usumacinta, eje de un nutrido sistema de ríos, arroyos, ciénegas y pantanos.
En el noroeste de Chiapas, en la colindancia con Tabasco, allí donde se alza la lluviosa Sierra Norte, y en algunos pequeños valles cercanos -áreas de Tila, Tumbalá y Petalcingo- se ubican los pueblos ch’oles, a cuyos antepasados consideran varios investigadores como actores primarios en el florecimiento maya del periodo Clásico. Sus vecinos inmediatos, hacia el Atlántico, serían los chontales, hoy restringidos al centro del estado de Tabasco, pero que en el periodo Posclásico prehispánico y en la época colonial se extendían hasta el Río Candelaria, en el sur hoy campechano, desde donde controlaban buena parte del comercio del área maya antes de llegar los españoles.
Uno de los pueblos mayas más numerosos, el yucateco, al que algunos adscriben, por ser sus lenguas variantes dialectales, a los mopanes, itzaes y lacandones actuales, se distribuye en tres estados mexicanos: Quintana Roo, Yucatán y Campeche, y se continúa en Belice y la porción central del Petén guatemalteco, asiento de los itzaes. Los mopanes, por su parte, se ubican en la región sur de Belice y áreas fronterizas de Guatemala. Todos estos últimos pueblos, junto con lacandones, chontales y pokomames (éstos localizados en las zonas bajas orientales de Guatemala) se consideran tradicionalmente los mayas de las lluviosas y cálidas tierras bajas, en alguna medida aún cubiertas por vegetación de selva tropical alta en su parte sur y de muy peculiares características al norte de la península yucateca.
En las porciones selváticas propiamente dichas, donde habitan desde hace siglos grupos como los itzaes y los mopanes de Guatemala y Belice, se sumaron desde la época colonial tardía algunos k’ekchís guatemaltecos y, en territorio hoy mexicano, los mal llamados lacandones (pues son indígenas de origen yucateco que ocuparon las densas selvas donde vivían los chol-lacandones). A éstos se ha agregado, ya en este siglo, un enorme contingente de tzeltales, tojolabales, tzotziles y otros grupos (indígenas y mestizos) del lado mexicano, y otros procedentes del altiplano en la porción guatemalteco.
Nota aparte merecen las características del paisaje ocupado por los huaxtecos, la mayor parte de cuyas comunidades se localiza en tierras bajas y cálidas húmedas (llanura costera) delimitadas al norte por la sierra de Tamaulipas y al sur por el río Cazones, aunque algunas, como Tanlajas y Tancahuitz, se ubican en colinas altas y accidentadas o en llanos semihúmedos con afinidades neotropicales dominantes en lo que a flora se refiere; otras (Tantoyuca) en colinas bajas, y algunas más, como Aquismón, en la Sierra Madre.
La obertura, pues, requeriría de un talento musical capaz de dar cuenta de la espectacular variedad de paisajes que ha visto enraizarse, florecer, languidecer y florecer de nuevo, una y otra vez, a los pueblos mayas a lo largo de sus tres milenios de existencia. A la manera de Las estaciones de Tchaikovsky, podríamos emplear ritmos de carnavales y alondras-jaranas para expresar la frágil belleza de selvas bajas y ríos; canciones de cazadores y cosecha para montañas, lagos y valles; barca-rolas para recordar a las garzas en las playas y manglares; troikas e himnos de otoño para evocar la neblina de los bosques de liquidámbares.
Pero Tchaikovsky no basta. La obertura tendría necesariamente que incluir un “adagio por una naturaleza difunta”, pues comparada con la esplendoroso selva alta siempre verde de que dan testimonio las crónicas coloniales y los viajeros decimonónicos, lo que hoy queda es casi un erial, gracias a los desarticulados programas gubernamentales de colonización y las urgencias económicas locales, que han provocado la deforestación a pasos agigantados, ofreciendo al fuego las maderas preciosas para suplantarlas por maizales raquíticos, cafetos y, sobre todo, vacas voraces. De continuar a este ritmo, bien podríamos pensar, dentro de pocos años, en Una noche en la árida montaña maya.
II. Música y danza en el universo prehispánico
Bien mirado, no requeriríamos a Mussorgsky, Ravel ni Tchaikovsky; podemos recurrir a la expresión musical de los propios pueblos mayanses, tan rica y variada como el entorno que habitan, porque ya desde antes de llegar los españoles los mayas expresaban, con su propio ritmo, tono e instrumentos, su musicalidad a través de danzas y cantares, como bien lo muestra un canto prehispánico recopilado en la época colonial2 (aunque por desgracia sin notaciones musicales) por “Ah Bam, biznieto del gran Ah Qulel del pueblo de Dzitbalché”:
porque vamos al recibmiento de la Flor.
Todas las mujeres mozas
[tienen en] pura risa y risa sus rostros,
en tanto que saltan sus corazones
en el seno de sus pechos.
¿Por qué causa?
Porque saben que… darán
su virginidad femenil
a quienes ellas aman.
¡Cantad la Flor!
…
(Barrera, 1980: 362-363)
Profundamente musical, como bien lo muestra el texto de Dzitbalché incluso desprovisto en la traducción castellana del eufónico ritmo del original, el pueblo maya expresaba tal característica a través de sus cantos, danzas y representaciones escénicas. Por desgracia casi nada sabemos de ellos; palabras, tonadas y coreografías se diluyeron en las oleadas represivas del celo evangelizador de los frailes, que los proscribieron al darse cuenta de los vínculos íntimos que guardaban, bien con la religión prehispánica, bien con los patrones conductuales de un orden antiguo que buscaban alterar.
Afortunadamente, a más de pequeñas muestras de tales expresiones -como estos cantos y el texto de algunas representaciones “teatrales” como el famoso Rabinal Achí-, contamos con ciertos elementos gráficos prehispánicos (murales, códices, vasijas), descripciones de la época colonial, obras lingüísticas (gramáticas y diccionarios) y testimonios de viajeros, que nos permiten reconstruir aunque sea porciones de una partitura para siempre perdida; fragmentos que, justo es reconocer, han llegado hasta nosotros gracias al afán de los propios mayas por preservar -en este campo como en tantos otros- algunos elementos de su milenaria tradición cultural.
Conjuntando tales testimonios sabemos que los pueblos mayas no eran sólo consumados agricultores o celosos escudriñadores de la bóveda celeste; sabían también disfrutar de los placeres cotidianos, algo que olvidamos demasiado a menudo en parte gracias a la postura de algunos historiadores y arqueólogos, que han colaborado desde hace bastantes años en difundir el mito de una civilización maya tan aburridamente sabia que ha dado pie a que algunos la consideren de origen extraterrestre. Muy poca ha sido, en efecto, la atención prestada a los aspectos comunes de la vida diaria, soslayados ante los calificados como “grandes” logros mayas en los campos de la astronomía, la arquitectura, la matemática, la escultura, la creación de un peculiar sistema de escritura o el establecimiento de una complicada red comercial, entre otros.
Lejos de visión tan deshumanizada, los estudios recientes nos muestran a los pueblos mayas enfrascados en actividades de caza y pesca, guerras, ritos y juegos y, lo que es aún más importante, han develado el variado abanico de estrategias que desarrollaron durante la época colonial a fin de mantener algunas de sus tradiciones y llegar hasta el presente como pueblos diferenciados culturalmente.
Por lo que toca al tema que hoy nos ocupa, sabemos que estos pueblos desarrollaron una amplia gama de instrumentos con los que acompañaban cantos, danzas e incluso juegos escénicos (que los españoles calificaron como representaciones teatrales), que se transmitían de generación en generación a través de escuelas de danza y canto, encargadas de perpetuar y enriquecer la transmisión del lenguaje musical.
Es bien sabida la existencia, entre los nahuas, de lugares especializados para el aprendizaje de danzas y cantos (los llamados cuicacalli, a los que se agregaban los mixcoacalli, sitio de reunión de “músicos y bailarines profesionales”, según Castellanos, op. cit.: 67). Que tales escuelas existían también en Yucatán, se advierte en el Diccionario de Motul, que menciona una casa de comunidad llamada popol na, “donde se juntan a tratar cosas de república y a enseñarse a bailar”, bajo el cuidado del “dueño” de tal casa, denominado Ah hol pop. Enseñar los cantos era responsabilidad del Cayom o kayom, en tanto que el Ah cuch tzublal tenía a su cargo el “cuidado de los danzantes y farsantes”, en particular de sus arreos y adornos (apud Acuña, 1978: 16 y ss.).
Por su parte, Sánchez de Aguilar, hablando de los mismos yucatecos hacia 1615, apuntaba:
… en su gentilidad y aora bailan y cantan al uso de los mexicanos, y tenían y tienen su cantor principal, que entona y enseña lo que se ha de cantar y le veneran y reverencian y le dan asiento en la iglesia y en sus juntas y bodas y le llaman holpop; a cuyo cargo están los atabales e instrumentos de música, como son flautas, trompetillas, conchas de tortuga y el teponaguaztli, que es de madera hueco, cuyo sonido se oye de[sde] dos y tres leguas, según el viento que corre (1987:98)”.3
Gracias a los diccionarios en lengua tzeltal de Domingo de Ara sabemos que también en el poblado de Copanaguastla, Chiapas, se estilaban las escuelas de danza: sus nombres eran caynob acot y nopob acot. El primer término está vinculado con la voz para baile (acot) y relacionado al parecer con cayn, incitar a otro, y cayogh, canto, cayom, músico y el tambor con cuero, llamado cayob. Nopob, por su parte, se traduce de dos maneras: “comparar, concordar, como las voces” y “ordenamiento”, lo que permitiría traducir nopob acot como el lugar donde se hacía “el ordenamiento del baile”, sin descartar, dada su primera acepción, que estas escuelas “de danzar” hubiesen fungido también como escuelas de canto (Ruz, 1992: 228).4
Es probable también que en dichos sitios se enseñase a templar los instrumentos musicales, acto que marca el verbo qtoghabtez.
Vocabulario
Si recordamos la sensibilidad que se observa en su forma de percepción del mundo, no es de extrañar el desarrollo logrado por los pueblos mayas también en los aspectos musicales. Esta sensibilidad se manifiesta claramente en lo que los mayas concebían y conciben acerca de lo sensorial, por lo que el estudio de los sentidos a través de las expresiones lingüísticas resulta un rubro privilegiado para aproximarse a la manera en que se vinculan, biológica y culturalmente, con el espacio circundante. Posemos pues nuestra mirada, aunque sea velozmente, sobre la manera en que los tzeltales copanaguastlecos “oían” el mundo y cómo concebían la palabra; ello nos permitirá entrever cómo descifraban, decodificaban e interpretaban su entorno,5 entendido éste como un libro pleno de mensajes (Calame-Griaule, 1982: 31), que el lenguaje permite clasificar, a fin de hacer socialmente compartibles seres y cosas, gracias a categorizaciones muchas veces simbólicas.6
Las acotaciones de los diccionarios coloniales nos muestran la riqueza y complejidad de los niveles de discriminación auditiva tzeltal, comenzando por las propias modalidades de audición, que incluyen el “oír algo sin hablar ni responder” (xcabibin); “oír como consintiendo y holgándose de ello” (ta lel ta cotan, donde consta la idea de sentir con el corazón); “oír con atención” -literalmente ‘ladear las orejas’ equivalente a nuestro ‘parar las orejas’- (tzeel chiquin o qtzeachiquinil) y otras que muestran que se usaba un mismo término, lagh, para “vencer” y para “entender bien”, como si en la concepción tzeltal aquello que el entendimiento llevara hasta su fin -triunfando sobre la dificultad de su mensaje- fuera lo bien entendido. Para lograrlo era importante lo que nosotros consideramos escuchar y que los tzeltales concebían como ‘acechar la palabra’, es decir esforzarse por oírla, arrimarse a ella y desmenuzarla (respectivamente qmucubtay cop, xcal y xbi).
La aparente ausencia de ruidos, el silencio, se dice en tzeltal chegheyanel, vinculado con chegheyon, “callar” y con chegheyon ta teclegh, que se traduce por “estarse quedo”; en su composición, además de callar, se presenta la voz para “estar en pie”, “levantado”, acaso indicando que a la ausencia de palabras habría de sumarse la de movimiento. No consta un genérico para “ruido”, pero sí los hay para “sonar bien”, “sonar las cosas que tienen zumbido”, “sonar las cosas que hacen eco”, etc. Así por ejemplo, el eco se conceptuaba como un sonido abierto, hendido o partido.
La manera en que se catalogaban y clasificaban los sonidos nos puede parecer extraña, pero no es incomprensible. Vemos, así, que se relacionaban el “ruido de viento cuando es suave”, el que provoca la tierra “cuando cae de alto” y los que se hacen “rastrando los pies” o al deslizarse. Todos remiten a la ligereza, casi táctil, de una acción que arrasa, y el sonido que de ella podría desprenderse. E incluso se asocia con ellos la lisonja, que se desliza en el ánimo del que la recibe, arrasándolo.
La importancia, obvia para un pueblo agricultor, de diferenciar entre los tipos de viento, se advierte en la existencia de al menos otros siete vocablos, que van desde los murmullos provocados por corrientes aéreas hasta los que semejan estallidos. Además de las voces en que aparece junto al viento, el ruido del agua sabe también de una serie de términos que nos hablan de sus gradaciones, desde el “ruido del agua que no hace ruido” hasta el impetuoso fluir de un gran río o el provocado por la lluvia violenta o la caída del granizo (ghughonet), sonoridad que se asemejaba al “tener chacota”: chanza con voces, risas y bulla por definición, pasando por “hacer ruido como las goteras de los canales o como el chocolate que se echa de una xícara en otra”; “aquel ruido que hace el vaso de cuello estrecho cuando lo vacían” -que se asimila con un hombre hablador. En el mismo campo semántico aparecen toghel, toghbil, “chorro”, toghobibte, “rocío de árbol” y toghoghet, que vale tanto para “rociar así” como para “hacer ruido orinando”, y tampoco está ausente el chorro escandaloso del caballo.
El variado espectro auditivo abarca sonidos vinculados con o asimilados a las estridencias, roces, graznidos y murmullos de animales, maderas, piedras o cosas que se rozan, quiebran o de las que se extraen sonidos musicales (incluso diferenciando éstos según el utensilio con que se les arrancara el sonido y clasificando además la suavidad, estridencia e incluso la “soberbia” del sonido obtenido).
Los sonidos que desprende el cuerpo aparecen en múltiples entradas. Un solo ejemplo: para señalar el ruido que hace la gente, que pasa, se emplean voces que dan cuenta desde el rumor sordo comparable al que provocan el fluir del agua o el correr del viento (tinitet), hasta el transcurrir del gentío sobre la tierra, el murmullo “descomedido” que provoca una multitud (cunan: juntarse, amontonarse) que hormiguea (tictonet), bulle (nic) y se atropella. No en balde nuestro fraile traduce ticlaghan loquel por “salir aprisa; como los niños de la escuela”, suma de la algarabía imaginable; imagen y sonido magistralmente asimilados.
Los sonidos relacionados con animales son más bien escasos, lo que puede explicarse en buena medida por la novedad de la fauna americana y la dificultad del autor para imaginar -que ya no consignar- los sonidos que emitían. Es pues lógico que la mayor parte de los vocablos remita a aspectos muy generales, o que se refieran a la fauna introducida por los europeos, pero no están ausentes los locales; en particular las aves, cuyos gorgeos, cantos o graznidos era importante conocer ya que sabemos que se acostumbraba imitarlas para atraerlas hacia el cazador (buscando su carne o sus plumas), o incluso para huir de ellas. Así, hay un término, ohc, que se traduce como “sonar” y también por “cantar como aves” y “piar” e interviene en la conformación de la voz ohquel, “mensaje”. Esto último, aunado al hecho de que el vocablo al se vierta en castellano como “hablar, significar”, y que se ponga como ejemplo la oración chamel xal yoquet mut, ‘el canto de las aves que significa enfermedad’, nos remite a un hecho bien conocido: el papel de las aves (especialmente de la familia de las stringiformes) como vehículos de augurio.7
Que esta creencia era compartida por múltiples pueblos mayas (como en otras culturas mesoamericanas), se advierte por ejemplo en los diccionarios coloniales cakchiqueles, los cuales apuntan que el canto del piqh auguraba muerte, heridas o riesgo al paciente que iba a ser sangrado; la visita del buho (tucur) anunciaba enfermedad, en tanto que su anidar en la casa era presagio de que pronto moriría el dueño; el qirquibal portaba enfermedades en su cresta, el xcamam de la costa llamaba a la lluvia, el xoch o lechuza prestaba su nombre al ladrón (¿por actuar ambos en la noche?) y, junto con el buho, era imagen del malicioso y traidor, en tanto que el vachiok “que tiene muy colorados los párpados de los ojos”, prestaba su nombre a la conjuntivitis…
El sonoro mundo de los insectos fue el peor librado en la recopilación;8 exceptuando el zumbido, sólo consta sobre él un dato indirecto cuando se anota tras el nombre tzeltal de la cigarra, xiquitin (Homoptera: Cicadidae), la entrada xiquit xiquit xavon: “gritar recio”, comparando sin duda el estruendoso canto del insecto con el ruido del grito (av), tal como se hace con el trueno. Incluso en nuestros días los tzeltales de Tenejapa dan de comer chicharras cocidas a los niños parlanchines y ruidosos para curarlos de tal defecto (Hunn, 1977: 288).
La conceptualización acerca de la palabra, cop, es incluso más rica y reveladora, tan vasta que resulta imposible algo más que dar aquí algunos ejemplos. Vemos que hablar en voz baja se asociaba con un hablar blando, reposado, mesurado, tibio o tierno, aludiendo más al tono que a la intensidad sonora. Las voces tzeltales para expresar lo contrario podrían traducirse tanto por “hablar alto [ladrar] como perro”, “hacer ruido como de piedras que caen” y otras más que remiten al estruendo del tambor o al del trueno. Y si no enfrentaban directamente el grito, bien habían de percibir el cambio de tono quienes eran reprendidos: uulvonet se traduce “reñir gruñendo, como los padres a sus hijos”.9
Pero la palabra transmite su mensaje incluso más allá del umbral auditivo; su importancia no se circunscribe a decibeles u ondas sonoras a pesar de que en ellas se module la forma en que la percibimos. Así vemos que entre los tzeltales la palabra considerada “elegante” (aghualel cop) era, como en todo grupo estratificado, la de la nobleza o de los señores (aghualel, aghuavetic) cuyo lenguaje era tenido por franco y liberal (tecpan cop), digno de admiración (uayl xcopogh). Y que la adquisición de tal lenguaje presuponía entrenamiento se hace obvio en la entrada aghauyeghcop, que se traduce por “discípulo, el que aprendía a emplear la palabra cortesana”.
Contrapartida de esta forma ideal de hablar eran la palabra necia, la desatinada la áspera, la desvergonzada, la brava, las palabras “a medias”… Las voces, en fin, del mecapalero, pues pehc, raíz que sirve para designar a este tipo de habla, es el término que denota tanto al tullido o torpe como al mecapal. La palabra de un hombre “sacudido” o brusco (bich) lindaba ya en la desvergüenza; humillaba a los otros con su soberbia.10
La manera en que el lenguaje podía influir sobre la conducta de quienes tenían a su cargo tomar decisiones no parece muy distante de la actual: desde la lisonja hasta el soborno, ya limitado al lenguaje, ya reforzado con presentes. Los términos -por cierto abundantes- que definen al soborno (butencoptay, chacoptay, yanilcoptay, manbey zcop, xoghcoptay y matantezbey zcop) fueron traducidos por Ara como “pervertir haciendo mudar de parecer con palabras, y sobornar con ellas” o “sobornar dando presentes; instruyéndole en lo que ha de decir”, pero su significado es bastante más claro en tzeltal, pues nos remiten, entre otras cosas, a todo aquello que se cubre con otra cosa, tal como la herida cicatrizada el material forrado con cuero y el tesoro o la semilla depositados bajo tierra (la palabra cubre pues la intención del soborno), o a las zanjas que abren camino al agua o al “meter algo, como en agujero, etc.” (de ahí el vínculo entre el soborno o palabra metida por debajo y el pervertir el parecer del juez), etcétera.
Además de las palabras que buscaban tentar por medio del soborno, se mencionan aquellas “equívocas”, “dobladas” o “engañosas” que intentaban sonsacar al interlocutor para obtener de él lo deseado. Por ejemplo en el campo de la lujuria (queban), que también se abría camino a través de las palabras (queban cop), bien las propias, bien las combativas voces de la alcahueta que “llamaba” para pecar. La carga pecaminosa de los llamados de la alcahueta parece sin embargo un agregado del fraile, pues una de las voces que la nombra es ni más ni menos que ghmonoghel, que se liga con la voz mon, “traer en brazos, como la madre al hijo”. Así pues, si por una parte llamaba para el combate, por la otra procuraba el sosiego; un expresivo binomio del amor carnal.
Celosos, idólatras, envidiosos, hipócritas, bravucones, maldicientes, hechiceros y mentirosos, también eran reconocidos a través de sus palabras. Así, los términos que califican a la palabra mentirosa, por poner un ejemplo, remiten no sólo a la doblez y la falsedad, sino a lo vano del hablar, a lo que de ocioso y grosero comporta la mentira, en tanto que pronunciar palabras de envidia se conceptualizaba como levantar un muro que opone a dos personas, que se mete entre ambas. E igualmente reprobables eran los hipócritas, poseedores de palabras “dobles” (chalamcop, chebalcop); o los que rompían una palabra dada (tzuculin cop, puchcop), meneando los labios (puchpon) en su contra, tropezando (tzuculin) en ella; o los que se desdecían o retractaban (puzpatighcop ualacpat copoghon), volviendo las espaldas (ualacpati, puzpati) a su propio decir; gentes de palabra deshonesta (tzitzicopogh), que usaban del verbo como de flatulencias intestinales (tzitzin).
Contraparte de todas estas palabras de burla, celos, riña o envidia, la que articulaba un hombre pacífico (lahan vinic) era mansa, blanda, suave, tibia y mesurada (lahancop). Si un hombre de gran corazón (muculotan) es considerado “magnánimo”, un ghmucul cop será el “grande en palabras”; mientras que si yighil otan significa fortaleza, yighil cop será la palabra de un hombre porfiado, e igualmente respetable era quien cumplía una promesa (ghcotezeghcop, tzutzibcop), aquél que perfeccionaba (cotez, tzutz) la palabra llevándola a cabo.
La reunión comunal era el foro de la palabra por excelencia; en ella, a través del “racimo de palabras” que significaba una “plática” (choghcop), el verbo propuesto por alguien era motivo de “consulta entre muchos” (tzobolcopogh), que arguyendo (nactacop) y “pidiendo parecer… como cuando se trata de hacer algo” (uehen ghcoptic), trataban de “convenir todos en uno” (chanul xcopogh). Para lograrlo era imprescindible recurrir al propio lenguaje, el “bien hablado” (yaviluc copoghan); el que definía al grupo por oposición a otras gentes, diversos pueblos que esgrimían un verbo extraño”, “otra palabra” (yan ta copil, tecta copil).
Pero si el empleo de idiomas o dialectos distintos implicaba barreras de mayor o menor tamaño, había otros lenguajes que trascendían incluso las fronteras lingüísticas, hermanando a los pueblos mayas; entre ellos, las danzas y la música que, a través del ritmo y la melodía, hablaban no sólo a los hombres sino incluso a los dioses.
Las deidades
El lenguaje musical, en efecto, si bien era compartido entre los hombres, tenía sin embargo como sus principales destinatarios a los propios dioses; ello explica por qué la mayor parte de las descripciones coloniales con que contamos asocian la música con los ritos y también que los eclesiásticos hayan empleado tanto tiempo y energía en desterrar muchas de las expresiones musicales propias de los pueblos mayas.
Buena muestra de esta cualidad sacra del lenguaje humano, que alcanza niveles particularmente elevados en el canto, se advierte en el Popol Vuh, donde se narra cómo los dioses crearon a los hombres de maíz para que los alabasen, tras varios experimentos fallidos con los animales, que se revelaron tan incapaces de invocarlos como los sucesivos seres de lodo o los “muñecos” de palo; por eso los primeros fueron condenados a servir de alimento a los hombres y los otros destruidos.
El origen de la música y el canto, según la misma fuente, se remite a una época incluso previa a la aparición de los hombres, cuando los envidiosos Hunbatz y Hunchouén -que “eran grandes músicos y cantores”- fueron castigados por sus hermanastros, los héroes Hunahpú e lxbalanqué, quienes los convirtieron en monos. El mito narra cómo, tras su transformación, estos consumados artistas, que sabían también pintar y tallar, y que ocupaban casi todo su tiempo en “tocar la flauta y cantar”, regresaron de los árboles bailando y haciendo visajes y monerías que movían a risa. Así, desde el principio de los tiempos, instrumentos, cantos, bailes y representaciones quedaron unidos en el mundo maya (Popol Vuh, 1980: 38-42).
Así como los artistas guatemaltecos reverenciaban a Hunbatz y Hunchouén como sus patronos, los yucatecos invocaban a “Ah Kin Xoc, un gran cantor, músico y dios de la poesía (la mayor parte de la ‘poesía’ maya probablemente era cantada)”, quien aparece en un relato del Chilam Balam de Chumayel bajo la figura de un colibrí que desposa a la flor de la Plumería, metáfora que nos remite al dios solar cortejando a la luna (Thompson, 1979: 378).11 ¡No podían haber encontrado patrono de mayor rango los músicos mayas!
Por su parte, los indígenas del Chiapas colonial reconocían a Uotan como “El señor del palo hueco” -decir, el teponaztli– héroe cultural que daba nombre al tercer mes del calendario y era tenido además por “corazón de los pueblos” en buena parte de la provincia (Núñez de la Vega, 1989: 275), en tanto que los lacandones actuales consideran como dios de la música a Kai Yum, un ayudante del dios creador, cuyo nombre veremos aparecer en varias lenguas mayas, siempre relacionado con los pájaros, la música y el canto. En consonancia con sus atributos, el blanco brasero empleado para honrarlo tiene la forma de un tambor de cerámica y lleva su nombre y su imagen.
Los instrumentos
Los instrumentos musicales empleados por los mayas comprendían tanto ideófonos como aerófonos y membranófonos. La gama estaría completa de comprobarse el empleo precolombino del arco musical como representante de los cordófonos.12
Dentro de los primeros, los ideófonos, estarían las campanas de cerámica; los raspadores (de hueso, piedra, etc.); sonajas de múltiples tipos, que albergaban semillas o piedras; conchas de tortuga, calabazos, bastones y tunkules (en sus orígenes propiamente un antecesor más que un equivalente del teponaxtli nahua, xilófono de doble lengüeta que sólo existe en el área mesoamericana a decir de Castellanos, 1970: 20). El espectro aerófono lo conformarían silbatos, ocarinas (o “flautas globulares”), caracoles marinos (con el vértice cortado a manera de boquilla), flautas y trompetas de madera (sacabuches).13
Como representantes de los instrumentos con membranas estarían los tambores de marco (como los que se observan en tres placas de Lubantún, del Clásico tardío), cerámica (de olla o timbales, que aparecen en el Codex Tro-cortesianus y los frescos de Uaxactún) o de madera (tal el equivalente al huehuetl grande de los nahuas, llamado zacatán entre los yucatecos). Característica particular de los pueblos mayas -Cuya antigüedad se comprueba en las pinturas murales de Santa Rita, Honduras- parece haber sido el empleo de tensores para las membranas de estos instrumentos, que otros grupos fijaban con pegamentos vegetales, clavos de madera o abrazaderas de cuerdas (Castellanos, ibid.: 38).
Fray Diego de Landa, sin duda la fuente básica para el conocimiento de los yucatecos prehispánicos, apunta la existencia de varios de estos instrumentos: de percusión como los “atabales pequeños que tañen con la mano” y otros de mayor tamaño (equivalentes al teponaxtli nahua), hecho de un palo hueco y que se tañía con un “palo larguillo” en cuyo extremo se había puesto “leche de un árbol obteniéndose un sonido “pesado y triste”.14 Igualmente “lúgubre y triste” se le antojaba el que obtenían al percutir la concha de tortuga con la mano, aunque sabemos que también se empleaban para ello las astas de venado (Thompson, 1984: 258; Martí, 1955: 33). El fraile menciona asimismo trompetas largas y delgadas, de palos huecos, al final de las cuales se ponían calabazas “largas y tuertas”, y enumera silbatos hechos de huesos de venado, flautas de caña y caracoles grandes (1978: 38-39).
A decir de Castellanos, los aerófonos alcanzaron un desarrollo espectacular entre el macro grupo maya-totonaco en el periodo Clásico: “órganos de boca de tres a cuatro tubos, flautas rectas, ocarinas, siringas, flajolés [flageolets], flautas traveseras, etc.” (op. cit.: 32). Las flautas sencillas de siete agujeros encontradas en Jaina15 producirían timbres pastosos, aterciopelados, semejantes al clarinete, mientras que las flautas “de muelle” emitirían un timbre nasal, parecido al del oboe, gracias a sus dos diafragmas y su cámara de oscilación. Se ha hablado incluso de un “oboe lacandón”, que en sentido estricto es una flauta con un conducto de aire y un borde afilado (Castellanos, op. cit.; Rivera, op. cit.: 41), a menudo hecha de hueso de pájaro (Martí, op. cit.: fig., 86).
Otro instrumento destacado entre los mayas, esta vez del grupo de los membranófonos, es el llamado timbal de agua, que “tenía forma de U, con una de las ramas cubierta por un parche atado al cuello; en la otra rama se ponía más o menos agua, cambiando la afinación con mayor rapidez que por medio del fuego” (ibid.), un ejemplo del cual aparece en la lámina 34-A del Códice de Dresden. Mencionemos, de paso, que el timbal lacandón (llamado kayum al igual que el dios de la música), no es un timbal de agua como comúnmente se cree, sino de olla -antes cubierto con piel de mono- con una abertura lateral para el sonido (Castellanos, op. cit.: 37, Martí, 1955: 34).
Cabe apuntar que muchos de estos instrumentos podían tocarse de manera conjunta a juzgar por representaciones de los códices y en particular por los murales de Bonampak (donde vemos un conjunto de dieciséis ejecutantes rituales, incluidos los danzantes), pero lo ignoramos prácticamente todo sobre tal forma de ejecución. Contamos en cambio con una breve pero significativa nota de fray Antonio de Ciudad Real acerca de los chol-lacandones hacia 1585, que nos ilustra sobre los problemas -incluso rituales- que podía conllevar una ejecución desafortunada, cuando hablando sobre una ceremonia sacrificial apunta:
… llegado el día en que había de morir [el indio prisionero] le sacaron de la cárcel, y llevado al baile o mitote, comenzaron su fiesta; quiso su ventura u ordenolo así Dios, que el que estaba tañendo el teponastle, que es un instrumento de madera que se poye media legua y más, erró el golpear y el compás de la música, y teniendo esto por agüero y mala señal, el sacerdote de los indios mandó que no pasase la fiesta adelante ni se hiciese por entonces el sacrificio y que muriese el tañedor que había hecho aquella falta, tan grande a su parecer… (1979,1: 37).
Como apunté antes, una fuente particularmente valiosa para asomarse al universo musical son los diccionarios coloniales, por desgracia poco trabajados, que nos permiten esbozar consideraciones de antropología histórica. Puesto que es imposible en este breve espacio referirse a todos ellos abordaré únicamente lo consignado en los textos que tenemos sobre la lengua tzeltal de Copanaguastla, Chiapas, que me parecen ideales para nuestro propósito ya que fueron redactados en los primeros quince años de estadía de los dominicos en Chiapas, época en que las costumbres prehispánicas, como los mismos frailes dominicos señalan, se mantenían con plena vigencia (Ruz, 1992: 37 y ss.) y porque el talento musical de sus habitantes le valió a la población el ser reconocida como una de las más brillantes de toda la provincia chiapaneca en el siglo XVI en tal rubro (Ximénez, 1971, 1: 516).16
Estos diccionarios enumeran flautas, trompetas, sonajas, tambores sólo de madera o combinando madera y cuero, y un pequeño “atabal” que el fraile compara con el adufe o pandero de origen árabe. Por lo que respecta a los tambores, vemos que podían tocarse con las manos o con palos. Así, tenemos el verbo vagh, “tañer atabales con palos”, diferenciado el tambor que así se tocaba -el culinte o “teponabasti”, fabricado en madera,17 del cayob, que incluía cuero y se tocaba con las manos.
Sobre las flautas (amay) se nos informa que podían guardarse en estuches, y tocarse solas o juntas; aparecen incluso acotaciones acerca de flautas de gran tamaño cuyo sonido se nombraba con un término específico (xyamet xohc) lo cual parece indicar que no era el mismo que emitían las otras: acaso era más suave o bajo si tomamos en cuenta que yamal indica una cosa blanda o suave y yamagh se traduce como descrecer, adelgazarse, apretarse, bajar o mermar. Por otra parte, parecería que el sonido de al menos alguna de las trompetas era más “bullicioso” si atendemos a que chihighetel señala exactamente tal característica, y “alto”, ya que toy (raíz que se muestra en toloyet) significa levantar, o ensoberbecer.18
Un problema particular en cuanto a su origen presenta la trompeta “para tañer” que recibe los nombres de oquez, ohquez, xcuoqueçan o xavoqueçan, relacionados con las voces ohc: sonar, cantar como aves, y ohquel: sonido. Aunque los textos traducen siempre tales vocablos por “trompetas”, y en algunos de los términos compuestos aparece la palabra castellana, no debe por ello pensarse que hagan referencia estricta al instrumento europeo pues sabemos que los mayas empleaban trompetas y sacabuches de madera. Uno de los vocablos tzeltales que Ara nos proporciona para “corneta o bocina”, hub, es registrado por el Diccionario de Viena como la voz yucateca que conviene a “bocina de caracol” (en Acuña, 1978: 41), y es bien sabido que la concha de los caracoles marinos del género Strombus gigas era uno de los aerófonos comúnmente usados por los mayas.19
Si bien gran parte de los términos (sobre todo en lo relativo a las trompetas) se forman a partir de la raíz ohc u oc, ésta aparece acompañada por ghachlaghan (ghachachet: “ruido hacer el viento suave”) en el caso de las flautas que suenan juntas, o de vivon, vihihet (vililighon: silbar; vilil: silbato de barro; vililin: usar de algo por silbato) en el caso de una sola.
Aunque no se hace referencia a sus sonidos, me parece importante destacar que los cascabeles y sonajas también se enumeran en el vocabulario, designándolos por igual con la voz chilol taquin (taquin: metal), dando la voz on taquin como particular o cascabel, y reportando incluso chohte para “cascabel de lacandón”, acaso un fruto seco con semillas, dado el empleo de la raíz te, que remite a elementos vegetales.20
Danzas, cantos y farsas
Al igual que otros pueblos mesoamericanos, los mayas tenían diversas clases de danzas, de carácter profano o religioso, vinculados a ceremonias públicas o privadas, tales como matrimonios, exequias, etc., y de tipo tanto estrictamente ritual como jocoso y lírico: así, en los cantos que al parecer acompañaban a algunas de ellas (como los de Dzitbalché), encontramos temáticas tales como el amor, el placer y la recreación de leyendas, mezclados con himnos a los dioses, referencias a los días aciagos según el calendario maya, y también a individuos particulares como los sonajeros y los juglares, e incluso cantos de huérfanos. Se cantaba pues desde el placer físico de los jóvenes hasta las penas de quienes estaban solos.
Morley señala que la danza era una actividad religiosa, desconociéndose el baile “como actividad social” (1972: 208), pero conviene matizar tal aseveración, pues el hecho de que la cotidianeidad maya estuviese permeada por lo religioso no significa que tales actos no conllevasen interacciones sociales de tipo incluso jocoso, en particular si pensamos en las danzas ligadas a las representaciones escénicas.
De hecho, hacer una separación estricta entre cantos, danzas y tales representaciones no deja de ser en alguna medida artificial; muchos de los primeros estaban hechos para acompañar a las segundas, como lo muestra por ejemplo el canto llamado “El apagamiento del anciano sobre el monte”, metáfora para referirse a las ceremonias del fuego nuevo con que se recibía al año, en el cual se mencionan expresamente, además de los dioses venerados, los instrumentos, la escuela de canto y danza, sus maestros y algunos de los actores que participaban en las representaciones, junto con la erección de la estela que daba cuenta del acontecimiento:
Declina el so en las faldas del cielo al poniente;
Suenan el tunkul, el caracol y el zacatán y se sopla la cantadora jícara.
Se seleccionan todos… han venido.
Después, saltando, van a llegarse hasta el popolna, donde está el Ahau Can…
Han llegado los músicos cantantes, los farsantes, bailarines contorsionistas, saltarines y los corcovados y los espectadores
Todas las personas han venido… a la diversión que se hará en medio de la plaza de nuestro pueblo.
Al comenzar a penetrar el sol en las faldas de la superficie del cielo es el momento conveniente para comenzar…
Que ni siquiera el gozo experimentado ante el amor y la sensualidad, representados por la flor, se consideraban necesariamente desvinculados de los ritos se constata de manera rotunda en otro de tales cantos; aquél donde se describe la ceremonia Kay nicté, realizada por mujeres solas y desnudas, dirigidas por una anciana, en noches de luna y a la orilla de una poza natural (haltun), “para regresar, si se ha ido, o asegurar, si permanece cerca, al amante” (ibid: 367-68). Allí se apunta:
La bellísima luna se ha alzado sobre el bosque;
Va encendiéndose en medio de los cielos
donde queda en suspenso para alumbrar sobre la tierra, todo el bosque.
Dulcemente vienen el aire y su perfume.
…
Hemos llegado adentro del interior del bosque
donde nadie mirará lo que hemos venido a hacer-
…
Hemos traído la flor de la Plumeria,
la flor del chucum, la flor del jazmín canino…
Trajimos el copal, la rastrera cañita ziit,
así como la concha de la tortuga…
nuevo calzado, todo nuevo,
inclusive las bandas que atan nuestras cabelleras
para tocarnos con el nenúfar; igualmente el zumbador caracol…
…
Ya, ya estamos en el corazón del bosque,
a orillas de la poza de la roca,
a esperar que surja la bella estrella
que humea sobre el bosque.
Quitaos vuestras ropas,
desatad vuestras cabelleras;
quedaos como llegasteis aquí sobre el mundo,
Vírgenes, mujeres mozas.
Lo religioso
Al leer este tipo de cantos, resulta fácil comprender que los frailes insistieran en proscribirlos; la carga de sensualidad implícita no comulgaba, por decir lo menos, con la nueva moralidad que se pretendía imponer.
Por otra parte, su afán por conocer las modalidades de la antigua religión, para mejor combatirla, explicarían quizá la cantidad de datos que nos legó por ejemplo fray Diego de Landa sobre las ceremonias prehispánicas; entre ellas los bailes.
Vemos así aparecer en su Relación aquellas danzas que se ejecutaban en las ceremonias de año nuevo de los años Kan, junto con ofrecimiento de sangre de un guajolote, panes de maíz en forma de corazones y semillas de calabaza, además de autosacrificios de las orejas (Landa, 1978: 64; Morley, 230 y ss.), y otra danza de mujeres ancianas de la comunidad frente a una imagen de Itzamná, en caso de desgracias (acompañadas de sacrificios de perros u hombres). Cabe señalar que los bailes eran la única ocasión, según Landa (ibid.: 89) en la cual las mujeres podían estar presentes en el templo.21
En los años Muluc también se ejecutaban danzas (como el baile de guerra holcanokot batelokot) y asimismo, en caso de calamidades (relacionadas con escasez de agua y el exceso de retoños en las cañas de maíz), las viejas además de ofrecer un tejido tenían que bailar sobre zancos, teniendo en las manos unos perros de barro con panes en el lomo (Landa, ibid.: 66). En los años Ix (tenidos por particularmente riesgosos en cuanto a robos, enfermedades de los ojos, guerras, cambios de jefes, sequías, plagas de langosta y hambres) se acostumbraban los bailes alcabtan kamahau, y también danzaban las ancianas. Aún más peligrosos eran los años Cauac: soles destructores, mortandades, bandadas de pájaros y hormigas devorando el grano. No es pues extraño que se acostumbrara realizar una danza vinculada con el inframundo, llamada Xibalbaokot, y que en épocas particularmente difíciles los bailes adquirieran incluso matices de sacrificio, pues se ejecutaban sobre brasas, con los pies desnudos22 “y en esto creían que estaba el remedio de sus miserias y malos agüeros” (Landa, ibid.: 69-70).
Sobre este tipo particular de “baile” -según la clasificación hispana de la época- nos ilustra Juan Farfán, uno de los primeros conquistadores de Yucatán, quien escribió sobre las costumbres antiguas de los pueblos de Kanpocolche y Chochola (próximos al actual Valladolid, en el oriente). Puesto que se trata de uno de los escasísimos testimonios que ha perdurado de un testigo presencial, bien vale la pena rescatarlo en su totalidad.
Tenían otro rito o uso antiguo en sus bailes, que juntaban mucha leña seca, que habría como más de cien carretadas, y poníanle fuego y hacíanlo todo brasas, y después tendíanla con un palo… y hecho esto venía el sacerdote llamado Ahk’in… y traían un hisopo, y con un vaso que haría como hasta dos cuartillos de vino -del que ellos hacían en su tiempo viejo- y andaba derredor del furgo mojando el hipopo y echando en el fuego y diciendo en la lengua un cantar [del] que no entendemos, por no saber la lengua, más de que bendecía el fuego, y hecho esto pasaba corriendo por encima del fuego. Y luego venían otros y pasaban, unos poco a poco y otros como les parecía, y esto descalzos, e iban dejando unos vasitos de vino en medio del fuego. Y venían otros detrás… e íbanlo tomando…, y el Ahk’in, primero que comenzaba a pasar por el fuego, primero llevaba un ídolo colgado en la mano, diciendo que aquél les pasaba por el fuego sin que les hiciese mal. Y dicen que éste que lleva el ídolo alcanzaba para los demás que pudiesen pasar sin quemarse, con las palabras y ceremonias que havía y decía, demás de que bailaban muchos indios y cantaban muchos cantares, los cuales no entendíamos porque no sabemos la lengua.
Y demás de este baile del fuego había otros muchos bailes, que serían de más de mil géneros, y tenían éstos por muy grandísima cosa, y se juntaban a verlo tanta cantidad y número de gente, que se juntarían más de 15 mil indios, y que venían de más de 30 leguas a verlo porque, como digo, lo tenían ellos por muy grandísima cosa (RHGGY, 11: 323-324).
Cualquiera que haya presenciado un carnaval contemporáneo en el pueblo tzotzil de Chamula, podrá observar los paralelos.
Había también diversas danzas que se ejecutaban a lo largo de los meses; sólo mencionaré la celebración en honor de Kukulkán (mes Xul) cuando desfilaban señores, sacerdotes, gente del común y en particular los “pasayos”, característica de la festividad, que por eso se denominaba chic kaban (“llamado payaso”).
En otras ocasiones se acostumbraban ayunos, comidas especiales y danzas que duraban cinco días y noches, a lo largo de los cuales los “payasos” iban por las casas representando comedias y recogiendo regalos que luego se repartían entre señores, sacerdotes y bailarines (Morley, 233), descripción que bien podría aplicarse a la ceremonia que realizan aún hoy los tojolabales durante la cuaresma, llamada Taan K’oy (ceniza-excremento).
Había también danzas específicas en las celebraciones que sacerdotes, médicos hechiceros (denominada Chan tuniah), cazadores (llamada Okot uil) y pescadores (Chohom), dedicaban a sus dioses patronos para tener éxito en sus respectivas actividades (Morley, ibid.).23
La entrega con que se ejecutaban todas y cada una de estas ceremonias se advierte clara en lo que acota el mismo franciscano: “Y en sus bailes son pesados porque todo el día entero no cesan de bailar y allí les llevan de comer y beber” (Landa, op. cit.: 39).
Dos descripciones, dos concepciones
Landa habla con particular detalle de dos danzas, a las cuales califica de “muy de hombre de ver”: la llamada holcan okot, celebrada por los guerreros (holkan) en el mes de Pax,24 “en que bailan 800 y más y menos indios, con banderas pequeñas, con son y paso largo de guerra, entre los cuales no hay uno que salga de compás”, y del colomché, donde al son de la música los bailarines, en parejas, uno de pie y el otro en cuclillas, jugaban con cañas, aventándoselas (p. 39).
Menciona asimismo ciertos bailes sacrificiales (para los cuales se compraban esclavos o incluso, algunos “por devoción, entregaban a sus hijitos”) y señala que tras varios días en que se festejaba al futuro sacrificado (de pueblo en pueblo), reunidos en el patio del templo, desnudaban a la víctima, la ataban a un madero y la pintaban de azul y después “hacía la gente un solemne baile con él, todos con flechas y arcos alrededor del palo, y bailando subían en él, y atábanle, siempre bailando… Subía el sucio del sacerdote vestido, y con una flecha le hería en la parte verenda, fuese mujer u hombre, y sacaba sangre y bajábase y untaba con ella los rostros del demonio [imágenes de los dioses]; y haciendo cierta señal a los bailadores, ellos, como bailando, pasaban de prisa y por orden le comenzaban a flechar el corazón, el cual tenía señalado con una señal blanca, y de esta manera poníanle al punto los pechos como un erizo, de flechas” (p. 50).
Mientras que a los que sacrificaban arrancando el corazón –apunta- luego los desollaban y el sacerdote, “en cueros vivos, se forraba con aquella piel y bailaban con él los demás, y esto era cosa de mucha solemnidad para ellos… Si [los sacrificados] eran esclavos cautivos en guerra, su señor tomaba los huesos para sacarlos como divisa en los bailes, en señal de victoria” (p. 51).
Aunque el fraile describe al colomché como un baile más bien jocoso, donde la destreza con las cañas jugaba el papel principal, parece que éstas no eran sino parte del rito, que en su totalidad incluía el sacrificio ritual. Tal dualidad está presente incluso en el nombre de lo que él denomina danza, pues si colomché puede en efecto traducirse acudiendo a las raíces col (arrebatar), om como un agentivo que denota al actor y ché por palo (“el que arrebata el palo”), resulta que la primera parte, tomándose como glotalizada, k’ol, significa “desollar, lastimar o herir livianamente”, de donde tendríamos “herir livianamente al del palo” (Barrera Vázquez: 356). Esto explica cabalmente el sentido de algunos párrafos de dos de los Cantares de Dzitbalché, la “Canción de la danza del arquero flechador” y el llamado precisamente X colom ché. En la primera, invitando al personaje a alistarse para flechar a un cautivo, se lee:
Espiador, espiador de los árboles,
a uno, a dos vamos a cazar a orillas de la arboleda
en danza ligera hasta tres.25
Bien alza la frente, bien avizora el ojo;
no hagas yerro para coger el premio.
…
Da tres ligeras vueltas alrededor de la columna pétrea pintada,
aquélla donde atado está aquel viril muchacho, impoluto, virgen, hombre.
Da la primera [vuelta]; a la segunda coge tu arco, ponle su dardo,
apúntale al pecho; no es necesario que pongas toda tu fuerza para asaetearlo,
para no herirlo hasta lo hondo de sus carnes
y así pueda sufrir poco a poco, que así lo quiso
el Bello Señor Dios.
A la segunda vuelta que des a esa columna pétrea azul,
segunda vuelta que dieres, fléchalo otra vez.
Eso habrás de hacerlo sin dejar de danzar, porque
así lo hacen los buenos escuderos peleadores hombres que
se escogen para dar gusto a los ojos del Señor Dios.
Así como asoma el sol por sobre el bosque al oriente,
comienza el flechador arquero el canto…
Oigamos ahora la descripción hecha por los propios mayas del sacrificio mismo, contenida en el cantar X colom ché y las palabras que se dirigen a la víctima, portadora del mensaje a los dioses; descripción y arenga que dan buena cuenta de la lírica apreciación que se tenía del ritual, cargado como era de esperar de un profundo sentido religioso:
Mocetones recios,
hombres del escudo en orden,
entran hasta el medio de la plaza
para medir sus fuerzas
en la danza del kolomché.
En medio de la plaza
está un hombre
atado al fuste de la columna
pétrea, bien pintado con el bello añil.
Puéstole han muchas flores de blaché
para que se perfume;
así en las palmas de sus manos, en sus pies,
como en su cuerpo también.
Endulza tu ánimo, bello hombre;
tú vas a ver el rostro de tu Padre en lo alto.
No habrá de regresarte aquí sobre la tierra
bajo el plumaje del pequeño colibrí
o bajo la piel… del bello ciervo…
Date ánimo y piensa
solamente en tu Padre;
no tomes miedo; no es mallo lo que se te hará.
Bellas mozas te acompañan
en tu paseo de pueblo en pueblo…
No tomes miedo; pon tu ánimo en lo que va a sucederte…
…
Ríe, bien endúlcese tu ánimo,
porque tú eres a quien se ha dicho que lleve la voz
de tus convecinos ante nuestro Bello Señor,
aquél que está puesto
aquí sobre la tierra
desde hace ya muchísimo [tiempo]…
La parafernalia
La realización de todas y cada una de estas danzas implicaba, a más de la preparación física y ritual de los participantes, obtener los implementos necesarios para llevarlas a cabo. Sobre ello sabernos muy poco, pues los cronistas rara vez se detuvieron en describir los trajes o la coreografía. De nuevo los diccionarios resultan de utilidad para conocer algunos de tales detalles.
Así por ejemplo, fray Tomás de Coto, en su vocabulario sobre la lengua cakchiquel (Thesaurus Verborum 1647-1656) consigna la importancia de las plumas26 tanto en actividades cotidianas como extraordinarias, pues eran empleadas como tributo y hasta como parafernalia ritual. Las vemos aparecer en las entradas que hablan de abanicos (mosqueadores o aventadores), coronas, cañutos o caños para escribir; para poner a un “guaipil en el pecho” o para el sombrero. Particularmente codiciadas para ataviarse en los bailes, lucían en brazaletes, “plumajes” usados ,,en la cabeza o en el brazo”, o plumas singulares de quetzal “largas y verdes, con que bailan”.27 Había incluso verbos para denotar su ondular con la danza: ti nuu chi 3u3 xahbal: “quando las plumas de los que bailan se van meneando”, ti mee chi 3u3, “ondear los penachos o plumas de los que bailan, o las sementeras de trigo, meneándose a una con el aire”. Plumas cuyo “relumbrar” durante el baile se coloca en el diccionario en la misma entrada en que figuran los vientres dorados de los peces bajo el agua, el fuego, las luciérnagas, la arena, las estrellas, la luna “muy reluciente y clara” y el sol “quando dan los rayos por las cumbres de los montes” (1983: 479-480).
Teniéndoseles tal estima no es de extrañar que se vigilara su estado (“quebrantarse las plumas con que bailan, no quebrarse del todo”: tibuqhubux 3u3 o ququm q,ibabal) e incluso que se alquilasen para las festividades (op. cit.: 423).28 Así, el dominico Thomas Gage, al hablar de Santiago Sacatepéquez menciona el alquiler de penachos en las fiestas titulares de los pueblos, y lo redituable del negocio “porque hay penachos de éstos que tendrán 60 plumas de distintos colores y les dan por el alquiler de cada pluma medio real… y además el valor de las plumas que se extravíen por casualidad” (1946: 198). Sobre la persistencia de esta costumbre volveré al final de la exposición.
El valor comercial y estimativa de las plumas explica también el que los tzutuhiles de San Andrés y San Francisco Atitlán (al mismo tiempo que aprendían el canto llano a la usanza occidental), espiaran los sitios donde anidaban las guacamayas a fin de apropiarse de los polluelos, domesticarlos y aprovecharse de sus plumas “amarillas, coloradas, azules y verdes… para sus areytos y bailes en días de fiesta” o para hacer elegantes abanicos (1982: 135, 146).
Sabemos también que en ciertos festejos los cakchiqueles se vestían como águilas o felinos y descendían desde lo alto del xahobal clie o xahbal coh; un “palo muy alto que suelen poner en las fiestas de los pueblos, y buelan en él los indios atados, que en castellano llamamos bolador”. Asimismo, en las máscaras o “carátulas” que alegraban los bailes: qokbal ru bi cot, ru vi balam (Coto, op cit.: 71, 336, 338), aparecían representadas figuras de tigres y águilas. Estos bailes, nos dice, eran amenizados con diversos instrumentos, entre los cuales estaban aquéllos de percusión cubiertos con pieles de venado, pecaríes o conejo, y los silbatos y ocarinas que con frecuencia representaban aves.
Los yucatecos, por su parte, codiciaban los cuernos de venado, que empleaban para castrar colmenas (Álvarez, op.cit., 1: 322, 324) y percutir las conchas de tortuga, y los huesos largos, con los que se fabricaban silbatos que, a la par de los caracoles grandes y las flautas de cañas, servirían para hacer “son a los valientes” cuando bailaban el colomché (Landa, op cit.: 39).
Un detalle particular sobre parafernalia aparece en la descripción del pueblo tzutuhil de San Bartolomé, sujeto a Santiago Atitlán, Guatemala, donde aún en la época colonial los indios acostumbraban llevar en las fiestas principales “en sus fiestas y areytos”, culebras no venenosas (del tipo de las llamadas mazacoatl, hecacoatl y tlilcoatl) “revueltas al cuerpo y al brazo” (apud Acuña, 1982: 109).
Representaciones escénicas
Habiendo dedicado algunas palabras a los cantos y danzas, pasemos ahora a considerar con idéntica brevedad lo relativo a lo que podríamos llamar “representaciones escénicas”, no sin antes insistir en dos puntos: primero, lo arbitrario de tal clasificación, que obedece más a facilitar la exposición que a la percepción que de tales actos tenían los propios mayas (para quienes, según todo parece indicar, estaban íntimamente ligados a cantos y danzas), y segundo, el hecho de que si bien hoy -allí donde se han mantenido- tales representaciones han sido comúnmente calificadas como mero folklore, ello obedece en buena medida a que, después de siglos de adoctrinamiento religioso, muchas de ellas perdieron su vinculación con los antiguos ritos a los que antes acompañaban.
Cabe iniciar señalando que el propio Landa menciona el arraigo popular de los bufones (“farsantes”) entre los yucatecos, y la existencia de espacios para representaciones en poblaciones como Chichén Itzá (las plataformas ahora llamadas de Venus y de Las águilas y los tigres), tal y como sabemos existían en ciudades del Altiplano Central como Tlatelolco, Tenochtitlan o Cholula.
Que esos “farsantes” eran al mismo tiempo bailarines se desprende de la afirmación de Sánchez de Aguilar, en el sentido de que, acompañados con tunkules, flautas y conchas de tortuga, narraban, cantaban y bailaban.
Tenían y tienen farsantes que representan fábulas e historias antiguas. Son graciosísismos en los chistes y motes que dicen a sus mayores y jueces, si son rigurosos, si son blandos, si son ambiciosos, y esto con mucha agudeza y en una palabra… Los religiosos vedaron al principio de su conversión estos farsantes, o porque cantaban antiguallas, que no se dejaban entender, o porque no se hiziessen de noche estas comedias y evitar pecados en tales horas. Y averiguando algo de esto hallé que eran cantares y remedos que hacen de los paxaros cantores y parleros, y particularmente de un paxaro que canta mil cantos, que es el cachic, que llama el mexicano çençontlatoli … Llaman a estos farsantes baldzam, y por metáfora llaman baldzam al que se hace gracioso, dezidor y chocarrero (op cit.: 98).
El filólogo René Acuña, uno de los pocos que ha trabajado con profundidad este tema (1975 y 1978), agrega a los “bufones y chocarreros” los nombres del ah taah ach y el chic, y apunta que estos últimos se caracterizaban por su lenguaje retozón “y por sus meneos, muecas y amagos, a menudo bastante obscenos”; su carácter jocoso habría propiciado la relativa indulgencia con que los vieron los españoles (1978: 17, 21, 22)29 quienes incluso siguieron empleándolos para su esparcimiento, como señala el propio Landa (ibid).
Que este tipo de actores eran populares también entre los mayas de Guatemala se desprende de lo asentado por el franciscano Antonio Margil de Jesús, fanático persecutor de indios “idólatras” y “supersticios” en todo el Virreinato de la Nueva España, desde Costa Rica hasta Texas, quien en 1704 emprendió una visita al Departamento de Suchitepéquez, Guatemala, pues se había enterado de la persistencia de múltiples costumbres prehispánicas. En la breve pero riquísima descripción que nos dejó al respecto, dedica algunos párrafos al “arte de nigromancia para mil habilidades, con efectos extraordinarios” que practicaban algunos individuos en los pueblos de Samayac, San Pablo, San Bernardino y San Gabriel y que, según constató, maravillaban a los espectadores, en particular -apuntó con espanto- a los muchachos de doctrina.
A lo largo de dichas representaciones, que se acostumbraban en las fiestas públicas, los que él llama nigrománticos, en medio de ciertos bailes, ejecutaban “suertes” tales como darse “con unas piedras despiadados golpes en los brazos, pechos, espinillas y cabeza, sin hacerles las piedras la más mínima lesión ni dolor”, quemar un pañuelo en público y luego mostrarlo completo, sacar agua de la cacha de un cuchillo, quebrar un huevo y volverlo a unir, tragar fuego sin quemarse, cortar el tronco de un árbol “de gran magnitud” y volverlo a pegar e incluso formar “en las plazas o campos un mar, un río y una fuente o poza muy profunda”. Artes que, según apunta, tenían indios y españoles por pura habilidad o juegos de manos, pero que él bien sabía no podían lograrse sin ayuda del Demonio (Dupiech y Ruz, 1988:255-257).
Para el tiempo en que Margil visitó estos pueblos quichés, las representaciones estaban salpicadas con elementos españoles y africanos, como lo muestra el que los bailes fuesen sones “corridos” y “foliados” (de los cantos llamados folías, comunes en Portugal, España y Las Canarias) y “corridos”, que se Acompañaban con arpa y guitarra (ibid.), pero no cabe duda de que el arte de los nigrománticos era de raigambre profundamente prehispánica: en el mismo Popol Vuh se habla de cómo los héroes gemelos, con tal de vencer a los señores del inframundo, se dejaron quemar en una hoguera, moler sus huesos y lo resultante ser arrojado a las aguas de un río, para luego aparecer como hombres-peces. Asimismo, quemaban las casas y las volvían a su estado anterior, se mataban y resucitaban mutuamente… (apud Acuña, 1980: 24).
Al igual que sus descendientes del siglo XVIII los jóvenes del Popol Vuh entremezclaban tales actos de magia con bailes, como los del puhuy (especie de mochuelo), cux (comadreja), iboy (armadillo), chitic (zancos) y el llamado ixtzul, danza particularmente violenta “que se bailaba por muchos grupos haciendo un estruendo indescriptible”, en la cual los bailarines portaban máscaras pequeñas, plumas de guacamaya colgadas del occipital y se vestían “con naguas como camisas de sacristanes”, y que entre sus pasos incluía el meterse “palos por las gargantas y huesos de las narices” y darse “grandes golpes en los pechos con una gran piedra” (apud Acuña, 1980: 24-26), ni más ni menos que como los “nigrománticos” de Margil.
La ejecución de este tipo de juegos de ilusionismo fue consignada por Sahagún para el Altiplano Central e incluso para los mayas-huaxtecos, de quienes nos dice que además de cantores y bailadores eran
… amigos de hacer embaimientos, con los cuales engañaban a las gentes, dándoles a entender ser verdadero lo que es falso, como es dar a entender que se queman las casas que no se quemaban, y que hacían parecer una fuente con peces. Y no era nada, sino ilusión de los ojos. Y que se mataban a sí mismos, haciéndose tajadas y pedazos sus carnes y otras cosas que eran aparentes y no verdaderas (Ibid.; Ochoa, 1979:141).
Entre los yucatecos tampoco eran desconocidos tales actos de prestidigitación y farsas rituales, que estaban a cargo de los actores llamados ah tel ez, y al igual que entre los quichés fueron proscritas por los frailes (Acuña, op cit.: 23).
Sobre la ceremonia del “volador” en Guatemala, contamos con la descripción de Antonio de Ciudad Real, quien la presenció en Almolonga en 1585:
Pusieron en el patio de la iglesia un volador, que es un palo muy alto, hincado en el suelo muy fijo y fuerte; en la punta de este palo, allá en lo alto, tenían hecha una rueda a manera de devanadera y en ella cogidos cuatro cordeles gruesos, a los cuales se ataron cuatro indios, a cada cordel el suyo, vestidos todos de color, con unas alas muy grandes y sendas sonajas en las manos, y dejándose caer todos cuatro a un punto, atados por medio del cuerpo, bajaron poco a poco como volando, tañendo sus sonajas hasta que cayeron al suelo, que cierto era muy de ver. Luego subían otros y luego otros y otros, y así regocijaron la fiesta (op cit.: 5).
Casi un siglo después el cronista Fuentes y Guzmán dedicó un capítulo de su extensa obra sobre Guatemala al mismo entretenimiento. Por él nos enteramos que desde niños se entrenaban los mayas para ejecutarlo, entrenando arduamente durante meses los finalmente elegidos para hacerlo; nos describe los ricos atavíos de plumas y máscaras de aves empleados y añade los instrumentos acompañantes: cascabeles, tepanaguastles, flautas, caracoles y ayacastles “sonoros y ruidosos”. Destaca también el papel de los “criados” de los voladores, que bailaban en el estrecho “bastidor” y el papel del llamado mico, que permanecía en lo alto del madero (1969, 1: 344-346).
No existe acaso mejor colofón, para cerrar este breve recorrido por el mundo de la música y las danzas de los mayas prehispánicos, que referirse aunque sea a vuelapluma al justamente famoso Rabinal Achí, único ejemplo que ha llegado hasta nosotros de “baile-drama” o “teatro” mesoamericano, aunque desprovisto de la música original y las indicaciones coreográficas que sabemos lo acompañaban.30
Dicha representación, conocida por los achís modernos como Xahoh tun o baile del tun, y cuyo nombre original parece haber sido Lotzo tun o Lotzo gohom, “tun o trompetas del sangramiento” ha sido estudiada por varios autores, en particular por René Acuña (1975), quien destaca su carácter eminentemente ritual, a pesar de que ha sido común considerarlo “un baile-drama de carácter floklórico, cuyo contenido nadie ha vacilado en calificar de histórico” (op cit.: 77,99-101).
Los nombres de algunos personajes (vg. “Cinco lluvia”), la relación de otros con la diosa Xochiquetzal, “la de la falda de jade” y los atributos que todos ellos portan en las manos, muestran sus vínculos con cultos de fertilidad. Y no es tampoco casual que la obra se representase a partir del 20 de enero, fecha en que iniciaba entre los guatemaltecos el mes Pariché equivalente al llamado Atlcahualo o Cuahuitlehua entre los nahuas, voces que tanto en maya como en náhuatl remiten a la idea de sembrar estacas y el tiempo de retoñar los árboles.
Que en esa misma fecha el santoral católico festeje nada menos que a San Sebastián (por cierto patrono de uno de los cuatro barrios de Rabinal), muerto a flechazos atado a un árbol según la tradición, no fue por supuesto elección de los indios; pero la coincidencia no pudo caer mejor.
No voy a intentar resumir aquí las características de tal obra, analizadas extensamente por Acuña con la acuciosidad que lo caracteriza; rescatemos para nuestro propósito que la puesta en escena se acompañaba con la música de un tambor hueco de madera (el tun o teponaztli) y dos trompetas, y que su argumento (entretejido con coreografías dancísticas) gira en torno al cautiverio de, los diálogos con y el monólogo y sacrificio ritual de un guerrero quiché, Cavek Quiclié Vinak, capturado por los de Rabinal.
Puesto que, pese al título con que la conocemos, es este último de hecho el verdadero protagonista de la historia, oigamos parte del parlamento que pronuncia poco antes de danzar y solicitar al señor de Rabinal permiso para ir a despedirse de su tierra:
A esas flautas, esos tambores, ¿les sería posible sonar ahora como mi flauta, como mi tambor? Toquen, pues, la melodía grande, la melodía breve.
Que toque mi flauta yaqui [extranjera], mi tambor yaqui, mi flauta queché, mi tambor queché, la danza del preso, del cautivo en mis montañas, en mis valles, como para que haga palpitar el cielo, para que haga palpitar la tierra.
Que nuestra frente, nuestra cabeza se dobleguen, cuando demos vuelta golpeando con el pie; cuando bailemos, cadenciosos, golpeando el suelo con los servidores, con las servidoras, aquí bajo el cielo, sobre la tierra.
Esto dice mi voz ante el cielo, ante la tierra.
¡El cielo, la tierra, estén con ustedes, oh flautas, oh tambores!
Y a su regreso, dirigiéndose a quienes habrán de sacrificarlo, exclama:
¡Oh águilas! ¡Oh jaguares! “Se ha marchado”, dijeron hace poco. No me había marchado; fui solamente a decir adiós a la cara de mis montañas, a la cara de mis valles… en los cuatro rincones, en los cuatro lados.
¡Ah, oh cielo! ¡Ah, oh tierra! Mi decisión, mi denuedo, no me han servido. Busqué mi camino bajo el cielo, busqué mi camino sobre la tierra, apartando las yerbas, apartando los abrojos. Mi decisión, mi denuedo, no me han servido.
¡Ah, oh cielo! ¡Ah, oh tierra! ¿Debo, realmente, morir, fallecer aquí, bajo el cielo, sobre la tierra?
…
¡Ah, oh cielo! ¡Ah, oh tierra! Ya que es necesario que muera, que fallezca aquí, bajo el cielo, sobre la tierra, ¡cómo no puedo cambiarme por esa ardilla, ese pájaro, que mueren sobre la rama del árbol, sobre el retoño del árbol!…
¡Oh águilas! ¡Oh jaguares! Vengan, pues, a cumplir su misión, a cumplir su deber, que sus dientes, que sus garras me maten en un momento, porque soy un varón llegado de mis montañas, de mis valles.
¡El cielo, la tierra, estén con todos! ¡Oh águilas! ¡Oh jaguares!
III. Antiguos instrumentos para nuevas melodías: la época colonial
La decidida acción que ejercieron los eclesiásticos contra las manifestaciones más visibles de la religiosidad con tintes prehispánicos significó, entre otras cosas, la decapitación de las estructuras religiosas preexistentes, con lo cual se perdió buena parte del conocimiento especializado que sólo poseían los líderes. No obstante, basta asomarse a cualquier comunidad maya contemporánea para percatarse de que, en mayor o menor medida, el pueblo logró mantener algunas de las antiguas creencias y actitudes, bien por haberlas ocultado celosamente en espacios más privados (cuevas, forestas o incluso viviendas), bien a través de refuncionalizaciones o reelaboraciones; es decir, adaptando algunas de ellas a las modalidades del nuevo universo religioso.
Este último mecanismo, cabe señalar, fue en ocasiones alentado incluso por los propios eclesiásticos, quienes buscaron aprovechar algunas de las antiguas manifestaciones culturales como medio para introducir los cambios deseados. Tal parece haber sido, en varios casos, el destino de las expresiones musicales.
Acaso una de las primeras amalgamas en este sentido fue la estrategia empleada por Las Casas para difundir el mensaje evangélico entre los mayas de la llamada Tierra de Guerra (Tezulutlán, más tarde Verapaz), pues fray Bartolomé, como es bien sabido, instruía a ciertos mercaderes indígenas para que contaran y cantaran pedazos de historias bíblicas en los pueblos que visitaban, deteniendo la narración en algún pasaje de particular interés. Cuando los indios solicitaban continuasen, alegaban no saber más, agregando de inmediato conocer a ciertos españoles (los frailes dominicos) que las sabían a la perfección. Así, éstos se hacían invitar a los poblados.
También en Yucatán la cultura musical fue puesta al servicio de la nueva religión, según algún autor, por iniciativa del lego franciscano Juan de Herrera hacia 1545, quien fue “el primero en enseñar la lectura y escritura, canto llano y polifónico, órgano y latín a los niños mayas” (Bretos, 1987: 29).
Fuese o no por iniciativa de Herrera, según las Relaciones históricogeográficas de la Gobernación de Yucatán (RHGGY), para 1579 en muchos pueblos31 se registraba la existencia de “indios cantores” (“que dicen las horas del día y ofician el oficio de la misa”). En Ekbalam, Xocen, Dzan, Panabchen y Muna se agregan a tales cantores los “tañedores y músicos de flautas”, en la Relación de Tinum y Temozon aparecen junto a las flautas los sacabuches, a los que se añaden en la de Tekom y Ecab las trompetas, en tanto que en la de Izamal se apunta la existencia de una escuela en el monasterio franciscano donde los indios, además de aprender a leer y escribir, eran enseñados “a cantar y tañer”, a fin de que pudiesen hacerse cargo de las paraliturgias (RHGGY, 1: 180, 198, 214, 25, 304; 11: 140, 158, 199, 226, 232, 246, 277). En 1588, durante su recorrido por la península, el franciscano Antonio de Ciudad Real observó que “por pequeños que sean”, en todos los pueblos había escuelas donde los indios “aprenden a leer y escribir y cantar canto llano y canto de órgano, y a tañer flautas, chirimías, sacabuches y trompetas, en todo lo cual hacen ventaja a los de todas las otras provincias de la Nueva España” (1979: 338).
Buscando agradar a los religiosos, los indios salían a recibir a los frailes con “atambores y música que ellos acostumbran”, aunque algunos, como los de Kanpocolche y Chochola, no por ello descuidaban la veneración a sus antiguos dioses (RHGGY, 11: 326, 329). Al propio Ciudad Real y al comisario franciscano Alonso Ponce, por ejemplo, los acogieron en 1588 los de Valladolid con “música de trompeta y flautas”, los de Humún con un baile de enmascarados durante el cual “remedaban también, muy al natural, el canto de unos pájaros nocturnos”, en tanto que los de Huaima les ofrecieron “un baile a su modo”, a diferencia de los de Ichmul, que ejecutaron “una danza al modo de españoles”.32 Particularmente vistosos fueron los recibimientos en Tenum y Kantunil. En el primero:
A una legua [… antes de llegar] tenían hecha una gran ramada, y en ella puestos muchos indios vestidos a manera de moros, con lanzuelas pintadas y adornadas con plumas de colores, los cuales, con unas rodelillas y algunas invenciones y un atambor que les hacía son y los guiaba, fueron la otra legua delante del padre comisario dando voces y gritos, y levantando algazaras, corriendo unos contra otros sin cesar un punto. Junto al pueblo había muchas otras ramadas y gran multitud de indios, y una danza y mucha música (Ciudad Real, 1979: 324 ss).
En Kantunil, vecino a Izamal, los franciscanos presenciaron el “baile” prehispánico llamado zonó, del cual nos dejó fray Antonio una detallada descripción que bien vale la pena reproducir, dado que reafirma la íntima relación existente entre danzas, música y representaciones de tipo escénico, así como sobre la mezcla existente por entonces de elementos mayas y españoles:
Fue recibido [el padre comisario] con muchos bailes y danzas, al modo de la tierra y de Castilla, y entre ellos sacaron los indios, para regocijarles, una invención particular y fue: unas andas y sobre ellas un castillo redondo y angosto, a manera de púlpito, de más de dos varas de medir de alto, cubierto de alto a bajo con paños de algodón pintados, con dos banderas en lo alto, a cada lado la suya. Metido en este púlpito, y que se parecía de la cintura arriba, iba un indio muy bien vestido y galano, el cual con unas sonajas de la tierra en la una mano, y con un mosqueador de pluma en la otra… iba siempre haciendo meneos y silbando al son de un teponastle que tocaba otro indio junto a las andas, entre otros muchos que al mismo son iban cantando, haciendo mucho ruido y dando muchos y muy recios silbos.
Llevaban estas andas y castillo seis indios a hombros, y aun éstos también iban bailando y cantando, meneando los pies y haciendo las mismas mudanzas que los otros, al son del mismo teponastle. Era muy vistoso aquel castillo y campeaba mucho y divisábase bien por ser tan alto y estar tan pintado (op cit.: 331).
Y si los indios del común del pueblo se ejercitaban en los antiguos bailes e instrumentos, algunos de los principales eran incluso diestros ejecutantes de instrumentos europeos, como el famoso Gaspar Antonio Chí, descendiente de Tutul Xiu y activo colaborador de los franciscanos en Yucatán, quien no sólo era un experimentado hablante tetralingue (latín, maya, castellano y náhuatl), amén de gramático y conocedor del derecho y la historia, sino que se desempeñó como organista en la catedral de Mérida (RHGGY, I: 382) y, a decir de Sánchez de Aguilar “cantaba canto llano y canto de órgano diestramente” (op cit.: 96). En el poblado de Maní (“de donde más y mejores cantores salen”), junto con los indios que entonaban “motetes a canto de órgano”, se reportó desde 1588 la existencia de titiriteros (Ciudad Real, op cit.: 366). Que la enseñanza musical y la disposición de los indios para ella eran generalizadas, se desprende del hecho de que para inicios del siglo XVII, se reportara existir en cada pueblo yucateco “cantores que cantan y ofician las misas en canto de órgano y llano, con flautas, chirimías, sacabuches, cometas y ministriles, clarines y trompetas y órganos que saben tocar” (Sánchez de Aguilar, op cit.: 99).
Pero no sólo en Yucatán florecían los indios músicos que combinaban antiguos y nuevos instrumentos; la Relación de Santiago Atitlán apunta que hacia 1585 los indios de ese pueblo tzutuhil de Guatemala eran
… bien inclinados a entender y aprender todas aquellas cosas de que son enseñados, en especial los que tratan en la iglesia, que son los cantores, los cuales saben leer y escribir y cantar; han tomado bien el canto llano y órgano; sirven de oficiar las misas, Vísperas y otros oficios divinos; saben tocar los ministriles33 como son órgano, trompetas, flautas, sacabuches y chirimías y otros instrumentos que hay en la iglesia para el servicio y ornato del culto divino (apud Acuña, 1982: 83).
Mientras que en uno de sus pueblos sujetos, el de San Bartolomé, se declara existir pilhuanes (voz derivada del náhuatl, que significa hijos e hijas), es decir, muchachos educados en la escuela del convento, donde aprendían a tocar flautas y trompetas, y se ejercitaban en el canto llano (apud Acuña, ibid.: 102), y en muchos otros de la misma región (como San Andrés y San Francisco) o de la Verapaz (San Juan Chamelco, San Pedro, Santiago, Santa María Cahabon) se reporta la existencia de flautas, chirimías y trompetas, a veces junto a órganos europeos y “ruedas de campanillas” (ibid, passim).34
La fabricación de instrumentos a la usanza prehispánica seguía estilándose en lugares como la Verapaz, donde se empleaba el cuero de pecaríes para cubrir los tambores y las conchas de tortuga como instrumentos de percusión, con los que acompañaban “sus bailes antiguos…, pero con cantos y palabras cristianas y devotas” (apud Acuña, 1982: 234, 239, 247).35
Tal cambio no es de extrañar; como mencioné, ya en el siglo XVI funcionarios civiles y eclesiásticos se afanaban por desterrar las tradiciones antiguas, sustituyéndolas o adobándolas con elementos cristianos. Así, en Yucatán, el visitador Tomás López Medel prohibió el uso de atambores, teponaxtlis o tunkules de noche, “y si por festejarse los tocasen de día, no fuese mientras misa y sermón, ni usasen de insignias antiguas para sus bailes y cantares, sino los que los padres les enseñasen” (según López de Cogolludo, en Landa, op cit.: 218).
Uno de los muchos seguidores de esta indicación fue el propio Sánchez de Aguilar, quien enseñaba a sus feligreses villancicos para cantar en Corpus y Navidad, por lo cual –apunta- lo apreciaban mucho y de donde colige deberían dárseles “coplas en su lengua” (pues “cantan fábulas y antiguallas que hoy se podrían reformar y darles cosas a lo divino que canten…”), al mismo tiempo que en el mismo tenor que López Medel se pronunciaba en contra de las juntas, fiestas, bodas y bailes celebradas en la noche, “porque en son de ellas hacen sus sacrificios e usan sus ritos e ceremonias” (op cit.: 83, 98, 111). Y que incluso las actividades sacrificiales se mantenían, aun cuando variando las víctimas, se deduce de su afirmación de que en Cozumel se acostumbraba todavía “un baile de su gentilidad”, a lo largo del cual flechaban a un perro (op cit.: 83).
En contraste con lo que sabemos acerca de las áreas mayanses de Chiapas o el Altiplano Occidental de Guatemala, nuestros conocimientos acerca de los mayas de Tierras Bajas durante la Colonia, exceptuando Yucatán, son prácticamente nulos, pero hay algunos indicios de que la situación no era muy distinta. Mencionaré rápidamente dos ejemplos, relativos a los chontales y maya-yucatecos asentados en Tabasco, y otro sobre los huaxtecos.
En la alcaldía mayor de Tabasco, dependiente la mayor parte de su historia colonial del obispado de Yucatán, sabemos que con el paso del tiempo, y pese a la pobre actuación eclesiástica, los pueblos indios fueron tenidos sin mayores problemas por “cristianos”, pero algunos elementos del antiguo universo ideológico lograron permanecer e incluso trascender hasta nuestros días, incluyendo danzas de origen prehispánico como la de El Tigre que muestra vínculos muy cercanos con el Rabinal Achí, pues en ella “los tigres simulan pelear contra un indio que viste de guerrero, al que amarran y simulan sacrificar en una cueva que llaman Cantepec, donde hacen música y gritan y beben fermentos”. Esta danza se prohibió ejecutar en Tamulté de Las Sabanas en 1631, so pena de 100 azotes, excomunión y destierro,36 pero aun hoy es posible ver desfilar a tigres, monos y pochoveras cada año en Tenosique.
Para el caso de los huaxtecos contamos con un testimonio del clérigo Carlos Tapia Zenteno, quien en una parte de su obra, de corte lingüístico doctrinario, proporciona dos detalles vinculados a ritos que se le antojaron supersticiosos, buena muestra de que en pleno siglo XVIII pervivían antiguos rituales huaxtecos. Así, después de tratar de aves agoreras, creencias en sueños y otras abusiones sobre las que deberá interrogarse al penitente, apunta
En materia de bailes no perdone el ministro celoso trabajo alguno por extinguirlos de raíz, mayormente en los templos; porque, para los días de las principales fiestas del año [se previenen] con ayunos, abstinencias de sus mujeres y otras supersticiosas penitencias, para sacar a bailar el Teem, que los mexicanos llaman Xochiquetzal, que es una figurilla que sacan al medio silencio de la noche, después de bien llenos de tepache y otras bebidas.
El Paya es una figura de ánfora que aderezan con flores que hacen teñidas, de plumas, y, en hábitos de mujeres, con cabellos postizos muy crecidos, las cargan danzando en círculo, teniendo por centro un teponaztle que toca el maestro de la danza y de mil supersticiones; el primero que, con un incensario de barro, turifica [incensa] esos idolillos, y luego persuade a que los demás hagan lo mismo engañándoles con que, si no lo hacen, han de tener mal suceso o han de morir. Y suele ser así por astucias del Demonio, permitiéndolo Dios. Y a estos maestros, que ellos llaman “sabios”, se nombra en su lengua copaya o coteem según es el instrumento o figura que guardan” (op cit.: 154).37
La situación en los pueblos mayanses de Chiapas no fue distinta. Ya en 1560 Domingo de Ara hacía evidente el empleo de flautas prehispánicas durante los oficios religiosos cristianos,38 pero la amalgama y los cambios no sólo se daban en los oficios religiosos: los dominicos pusieron especial empeño, en particular en los pueblos más grandes (como Chiapa de la Real Corona, poblado por indios que hablaban una lengua del tronco otomangue, no maya), por introducir entre sus feligreses el gusto por comedias, corridas de toros, juegos de caña e incluso aprovecharon la vecindad del caudaloso Río de Chiapa (Grijalva), para escenificar combates navales, donde se representaban batallas famosas. En lugar del antiguo dios de las aguas, Nandadá, los chiapanecas aprendieron a nombrar a Neptuno y Eolo, que aparecían junto con las ninfas del Parnaso envueltos en cohetería y fuegos de artificio.
No debe creerse que estas representaciones se acostumbrasen sólo en las ciudades grandes; aun cuando menos fastuosas, se hacías también en poblados de mucha menor importancia, como lo muestra un entremés rescatado por Aramoni (1986), que se pretendió representar en el pequeño pueblo tzeltal de Socoltenango, Chiapas, hacia 1772, aunque finalmente fue prohibido porque, mezclados con alabanzas a la concepción inmaculada de María y al rosario, se presentaban ciertos pasajes que satirizaban las inclinaciones homosexuales del párroco, quien denunció el hecho ante el obispo.39
La alcaldía mayor de Chiapa no constituía un caso peculiar en la Audiencia de Guatemala, a la cual pertenecía. Los registros acerca de actividades musicales, dancísticas e incluso teatrales son abundantes, aunque aparezcan diseminados aquí y allá. En el siglo XVII los obispos de Guatemala (1679, 1684) y otros cronistas reportaron la persistencia de múltiples danzas prehispánicas “cristianizadas”40 y otras que no lo eran tanto; muchas de ellas se mantuvieron hasta nuestros días a pesar de la persecución eclesiástica o de los intentos por sustituir antiguas por nuevas representaciones, tal como se mencionó para Yucatán.
Acerca de estos intentos en la Audiencia de Guatemala nos informan diversas fuentes, como el cronista Fuentes y Guzmán, quien, hablando sobre la continuidad de las danzas apunta que las mismas antes dedicadas a los dioses se hacían a finales del XVII durante los guachibales en honor de los santos, con idénticos atavíos y música, aunque “sus cantares se reducen [ahora] a las alabanzas de los santos, refiriendo y representando sus milagrosas historias, compuestas por sus ministros” (op. cit., 1: 77). Los mecanismos de sustitución aparecen incluso más claros en la obra del franciscano Vázquez cuando, al referirse a fray Juan Alonso, apunta que
… para quitar y desarraigar del todo tan detestables vicios y hacer que los indios olvidasen sus antiguallas, cuyas historias cantaban en sus tepunahuastes [sic] e instrumentos, compuso en metro índico -en el idioma mexicano y cakchiquel- lo que en el Génesis se escribe de la creación del mundo, la caída de nuestros primeros padres, muchas vidas y martirios de los santos y la pasión y muerte de nuestro redentor, para que a sus tiempos y festividades los cantasen e hiciesen sus representaciones… Con estos nuevos cantares fueron olvidando los antiguos de su gentilidad (apud Acuña, 1975: 141).
Pero si bien algunos registros históricos se perdieron para siempre, buena parte del aspecto religioso implícito en tales representaciones y en las actividades preparatorias para los mismos, se mantuvo. Así, en pleno siglo XVIII seguía siendo común que en los pueblos guatemaltecos se consultara al chuchakau acerca de los tiempos propicios para llevar a cabo una fiesta, que por lo común estaba precedida de periodos de abstinencia y continencia, amén de sacrificios en las montañas y autosacrificios en los pueblos (Solano, 1974: 378 y ss.). A éstos seguían las procesiones, acompañadas con música de atabales y otros instrumentos, y luego las danzas que podían durar hasta ocho días, ataviándose los participantes con máscaras y, según un testimonio de la época, con “ricas y preciadas plumas, variedad de monedas, espejos y chalchiguites, llevando sobre sí [el] inmenso peso de estos adornos” (Fuentes y Guzmán, apud Solano, ibid.).
Muchas de estas danzas se acompañaban con cantos como el Alabado, de cuya raigambre católica nadie podía dudar,41 pero no estaban tampoco ausentes bailes de carácter bastante más profano como las zarabandas, e incluso bailes de origen prehispánico del tipo de los llamados Trompetas tun, Ahtret Jjet, Lox tum y Kalecoy (como se reportó para el área de Retalhuleu, la costa del Pacífico), pese a estar varias de ellas terminantemente prohibidas desde al menos un siglo antes dado su íntimo carácter sacro, cuando no sacrificial, e incluso por razones económicas, pues los civiles alegaban que, entretenidos en buscar plumas, vestidos y máscaras, los indios dejaban de ir a trabajar y se gastaban en alquileres, comilonas y borracheras lo que debían pagar de tributo (Percheron, 1980: 117).
En un decidido empeño por mantener la tradición, los indios llegaban incluso a ofrecer sustanciosos pagos a las más altas autoridades locales a fin de que les permitiesen celebrar sus danzas, del mismo modo en que sobornaban a ciertos funcionarios para que no talaran sus ceibas. Tal hicieron por ejemplo los del pueblo de Alotenango, que propusieron al presidente de la Audiencia mil pesos (cifra enorme para la época, y mucho más para un indio), a cambio de poder bailar, “por una sola vez”, el baile llamado Oxtun. En vez del permiso obtuvieron un severo castigo “para el público ejemplar de los demás” (Fuentes y Guzmán, op. cit., 1: 78).
Pero no debe creerse que civiles y eclesiásticos se contentaran con prohibir los viejos bailes que consideraban ligados con “nahuales”; cuando comprendieron que los indios aprovechaban incluso los nuevos para perpetuar costumbres antiguas, se lanzaron en contra de todos aquellos donde aparecía la figura del Diablo, incluyendo la muy piadosa “Historia de Adán” (Solano, op cit.: 384). Y luego tocó el turno hasta a las propias imágenes de las iglesias, pues se mandó quitar aquéllas que exhibían animales, ya que los indios reverenciaban a éstos por considerarlos los alter ego o tonas de los santos (Cortés y Larraz, 1958, II: 259 y ss.).
No obstante, en ocasiones el simbolismo último escapó a la vigilancia: los kekchíes de Verapaz, por ejemplo, lograron mantener las danzas llamadas Pazca, que bailaban una vez al año, para la fiesta de Corpus Christi, que coincidía perfectamente con la llegada de las lluvias. Así, los indios pintados de negro, cubiertos con máscaras que incluían deformaciones de bocio, y realizando muecas propias de ancianos apoyados sobre bastones en forma de serpientes, danzaban en honor del Santísimo Sacramento al mismo tiempo que oraban a las montañas pidiendo las lluvias (Percheron, op cit.: 119).
Por supuesto que no sólo se prohibían danzas rituales. La propia zarabanda, tenida por baile más que provocativo a la lascivia, se intentó desarraigar de los pueblos de Guatemala desde fines del siglo XVI, pues su éxito era tal que los indios lo acostumbraban incluso en los velorios. Fue en balde: un siglo después seguía siendo de lo más popular en toda la arquidiócesis, como bien se percató el arzobispo Pedro Cortés y Larraz (op cit.: II, 251).
Que el gusto maya por las representaciones escénicas y la música fue empleado por los españoles para solemnizar también actos civiles se hace patente en la descripción que nos dejó el cronista Fuentes y Guzmán “de la fiesta que llaman del Volcán”. Con una parafernalia impresionante, que incluía la representación de un volcán adornado, entre otros animales, con guacamayas, monos, venados, pizotes y tapires (que los indios salían a cazar para el festejo); la representación congregaba a cientos de indios vestidos a la usanza prehispánica y provistos de antiguos instrumentos musicales y armas. Era tal el prestigio obtenido por los participantes que, pese a los enormes gastos que conllevaba, los gobernantes indígenas se peleaban los papeles principales de un festejo cuyo objetivo era nada menos que conmemorar la derrota de sus antepasados quichés durante la conquista de Guatemala (op. cit., I: 346-350).
Un espacio particularmente importante para la recreación indígena (en los dos sentidos del término, el de esparcimiento y el de nueva creación), fue sin duda el de las cofradías, instituciones que si en lo externo podían inscribirse dentro de la ortodoxia católica, muestran rasgos sociales y religiosos profundamente anclados en el mundo prehispánico, y al amparo de las cuales se ejecutaban muchos de los festejos que vimos antes.
La cofradía indígena ha sido considerada como “un reducto social y cultural frente a las formas de dominación colonial y neocolonial” y un “foco activo de la identidad y seguridad colectivas del indígena tradicional”,42 verdadero puente entre dos mundos. Si el estricto sistema de cargos traduce la compleja estratificación social comunitaria, bajo el palio de los santos y el manto de las vírgenes veneradas es posible descubrir ecos de las deidades prehispánicas -rito cristiano vistiendo al mito pagano- aunque ello no siempre proceda de un sincretismo conscientemente elaborado. La religión popular, para resistir, puede también adoptar otros ropajes.
El que únicamente en la diócesis de Guatemala se registraran más de doscientas cofradías en 1740, muestra con claridad como éstas se constituyeron en un espacio privilegiado para unir los intereses económicos de los españoles y la estrategia indígena para mantener, aunque fuese reelaboradas, algunas de sus tradiciones, gracias a transformar la que fue en sus orígenes una asociación de donantes devotos (que buscaban un bienestar personal en la otra vida), en una institución pública, sostenida en común, que intentaba granjearse la benevolencia de los guardianes sagrados para así promover el bienestar colectivo en este mundo.
La afirmación anterior resulta en particular válida en el caso de los llamados “guachivales”, una variante particular de las cofradías que no poseían -como las otras- reconocimiento oficial, aunque los eclesiásticos las toleraron dados los beneficios que les producían. Y no deja de ser revelador que uno de los objetivos de estas asociaciones fuera cooperar para la celebración de oficios litúrgicos para los muertos de la parcialidad que las constituía.
En el marco de guachivales y cofradías, por ejemplo, se acostumbraba realizar las danzas cristianizadas y las populares zarabandas (supuestamente para recaudar fondos)43 y hacer enormes gastos en velas, comida, bebida, ofrendas y música cada Día de Difuntos, buscando asegurar el bienestar de los parientes muertos, tal como se estilaba desde la época prehispánica. De no hacerlo se corría el riesgo de ver perturbada la propia existencia por el desamparo e incluso la venganza de quienes ya se habían ido.
Colofón
Todo este conjunto de hilos sueltos, cuya urdimbre obviamente requiere de investigaciones profundas, nos habla del interés maya en preservar parte de sus propios referentes culturales, en particular en el espacio de lo ritual. A través de una compleja e ingeniosa mezcla de actitudes y creencias de nuevo y antiguo cuño, uniendo pasos de bailes cristianos con elementos de las danzas prehispánicas, entonando alabados al son de flautas y tunkules, y adoptando incluso las picarescas zarabandas para honrar a los antepasados difuntos, los pueblos mayas lograron trascender el periodo colonial sin perder su identidad, independientemente de que ésta ya no fuese -como no podía serlo- la misma que los hacía distintos y únicos antes de llegar los españoles.
Hablar de las sucesivas e ininterrumpidas transformaciones que experimentó el universo musical de los pueblos mayas desde el ocaso colonial hasta nuestros días, requiere de un tiempo del cual por desgracia no disponemos y de un espacio distinto a éste; dedicado en primera instancia a las expresiones prehispánicas, opté por desbordarlo a fin de dar cuenta -aun cuando breve- de la continua e ingeniosa lucha maya por permanecer como un pueblo singular también en este rubro.
Deseo sin embargo insistir en que tales transformaciones siguen dándose en éste como en tantos otros campos del universo maya, que ha logrado mantenerse, como toda creación cultural viva, gracias a su capacidad de adaptación, de la que dan buena cuenta, entre otras cosas, la apropiación de nuevos instrumentos, el remplazo de otros en representaciones añejas, la adopción de distintas estructuras metódicas y el empleo de canciones o danzas creadas por otros pero que modificaron hasta hacerlas suyas.
Ejemplo de lo primero sería el caso de la marimba, instrumento de origen africano que muestra importantes adaptaciones locales, tales como el inicial empleo de guajes en vez de calabazas y, más tarde, del doble teclado, cuya paternidad se disputan guatemaltecos y chiapanecos (Castellanos, op cit.: 76 y ss.).44 Otro caso particular sería el de los llamados “laúdes” lacandones, que emplean un calabazo como caja acústica (Martí, op cit.: 149).
Sin embargo, la adopción de nuevos instrumentos de ninguna manera puede asimilarse automáticamente a cambios conceptuales; en ciertos grupos se mantiene una división tajante entre lo que de ritual conlleva lo antiguo con lo que de profano implica lo más reciente. Así, entre los tojolabales de Chiapas (uno de los pueblos mayas más ferozmente agredidos en su sustrato cultural de origen), se emplean con igual profusión y talento, tambores y flautas, guitarras y violines, pero los primeros, los de raigambre prehispánica, se utilizan exclusivamente para actividades religiosas, mientras que los segundos, aportación europea, para acontecimientos civiles.
En este mismo grupo la diferenciación musical permea incluso los grupos de edad y el estado civil. Es imposible pensar en un adulto casado tocando la armónica; su uso está restringido a los jóvenes célibes, quienes la emplean para entonar las justamente llamadas “canciones de solteros”, con las cuales cortejan a las muchachas.
Y de la difusión y adaptación de ritmos extranjeros en regiones que aún mestizadas conservan un sustrato maya, dan buena cuenta la presencia de habaneras en Tabasco y Campeche, peteneras y jotas en Yucatán (por no hablar del danzón) o los huapangos entre los huaxtecos, por mencionar sólo unos cuantos ejemplos (Mendoza, op cit.: 85-88, 100), a los que habrán de sumarse los nuevos ritmos que difunden hasta el cansancio las radios protestantes en toda el área maya, y que están logrando lo que 400 años de catolicismo no pudieron: hacer de cantos y danzas tradicionales un mero recuerdo.
Por lo que toca a remplazos, y dejando de lado la polémica sobre la influencia española en la actual música del Rabinal a que alude Acuña, vale recordar que cuando la obra se representó en 1955, se notaron variantes con respecto a lo consignado por Brasseur un siglo antes; en la última ocasión se acompañó con música de dos trompetas y un tun (que marcaba el ritmo por medio de tres sonidos combinados de distinto modo según la secuencia de la obra), a la manera de un “son” según los achíes, pero muy distinto de los sones tradicionales de acuerdo al investigador que la registró.45 Y si el tun mantenía las características prehispánicas, el tipo de trompetas, en cambio, había sufrido modificaciones: ya no eran de madera como en tiempos prehispánicos y coloniales, sino viejas tubas de cobre al parecer de manufactura europea (Acuña, op. cit., 83).
De manufactura extranjera son sin duda también la narración sobre David, Goliat o la decapitación del Bautista que recrean los chortíes de Camotán en su Baile de Gigantes, pero entremezclados con ellas, los espectadores ven desplegarse ante sus ojos y oídos los milenarios hechos del Popol Vuh (Reynolds, apud McArthur, 1979: 4).
Lo relativo a las estructuras melódicas es sin duda un cambio más difícil de documentar, ya que lo ignoramos prácticamente todo en cuanto a cómo eran las prehispánicas. Tal ocurre por ejemplo con la melodía de los Xtoles, cuya versión yucateca más antigua data de 1869 (Miscelánea yucateca de José Jacinto Cuevas), y cuya estructura melódica, en apariencia muy europea, consideran algunos autores que podría ser igualmente indoamericana ya que “son muy antiguas las melodías formadas por una frase introductoria de dos o cuatro compases (que termina sobre la ‘dominante’) y por otra frase conclusiva, también de dos o cuatro compases, que finaliza sobre la ‘tónica”‘ (Castellanos, op cit.: 84).
Otros ejemplos de la facultad de asimilación, en estos casos lingüística, son reportados entre los yucatecos, quienes adaptaron el romancillo infantil andaluz “El casamiento del piojo y la pulga”, en la canción maya Le tun checho chichan chich, en tanto que los tojolabales transformaron el popular arrullo español “Duérmete, mi niño, que tengo quehacer…”, en un localísimo “Guayey mi pichito… ” (Mendoza, op cit.: 32, 5l).
Los mismos yucatecos, en una mezcla tan extraña como ingeniosa, practican singulares corridas de toros donde se mezclan los cantos de rosario -precedidos con música de marchas y paso doble- que ofrecen los toreros en la iglesia antes de entrar al ruedo, con la música jaranera que acompañan saxofones, trompetas, trombón, timbales o charolas y un tambor grande -al compás de los cuales bailan los jóvenes con las “vaqueras”. Y por si fuera poco, en el centro del ruedo “siembran” una ceiba que tenga al menos cuatro ramas formando una cruz, en medio de rezos en maya dirigidos por un sacerdote tradicional. Allí, después de ofrecer licor al árbol sagrado, se amarrará el toro y se colgarán diversos dones para, a la mañana siguiente, llevar al santo patrono del pueblo un guisado de guajolote en relleno negro. Se conjugan, pues, las dádivas al santo cristiano y a Wan Thul, dios del ganado, representado por la ceiba, al mismo tiempo que -por medio de otras ceremonias- los participantes se protegen de posibles represalias de Xtabai y los malos vientos (Jardow-Pedersen, 1981).
Recurriendo a instrumentos europeos y africanos a la par que a los propios, ejecutando tonadas de influencia occidental o danzando incluso al compás de jaranas, folías, sones o zarabandas, los pueblos mayas contemporáneos siguen, en resumen, considerando a la música como alimento primordial de los hombres y los dioses (a los que incluso se protege con su sonido, por ejemplo durante los eclipses); con ella se regocija a los vivos e incluso se procura gozo a los difuntos.
Buena cuenta de lo anterior da la persistencia de los bailes que celebran los mayas de Aguacatán para “liberar a los muertos” (Mc Arthur, 1977). Buscando permitir a los antepasados regresar al mundo de los vivos al menos una vez al año, los participantes emprenden una serie de complicados rituales que inician en el cementerio y continúan durante una semana en torno a los trajes que se portarán en las danzas, traídos desde otros pueblos (mientras las mujeres de los participantes reciben doce latigazos para ayudar a sus esposos a “pagar sus culpas”). Cuando los danzantes se encaminan a buscarlos, el especialista eleva su plegaria:
Padre, ahora todo va bien.
Sus hijos están ante ustedes.
Salga de entre los muertos.
Salga de su prisión.
Salga del cepo.
Salga.
¡Salga a la luz del día!
Porque ya vienen sus vestidos.
Sus trajes ya vienen.
Salga un poco a los rayos del sol.
Después, antes de iniciar la danza, se les invoca de nuevo:
Aquí estamos sus retoños.
Aquí estamos. Sus hijos
les van a liberar de su prisión,
les van a liberar de su cárcel,
porque han decidido bailar.
Así, con el auxilio de sus hijos, los antepasados regresan al placer de lo sensorial; disimulados bajo los viejos trajes que sólo en apariencia portan sus descendientes, aspiran el humo del copal, degustan el sabor de la bebida hecha de pepitas de zapote, oyen los antiguos cantares, posan de nuevo su mirada sobre el paisaje y sus familiares, y reciben el amoroso tacto del sol.
Placer para vivos y difuntos, el canto del mundo se expresa con claridad en uno de los Cantares de Dzitbalché, aquél sin título que es a la vez un himno y una pregunta:
Allí cantas, torcacita, en las ramas de la Ceiba.
Allí también el cuclillo, el carretero y el pequeño kukum y sensontle.
Todas están alegres,
las aves del señor Dios.
Asimismo la Señora tiene sus aves:
la pequeña tórtola, el pequeño cardenal, y el chinchin bacal
y también el colibrí.
…
Pues si hay alegría entre los animales,
¿por qué no se alegran nuestros corazones?
(Cantar 14, sin título).
Con la ayuda del genio musical de los mayas confío en haberles comunicado esta tarde mi confianza en que, tendiendo un oído pronto y solidario a esa nota primordial en el pentagrama de nuestra cultura que son los pueblos indios del México de ayer y de hoy, encontraríamos sobrados motivos para alegrarnos.
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Sobre el autor
Mario Humberto Ruz
Centro de Estudios Mayas,
Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM.
Citas
- El texto de este artículo fue leído como conferencia en el módulo “Época prehispánica” del diplomado La música entre las artes, Centro Nacional de las Artes, 15 de noviembre de 1994. [↩]
- Aunque estos cantos fueron encontrados en Mérida (hace apenas 42 años) cabe recordar que proceden de Dzitbalché, hoy Campeche (Barrera, 1980: 350). [↩]
- En concordancia con esta opinión de que fueron los mexicanos los introductores de tales costumbres, apunta que en los muros de Uxmal y Chichén Itzá, dejaran éstos “muchas figuras pintadas de colores vivos, que oy se ven de sus sacrificios y bailes” (op. cit.: 95). [↩]
- Otro dato interesante es que en el mismo lugar el autor del diccionario haya agregado dos términos (zcaynoc acot uinic y znopob acot uinic), donde vemos aparecer el término uinic, que significa “hombre”, lo que parece indicar que tales sitios eran dedicados en especial a los hombres, hecho que no resulta extraño si recordamos lo apuntado por Landa acerca de la escasa presencia de mujeres en actividades rituales. [↩]
- Los siguientes datos proceden de un artículo previo (Ruz, 1986), donde consta el análisis etimológico que aquí he obviado por razones de brevedad. [↩]
- Conviene recordar que los fenómenos perceptivos no responden únicamente a las sensaciones físicas experimentadas; el sistema nervioso se ve modificado por las experiencias previas, por lo que ignorar la adaptación de un grupo humano a un determinado medio y las categorías culturales que influyen en la percepción del entorno geográfico, conduce a aberraciones evolucionistas que sirven de sostén a actitudes de racismo (Viqueira, 1977: 30-31). [↩]
- Carente de un sonido propio, su capacidad para incitar el canto de otras le valió al ave denominada “cayon mut” el ser destacada por nuestro autor; su nombre se liga tanto con la voz para canto “(cayogh)” como con el verbo “cayn,” “remedar a otro, motejar”, y la misma raíz, como veremos, aparece en el nombre de algunos bailes estilizados entre varios pueblos mayas. [↩]
- Además de varios datos sobre sonidos propios del venado (al cual también se imitaba para atraparlo), tenemos en los vocabularios tzeltales los concernientes a otros cuatro mamíferos: perro, puerco, caballo y burro. Del primero se anotan el ladrido (“uovonel” y el “graznido” (“yhonetel tzi”), del segundo el gruñido (“ghocghonel”), del caballo el relincho (“yhihetal y yhonetel”) y el rebuznar del último (“ghicghon xohc”), que para los oídos tzeltales era un sollozo (“ghic hon”). En estas entradas también se hace mención a sonidos humanos: del gruñir del puerco se pasa al hombre que gruñe (“yhocghonel”), y del ladrido del perro a aquél “que habla alto” (“xuovonet”). [↩]
- Otros cambios perceptibles al oído se muestran en los términos que significan hablar entre dientes, con voz enronquecida, sesear, mudar la voz (literalmente “quebrarse la garganta”) o un habla entrecortado, para la cual se emplea el mismo verbo que el que señala “cosas mochas”. [↩]
- Véase el conjunto de voces que muestran ligas con la raíz “bich: bichbich,” hombre sacudido; “bichaba”, soberbia; “bichbonet zhac zcop”, responder desvergonzadamente y “bich ta lum”, abatir humillar (“lum”: tierra), entre otras. [↩]
- Incluso al silbido se le fecha en tiempos miticos, pues los yucatecos actuales cuentan que los habitantes de la primera creación, los “zayamuincob”, los enanos constructores de las antiguas ciudades y los largos “sacbé”, eran tan grandes magos que les bastaba con silbar para que las piedras se alinearan en las construcciones y la leña fuese del monte al hogar. Destruidos por su maldad, se construyeron en hombres de piedra, como los atlantes de Chichén Itzá (Thompson, citando a Redfield y Villa, 1934-1979:409). [↩]
- Algunos autores consideran dicho arco como introducción africana, en tanto que otros postulan debe diferenciarse entre su empleo como instrumento melódico (este sí, africano), y el uso precortesiano del arco de cacería como instrumento rítmico (Sachs en Castellanos, 1970: 21). Véase el capítulo que dedica Martí a tal instrumento (op. cit.: 143-151). [↩]
- Rivera menciona como único ejemplo conocido de flauta transversa en Mesoamérica la proveniente de las culturas del Golfo de Veracruz, reportada por Martí en 1961, agregando haber visto “un par de ocarinas con embocadura de flauta transversa, muy similar a la embocadura de la flauta del museo de Jalapa” en una colección privada guatemalteca, y saber de otras dos en posesión del Museo Británico (op. cit.: 37). [↩]
- Se ha argüido una posible difusión de este instrumento, desde el Altiplano central, en el Posclásico, pues no aparece en las representaciones mayas conocidas del periodo Clásico (Castellanos, op. cit.; Rivera, op. cit.: 20). [↩]
- Rivera apunta que dicha flauta, cubierta de glifos, exhibe seis agujeros (op. cit.: 39). [↩]
- No obstante, como señala con perspicacia Acuña (1978: 15), conviene recordar que este tipo de materiales nos ayudan a comprender el universo indígena del siglo XVI, aquél que encontraron los españoles, y no remiten necesariamente a costumbres del periodo Clásico, sino más bien a una tradición maya que sabía ya de vastas influencias del Altiplano central. [↩]
- Nótese el empleo de la raíz tzeltal para madera (te) y la castellanización del vocablo nahua. [↩]
- Así consta en las voces toyon: hacerse grande; toybal: presunción, soberbia, y toyba: presumir. [↩]
- Aparece además la voz hubin, traducida ya por “soplar como por caña, flauta o cerbatana”, ya por “tañer trompeta”. Me parece probable que oquez, un término que apuntan los textos con frecuencia, aluda a la trompeta de madera u otro material vegetal (a partir de tallos de gramíneas bambúseas), dado que oquezan significa “soplar cañas o flautas”, pero esto requiere de mayor investigación, pues no se puede desechar la existencia de flautas de hueso o barro, presentes en el área maya tanto en códices como en restos arqueológicos. [↩]
- Además de los derivados de vil, que tienen relación con silbatos de barro y los sonidos que emiten, constan los vocablos emparentados con xuxubtay, que marca el silbar “sólo con la boca”, y los que denotan el “silbar poniendo el dedo en la boca” tzutzupighon, qtzutzupinon, tzutzuptay) y el silbido que así se obtiene, el tzutzup tzeltal o “chiflido de arriero” mexicano. [↩]
- También apunta que “Los hombres no solían bailar con las mujeres” (ibid.: 39). [↩]
- Caminar sobre brasas también se acostumbraba en la provincia de Chikinchel (hoy Valladolid, Yucatán) y en Dzonot, en ciertas ceremonias especiales (RHGGY, II, 39, 83). [↩]
- Diego García de Palacio, hablando sobre la provincia de Izalcos (no maya) en Guatemala, describe el sacrificio ritual de un venado, hecho por los cazadores y apunta que, mientras se cocía su carne “hacían su baile”. Otra danza, de carácter más profano, se registraba cuando se elegían caciques (apud Acuña, 1982: 280, 282). [↩]
- Según Tozzer, este sería originalmente el nombre de un tambor (93, nota 403). [↩]
- Ya que la traducción de Barrera Vázquez no intentó mantener la rima que caracteriza al original maya, he variado aquí la transcripción (que en el original corresponde a columnas pareadas). [↩]
- Genéricamente conocidas como ququm, pero denominadas puyul si eran muy delicadas. [↩]
- La información sobre el tema en los materiales en pok’om es bastante magra, aunque sobrevivió una entrada, por fortuna relativamente amplia, que nos habla del empleo de plumas de quetzales [k’uk’] y raxón en las danzas. [↩]
- En la entrada “puñado” del texto de Coto se da como uno de los ejemplos “un manojo de plumas he alquilado” (p. 448), mientras que en “alquilar vestidos…” se aprecia la presencia del vocablo para plumas cuando se habla de lo “alquilado para bailar”. Véase también la entrada “bailar” (pp. 26, 60). [↩]
- Entre los tzeltales copanaguastlecos también existían estos personajes, llamados luil o loil uinic (de zloil, que Ara traduce como juglería). [↩]
- No fue sino hasta 1856 cuando dos achíes registraron, imperfectamente, la notación musical tal como entonces se ejecutaba, misma en la que algunos especialistas encontraron influencia española, “arreglada al canto llano por algún misionero”, confundiendo de paso la notación del baile-drama con otras obras de origen nicaragüense. Nada se anotó entonces, por desgracia, sobre la coreografía (Acuña, 1975: 81,85). [↩]
- Tales como Citilcum, Sitilpech, Tepakan, Muxuppipp, Tihosuc y Chikindzonot, Chichimila, Chancenote, Chahuac-Ha y Sacalaca. [↩]
- Estos son apenas algunos ejemplos; a lo largo de su visita por Yucatán, Chiapas y Guatemala, el fraile reportó múltiples manifestaciones del mismo tipo. Como dato curioso agrego apenas que en el pueblo yucateco de Citmop se ejecutaron dos danzas distintas: “una de mochachos y otra de indios grandes” y en el de Xequepez nada menos que cuatro (op. cit.: 327). [↩]
- Genérico para los ejecutantes de instrumentos de viento empleados en la iglesia, que más tarde se hizo extensivo a los de cuerda e incluso a los instrumentos mismos, como en este caso. [↩]
- Ciudad Real menciona también haber presenciado en esta región, ese mismo año, diversos “mitotes” con indios “muy vestidos con mucha y muy buena plumería” (op. cit.: 19). [↩]
- Tampoco faltan las descripciones jocosas vinculadas a la música, como aquélla de Francisco Montero de Miranda que señala que en la provincia de la Verapaz abundaban los “mosquitos de muchos colores y hechuras, que labran sin aguja ni seda, y aun hacen música acordada o recordadora, sin flauta ni otro instrumento musical” (apud Acuña, 1982: 228). [↩]
- El edicto prohibiendo tal danza fue reproducido por Navarrete 1983: 37-39). Rico (1990: 112, nota 20) señala que la prohibición de tales danzas fue hecha ya por el primer obispo de Yucatán, Toral, y que en Tabasco corrió a cargo del franciscano Bartolomé Garzón ponerla en práctica. [↩]
- Que ambos rituales, en los que para entonces participaban también negros y mulatos, requerían de especialistas para llevarse a cabo se corrobora en la Noticia en dos vocablos vinculados con la voz “co”, que equivale a “guardar”: co teem (“el encargado de esta figurilla [teem], especie de sacerdote” y “co paya” (“maestros de la danza, que ellos llaman ,sabios”‘)./Lo anterior es repetido con ligeras variaciones en una denuncia sin fecha ante la Inquisición, donde se asienta: “Los indios guastecos en toda la provincia de Panico [sic por Pánuco] tuvieron entre sus dioses por el mayor a un cantarillo hecho de diversas plumas de colores, de cuya boca salen flores de lo mismo. Y cargándole los indios más ligeros, bailan al son de un instrumento de palo que llaman en mexicano teponastle, y de un atambor a su usanza, llevando sonajas de madera en las manos y una cabellera larga en la cabeza… Este baile dura hasta hoy en general por toda la dicha provincia, en unos pueblos con la superstición y rito de gentilidad que antes… y en otros pueblos sólo se baila para alegrarse los naturales. Pero al fin todos los más piden al cantarillo en sus enfermedades la salud, y le ofrendan para ello” (AGN, Inquisición, vol. 303, ff. 255v-256v). Es de destacar que la denuncia se hizo ante el Santo Oficio (que no tenía jurisdicción sobre los indios) dada la participación de negros y mulatos en tales bailes y otras actividades terapéuticas “por medio de hechicerías”, aprovechando su conocimiento de la lengua huaxteca. /Sobre el empleo de un “jarro” con plumas de quetzal como insignia de los dioses de los amantecas u “oficiales de plumas” entre los nahuas, véase Códice Florentillo (II: ff. 57v-58). [↩]
- Me refiero a una anotación que aparece en el vocabulario: “me xamayhot misa”, que puede traducirse como “tañer flautas en la misa”. [↩]
- Sobre el escaso interés que mostraban los españoles de la provincia ante las comedias (al menos leídas), nos habla la dificultad que tenían los comerciantes para vender impresos, hecho en parte explicable por el alto grado de analfabetismo (vid Ruz, en prensa). [↩]
- Sobre el sincretismo operado en las danzas y otras representaciones festivas véase Solano (1974: 378-386) y Percheron (1980:115-118). [↩]
- Otro ejemplo de esta amalgama es el de la danza reportada por Ciudad Real en Tekax, Yucatán, “de muchachos en figura de negrillos, representando a los demonios, los cuales, a unas coplas que les cantaban a canto de órgano, en oyendo en ellas el nombre de Jesús, caían todos en tierra y temblaban, haciendo mil visajes y meneos en señal de temor y espanto” (op. cit.: 363). [↩]
- Rojas (1986: 259). [↩]
- Sobre guachivales hay valiosos datos en la obra citada de Fuentes y Guzmán; sobre zarabandas, véanse en particular las consideraciones del arzobispo Cortés y Larraz (op. cit.: passim). [↩]
- Los primeros los atribuyen a Antonio Perea, y los segundos a Nicolás Borras o David Gómez (Castellanos, ibid.). [↩]
- El cual la clasifica como “música… monótona y sencilla, pues apenas varía alrededor de u a quinta de la tónica… [predominando las notas largas al final de cada frase, Rouanet apud Acuña, ibid]. [↩]