1. ¿Pueden las abejas recordarles a los hombres las fechas importantes dentro de sus obligaciones religiosas? ¿Se pronosticaron eclipses sin saber la naturaleza heliocéntrica de nuestro universo cercano? ¿El guajolote guarda el alma de algún rey cuyo nombre ya se olvidó? ¿Es posible que unos versos aparentemente incomprensibles sean claves en el conocimiento del calendario? Respuestas que sorprenden, totalmente alejadas de la ciencia ficción, se ofrecen en el amplio abanico de ensayos contenidos en este libro. Hundidas en las estructuras de costumbres muy antiguas, las formas de la escritura indígena prehispánica y colonial revelan mucho más que inamovibles teogonías o historias inexactas de hombres y acontecimientos. Pinturas hechas para leer y memorar, los documentos pictográficos mesoamericanos descubren intenciones complejas y mentes apegadas a la precisión. Un examen medianamente detenido deja ver a un protagonista principal de los códices: el tiempo. Medido, calculado, pintado en sus múltiples formas -desde los largos ciclos hasta las fracciones diarias, como signos abstractos o como cosas y seres vivos-, cargado por animales, hombres y dioses, el tiempo era ocupación y preocupación; pensar el tiempo fue génesis del lenguaje simbólico de los pictogramas indios.
Puntos geográficos que atan su importancia en los sucesos humanos a través de fechas y líneas de colores; nombres calendáricos de linajes fundadores de pueblos, cuyas raíces hasta hace muy poco se creyó eran míticas y que hoy se demuestran antiquísimas pero reales; códices y lienzos pictográficos que, más allá de facturas de apariencia burda, desvelan conocimientos de la naturaleza de las cosas tan precisos como los procurados por la orgullosa ciencia; manejos de la memoria remota que ahora nos parecen inverosímiles, si no imposibles: son éstos algunos de los tópicos que nos ofrece esta compilación de trabajos sobre códices y documentos mexicanos.
Inscrito en una ya larga tradición bibliográfica de estudios sobre el pasado indígena mesoamericano con el sello editorial del INAH, este libro es resultado de la reunión de dos docenas de especialistas en la lectura de glifos, líneas, colores y formas de expresión plástica indiana. Bajo la coordinación de Constanza Vega, se compilaron 21 ensayos que, agrupados por temáticas generales y por los orígenes culturales de las fuentes, dan fe de una curiosidad erudita que no pierde su frescura a pesar de ofrecer sus productos interpretativos luego de obligadamente añejas acumulaciones de información.
2. Antes de entrar a la presentación de los tópicos de este texto, permítaseme una breve nota, propia de alguien que, como yo, no se especializa en el tema, pero que sí es lector casi compulsivo -es decir, con espíritu más de coleccionista que de científico- de las publicaciones de iconografías y epigrafías indígenas mexicanas.
Se experimenta una rara sensación al acercarse al mundo de los códices. Primero es la sorpresa; luego la curiosidad por saber quiénes fueron los creadores de tan extraños cuanto atractivos papeles y telas pintados; finalmente, se siente cierta ansiedad por conocer los contenidos de sus pinturas y símbolos. Los motivos y las costumbres de los autores de los códices y lienzos, la función social corno documentos hechos para la memoria y la lectura inteligible, entre otras cosas, dan luz sobre el efecto del olvido de una cultura que hoy se ha convertido en signos oscuros y mensajes poco comprendidos. Descifrar cada elemento de sus manifestaciones escriturísticas, leer a través de técnicas heurísticas y hermenéuticas sujetas a riguroso examen, es apenas un primer paso hacia la recuperación de una parte de nuestra historia. Con silenciosa terquedad, apenas perceptible a los insensibles ojos seculares, los especialistas en el estudio de los códices y otros documentos indígenas se afanan en dibujar el horizonte que da coherencia a rondas dinásticas, conquistas, migraciones, tributos; en establecer la línea de fondo de un mundo cuyas representaciones geográficas hoy nos parecen extrañas pero que no tienen nada de imaginarias; en exhibir ideas religiosas sobre dioses ya muertos y nombres propios que dejaron de pronunciarse hace cientos de años, cuya evocación ya no es terrible ni gloriosa; en explorar obediencias a esquemas míticos ahora hechos jirones pero que 400 años atrás regularon vidas de individuos y poblados, etcétera. Es éste un trabajo que requiere paciencia: labor de sabios, no de aficionados -para quienes se nos reserva el placer de la lectura de sus logros-, trabajo calmo pero febril, de muchos años. Sin embargo, la investigación sobre los códices y lienzos es a veces avara con sus resultados. Unas cuantas cuartillas dan prueba de caminatas intelectuales cuidadosas y a veces desesperadamente lerdas. No es para menos: una equivocación, una interpretación mal fundamentada e incluso alguna opinión demasiado contundente pueden crear equívocos que rigen como verdades durante muchas décadas. Tal es la influencia de los estudiosos de la escritura indígena.
3. Este libro es fresco. Las deducciones de sus autores son tan prudentes como bien fundadas. Incluso las más críticas -como la de Rafael Tena sobre un texto del chalca Chimalpain- manifiesta la cautela de la investigación madura y profunda. El conjunto de estos trabajos demuestra, a despecho de su especialización, un amplio conocimiento de la historia indígena prehispánica y colonial, así como el manejo -depurado por la experiencia- de métodos de investigación lo suficientemente finos como para no invadir los terrenos de la invención sobre un pasado ya disuelto. No sólo se trata de ver y creer entender personajes, lugares y fechas, pintados de maneras más o menos variadas dentro de conjuntos de códices y lienzos, como los del valle oaxaqueño de Coixtlahuaca, sino de establecer las relaciones entre la estructura compositiva de los documentos pictográficos y la realidad que querían representar. El acercamiento a las fuentes arqueológicas y a los estudios etnohistóricos -convergencia de disciplinas antropológicas que una generación de sabios abrió hace menos de 50 años -muestra en este libro la exactitud de los registros pictóricos y las intenciones mnemotécnicas de sus creadores, que fueron al mismo tiempo artistas e historiadores. Véase si no lo que aquí dice Bernd Fahmel Bever sobre el señor 5 Flor, personaje del Códice Nuttal, y su correspondencia iconográfica con las representaciones del murciélago en urnas, tiestos y estelas del periodo que los arqueólogos han llamado Monte Albán IIIB, y concretamente con las representaciones de la Tumba 1 de Zaachila; o las deducciones de Carolyn Baus sobre el significado de espejo-sol, o tezcacuitlapilli, ese objeto circular que portan en la espalda los atlantes de Tula, así como las representaciones similares en códices de otras áreas mesoamericanas y las descripciones de conquistadores y cronistas coloniales; o incluso el texto de Lina Odena Güemes sobre el señorío de Tepeticpac y sus fundadores, míticos e históricos, según diversas fuentes escritas y pictográficas.
La comparación formal sólo es posible cuando se conocen los motivos icónicos a la perfección; el reto es, entonces, deducir significados profundos, afirman, con análisis particularizados, Jacqueline de Durand Forest y Françoise Rousseau: se desvelan algunos secretos del tonalámatl del Códice Borbónico con las propuestas de discusión y búsqueda que procura cada una de estas autoras.
A pesar de algunos problemas editoriales -la mayoría creados por el molesto pero omnipresente fantasma de la errata-, cuatro ensayos sobre documentos relativos a los mayas dan pie a sumar conocimientos sobre la compleja mentalidad de una cultura aún viva. Los días portadores de los meses mayas y europeos en el libro del Chilam Balam de Kava, estudiados por Helga-Maria Miram y Victoria Briker, descubren elementos de herencia maya junto a los aceptados de origen español. La comparación de las variantes en los libros del Chilam Balam, y el Códice Pérez llevan hacia la lectura de un almanaque hispano impreso en 1585, conocido como reportorio. Tal vez uno de los efectos más importantes de esta investigación, me atreveré a adivinar, será la búsqueda de los sentidos mnemotécnicos en algún verso hoy oscuro dentro de los escritos mayas coloniales. Baste señalar aquí que, al leer este ensayo, me fue imposible dejar de pensar en el “arte de la memoria” europeo, quizá parcialmente filtrado en el escrito original del Chilam Balam.
El Códice Madrid, revisado por Gabrielle Vail, muestra su objetivo como almanaque apícola y ritual. Vail rebuscó en la literatura etnohistórica -en crónicas como la de fray Diego de Landa y etnográfica sobre los mayas yucatecos modernos. Ceremonias y costumbres no tan extrañas a la cotidianidad maya actual, reflejan las huellas de un ejercicio común hace siglos, lo que revela una de las funciones del Códice Madrid. Dioses que proveen de flores a las abejas, propiciados en ceremonias específicas, son el inicio de una cadena productiva que termina en la obtención de la miel y la cera. A quién, el cómo -y cuándo hablar para comenzar con corrección el movimiento cíclico del universo ordenado y repetir los esquemas celestes en la tierra, son visibles luego de la ardua investigación comparativa de Vail en las fuentes escritas y pictóricas. La reproducción de las escenas del Códice Madrid, donde se ve la relación entre fechas, panales y deidades, se complementa con los cuadros analíticos de la obtención de miel y los años, eventos y actividades apícolas y religiosas en los meses tzec y mol.
En otro ensayo, Merideth Paxton revela un secreto de la hoy imprescindible obra de fray Diego de Landa. En estilo que hace recordar el alegato de Edmundo O’Gorman sobre la paternidad y legitimidad de los Memoriales de Motolinía, Paxton informa sobre los avatares de la Relación de las cosas de Yucatán. El resultado principal es una suerte de desmistificación: los frailes “etnohistoriadores” y sus crónicas, en muchos casos fuentes únicas sobre costumbres indígenas prehispánicas, incluían de otros autores ideas y descripciones completas. Por lo que toca a la relación yucateca, Landa tomó de López de Gómara muchos pasajes y los acomodó en su obra. Una pequeña digresión sobre las posibles prácticas del rito de Xipe Totec en el área maya y su explicación por Landa, permite a Paxton advertir a los estudiosos de las cosas yucatecas sobre el uso cuidadoso que debe hacerse de la obra del obispo franciscano.
A mi modo de ver, los estudios sobre los lienzos del valle de Coixtlahuaca son el aporte más interesante de este libro. Realizados por Ross Parmenter, Nicholas Johnson, Harold Haley, Thoric Cederstorm, Eduardo Merlo y Nancy Troike -a la par del ensayo de Lina Odena Güemes-, estos trabajos forman un conjunto coherente y dan un verdadero paso adelante en el conocimiento de la pictografía mixteca con respecto a los hoy todavía consistentes de Alfonso Caso. La identificación de las parejas gobernantes y de sus antepasados, pintados en abigarradas historias de linajes (por ejemplo los 190 personajes del Lienzo de Ihuitlán), se logró luego de desmenuzar posiciones dentro de las pictografías, de establecer los sentidos de las líneas de colores y de relacionar las vecindades iconográficas con los significados históricos de cada documento. Fechas, nombres calendáricos, ubicaciones geográficas de pueblos, templos y juegos de pelota, y aun acontecimientos políticos, se hacen inteligibles al reparar en el significado cabal de cada signo y de cada glifo. La comparación con códices de áreas ajenas al valle oaxaqueño de Coixtlahuaca -como Cuautinchan-, afirma la calidad histórica e incluso cartográfica del mensaje plasmado en cada lienzo. Su lectura, de abajo hacia arriba, da a entender que estos documentos pictográficos eran verdaderos depósitos de la memoria profunda: elaborados en plena época colonial, los lienzos remontan sus historias cuatro o cinco siglos atrás, cuando las parejas primordiales y sus descendientes amarran el mito con la historia. En estos documentos me llama la atención un asunto -tratado lateralmente por los autores de los ensayos aquí reunidos-: la representación de los nombres propios de cada personaje. Mientras que en códices como el Nuttal o el Selden los historiadores indígenas pintaron el nombre calendárico y el sobrenombre de los protagonistas de las pictografías, o aquellos otros de la zona tlapaneca -como los Azoyú que estudia Constanza Vega- y los que refieren a las dinastías mixtecas de Tilantongo que vio Caso, en los que sólo se hace mención del sobrenombre de los gobernantes, los lienzos del conjunto de Coixtlahuaca se refieren únicamente al nombre calendárico. Alguna vez, Alfonso Caso escribió que los personajes secundarios eran conocidos por sus nombres calendáricos, mientras que los reyes y reinas de Tilantongo, Teozacoalco e incluso los “reyes mexicanos” eran llamados por sus sobrenombres, pues los nombres calendáricos no parecían tener importancia; como contraparte, Alfredo López Austin afirmó recientemente que éstos eran tan importantes que debían quedar en secreto, pues por ser y contener el “alma-destino” de cada hombre, su mención, tabuada, podía poner en peligro a su portador. Ambas aseveraciones, la de Caso y la de López Austin, encuentran sus límites en las pinturas de Coixtlahuaca: la memoria de los historiadores-pintores mixtecos coloniales manejaba con exactitud sorprendente y sin visos de romper ningún tabú -más bien como costumbre onomástica regional- los nombres calendáricos de personajes que vivieron cuatro centurias antes de la elaboración de las pinturas -esto es, hacia los siglos XII y XIII d.C.
El tiempo, protagonista siempre presente en los códices y lienzos, desdobla su importancia en los documentos pictográficos del área tlapaneca. La revisión de Constanza Vega sobre los códices Azoyú 2 y Humboldt fragmento 1, se centra, al igual que otros ensayos de este libro, en las relaciones de sentido entre las fechas rituales, el calendario y las actividades civiles. En este caso, la tribulación regulada paralelamente a ciertas ceremonias, asienta la afirmación sobre el protagonismo del tiempo en las pictografías y como preocupación cotidiana.
4. Una decena más de pequeñas e importantes monografía completan el cuerpo de este libro. Su lectura abre horizontes a otras investigaciones, a la par de saludables dudas. Pero, ante todo, propicia ideas sobre publicaciones posibles. Citemos tan sólo un par de ejemplos: el ensayo de Doris Heyden acerca del guajolote, portador de almas regias, mueve a pensar en los significados cosmogónicos de dicho animal; recuerdo, en este sentido, la representación del guajolote con un brazo humano en el pico, que acompaña al águila descendente hacia el inframundo según el Códice Borgia. De igual manera, vienen a la mente datos sueltos sobre otros miembros de la zoología fantástica mesoamericana, tanto que darían pie a Doris Heyden a que coordinara la factura de un pequeño libro de ensayos ligeros y minimalistas, formato que asegura la lectura placentera.
El segundo ejemplo es de índole bibliófila. Nace del ensayo de Rafael Tena acerca del texto de Chimalpain. Una buena traducción y la publicación crítica de las obras completas del historiador chalca ha esperado casi tres siglos y medio; tal vez esta generación pueda verla. No podrá ser trabajo de un solo estudioso, pero quizá bajo la mirada cuidadosa del mismo Tena podamos tener en las manos, algún día, una edición confiable.
5. El libro Códices y documentos sobre México, en fin, cumple con creces su objetivo de dar a conocer materiales importantes sobre las formas de pensar y registrar la realidad de los indios mesoamericanos. La discusión de estos trabajos, su valoración correcta en los ambientes especializados y las propuestas de nuevas rutas de interpretación serán su resultado deseable. Pero también, como en mi caso, cubre la silenciosa función de procurar una lectura gozosa y sosegada.
Sobre el autor
Salvador Rueda Smithers
Dirección de Estudios Históricos, INAH.