Este libro aborda un tema nodal en la comprensión de la estructura territorial novohispana y decimonónica: el sistema parroquial. Las parroquias tuvieron su origen desde los primeros años de la conquista y evolucionaron en los tres siglos acorde a los procesos históricos que fueron construyendo la territorialidad religiosa, administrativa, política y social. Desde dentro y fuera de la parroquia se construyó el mundo sociopolítico y cultural de sus integrantes, siendo su papel fundamental en la vida de la sociedad novohispana. Los cambios ocurridos en el transcurso de los cuatro siglos dieron a la estructura parroquial un matiz peculiar que la hicieron tan diferente en el tiempo y en el espacio. De ahí surge el interés y la pertinencia de abordar este tema, para entender el entramado sociocultural que dio sentido a dichas jurisdicciones en el transcurso de los tres siglos coloniales.
El propósito del libro es analizar la conformación de las parroquias, las transformaciones y continuidades de los diferentes tipos de partidos o jurisdicciones encargados de la administración espiritual en el arzobispado de México y el obispado de Yucatán. Viene a cubrir un hueco en la historiografía sobre las instituciones religiosas y tiene la virtud de ofrecernos un análisis general abarcando un amplio espacio temporal y territorial: tres siglos con sus transformaciones específicas y dos territorios: nada más ni nada menos que el arzobispado de México, que cubría entre otros espacios el centro de México, los actuales estados de Guerrero, Hidalgo y Querétaro, mientras el obispado de Yucatán comprendía Campeche, Yucatán, Tabasco, Quintana Roo, parte de Guatemala y de Chiapas.
En estos dos espacios con una geografía tan diversa, con una ocupación territorial y con una población multicultural, los autores, con esa paciencia que caracteriza al historiador, fueron tejiendo la trama documental, confrontando sus datos y constatando la evolución de las jurisdicciones parroquiales y sus límites para mostrar el panorama existente en cada etapa, dando cuenta de la aparición o desaparición de doctrinas o curatos en estas jurisdicciones y las relaciones que se fueron tejiendo entre el clero regular y el clero secular en la administración de los grupos y los territorios. Cada capítulo ilustra las principales problemáticas a las que se enfrentaron los distintos contingentes de religiosos, así como las políticas de la Iglesia y la respuesta de la población frente a la puesta en práctica de tales modificaciones.
Si bien el territorio es el telón de fondo donde se despliegan las acciones generales de las redes parroquiales y la forma como se fueron construyendo y configurando en cada región, éstas no podrían entenderse sin los componentes sociales, las especificidades temporales y espaciales; sin las políticas reales y los diferentes actores participantes en su construcción, así como las posturas de las autoridades virreinales, los obispos, los superiores religiosos y el clero parroquial, amén de un sinfín de factores intrínsecos que le dieron a cada partido una serie de rasgos particulares. Los autores llaman la atención sobre estos aspectos porque son claves para entender la evolución de las redes parroquiales. A estos factores hay que agregar el papel protagónico de los integrantes de las parroquias, donde están contemplados los frailes, los pueblos de indios, los diferentes sectores de la feligresía, como las organizaciones religiosas, en particular las cofradías y los nuevos actores poco contemplados en otros trabajos, que son los rancheros y hacendados. Estos aspectos generales planteados para cada etapa histórica esclarecen el panorama de las transformaciones y de la complejidad del trabajo realizado por los diferentes grupos e instituciones en el complejo territorio de los arzobispados.
Se trata de una obra que rompe con el carácter parroquiano de las investigaciones sobre estos tópicos y nos ofrece una visión de conjunto que permite comprender la dinámica de las jurisdicciones y la forma como se fueron transformando. A esta visión general se agrega un aspecto más: la visión comparativa al contrastar las redes parroquiales en dos espacios: centro de México y Yucatán. Los estudios comparativos son pertinentes para comparar y contrastar; tienen la virtud de enriquecer el conocimiento al enfatizar las convergencias y divergencias de los ritmos en los procesos históricos. Los tres autores, conocedores del asunto, logran en este texto un ensamblaje que resulta de gran utilidad para comprender la complejidad del proceso de articulación dentro de las especificidades de una parroquia en el marco de los grandes procesos generales. Una labor nada fácil pues el cúmulo de información procesada les permite adentrarse en este laberinto donde pocos habían incursionado sin perderse en las especificidades.
El libro está estructurado en cinco capítulos, tres dedicados al arzobispado de México, a cargo de Rodolfo Aguirre y Teresa Álvarez Icaza, y dos a Yucatán, desarrollados por Adriana Rocher Salas. Todos los capítulos tienen la temporalidad como un elemento de análisis importante, pues es el tiempo el que marca los ritmos y los cambios en las políticas y transformaciones sociales. Dentro de éste se insertan las políticas reales, eclesiásticas y las aplicaciones particulares de los actores fundamentales, como son los arzobispos y los diferentes grupos involucrados en las transformaciones. El primer capítulo abarca de 1521 a 1640 y aborda el primer proceso de establecimiento de doctrinas, curatos seculares y misiones, en medio del acelerado cambio social, político y económico al que fue sometida la sociedad indígena con la conquista militar, la disminución de la población nativa debido a las epidemias, la política de reducción y de congregación de los pueblos, y la confrontación entre las iglesias regular y secular. Los autores señalan que desde la primera mitad del siglo XVI, la Corona disputó el poder con el papado y las relaciones entre sus integrantes permitieron negociar los espacios. Si bien el Regio Patronato Indiano tuvo las decisiones para llevar a cabo la evangelización y utilizar a las órdenes mendicantes como un contingente útil en los propósitos reales, el papado recurrió al clero secular para hacerse presente. Cada sector trabajó en un ámbito: los regulares en el ámbito rural, mientras los seculares en las villas y ciudades, pero paulatinamente los seculares empezaron a ocupar el espacio rural.
La parroquia fue el escenario útil a los dos cleros para reconfigurar los espacios. Pero ¿qué era la parroquia? Los autores señalan que la parroquia era la jurisdicción donde se encontraban los conventos y sus áreas de visita. Podía incluir uno o más conventos y los límites parroquiales se definían por las feligresías y no por los territorios. No había una regla fija respecto al número de fieles que cada cura atendía y la magnitud de la feligresía era variable dependiendo del tamaño de las cabeceras. Señalan también que los espacios religiosos tuvieron una vida activa más allá de la meramente religiosa, propiciando enfrentamientos entre ministros y feligresías, creando abismos insalvables pues pocos curas y frailes conocían las lenguas y las costumbres. Más aún, en zonas donde se hablaban más de dos lenguas fueron frecuentes las confrontaciones con los diferentes sectores de la población: caciques, españoles, mineros, mestizos, mulatos y población indígena en general. Tanto en el arzobispado de México como en el de Yucatán, la estructura parroquial se adecuó a las modalidades de la administración indígena que sobrevivió durante los primeros siglos. Las reformas tendieron paulatinamente a imponer otra noción que fue el territorio sobre la gente. De tal manera, desde el siglo XVII, pero particularmente en el siglo XVIII, las políticas eclesiásticas trataron de reconfigurar la noción de parroquia y construir su espacialidad. En este sentido es comprensible el arduo trabajo realizado por los autores al contrastar la evolución histórica de las parroquias, destacando los rasgos que las definieron en cada región.
El capítulo segundo titulado “Nuevos cambios sociales y reajustes parroquiales” comprende el periodo que va de 1640 a 1750. Señalan que es la etapa menos estudiada por la historiografía novohispana, pero es sumamente importante ya que marca la recuperación de la población indígena, el proceso de reconfiguración de la sociedad por el incremento del número de ciudades y villas y el despunte de poblaciones rurales donde se amalgamaron nuevos sectores a las poblaciones mestizas, y el crecimiento de la propiedad agrícola como unidades de gran peso en la transformación social. Los cambios se perciben con la intervención de las haciendas y los ranchos o las cofradías en la construcción de iglesias y organizaciones, el aumento de nuevos partidos y, en el plano político, el mayor intento de modificar el mapa parroquial mediante la promoción de la secularización.
En el siglo XVII, la iglesia secular poco a poco fue ganando partido pues fue la etapa de creación del mayor número de doctrinas. También se logró una mayor sujeción de los frailes doctrineros a la mitra y se generalizó el término de doctrina tanto de regulares como de seculares. Un aspecto trascendente fue la consolidación de los pueblos de visita. A partir de entonces, el binomio cabecera-visita fue inseparable en las redes parroquiales. La generalización de pueblos de visita buscó hacer menos difícil la administración espiritual y preservar las tierras de los congregados. En el siglo XVII, los pueblos de visita se constituyeron en las entidades más dinámicas en la construcción de las jurisdicciones parroquiales, dado que las cabeceras fueron estables normalmente.
La diversidad política e incluso lingüística en las doctrinas fue un factor adicional para su integración. Una problemática que compartieron curas y doctrineros fue la dispersión de los indios y la debilidad de los caciques para remediarla; trabajo infructuoso en regiones de difícil acceso, pues los curas no tenían la experiencia de los frailes ni el conocimiento de las lenguas. Algunos curas coincidían con los doctrineros en que no se mezclaran indios con mestizos. Los curatos también adoptaron el modelo de cabecera-visita, aunque la mitra estuviera a favor de una mayor concentración. Los autores señalan que el siglo XVII presenta cambios sociales importantes: mestizaje en pueblos, crecimiento de las haciendas y una mayor inclinación hacia la iglesia diocesana, consolidándose tres tipos de parroquias: urbanas, rurales y misiones. En este contexto, las iglesias de las haciendas jugaron un papel importante al ser convertidas en ayudas de parroquia con la consabida protesta de los curas por la migración de indios a las haciendas. Los hacendados buscaron prerrogativas: usar discrecionalmente sus capillas particulares y nombrar capellanes que oficiaron misa y administraran sacramentos.
El tercer capítulo abarca la segunda mitad del siglo XVIII, de 1750-1813. Pese a ser el más estudiado, los autores centran su atención en aspectos poco considerados. Se analizan las repercusiones de las reformas parroquiales impulsadas por Fernando VI y Carlos III, destacando la mayor incidencia de la Corona para impulsar cambios en la administración espiritual, en los proyectos de secularización de doctrinas y sus repercusiones en el mapa parroquial, así como en la reorganización de las parroquias de la Ciudad de México, impulsada por el arzobispo Antonio Lorenzana. Desde esta perspectiva, los autores señalan como elementos de transformación, en la organización parroquial, el aumento de vicarios y ayudas de parroquia y tenientes de curas para una mejor administración.
Todos estos cambios no se pueden entender sin tener presentes las políticas de los arzobispos desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII. Cada capítulo expone en líneas generales los principales problemas a los que se enfrentaron los prelados considerando uno de los aspectos centrales del establecimiento de la Iglesia novohispana, que nació con dos proyectos en pugna: el de los frailes y el de los obispos.
La época del arzobispo Montúfar (1554-1572) se caracterizó por la aplicación de una política de igualación, promoviendo la desarticulación de la estructura administrativa prehispánica al establecer curatos en señoríos de segundo grado, ya que en los principales estaban los franciscanos. Esto provocó la confrontación con los terciarios, con las cabeceras originarias, los linajes principales y los secundarios. Fue la etapa de mayor expansión de doctrinas y de curatos, donde las doctrinas tendieron a la institucionalización, adoptando muchos de los rasgos de la cristiandad europea. Pese a los conflictos entre ambos cleros, el trabajo quedó inconcluso. Hubo regiones donde no pudieron entrar.
Con el arzobispo Pedro Moya de Contreras (1573-1589) se inició una nueva fase: menos fundaciones pero más institucionalización impulsada por la Corona. Su gestión se definió por la búsqueda de uniformidad en la iglesia novohispana, buscó un equilibrio entre los dos cleros, destacando el paso de ministros mercenarios a curas beneficiados. En cambio, el arzobispo Aguiar y Seijas fomentó y consolidó las cofradías, promovió la austeridad y en lugar del despilfarro en las fiestas canalizó los bienes en la construcción de templos y su decoración. Los impulsores de cofradías, hermandades o devociones fueron tanto la mitra y el clero parroquial como los fieles o la nobleza indígena.
Por su parte, el arzobispo Lanciegos continuó con la política de Aguiar y Seijas, con una tendencia a regularizar las cofradías y hermandades. Propuso la creación de ayudas de doctrina y hubo intentos de conversión de visitas de doctrina en nuevas cabeceras. A finales del siglo XVII había una tendencia a definir la situación de cada instancia de acuerdo con la composición social. Misiones = indígenas; doctrinas = indígenas, mestizos; curatos = gente de razón. Pese a todo fracasó la política de secularización de Lanciegos, aunque “la reforma de las costumbres, las escuelas de castellano y la división parroquial eran parte de un mismo proyecto”. Lanciegos urgió mejorar las estrategias de aprendizaje, propuso la fundación de escuelas, puso jueces eclesiásticos en todos los partidos para ayudar a la reforma de la vida parroquial.
El arzobispo Mañozca propuso campañas de extirpación de idolatrías, saliendo a flote la diversidad lingüística que impedía el diálogo entre curas y feligreses. Durante su administración, el pan de cada día fueron los litigios por los límites entre curatos y doctrinas. El reto de la mitra fue tratar de introducir transformaciones en las doctrinas. En cambio, en la era del arzobispo Rubio y Salinas se inicia el programa de secularización cuyo objetivo fue la conversión de doctrinas en parroquias. En su visita da cuenta de la situación y señala que en muchas partes hacía falta reforzar el trabajo, dado que no había administración de los sacramentos y no todos los feligreses eran asistidos.
En 1766, al llegar el arzobispo Lorenzana a la sede le interesó saber la situación del arzobispado. Mandó elaborar un mapa de la jurisdicción, encomendándolo a José Antonio Alzate, con el propósito de elaborar un proyecto para la reorganización de las parroquias. Recorrió regiones apartadas, trató de arreglar el pago a los ministros,
impuso aranceles muy altos y continuó con la secularización. Al término de su período, Lorenzana había intervenido en la reorganización territorial en las ciudades, en el área rural e incluso en territorios de reciente evangelización, como la Sierra Gorda, y los mayores cambios estuvieron ligados a la transferencia de curatos al clero secular.
Finalmente, bajo la administración del arzobispo Núñez de Haro (1772-1800) se propuso reorganizar la red parroquial que ya estaba prácticamente en manos del clero secular. Su política se encaminó a reformar las cofradías, pero los curas criticaron la política de los frailes de haber formado muchos pueblos en el siglo XVI. Hubo una variante de curatos donde sus visitas eran únicamente haciendas y no pueblos. Los curas recibieron templos en mal estado y cuando éstos fueron secularizados los feligreses se desentendieron de sus obligaciones.
La segunda parte del libro está dedicada al obispado de Yucatán. Consta de dos capítulos, en los que se aborda la presencia y el predominio de los franciscanos en la región que dio a las doctrinas peninsulares un perfil específico. Así, el cuarto capítulo titulado “Parroquias y territorio en Yucatán 1541-1699” da cuenta de las fundaciones franciscanas y el monopolio ejercido por la orden seráfica en ese territorio. La autora analiza el proceso crucial de las congregaciones por las que los franciscanos crearon alrededor de 200 pueblos sin implicar esto que muchos indios siguieran viviendo dispersos. Yucatán se adaptó al modelo de cabecera-visita. A diferencia del arzobispado de México, la península tenía una unidad lingüística y pocos clérigos. Los franciscanos fueron renuentes a llamar doctrinas a los partidos eclesiásticos y los siguieron denominando guardianías. Considera que el período concluye en 1699 con el fin del dominio franciscano y el proceso paulatino de erección de curatos que arrancaron a los seráficos el control del territorio.
El capítulo final, “Parroquias y territorio 1700-1847”, corresponde a la última fase a partir de la secularización. Da cuenta del proceso de reconfiguración del territorio resaltando dos aspectos para el siglo XVIII: el crecimiento de los asentamientos irregulares de los indios fugitivos de los pueblos en las montañas y el traslado de muchos naturales a las haciendas y ranchos, mismos que la mitra regularizó para incrementar su presencia. A finales de la época colonial, las transformaciones en la península habían reconfigurado el panorama territorial; buena parte de las doctrinas franciscanas se habían secularizado y el territorio vacío que comprendía la montaña, hacia la actual región de Chetumal, caracterizado por ser un área de refugio, paulatinamente fue ocupado por los curatos. La mitra los regularizó para incrementar su presencia. En 1769, con la secularización se puso fin a la autonomía franciscana en Yucatán. En esa etapa, con el advenimiento de las intendencias, las parroquias se convirtieron en sede de los subdelegados y jueces españoles, quienes las tomaron como base para la reestructuración del territorio, lo cual demostró su vigencia como unidad básica de organización territorial. La Constitución de Cádiz reconoció el territorio parroquial para delimitar los ayuntamientos.
La precisión temporal tiene una razón de ser. Los autores establecieron tales cortes atendiendo los cambios significativos que encontraron no sólo en las políticas de las autoridades coloniales sino en las transformaciones de fondo. Al comparar las redes parroquiales encontraron ausencias importantes en territorios “vacíos” que fueron atendidos a medida que el clero regular o secular se ocupó de ellos. Pero sus comparaciones de las parroquias y su composición los llevó por rumbos inusitados, que dieron cuenta de la diversidad de estas entidades. Uno de los materiales aprovechados fueron las visitas pastorales. Gracias a ellas es posible tener una visión general de los territorios, ya que éstas ofrecieron una visión general y mostraron los principales problemas y un panorama sobre la situación de las parroquias, sus conflictos y la situación de los feligreses. Las visitas pastorales dieron cuenta de la realidad y pusieron el acento sobre determinados puntos. Si bien todas son muy ricas en información, como la de Aguiar y Seijas de finales del siglo XVII, gracias a la precisión de los datos es posible entender las dinámicas territoriales, los diferentes grupos que componían las redes parroquiales y los problemas a los que se enfrentaban los sacerdotes para la administración de los templos.
Como lo señalan los autores, las redes parroquiales han recibido poca atención como sujetos históricos. Las parroquias se han estudiado en el marco de monografías de poblaciones de una forma más descriptiva que analítica. La atención de la historiografía ha sido muy limitada. Además de los cambios impuestos por las autoridades se presentan diversos factores que intervinieron en su vida. Hay pocos trabajos sobre las parroquias como objeto de estudio central y escasos análisis de larga duración sobre la conformación y desarrollo de las redes parroquiales. Por otro lado, los estudios generales muestran un gran salto temporal, pues los siglos XVI y XVIII son los más estudiados, mientras que el siglo XVII sigue siendo un período poco conocido. El siglo XVII es el menos estudiado pese a haber sido una época de crecimiento y consolidación para las parroquias. Los autores se plantearon investigar estas entidades eclesiásticas desde una visión de conjunto, como un proceso abierto y dinámico, donde intervinieron diferentes actores y lograron mostrar las políticas institucionales, pero además insertar las acciones de la Corona, las autoridades virreinales, los obispos, los superiores religiosos, el clero parroquial, los pueblos de indios, los diferentes sectores de la feligresía, las organizaciones religiosas y algunos menos considerados como las cofradías y los hacendados. Muestran cómo el modelo parroquial de cabeceras-visitas se conservó como una estructura útil hasta el siglo XIX. La obra es un ejercicio que ofrece nuevas líneas de investigación y fortalece la microhistoria, pues dentro del marco conceptual planteado es posible retomar nuevamente la historia local; cada parroquia puede estudiarse como un microuniverso, con sus propias peculiaridades, dinámicas y necesidades. No resta sino destacar que esta obra cubre un hueco importante rescatando actores invisibles en la construcción de las redes parroquiales como son las organizaciones religiosas, los rancheros y los hacendados, pero sobre todo nos ofrece una nueva visión de las jurisdicciones eclesiásticas.
Sobre el autor
Tomás Jalpa Flores
Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, INAH.