La inestabilidad de la sociedad colonial y la resistencia indígena en Sonora, 1700-1750

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JOSÉ LUIS MIRAFUENTES*


Resumen

El presente trabajo se propone mostrar que, en la sociedad colonial de Sonora, los grupos dominantes regionales estaban divididos y sus contradicciones restaban eficacia a sus actividades de colonización. De tales grupos: los misioneros de la Compañía de Jesús, los colonos civiles y los militares, los dos primeros contendían entre sí por el control de las comunidades indígenas y sus recursos, mientras que el tercero, dedicado más a actividades productivas y comerciales, contribuía a poner en riesgo la paz interna de la provincia y la defensa de sus fronteras de las incursiones apaches. Así, en la promoción de sus intereses particulares inmediatos, los tres grupos no podían sino abrir amplias oportunidades para que las comunidades indígenas sometidas desafiaran con éxito el orden sociopolítico colonial.
Palabras clave: dominación colonial, conflictividad, resistencia indígena.


Abstract

This work attempts to show that in the colonial society of Sonora the dominant regional groups were divided and their contradictions hindered their colonizing activities. There were three groups: the missionaries of the Society of Jesus, the civilian colonists and the military ones. The first two of these competed for control of the indigenous communities and their resources, while the third, more focused on productive and commercial activities, endangered the internal peace of the province and the defense of its borders against Apache attacks. Thus, in promoting their particular immediate interests, the three groups offered broad opportunities to the indigenous communities of successfully defying the colonial socio political order.
Keywords: colonial domination, conflict, indigenous resistance.


Introducción. Los apaches, un problema latente

En el año de 1750, el juez pesquisidor y visitador de Sonora y Sinaloa, José Rafael Rodríguez Gallardo, en el informe que rindió de su visita a esas provincias, se refirió a las relaciones conflictivas que por entonces sostenían los apaches y españoles en Sonora. Escribió lo siguiente: “El apache y nosotros tenemos nuestras conquistas. Nosotros al norte y él al sur. Cuanto más nos internamos a sus tierras, tanto más él se va internando a las nuestras”.1

    Esta observación del visitador, pese a que exponía de manera correcta las razones que subyacían al enfrentamiento apache-español en Sonora, tenía algunos aspectos problemáticos relativos al planteamiento de esa confrontación. Porque ya para entonces las cosas iban dando un giro bastante notable: eran mucho más complejas y tendían a perfilarse en un sentido un tanto diferente a cómo las percibía el juez pesquisidor. En efecto, mientras los españoles veían frenada su expansión en Sonora por los apaches, éstos, desde sus remotos asentamientos en las riveras del Gila, ampliaban cada vez más el espacio de sus incursiones en la frontera española, al tiempo que las efectuaban con mayor intensidad y frecuencia, y las llevaban incluso hasta el centro de la provincia, “a donde jamás había aullado su audacia”, como decía el gobernador de Sonora y Sinaloa, Agustín de Vildósola, cuya alarma, desde luego, no era para menos.2

    Y es que la amplitud y persistencia de dichas hostilidades, además de ocasionar la parálisis constante de las actividades productivas y el comercio,3 todavía representaban un peligro mayor para la presencia española en Sonora, porque incluso sin tener relación alguna con la resistencia de los grupos autóctonos reducidos, la desestabilización que contribuían a crear en las actividades esenciales de la provincia, abrían amplias oportunidades a los mismos grupos de sacudirse el dominio de los españoles.4

Objetivos

¿A qué se debía que los apaches representaran una amenaza para la dominación colonial española en Sonora? A dos principales razones: por una parte, la capacidad combativa de los mismos apaches y, por la otra, la falta de estabilidad de la sociedad colonial de la región. Es de esta segunda parte de la que aquí nos ocuparemos, aunque sin dejar de considerar la relevancia de las incursiones apaches entre las condiciones más importantes que limitaban la consolidación del dominio español en Sonora.

    Antes de entrar propiamente en materia, consideramos conveniente declarar con individualidad cuáles eran y en qué consistían esas condiciones, para enseguida plantear la tesis que nos proponemos sostener en este artículo. Por último, formularemos una hipótesis en relación con las medidas aplicadas por las autoridades generales tendentes a resolver los problemas que incidían en la inestabilidad social de Sonora, así como con la actitud que asumieron hacia tales disposiciones los indios afectados por ellas.

    Para empezar, intentaremos mostrar que la sociedad colonial de Sonora era una sociedad en la que los grupos dominantes regionales estaban divididos, y cuyas contradicciones restaban eficacia a sus respectivas actividades de colonización, hasta el punto de debilitar el control de la población indígena reducida. Tales grupos, básicamente, eran dos: por un lado, los misioneros de la Compañía de Jesús, dedicados a la conversión religiosa de los indios, así como al cuidado de sus recursos económicos comunitarios. Por el otro, los colonos vecinos, que se ocupaban de la agricultura, la minería y el comercio. Estos últimos, a diferencia de los misioneros, distaban mucho de constituir un cuerpo unido y homogéneo: estaban, a su vez, divididos, hasta el grado de que sus grupos, en pugna, llegaban a enfrentarse gravemente entre sí. Estos grupos eran dos: los colonos vascos y los que no pertenecían a esa comunidad. Este antagonismo, con todo, llegó a involucrar a los misioneros jesuitas, que se inclinaban a favor de los colonos vascos, probablemente por las raíces vascuences que con ellos compartían.

    Todo ese conjunto de enfrentamientos, por supuesto, no era fortuito, ni mucho menos. Hundía sus raíces en los intereses que cada grupo defendía, los cuales, por su misma naturaleza, no eran fáciles de conciliar. Así, mientras los misioneros y colonos vecinos luchaban por el control de la mano de obra y las tierras de los pueblos de indios, los colonos vascos y los que no lo eran contendían por la supremacía del poder político regional.

    En segundo lugar, mostraremos que había todavía un tercero en discordia no menos beligerante y cuyos fines particulares tendían a afectar por parejo a los de los otros grupos. No se trataba precisamente de un grupo, sino de individuos un tanto aislados. Nos referimos a los capitanes de presidio, encargados de asegurar, a la vez, la paz interna de la provincia y la defensa de sus fronteras. Estos oficiales, como se verá, no por ser militares dejaban de tener interés en las actividades económicas regionales. Se podría decir, por tanto, que más que militares eran acaudalados empresarios particularmente emprendedores, que se apoyaban en los recursos defensivos a su cargo para diversificarse económicamente. En clara alusión a sus manejos irregulares, el misionero Ignacio Pfefferkorn comentaba con ironía que los que en Sonora detentaban el cargo de capitán “eran más expertos en pesas y medidas que con la espada; y que sabían más de una contabilidad que del mando en una expedición militar”.5

    Por todo lo anterior, sería de todo punto inexplicable que en este estudio no hiciéramos mención del que necesariamente terminó por constituirse en un cuarto contrincante, tan insidioso o más que los tres referidos anteriormente, aunque no en un pie de igualdad con los mismos, sino desde su condición social de sometido pero en frecuente resistencia. Se trataba de los indios reducidos a los pueblos de misión. En su descripción de la provincia de Sonora, el misionero Ignacio Pfefferkorn se refirió al comportamiento algo más que impasible de dichos indios frente a las actividades de los religiosos jesuitas. Entre otras cosas, escribió lo siguiente: “Imagínense […] una persona insensible a toda bondad, que nada le merece simpatía, ni le avergüenza su deshonra ni le preocupa ser apreciado […] alguien a quien no le alaga ser honrado, ni le alegra la suerte, ni le duelen las penas; finalmente, una persona que vive y muere indiferente. Esa persona, es el retrato de un indio Sonora”.6

    Las autoridades civiles españolas, por su parte, no eran menos elocuentes en cuanto a la opinión que les merecía la actitud de los indios reducidos, contraria a la institución de la dominación colonial en Sonora. En 1750, el visitador Rodríguez Gallardo decía de dichos indios lo siguiente:

Decir que los indios profesen amistad verdadera o le tangan lealtad al español —por más que los haya domesticado el trato, dádivas y agasajos— será cerrar los ojos a la experiencia. No hay adagio más verdadero que lo del pan y el palo para tener al indio sujeto. No basta lo uno sin lo otro, porque los indios por lo regular no conocen lo que es agradecimiento. Las dádivas sólo excitan su esperanza, amor propio y codicia. Y el temor y castigo es el que los sujeta. Pues si no hay fuerzas para intimidarlos, ¿cómo es posible que se puedan contener a los alzamientos?7

    Los indios reducidos, por tanto, apenas si lo eran poco menos que en el nombre. Y tal vez ni eso siquiera. Porque aunque no estuvieran levantados en armas, quedaba claro que no estaban más que a la espera de una oportunidad para hacerlo, como bien podía desprenderse de lo dicho por el visitador. Así pues, su oposición a los españoles no podía menos que incidir, también, en la falta de estabilidad de la sociedad colonial de la región.

    En resumen, la tesis que nos proponemos sostener en este trabajo es la siguiente: los misioneros, los colonos civiles y los militares, en medio de los irreductibles conflictos que los dividían, estaban muy lejos de gozar de la necesaria cooperación para el logro de los fines que, por principio, conjuntamente perseguían, esto es, el afianzamiento y la expansión del dominio español en Sonora. Dicho en otros términos: caracterizados por el distanciamiento de sus intereses inmediatos y la falta consiguiente de coherencia entre sus respectivas actividades de colonización, los grupos dominantes regionales no sólo carecían de la capacidad suficiente para enfrentar la amenaza creciente de las tribus apaches, sino que, además de debilitar la sumisión de los indios reducidos, contribuían a abrir amplias posibilidades a los mismos de asumir una posición crítica y hasta de rechazo hacia el orden sociopolítico colonial.

Hipótesis

Propondremos que las autoridades generales del virreinato trataron de resolver los problemas que incidían en la falta de estabilidad de la sociedad colonial de Sonora, mediante una nueva política de poblamiento basada en la formación de localidades mixtas de indios y españoles en los asentamientos administrados por los religiosos de la Compañía de Jesús. Se trataba, en particular, de favorecer el establecimiento de los colonos civiles en la provincia, dándoles acceso a las tierras y la fuerza de trabajo de las comunidades indígenas sujetas al régimen misional, y de reforzar, por ese medio, el control de los indios congregados en ellas. Este proyecto, sin embargo, adolecía de un conocimiento adecuado de la realidad sociopolítica y cultural de la provincia. Sostendremos, así, que el inicio de su aplicación, orientada específicamente al sometimiento efectivo de los seris nómadas que radicaban por temporadas en el ámbito de un asentamiento misional, no tomó en cuenta que esos indios se hallaban en proceso de sedentarización, es decir, que empezaban a vivir del trabajo del campo al tiempo que seguían practicando sus antiguas actividades de caza, pesca y recolección en sus ancestrales territorios del desierto y la costa. Los seris, por tanto, opusieron resistencia a cambiar su nueva forma de vida y terminaron por levantarse en armas. En consecuencia, trataremos de probar que el inicio de la nueva política de poblamiento en Sonora, mal planeado y peor ejecutado, acarreó más perjuicios que beneficios para la sociedad que se trataba de estabilizar, hasta el punto de poner en riesgo la permanencia de los españoles en la región.

Sonora a la llegada de los españoles

Sonora debió ser una provincia de particular interés para los colonos españoles. Y no sólo por el tamaño de su territorio, de suyo vasto y por demás ilimitado, sino por la importancia de los grupos indígenas que la poblaban y la riqueza mineral que contenía.

    En relación con su territorio, se calcula que pasaba de las 200 leguas de circunferencia.8 Iba aproximadamente desde el río Yaqui, al sur, hasta la parte meridional del moderno estado norteamericano de Arizona, por el norte. Por el este se extendía desde la Sierra Madre Occidental hasta la costa, incluyendo la isla Tiburón y otros islotes menores, por el oeste.

    En cuanto a su población, era tan numerosa como variada. Estaba compuesta por yaquis, seris, pimas bajos, pimas altos, jovas, ópatas, eudeves y pápagos. Todos ellos eran semisedentarios, a excepción de los seris, que llevaban un modo de vida nómada. Las fuentes a nuestro alcance relacionadas con el tamaño de cada uno de esos grupos son insuficientes y por demás conservadoras. Se calcula que para el momento del contacto, los seris sumaban alrededor de 5 000 individuos, los pimas altos 30 000, los pimas bajos 25 000 y los ópatas-eudeve 60 000.9 Carecemos de las cifras correspondientes a los totales de población de los grupos restantes, no obstante, un dato acerca del tamaño parcial de la población conjunta de la provincia hacia la primera mitad del siglo XVII nos la da el misionero Cristóbal de Cañas. Nos dice que los bautizos pasaban de 175 000 efectivos.10 Dado que, por entonces, las actividades de los jesuitas no abarcaban ni la mitad de Sonora, es de suponer que el tamaño de la población indígena en su conjunto fuese mucho mayor que la estimada por el padre Cañas en la fecha antes mencionada.

    Y por lo que toca a la riqueza mineral de la provincia, de momento nos limitaremos a citar lo que afirmaban al respecto dos observadores contemporáneos: el misionero Cristóbal de Cañas y el visitador de Sonora y Sinaloa, José Rafael Rodríguez Gallardo. En 1730, el primero decía: “Toda la provincia es montuosa, los cerros y montañas muchísimos. Los minerales de plomo, cobre, plata y oro son tantos cuanto sus peñascos, pues en todos los cerros que quieren abrir bocas se encuentra vetas de metales”.11 Y en 1750, el visitador Rodríguez Gallardo sostenía convencido lo siguiente: “Según las muchas minas que se han medio trabajado sin formalidad, ni avío, y según los muchos metales en que pintan todas sus serranías, se puede decir en verdad que [Sonora] es una continuada plancha de plata”.12

Oposición de los colonos civiles al régimen de misiones

En 1720, la estabilidad de la sociedad colonial de Sonora sufrió una de sus sacudidas más intensas. En ese año, un número indeterminado de vecinos, encabezados por el capitán del presidio de Fronteras, Gregorio Álvarez Tuñón y Quiroz, y por el alcalde mayor de Sonora, Rafael Pacheco Ceballos, llevaron a cabo dos juntas: una pública, de puertas abiertas, y la otra secreta, como si de una conspiración se tratara. De hecho, de ambas reuniones resultaron sendas confabulaciones contrarias a los intereses de las misiones, administradas por los religiosos de la Compañía de Jesús. En la junta pública se trató, como primer punto, “que salgan los reverendos padres de la sagrada Compañía de las misiones de esta provincia”. El capitán de Fronteras se refirió a una cuestión un tanto diferente pero que apuntaba en la misma dirección. “Prometía a sus coligados que él haría pagasen tributo los indios de nuestros pueblos para mayor emolumento de las rentas reales”. Siguiendo a Navarro García, el pago de tributo por los indios reducidos a los pueblos de misión implicaba que éstos obtendrían el estado de mayoría de edad de la ciudadanía, lo que a su vez significaba que las misiones administradas por el clero regular, en este caso los jesuitas, pasarían a cargo del clero secular.13

    En una carta aparte, fechada el 20 de febrero del mismo año, 17 vecinos se dirigieron al virrey en relación con el mismo asunto: “que será muy conveniente que estas misiones se entreguen a los señores clérigos u otros religiosos y que al punto salgan de la provincia los de la Compañía de Jesús”.14

    La segunda junta, es decir, la secreta, fue más explícita respecto de los objetivos precisos de los colonos vecinos relacionados con la expulsión de los jesuitas de las misiones de la región. Se dijo: “el primer capítulo de esta junta es que las tierras de los indios se repartan a los españoles, coyotes y mulatos”. Inmediatamente después se trataron 12 puntos más, de los cuales tres se refirieron a las pretensiones de los colonos vecinos de tener libre acceso a las tierras y mano de obra de los pueblos de misión.15 En suma, tanto en la junta pública como en la secreta se llegó al acuerdo de introducir innovaciones en el régimen misional en favor de los colonos civiles, innovaciones que, en sustancia, serían las siguientes: 1) que los jesuitas abandonen la provincia y sean sustituidos por religiosos seculares, 2) que las misiones se conviertan en poblaciones mixtas de indios y españoles y 3) que los indios puedan avecindarse libremente en las casas y cuadrillas de los españoles.

    Para una mejor comprensión de las demandas de los colonos civiles es conveniente que las examinemos en su debido contexto y perspectiva, antes de realizar un análisis más profundo de las circunstancias en las que se desenvolvía el poblamiento propiamente español frente a las prerrogativas del régimen misional.

Las misiones jesuíticas: su exclusivismo y poder

En 1737, uno de los vecinos más antiguos e influyentes de Sonora, Juan Mateo Mange, se refirió al modo como los misioneros y los colonos vecinos estaban establecidos en esa provincia. Escribió lo siguiente: “Dichas misiones se sitúan en arroyos y en algunos valles de agricultura, todo lo demás de este país es agreste de sierras, cerros, peñoles y breñas; [y es ahí] en que residen los españoles”.16

    Este reclamo de Mange requiere plantear varias consideraciones en relación con la actividad colonizadora de los misioneros de la Compañía de Jesús. Veamos: la posición de privilegio de que disfrutaban los evangelizadores respecto de las mejores tierras de la región se debía, en buena medida, a que fueron ellos los primeros en establecerse de fijo en los pueblos de indios comprendidos en esas tierras. Tal posición, desde luego, no la detentaban como si se tratase de un bien particular, tan sólo en provecho propio, sino en el ejercicio de su ministerio, esto es, a través de su apostolado en las propias comunidades indígenas que administraban, en cuyos bienes, a su vez, se apoyaban para dar continuidad a sus actividades de evangelización. Debido, en efecto, a la naturaleza de ellas, tenían la prerrogativa de obtener utilidades de los recursos humanos y naturales de los pueblos a su cuidado. Y no tan sólo para satisfacer sus necesidades personales, sino como un medio para lograr la autosuficiencia económica de sus fundaciones, la cual estimaban necesaria para asegurar la vida apartada en la que pretendían realizar la conversión de los indios al cristianismo.

    Por demás está decir que para lograr tales objetivos, los jesuitas contaban también con sus propios recursos, además de planes de desarrollo económico comunitarios bastante precisos. Así, establecieron un sector económico denominado de comunidad o de la iglesia, compuesto por un número indeterminado de tierras, en las que introdujeron bienes y recursos de origen europeo, como ganado de distintos tipos, comestibles, plantas; así como de una buena variedad de obras de infraestructura. Estas posesiones, desde luego, despertaron fuerte interés en los indios reducidos, y por disposición de los misioneros las trabajaron de manera prioritaria por encima de sus tierras particulares, de suerte que terminaron dependiendo de ellas más que de las que tenían en propiedad para obtener su sustento. Ello, ni qué decir tiene, favoreció la capacidad de los jesuitas para ejercer sobre los indios un control acorde con sus objetivos aislacionistas.17

    Debemos añadir que este control no excluía, ni mucho menos, el uso de la fuerza. Los misioneros, en efecto, no se abstenían de recurrir a la coerción como medio para ser obedecidos, aunque no siempre la aplicaban de manera personal, seguramente para no hacerse aborrecibles por sus propios catecúmenos. Así, recurrían a los funcionarios de los cabildos indígenas de los pueblos de misión, y muy en particular a los gobernadores de esos pueblos, educados y formados por ellos mismos, y en cuya lealtad confiaban, además, por el poder y los privilegios consustanciales al cargo que personalmente les otorgaban.18 Pero incluso, si en esos casos no bastaban las sanciones impuestas a los indios inconformes, los misioneros todavía podían solicitar la intervención de los soldados presidiales, los cuales, por su parte, se hacían cargo del arresto y condena de esos indios.19

    Pero al lado de esos importantes respaldos, las iniciativas de los misioneros, tendentes a asegurar el trabajo, la disciplina y la conversión religiosa de sus feligreses, todavía tenían un carácter exclusivo, es decir, se sustentaban en las leyes de división residencial que prohibían a los no indios avecindarse en los pueblos bajo el estatuto de misión, precisamente para evitar que los colonos civiles se entrometieran en las actividades productivas, de predicación y adoctrinamiento de los miembros de la orden. Por dichas leyes, en suma, los religiosos jesuitas esperaban que sus misiones fuesen establecimientos exclusivamente indios y dirigidos tan sólo por ellos mismos, a efecto de que la administración y la conversión religiosa de sus catecúmenos se mantuviesen al margen de toda injerencia externa y se guiasen por sus propios principios y decisiones. Por consiguiente, los misioneros acababan desempeñando la importante función de intermediarios entre los indios reducidos y los colonos españoles, vigilando que los tratos entre unos y otros necesariamente pasaran por su supervisión y control.20

    No obstante, los colonos civiles no estaban privados del todo del usufructo de las comunidades indígenas. Por medio del repartimiento gozaban del derecho de acceder a la fuerza de trabajo de ellas, aunque, como es bien conocido, de manera limitada; porque según las normas que regulaban esa práctica laboral, no podían sacar de cada pueblo de misión más de 4% de la población laboralmente activa, además de que tenían prohibido llevar a trabajar a los indios de servicios a más de diez leguas de distancia de sus respectivos asentamientos.21 Así, aun cuando no siempre cumplían al pie de la letra con esa normatividad e incluso incurrían en notables excesos, los colonos civiles difícilmente podían contar en sus explotaciones con una mano de obra suficiente y estable y, por lo mismo, calificada. De modo que ante las pocas oportunidades que tenían para abastecerse con abundancia de tierras aptas para el cultivo agrícola y ganadero, terminaban dependiendo de las misiones para la obtención de alimentos y materias primas. El religioso jesuita, José María Genovese, haciendo referencia a esa dependencia, citaba lo que solían decir al respecto los colonos vecinos incluso contrarios a los misioneros: “que si no fuera por los padres todos perecieran de hambre, porque aunque los vecinos siembran no saben cómo todo se les pierde y apenas cogen que poder comer, y a los padres todo se les logra”. En estas condiciones, el sistema de misiones tendió a desarrollarse con mucha mayor rapidez que la colonización civil. Entre mediados del siglo XVII y principios del XVIII los misioneros se establecieron entre todos los grupos indígenas de Sonora, erigiendo entre ellos alrededor de treinta misiones con un total aproximado de 66 pueblos, de modo que el espacio dedicado a su administración no estaba muy lejos en tamaño del territorio abarcado por la provincia entera. En 1722, el mismo Genovese expresaba al respecto lo siguiente: “estas misiones que se comprenden en sola visita de Sonora, tienen de oriente a poniente más de ochenta leguas de administración; y de norte a sur administran más de ciento treinta leguas”. Pero, además, sostenía el religioso que en todo ese extenso territorio los jesuitas tenían “más de cincuenta iglesias muy primorosas”.22

Contribución del cambio demográfico al conflicto
entre colonos civiles y misioneros

La oposición de los colonos vecinos al sistema misional venía dándose desde el último cuarto del siglo XVII, a causa de los límites cada vez menos justificados que los misioneros imponían al proceso de poblamiento español en la región. Varias eran las razones de ello. En primer lugar, el cambio demográfico que afectó por parejo a ambos contendientes. En el caso de las misiones, ese cambio consistió en la pérdida significativa de sus efectivos indios y se debió a las incesantes epidemias que se abatieron sobre la población indígena reducida desde el siglo XVII hasta ya bien entrado el siglo XVIII.23 Y por lo que toca a los colonos civiles, dicho cambio fue en sentido contrario al de los pueblos de misión, esto es, se distinguió por el aumento progresivo de sus miembros debido a los importantes descubrimientos minerales que se produjeron en Sonora desde principios del siglo XVIII.

    En relación con las epidemias parece que no sólo se sucedieron con extraordinaria frecuencia, sino que incluso llegaron a permanecer en la región crónicamente, causando innumerables muertes entre la población indígena reducida.24 Es interesante lo que informó al respecto el misionero Cristóbal de Cañas en 1730. Dijo: “En estos pueblos que en lo antiguo eran muy numerosos y ahora están por las pestes y otros accidentes muy diminutos, hay doce mil ciento treinta y dos almas de adultos, fuera de los pequeñitos y de pecho, corto número de los antiguos catálogos, pues pasan de ciento setenta mil los bautismos de aquellos tiempos”.25

    Por lo que toca a los descubrimientos mineros y su relación con el crecimiento de la población civil española, creemos que es de particular interés hacer referencia a uno de los hallazgos que más atrajo la atención de los españoles en la primera mitad del siglo XVIII. En 1736, en el norte de Sonora, en la región conocida como La Arizona, se descubrieron yacimientos minerales excepcionales. Se trataba de bloques y bolas de plata pura. El sitio recibió nombre de inmediato. Se le llamó “Las bolas y las planchas de plata”. La noticia del increíble descubrimiento corrió rápidamente por la región y no tardó en llegar a oídos de las autoridades españolas, que sin pérdida de tiempo se trasladaron a La Arizona, ya inundada de mineros. Las autoridades españolas no acababan de dar crédito a lo que veían, por lo que lejos de considerar el hallazgo como un milagro de la naturaleza, lo tuvieron más bien como tesoro escondido. Así, terminaron por confiscarlo para enviarlo al rey de España,26 lo que no impidió que el flujo de mineros a la región permaneciera constante.

    Así pues, dicho hallazgo seguramente incidió en el progresivo crecimiento de la población civil de Sonora. Según Peter Gerhard, el número de colonos había pasado de 1 400 en 1678 a 3 000 en 1730, para llegar a 7 600 en 1760.27

Exclusión de los colonos civiles del usufructo
de las comunidades indígenas

Pese al contraste entre la drástica caída de la población indígena reducida y el aumento continuo de la población civil, los misioneros, lejos de renunciar a las tierras que los indios ya no eran capaces de cultivar, mantuvieron la integridad original del territorio misional, por lo que no podían menos que afectar gravemente las actividades económicas principales de los colonos vecinos. Para empezar, tenían cada vez menos capacidad para satisfacer la demanda de alimentos y materias primas de los emigrantes; pero, además, limitaban sus posibilidades de encontrar acomodo en la agricultura y la ganadería, obstaculizando, a la vez, la aparición de productores alternativos de bienes agropecuarios que compensaran la decreciente producción de esos recursos por parte de las misiones.

    Así, se daba el caso de que no pocos asentamientos mineros, carentes de tierras fértiles y de mano de obra suficiente y estable, a menudo terminaban erigidos en la proximidad de las minas, por lo que no tenían mayor permanencia que la que duraba la riqueza superficial de ellas. Tales establecimientos, por tanto, tenían muchos y graves defectos, como la debilidad de su población, su inestabilidad y su dispersión y aislamiento. A este respecto, en 1726, el visitador de los presidios del norte, Pedro de Rivera, escribió:

Tengo reconocido ser esta provincia y fronteras [de Sonora] un campo abierto en el que a distancia de ochenta leguas están dispersos los habitadores; unos en el ministerio de minas y los más en el de crías de ganado y labranza, sin que entre ellos haya poblazón de mayor ni menor unión en villa, real ni otro que pueda dársele nombre de lugar o poblado, distando unos de otros entre las dichas ochenta leguas, sesenta, cincuenta, cuarenta y treinta leguas del presidio, y los más inmediatos dieciocho. Y todos y cada uno en su habitación con el peligro a la vista de ser insultados de los enemigos apaches.28

    Todavía hacia el año de 1750 no habían llegado a formarse en Sonora núcleos de población de alguna importancia. La que entonces se tenía como cabecera de la provincia, el Real de San Juan Bautista, contaba con tan sólo siete vecinos a la fecha en que el visitador Rodríguez Gallardo transitó por ese lugar. Como afirmaba el mismo visitador, “desde el río Yaqui hasta los últimos términos de la Pimería Alta no hay formal vecindario, pues los reales de minas y la intitulada cabecera de San Juan Bautista, como están situados en lo más áspero y fragoso, sólo duraron lo que las minas”.29

    Una idea aún más precisa del defectuoso poblamiento español de Sonora nos lo ofrece el mismo Rodríguez Gallardo, al tratar la dificultad que se enfrentaba para reunir en un solo paraje el cuerpo de milicias de la provincia: “La compañía miliciana según pie de lista que me acompaña [fechado] en 23 de diciembre de 1747 sólo se compone de 142 vecinos, que, para reclutarse y juntarse en un paraje, fuera necesaria cuando menos la demora de dos meses y el que las órdenes transitasen inmensas distancias, pues dicha compañía se divide en escuadras”.30

    Para mayor abundamiento basta con que veamos tan sólo un ejemplo de la localización de las escuadras, su tamaño y las distancias que separaban a los distintos partidos que las constituían:

Una [escuadra] comprende los partidos de Real de San Juan Bautista, el de Nacozari y el de Santa Anna de Tepache. Y esta escuadra, compuesta de tres partidos, sólo están alistados 51 hombres y distan entre sí muchas leguas, pues desde Nacozari hasta el Carrizal (comprendido en el valle de Tepache á Carrizal) habrá más de 50 leguas. Dicho Carrizal distará como 30 leguas del Real de San Juan y desde este al de Nacozari hay 19 leguas.31

    Esta dispersión y aislamiento de los colonos vecinos llevó al visitador Rodríguez Gallardo a sacar una conclusión que ponía claramente de manifiesto una de las causas principales de la recurrente inestabilidad de la sociedad colonial de Sonora. Decía: “cada día están peores los indios y en peor constitución las provincias, y no hay gente española que lo remedie”.32

La guardia militar: su insuficiencia numérica y defensiva

Incapaces, por consiguiente, de defenderse por sí mismos, los colonos civiles apenas podían hacer nada en defensa de la provincia sin depender del apoyo sostenido de la guardia militar acantonada en los presidios. Esta tropa, sin embargo, no por ser regular contaba con la capacidad suficiente para asegurar a la vez la paz interna de Sonora y la defensa de sus fronteras. En contraste con el enorme territorio abarcado conjuntamente por los pueblos de misión y los asentamientos de los vecinos, constituía una fuerza más significativa que real. En 1700 estaba formada por un solo presidio, el de Santa Rosa de Corodéguachi o Fronteras, compuesto de 50 soldados y su capitán. Este puesto de guardia, además, se localizaba en el extremo noreste de la provincia, casi en la frontera con la Nueva Vizcaya, y su cometido, básicamente, era el de contener a los apaches en esa parte de la región fronteriza.33

    Por entonces, Sonora también contaba con el auxilio de otro presidio, pero de fuera de la provincia. Se trataba del presidio de Sinaloa, establecido unas cien leguas al sur y con una guarnición que no pasaba de los treinta soldados, fuerza de suyo insuficiente hasta para tener bajo resguardo su propia jurisdicción. Dado que, por otra parte, lo separaban del presidio de Fronteras más de doscientas leguas, difícilmente podía coordinar sus acciones con ese puesto de guardia, por lo que regularmente se limitaba a vigilar las comunidades del occidente y el sur, dejando virtualmente de lado las regiones restantes de la provincia, en particular la parte fronteriza conocida como la Pimería Alta, en el norte-noroeste de Sonora, que empezaba a ser invadida por los apaches.

    Así pues, Fronteras y Sinaloa carecían de fuerzas y capacidad operativa acordes con las necesidades defensivas de Sonora. No iban más allá de ocupar una posición periférica, si no es que marginal, además de estar aislados por completo el uno del otro. Por consiguiente, actuaban cada cual por su lado y sin mayores posibilidades de operar con eficiencia fuera de sus respectivas demarcaciones. Incluso, se daba el caso de que ni aun en sus propias zonas de influencia actuaran con mayor eficacia. En 1703, el célebre misionero Eusebio Francisco Kino decía de las tropas de Fronteras lo siguiente: “los soldados no hacen nada ni salen [a] campaña, causa que han dejado apoderar [a] los enemigos [apaches] de toda provincia”.34

    Con todo, los servicios defensivos de las tropas presidiales fronterizas siguieron siendo poco menos que inexistentes. En 1722, el misionero jesuita Ignacio de Arceo decía que en los últimos ocho años no había visto hacer a los soldados del presidio de Fronteras “más que dos medias campañas que duraron apenas quince días y cuatro recorredurías con poco o ningún fruto”.35

    Las operaciones del presidio de Sinaloa en Sonora no eran mejores. Más bien, eran tan ineficientes como las del presidio de Fronteras, pero no sólo por causa de sus propios defectos defensivos, sino debido a una razón más que guardaba un cierto parecido con los problemas que enfrentaba este último puesto de guardia para contener las incursiones apaches. Se trataba, en efecto, de la complejidad de su cometido. Éste consistía en asegurar el sometimiento efectivo de los seris, luego de que este grupo fuera conquistado y empezara a ser reducido a los pueblos de misión.36 Antes de ocuparnos del modo como el presidio de Sinaloa dio cumplimiento a esa comisión, consideramos conveniente referirnos a la forma de vida de los seris y ofrecer una explicación de las razones por las que en Sonora se estimaba necesario tenerlos bajo vigilancia militar en los primeros años de su sometimiento.

    Los seris distaban mucho de guardar algún parecido con el resto de los grupos indígenas de Sonora. A diferencia de ellos, que eran sedentarios, llevaban un modo de vida nómada. Estaban organizados en pequeñas agrupaciones autónomas del nivel de la banda y vivían de la caza, la recolección y la pesca, por lo que debían desplazarse periódicamente a lo largo de su territorio para realizar esas actividades de manera satisfactoria. Por consiguiente, carecían de residencia fija. Se localizaban en las áridas llanuras occidentales y a lo largo de la franja costera, incluyendo la isla Tiburón.37 Hacia principios de la década de 1670, los españoles empezaron a sacarlos de sus inhóspitos dominios para establecerlos en la parte baja del río San Miguel, casi en el centro de Sonora, en una misión que llevaba el nombre de Nuestra Señora del Pópulo de los Seris. Esta misión básicamente se componía de dos pueblos: la cabecera y un pueblo de visita denominado Los Ángeles. Allí, los religiosos jesuitas se proponían convertirlos al cristianismo, al tiempo de instruirlos en los rudimentos de la vida sedentaria, a fin de asegurar la continuidad de su adoctrinamiento.38 Los progresos que hicieron en el desempeño de esas actividades no fueron menores. En 1692, el misionero Adam Gilg informó que los seris por él reducidos habían aprendido a trabajar la tierra tan bien como los grupos sedentarios, y que además de acudir a los servicios religiosos se gobernaban al estilo de los españoles. El padre Gilg, con todo, todavía se dio a la tarea de expandir sus actividades hacia las llanuras occidentales, donde fundó varios asentamientos misionales más para los seris que se mantenían en sus antiguos dominios.39 No obstante, del mismo modo que los misioneros que lo sucedieron en el cargo, no pudo evitar la aparición de inconsistencias en dichas actividades; inconsistencias que en buena parte derivaban de la falta de costumbre de los seris de vivir exclusivamente del trabajo del campo. Para empezar, no dejaban de salir de los pueblos de misión para ir en busca de sus antiguos alimentos de caza, pesca y recolección. Como observaba un misionero, les resultaba todavía muy pesado obtener su sustento tan sólo de las labores de siembra y cosecha, en contraste con la desenvoltura que mostraban cuando practicaban sus viejas formas de procurarse sus comestibles tradicionales básicos, tales como pitahaya, tuna, mezquite, mariscos, pescado, venado etc.40 —adquisición en la que, por otra parte, tal vez invertían un trabajo incomparablemente menor y hasta mucho menos monótono—. Y en segundo lugar, las disputas que llegaban a tener con los misioneros por causa de la preferencia que seguían dando a dichos alimentos sobre los producidos en las misiones. El propio padre Gilg fue objeto de uno de esos altercados. En 1692 escribió al respecto lo siguiente: “Uno de mis indios se atrevió a decirme que todo lo que comen para alimentarse es puro, en tanto que nosotros, europeos, tragamos toda clase de desperdicios; probablemente se refieran al carnero y a todos los alimentos condimentados y no pude disuadirlo de esta disparatada opinión”.41

    Las continuas deserciones en que incurrían los seris respondían todavía a una razón más ligada a su resistencia a permanecer de fijo en los pueblos de misión. Se trataba de las hostilidades que sufrían a manos de sus antiguos enemigos pimas fronterizos, cuya frecuencia y capacidad destructiva obligó, incluso, a que el padre Gilg desistiera de continuar con su labor en los asentamientos misionales por él fundados en las llanuras, aunque no sin antes de que los seris le echaran en cara la indefensión en la que los tenían los soldados y a continuación se retiraran a sus antiguos dominios.42 En 1718, un misionero de Nuestra Señora del Pópulo de los Seris informó que, en 1716, “todo lo antes reducido estaba perdido y los cristianos hechos apóstatas en el gentilismo por causa de las guerras que desde 1704 se volvieron a suscitar entre los mismos naturales”.43

    En consecuencia, las visitas de los soldados de Sinaloa a la misión de los seris resultaban no sólo necesarias, sino urgentes. Sin embargo, no se realizaron más que de manera excepcional: no pasaron de seis entre 1696 y 1722. Sobra decir que con tal infrecuencia dichas visitas no podían ser peor recibidas por los seris; y no sólo porque no cumplían con su cometido de protegerlos de sus enemigos pimas, sino porque a la vez frustraban las expectativas que acababan creando en ellos de permanecer por largo tiempo al margen del control español, además de que solían tratarlos con extrema violencia, como una manera de compensar sus largas ausencias. Y si bien los seris volvían a reducirse, no por ello dejaban de expresar abiertamente su resentimiento, aunque no lo dirigían en contra de los soldados, sino sobre los colonos vecinos de los alrededores, a los que hurtaban con frecuencia el ganado. En 1720, un indígena seri hizo saber “que había de hurtar bestias y ganado a los españoles, para que si los españoles los siguieran, matar a dichos españoles por vengar las muertes que hizo un capitán llamado Escalante, que había entrado con soldados y había muerto a cinco o seis de sus parientes”.44 Estas amenazas las harían efectivas en 1725, luego de una confrontación con los colonos civiles, como más adelante señalaremos. El sometimiento efectivo de los seris, por tanto, no podía ser sino sumamente lento y, por momentos, particularmente conflictivo.

Los refuerzos militares esperados:
sus límites y problemas

La precaria situación defensiva de Sonora no pasó inadvertida para los colonos españoles asentados en esa provincia. En 1707, Juan Mateo Mange, infatigable colaborador del padre Kino en la expansión de las misiones de la Pimería Alta, propuso que en esta apartada región se estableciera otro presidio. Sugirió para su asentamiento la hacienda despoblada de Terrenate, donde se estimaba que estaría bien ubicado para asegurar, a la vez, la reducción de los pimas altos y la contención de los apaches. Esta propuesta de Mange, además de oportuna, se justificaba por sí sola, porque la Pimería Alta, a pesar de que tendía a constituirse en un punto estratégico de la expansión española hacia el norte, era la región más desprotegida de Sonora. No obstante, fue desoída por las autoridades generales.45

    Con todo, no dejaron de hacerse escuchar diversas propuestas defensivas más para Sonora. Particularmente importante para nuestra argumentación es la que hizo en 1727 el inspector general de los presidios del norte, brigadier Pedro de Rivera. Éste propuso al virrey que el antiguo presidio de Sinaloa se trasladase hasta la región central de Sonora y se estableciera en el paraje de Pitic, a unas veinte leguas de la costa y a otras tantas de la misión de Nuestra Señora del Pópulo de los Seris. Consideraba que el sitio “era indispensable para poner freno a los indios que, apóstatas de la fe y mezclados con gentiles, han ocasionado insultos en aquellos contornos”.46 Esta medida, aunque no representaba un aumento real para las fuerzas con las que ya se contaba en Sonora, tenía la ventaja de hacer posible la unidad operativa de esas guardias, pues disminuía notablemente las distancias que las separaban entre sí, además de dar al presidio de Sinaloa una ubicación desde la que podía auxiliar a las misiones de la Pimería Alta, al tiempo de ejercer un cierto control sobre los cercanos seris, cuya resistencia acababa de desembocar en un exitoso levantamiento armado, del que nos ocuparemos más adelante. De hecho, eran esos indios a los que se refería De Rivera en su propuesta. Este oficial, sin embargo, no sólo no se mantuvo firme en su posición, sino que, de acuerdo con las autoridades generales, recomendó la supresión de 13 plazas al presidio de Sinaloa. De este modo, terminó debilitando más la capacidad defensiva de Sonora. Por si fuera poco, las autoridades virreinales todavía tomaron una medida por demás desafortunada, que nada tenía que ver con las necesidades defensivas crecientes, como en seguida veremos. Tan sólo se limitaron a llevar a la práctica las propuestas de Mange y de De Rivera hechas en 1706 y 1727, respectivamente. En 1741 se establecieron dos nuevos presidios en la provincia, de 50 hombres cada uno, además de una compañía volante compuesta de 30 soldados. Esta compañía, conviene precisar, no era propiamente de refuerzo, pues se trataba de la guarnición del antiguo presidio de Sinaloa. Uno de los presidios se erigió en la Pimería Alta, en la ex hacienda de Terrenate. El otro en la región central de Sonora, en el paraje de Pitic. La compañía volante quedó establecida en el sur de la región.47

Las rebeliones de los indios reducidos
y las exitosas incursiones apaches

Por tanto, se puede afirmar que tales refuerzos no eran más que una medida desesperada, y de todo punto insuficiente y tardía, frente a la crítica situación que se había ido generando en Sonora. En 1725 se sublevaron los seris, y en venganza por la muerte de tres de sus connaturales que huían con ganado robado de Valle de Opodepe, mataron a alrededor de treinta colonos vecinos de esa región, además de poner en desbandada a los que salieron en su persecución y castigo.48 En 1730 volvieron a levantarse, pero en esta ocasión se mantuvieron en armas hasta 1733, año en que fueron pacificados.49 No obstante, una vez más se levantaron en 1735, aceptando, sin embargo, un tratado de paz que les ofrecieron los españoles el mismo año.50 En 1726 se rebelaron los indios de la Pimería Baja51 y de nuevo se alzaron en 1737, adhiriéndose esta vez a un movimiento socio-religioso que involucró a cientos de indios entre pimas y yaquis.52 En 1740 estalló una sublevación general en el río Yaqui. Los indios de ese torrente entraron en alianza con los mayos y pimas bajos, y extendieron su movimiento a lo largo de cien leguas antes de que se lograra su pacificación y control.53 Todavía entre 1748 y 1750 de nueva cuenta se rebelaron los seris54 y en 1751 se alzaron los pimas altos.55

    Los apaches, por su parte, así como contribuían con sus ataques a la aparición de esos movimientos, no podían menos que encontrar en ellos condiciones propicias para el desarrollo de sus propias incursiones. Como sostenía un misionero en 1745, “ya son prácticos de las tierras, de los llanos, sierras, veredas y poblazones. Saben cuándo, cómo y quiénes pueden combatirlos y perseguirlos. Usan de ardides y estratagemas nada bárbaros para lograr sus fines”.56 Sus operaciones armadas, por tanto, eran de lo más imprevisibles para los soldados españoles. En 1750, por ejemplo, el visitador Rodríguez Gallardo afirmaba que solían “amenazar en una parte y dar el golpe en otra”,57 de modo que, como señalamos en líneas previas, no enfrentaban mayores problemas para dirigir sus correrías hasta el centro de la provincia, rebasando con mucho el ámbito defensivo de los presidios fronterizos de Terrenate y Fronteras juntos.

    En consecuencia, pese al aumento de soldados y presidios, en Sonora apenas quedaba nada que no fuera objeto de sus crecientes asaltos, y eran los colonos civiles los que más gravemente se veían afectados por ellos, dada la dispersión y aislamiento de sus precarios asentamientos, de tal suerte que los que radicaban en los centros mineros más septentrionales, no tenían una alternativa mejor que la de replegarse hacia el sur, dejando la región fronteriza cada vez más desprotegida. Esta circunstancia, a su vez, tenía efectos devastadores para los indios reducidos más próximos a la frontera, que de manera casi exclusiva tendían a soportar todo el peso de la defensa fronteriza. Así, del mismo modo que los colonos civiles, no permanecieron pasivos. En su caso, sin embargo, tomaron medidas completamente distintas: manifestaron su inconformidad con su situación bajo el dominio español, empezando con la asunción de actitudes contrarias a la disciplina que les imponían los misioneros, como más adelante veremos.

La élite militar: el mando de sus compañías
como negocio y los excesos de los soldados
en las comunidades indígenas

La abrumadora responsabilidad que entonces pesaba sobre cada uno de los presidios no era la única ni tampoco la más importante razón de la falta de operatividad de sus fuerzas. También contaban las irregularidades y los abusos desmedidos de los mandos militares en el desempeño de sus funciones, los cuales se relacionaban menos con su servicio de guarda que con sus negocios particulares, tanto mineros como comerciales. Como señalamos en las primeras líneas del artículo, dichos oficiales eran empresarios emprendedores que regularmente adquirían el cargo de capitán de presidio por compra, atraídos por las posibilidades que éste les ofrecía para diversificar su economía. Uno de ellos no tuvo el menor reparo de reconocerlo incluso públicamente. Solía decir que no había ido a la loma de Corodéguachi —el presidio de Fronteras — por el salario que devengaba; que más que lo que allí le pagaban gastaba en zapatos para sus criados. Así pues, los capitanes no tenían escrúpulo alguno en servirse hasta de los recursos defensivos del presidio para el fomento de sus fines económicos personales. Entre esos bienes destacaban sus propias compañías, a las que esquilmaban de distintas maneras. Empezaban por la manipulación de sus salarios anuales. Este manejo era posible por dos razones íntimamente relacionadas entre sí: 1) la falta de circulante en la región, y 2) la autorización que tenían los capitanes de ser ellos los encargados de la paga anual de los soldados. Dada la falta de circulante, ese pago lo hacían en géneros a muy subidos precios, con todo y que no siempre eran de buena calidad ni de la absoluta elección de sus subordinados. Las ganancias que lograban a esa costa no paraban allí, porque también los abastecían de caballos y reses con utilidades incluso mayores, pues además de vendérselos con sobreprecio, les cobraban el transporte, a pesar de que nadie ignoraba que ese trabajo lo realizaban los propios soldados. Por si fuera poco, a estos últimos todavía los obligaban a servir de peones en sus explotaciones mineras sin que a cambio les dieran un salario adicional o compensación de ninguna especie.58

    Naturalmente, los soldados presidiales no permanecían pasivos ante las pérdidas sufridas a manos de sus superiores. Además de sus protestas y quejas, lo más común era que vendieran o jugaran entre sí su vestuario y equipo, siempre con el riesgo de verse desprovistos de armamento y caballos, y sin posibilidad alguna de cumplir adecuadamente con el servicio. Como sostenía un vecino en 1738, “no hay rincón que con seguridad no pasen los apaches sin ningún recelo ni temor por saber y experimentar lo desaviado de dichos soldados”.59 Sin embargo, no parece que las milicias desaprovecharan cuanta ocasión se les presentaba para resarcirse, y por lo regular lo hacían a costa de las comunidades indígenas. Un misionero decía que los soldados salían hambrientos de los presidios y que, sin mayor miramiento, se precipitaban sobre los bienes de los indios. Tal vez no por otra cosa, el visitador Rodríguez Gallardo decía: “de estas naciones que corren título de pacíficas se forman cuadrillas diariamente y no hay modo de impedir con estabilidad el que no regresen unos a los montes y cerros, barrancos y otros a los playazos y marismas”.60

    Por falta de espacio no podemos ocuparnos del desarrollo de este levantamiento, pero debemos señalar que el resentimiento provocado por las depredaciones de los militares en las comunidades indígenas no era privativo de los indios reducidos. También se producía de manera notable entre los propios misioneros que los administraban. Uno de ellos no pudo menos que confesar su intención de tener indios armados en defensa de las misiones.61 Ignoramos si el religioso llevó su dicho a la práctica, pero su sola advertencia indica el grado de tensión que llegaba a producirse entre los soldados, los indios y los misioneros, con las posibilidades consiguientes de que la gobernabilidad de la provincia se alterase todavía más.

Vascos y montañeses: su conflicto
por el poder político regional
y la resistencia indígena

Tales confrontaciones, desde luego, no podían ser más riesgosas para los pocos y muy fugaces momentos de paz en la región. Pero la inestabilidad que causaban en la sociedad colonial de Sonora todavía se veía acentuada por las graves desavenencias entre los propios colonos españoles, a menudo enfrentados entre sí por la supremacía del poder político regional, como era el caso entre los colonos vascos y los que no pertenecían a esa comunidad. Conviene que nos detengamos en conocer, así sea brevemente, la naturaleza de ese conflicto, porque además de que involucra a los principales actores sociales y políticos regionales, tiene efectos importantes tanto en la defensa de la frontera de las incursiones apaches como en la sujeción de los indios del interior de Sonora, como los yaquis y seris. Nos ocuparemos en particular de las relaciones que estos últimos establecieron con los españoles en los años inmediatamente anteriores a su rebelión en 1748.

    En el año de 1720, el vasco Juan Bautista de Anza, próspero minero y político sonorense, se puso a la cabeza de un número indeterminado de colonos de origen vascuence en oposición del nombramiento de alcalde mayor de Sonora, José Joaquín de Rivera, uno de sus rivales políticos principales. De Rivera acababa de dejar el cargo de teniente de justicia mayor en el importante bastión vascongado de Nuestra Señora de Aránzazu de Tetuachi. El cura de San Juan Bautista, que parecía mediar en el conflicto, consideraba que el movimiento de los vascos perseguía un objetivo más importante, esto es, que estaba dirigido contra el alcalde mayor saliente y superior de De Rivera. Se trataba de Gregorio Álvarez Tuñón y Quiroz, capitán del presidio de Fronteras, el mismo que dirigía el movimiento de los colonos civiles orientado a expulsar de la región a los misioneros de la Compañía de Jesús. Este militar, además del cargo que detentaba, era un rico empresario minero que por entonces no sólo promovía la formación de poblaciones mixtas de indios y españoles para acceder a las fuentes de poder de los misioneros jesuitas, sino que trataba de expandir su influencia y negocios particulares a costa de otros destacados políticos y empresarios mineros, entre los que se contaban los de origen vasco.

    Juan Bautista de Anza desarrolló su movimiento con el apoyo de importantes miembros de la comunidad neovizcaína novohispana, además de contar con la ayuda de los misioneros de la Compañía de Jesús, probablemente por las raíces étnicas que con ellos compartía, aunque de seguro también por las oportunidades que les ofrecía de formar un frente común en contra de Gregorio Álvarez.62

    Las acciones de los vascos todavía se vieron favorecidas por el descontento creciente que imperaba en Sonora por el descuido de las funciones defensivas del capitán de Fronteras. Se le acusaba de limitar su asistencia a ese presidio para pasar más tiempo en sus haciendas de sacar plata, además de explotarlas con el concurso de los soldados de la compañía a su mando. En 1722, el misionero José María Genovese se refirió con singular ironía a esas irregularidades de Gregorio Álvarez. Dijo que la fortificación de Fronteras era un “presidio fantástico, sin soldados, sin armas, sin campañas y sin ejercicio”.63 Así pues, los vecinos de Sonora no podían menos que hacer responsable a Gregorio Álvarez de la amenaza creciente de los apaches, los cuales asolaban, por entonces, a las misiones y pueblos de la región fronteriza.64 Apoyados de este modo, los vascos lograron la destitución de De Rivera, pero no la de Gregorio Álvarez, aunque éste, luego de mantenerse en su puesto hasta 1726, tuvo el pesar de entregarlo a Juan Bautista de Anza,65 que entonces contaba con el apoyo de otro prominente empresario y político vasco de nombre Agustín de Vildósola, el cual, además de su influencia y negocios, había alcanzado la cima de su carrera en el regimiento de milicias provinciales con el ascenso al grado de sargento mayor.66 Así encumbrados, ambos se perfilaron como candidatos naturales al gobierno de Sonora en vías de constituirse. No obstante, al erigirse esa provincia en gobernación independiente de Nueva Vizcaya en 1733, surgió un candidato con un origen y trayectoria distintos. Se trataba de Manuel Bernal de Huidobro, destacado empresario y gobernador político y militar de Sinaloa, en quien recayó el gobierno de las dos provincias.67

    Huidobro inició su mandato con objetivos políticos precisos: saldar cuentas pendientes con los colonos vascos y, más en particular, con los religiosos jesuitas. Hacia 1730, luego de perder un litigio de tierras con la orden, promovió la secularización de las misiones que las administraban, pero sin éxito alguno. También en vano había intentado frenar la carrera política y militar de Agustín de Vildósola.68 De modo que al asumir el gobierno de Sonora y Sinaloa se propuso disminuir la influencia política de uno y otros. Así, empezó por los misioneros. Entre otras cosas, los acusó públicamente de acaparar la mano de obra de los indios que gestionaban, así como de impedir que los mismos nombraran a sus propias autoridades.69 Incluso, en 1738 alentó las manifestaciones de inconformidad que por entonces efectuaban los yaquis en contra de sus ministros religiosos, mostrándose, no obstante, incapaz de contenerlas antes de que desembocaran en un alzamiento general del yaqui en 1740. Huidobro tampoco mostró habilidad alguna para confrontar a los rebeldes, de modo que Agustín de Vildósola acabó haciéndose dueño de la situación.70 Esta hazaña, y tras la partida de Huidobro a México para defenderse de los cargos que le hacían los jesuitas, le ganó el gobierno interino de Sonora y Sinaloa, circunstancia que fue aprovechada por importantes funcionarios vascos, y hasta por los superiores de la Compañía de Jesús, para que se diera a Vildósola el gobierno de esas provincias en propiedad, lo que se concretó en 1744.71

    Vildósola, entre tanto, se había dado a la tarea de afianzarse en su posición a escala regional. Y una de sus primeras actividades en ese sentido fue la de asegurar la paz en la región. Con tal fin, realizó una visita a todos los grupos indígenas de la provincia.72 Desconocemos los resultados precisos de esa inspección, pero sabemos que Vildósola se interesó muy en particular por los seris, que tras su levantamiento en 1735 eran los únicos que en su gran mayoría se mantenían al margen del dominio español en la zona. Ni que decir que ese interés era de todo punto justificado, más si tenemos en cuenta los continuos alzamientos de los indios. No obstante, creemos que la atención que Vildósola les prestaba también respondía a motivos distintos de los estrictamente defensivos, los cuales podían estar relacionados con sus intereses particulares, pues había establecido su residencia y una hacienda agroganadera y de beneficio particularmente rentable justo enfrente del territorio seri y a unas veinte leguas de la misión de Nuestra Señora del Pópulo de los Seris, en las tierras donde se construía el presidio de Pitic,73 el cual, por otra parte, estaría al mando del propio Vildósola y, por consiguiente, más ocupado en las actividades económicas de éste que en la vigilancia permanente de los seris, dada la muy enraizada inclinación de los capitanes de presidio de servirse de sus compañías como si fuesen de su propiedad particular.

    Debemos decir que, por ese tiempo, los seris no daban mayores indicios de inquietud, pese a que, como queda dicho, en su gran mayoría llevaban alrededor de ocho años libres del control de los conquistadores. Por lo mismo, las posibilidades de renegociar su reducción no debían parecer para nada remotas, sobre todo porque una buena parte de ellos estaba en proceso de sedentarización. Como sostuviera un oficial español refiriéndose en parte a ese proceso, no porque siguieran apegados “a lo que produce la marisma y frutos silvestres, no por eso dejan de apetecer nuestros mantenimientos”.74 De hecho, no parece que faltaran los seris que ocasionalmente acudían a la misión, pero no por mucho tiempo.75 Seguramente, los misioneros jesuitas favorecían esas eventuales visitas, aunque no de manera consistente, porque en aquellos momentos su apostolado al frente de la misión de Nuestra Señora del Pópulo de los Seris distaba mucho de ser duradero: eran cambiados constantemente de demarcación.76

    Frente este panorama, tal vez Vildósola asumiera ante los seris una actitud más bien pragmática, porque no sólo optó por no desconocer la paz que establecieran en 1735, sino que inició un acercamiento amistoso con ellos, en el curso del cual intentó atraerlos de nueva cuenta a los pueblos de misión: les propuso que voluntariamente volvieran a congregarse en Nuestra Señora del Pópulo de los Seris. Si hemos de darle crédito al gobernador, su proposición no fue del todo desoída, pues según informó, se redujeron alrededor de trescientos índígenas, mientras que los demás, mucho más numerosos, prefirieron mantenerse en sus antiguos dominios. Es probable que Vildósola exagerase en cuanto al número de seris que en realidad logró reducir, pero también es posible que su contribución al crecimiento poblacional de la misión de Nuestra Señora del Pópulo en modo alguno fuera menor, porque en uno de sus informes afirmó haber reducido tan sólo en el pueblo de visita de Los Ángeles a más de setenta familias.77 Conviene señalar que la continuidad que dio Vildósola a la reducción seri resulta muy verosímil, por cuanto que esa labor parece haber dado mucho de qué hablar entre los propios colonos españoles de la provincia, aunque no sin cierta exageración. El padre prepósito provincial, Andrés Javier García, informó que en Sonora se decía que Vildósola había permitido que 600 seris se congregaran en la misión de Nuestra Señora del Pópulo, con la condición de que ya no volviesen a sus playas, pero que dichos indios, al final, no cumplieron con su palabra.78

    Es de suponer que el pragmatismo de Vildósola con respecto de los seris fuera todavía más lejos, pues no puso objeción alguna a que los indios que redujo conservaran sus actividades tradicionales de caza, pesca y recolección, al tiempo que participaban en las labores productivas de sus nuevos asentamientos, tal y como lo hicieran desde el inicio del proceso de sedentarización al que fueron sujetos.79 Por propia experiencia debía saber que no se podía cambiar su modo de vida nómada de la noche a la mañana sin obligarlos a darse a la fuga.

    No está por demás señalar que el nuevo acercamiento con los seris también se trató de afianzar por distintas vías. Sabemos que ya por entonces, todos los indios congregados en el pueblo de Los Ángeles estaban bautizados,80 por lo que, asimismo, debían estarlo incluso en número mucho mayor los que radicaban en la cabecera. En este sentido, debemos decir que carecemos de cifras acerca del total de la población de ambos establecimientos, pero creemos que los seris allí reducidos no debían ser tan sólo unos cuantos, como después afirmaría el visitador Rodríguez Gallardo, ya que estos indios no sólo estaban repartidos en Nuestra Señora del Pópulo y Los Ángeles, sino también en un poblado o ranchería perteneciente a la misión situado en el Valle de San Miguel, entre la cabecera y el pueblo de visita, a muy corta distancia de uno y otro pueblos. El propio visitador reconoció que, incluso, en el pueblo ópata de Cucurpe había seris reducidos,81 así como también en el poblado de Nacameri.82 Con todo, consideramos necesario añadir que tras su rebelión en 1748, tan sólo los seris que aceptaron volver a la misión, a instancias del entonces gobernador de Sonora y Sinaloa, Diego Ortiz Parrilla, en 1750, sumaban alrededor de doscientos cincuenta efectivos, tal vez sin contar a las mujeres y niños.83

    Es importante señalar que Vildósola, por otra parte, se mantuvo en contacto frecuente con los seris que se conservaban al margen de la misión y que, incluso, negoció con ellos el establecimiento de intercambios comerciales. Por este acuerdo, los seris iniciaron la comercialización de sus productos y comestibles marítimos y del desierto con los soldados del presidio. Éstos por su parte, les daban a cambio, entre otras cosas, telas de lana tupida conocidas como bayeta, que aquellos tenían en gran estimación. Al respecto, Vildósola informó lo siguiente: “y después que consiguen sus cambios con gamuzas, piedras besares, xiguites, perlas y pescado, regresan a su isla contentos, dando demostración de abrazar las insinuaciones que les hago para su bienestar”.84 De hecho, Vildósola solía aprovechar esas ocasiones para tratar de ganarse la confianza de los seris, tal vez con la mira de seguir fomentando su aproximación a la cultura española. Los recibía, mantenía y “agasajaba”85 personalmente, de modo que si no obtuvo nuevos progresos en sus intentos de sedentarizarlos, al menos consiguió que se mantuvieran en buenas relaciones con los españoles, lo que necesariamente implicaba la posibilidad de que entre unos y otros se dieran intercambios culturales más amplios y, por consiguiente, un entendimiento mayor.

    Por el mismo tiempo, Vildósola procuraba afirmar su posición en un terreno distinto, pero no menos espinoso. Trataba de apuntalar su influencia política frente a los opositores a su bando. Había ido colocando a sus socios, allegados y dependientes vascos en los principales puestos de gobierno. Incluso trató de imponer su autoridad sobre la capitanía de los presidios fronterizos de Terrenate y Fronteras, hasta el punto de impugnar el nombramiento para ambos presidios de los hermanos Francisco Antonio y Pedro Bustamante y Tagle, que eran familiares del depuesto gobernador Huidobro y cuyos cargos respectivos los debían a otro partidario de Huidobro con el que, además, tenían relaciones de parentesco. Se trataba del auditor de la Guerra, marqués de Altamira. Éste, casado con la marquesa Luisa Sánchez de Tagle,86 era quizá por entonces, después del virrey, el funcionario más poderoso del gobierno virreinal, de modo que no necesitó de mayores componendas para impedir las pretensiones de Vildósola a costa de sus familiares. En efecto, seguramente por influencia suya, el virrey terminó por destituir a Vildósola, justificando esa medida con el argumento de que “la demasiada autoridad de este gobernador en aquellas remotas provincias podía ser perjudicial a la corona”. Pero el virrey todavía procuró el descrédito de Vildósola, sacando a relucir las desviaciones de sus funciones de gobierno, en particular las defensivas, en la promoción de sus negocios particulares. Lo acusó de mantenerse “de pie” en el presidio de Pitic, dedicado tan sólo “a la cultura y laborío de una hacienda”, en lugar de ocuparse de la reducción de los seris. El auditor de la Guerra, a su vez, en aparente colusión con el virrey, le hizo un cargo muy parecido. Dijo que no emprendió campaña alguna contra los apaches, por mantener ocupados a los soldados de su compañía “en propios y privados destinos suyos”.87

    Los seris, por su parte, no pasarían por alto la desaparición de Vildósola del escenario político regional, ni mucho menos todavía que su política de acercamiento con ellos no sólo fuera desconocida unilateralmente por las nuevas autoridades, sino que éstas intentaran someterlos cabalmente por la fuerza, como veremos más adelante.

Los indios reducidos: su oposición
a la autoridad de los misioneros

Volviendo a los indios sujetos al régimen misional, su contribución a la inestabilidad social de Sonora no era menor. Por el contrario, su oposición a los españoles, expresada en la conflictividad regional antes señalada, tendía a cobrar dinamismo al interior de los pueblos de misión, donde, además, su conversión a la religión cristiana era tan limitada que no les impedía contravenir las disposiciones de los misioneros. Y es que el proceso de adoctrinamiento al que estaban sujetos se veía muy frecuentemente interrumpido por las múltiples obligaciones no religiosas que debían cumplir en distintos ámbitos de la sociedad colonial, tales como el sector económico de las propias misiones, las explotaciones mineras de los españoles y el ejército presidial español en calidad de auxiliares de sus fuerzas. Todas esas tareas, además, les exigían cada vez más tiempo y esfuerzo, pues tendían a intensificarse conforme disminuía la población indígena reducida y se incrementaban, al mismo tiempo, las incursiones apaches. Tan sólo la amenaza creciente de estas tribus los obligaba a mantenerse casi constantemente con las armas en la mano, como era el caso de los pimas y ópatas fronterizos. A decir del misionero Daniel Januske, los ópatas eran el “baluarte” de Sonora.88

    Así pues, cargados con el peso de las labores más arduas y arriesgadas, y débilmente instruidos en los valores religiosos españoles orientados a la preservación de su sometimiento, los indios reducidos no podían menos que aprovechar hasta el más mínimo resquicio de la autoridad de los jesuitas para incumplir sus deberes misionales, además de desafiarla practicando sin mayor reserva sus formas tradicionales de vida más reprobadas y hasta perseguidas por los misioneros.89 Al respecto, el religioso Cristóbal de Cañas escribía:

Con sus mujeres son sangrientos verdugos, dándoles golpes y fieros azotes. En materia de lujuria cometen execrables maldades, y si los castigan o reprenden con amor el padre, se huyen a casa de los españoles o a provincias distantes, llevándose unos a sus mujeres o a las que no lo son, otros dejándolas para siempre. Torcedores son éstos que oprimen el corazón de los padres y los tienen en continua aflicción.90

    Con todo, no faltaban los indios que se las arreglaban para hacer ironía de la dependencia económica en la que los mantenían los misioneros. Como sostenía el mencionado padre Cañas: “Cuidan los padres que siembren sus milpas, les dan semillas, les prestan bueyes, y a los pocos días de cogido el maíz, lo cambalachean, y reconviniéndoles que comerían, responden que de la despensa del padre”.91

    Pero, además de las burlas, los indios también calumniaban a los misioneros haciendo uso, incluso, de las enseñanzas religiosas de ellos, lo que no era sino una manera por demás maliciosa de provocar su aflicción y disgusto. El padre Miguel Quijano decía: “Ha habido indio que, calumniando a su doctrinero, depuso que el doctrinero había muerto al rey David, y que él lo había visto”.92

    Pero antes de llegar a extremos mayores, como la rebelión, los indios reducidos trataban de realizar otro tipo de aspiraciones, como tener libertad en su forma tradicional de conducirse y lograr mejoras tanto en su situación económica como en la de su condición de inferioridad social, aun en el marco de la dominación colonial. En este sentido, destaca la actitud que asumieron ante las medidas proteccionistas de los misioneros, en particular las que se oponían al repartimiento. En general tendieron a rechazarlas. Si ese proteccionismo los inconformaba, no era precisamente por el gusto de los excesos que esa práctica laboral conllevaba, sino porque su aplicación representaba para ellos la oportunidad de separarse frecuentemente de las misiones para participar de los recursos alternos a los de éstas, existentes en los reales de minas; bienes que, por lo demás, no sólo apreciaban, sino que ya empezaban a tener como suyos. Como ha dicho Worsley, “en todas partes se consideró la compañía de los europeos como medio de obtener acceso a las maravillas del hombre blanco”.93

Los indios reducidos y su conversión
en trabajadores libres asalariados

Paradójicamente, el proteccionismo misional causó la huida paulatina de la población indígena reducida hacia los centros mineros de los españoles, sobre todo a los más prometedores, en bonanza, yéndose incluso hasta las provincias de Sinaloa y Nueva Vizcaya, donde también se realizaban nuevos y ricos hallazgos minerales. Un buen ejemplo del elevado número de indios que escapaba de los pueblos de misión para ir a contratarse voluntariamente a las minas nos lo dan los yaquis del pueblo de Tórim. Este asentamiento, hacia principios del siglo XVIII, al parecer contaba con una población de 1 000 habitantes, la cual, por efecto de dichas fugas, se fue continuamente a la baja, de modo que para mediados del siglo ya sólo reunía la mitad, pero había años en que éstos, incluso, se hallaban muy por debajo de esa cantidad.94

    Sobra decir que esas imparables huidas alejaban cada vez más a los indios reducidos de la autoridad de los misioneros, además de que anulaban la función de intermediarios de estos últimos con la población autóctona y los empresarios mineros. Pero lo que necesariamente terminaba por cancelar dicha relación era el ingreso que alcanzaban los indios huidos a los reales de minas, pues en cuanto empezaban a trabajar en estos establecimientos se volvían enteramente autosuficientes. En efecto, además de liberarse del sometimiento a las rutinas tanto laborales como sociales y espirituales de los pueblos de misión, dejaban de depender económicamente de los misioneros para convertirse en trabajadores libres asalariados. Con esta condición, por otra parte, a diferencia de lo que regularmente ocurría en las misiones, podían cambiar libremente de sitio si así convenía a sus intereses personales. No menos importante, sin embargo, era la posibilidad que se les abrían en los centros mineros de relacionarse con trabajadores en su misma condición, procedentes de distintas castas y grupos étnicos, con los que, incluso, llegaban a establecer lazos de solidaridad, contrarios a los excesos que solían cometer a sus costas los dueños de minas.95 Estas relaciones, por demás está decirlo, no sólo los llevaban a superar la situación de “minoría de edad”, en la que se hallaban bajo la tutela de sus ministros religiosos, sino a acceder a las costumbres, creencias y formas de comportamiento consubstanciales a la cultura de las explotaciones mineras, la cual les era indispensable para desempeñarse en los distritos mineros en condiciones favorables, tales como descubrir y denunciar minas a su nombre, así como explotarlas en asociación con un minero español.96

    Así, no se equivocaba el misionero Juan Nentvig cuando afirmaba que los indios que vagaban por los placeres y reales de minas “en poco tiempo se olvidan de [la doctrina] y de lo que con imponderable trabajo —por largos años— se les había enseñado, y aprenden en pocos días los vicios que ignoraban en los pueblos”.97

    Consecuentemente, el regreso de los indios fugitivos a las misiones, ya por compulsión o por el simple hecho de reencontrarse con sus familias, no era en modo alguno inofensivo para ellas, porque llevaban consigo todo lo visto y aprendido en los centros mineros y que acabarían por difundir entre los indios que se mantenían reducidos, los cuales, por consiguiente, entraban también en contacto con costumbres y formas de comportamiento indicativas de una alternativa de vida completamente distinta de la que llevaban en los pueblos de misión. Los indios fugitivos, así, no podían sino agravar los límites y problemas de las actividades misionales que, inevitablemente, terminaban por desgastarse.

La nueva política de poblamiento en Sonora

El problema creado por la huida de los indios reducidos sería muy tomado en cuenta por las autoridades generales a la hora de formular una solución a la falta de estabilidad de la sociedad colonial de Sonora. De hecho, hacia la primera mitad del siglo XVIII se había empezado a considerar la posibilidad de emprender en dicha provincia una nueva política de poblamiento basada en la formación de poblaciones mixtas de indios y españoles.98 Y es que para el auditor de la Guerra, marqués de Altamira,

La separación residencial entre pueblos de indios y pueblos de españoles, únicamente había inhibido la formación de nutridas poblaciones y villas, necesarias para el fortalecimiento de la colonización y defensa de la provincia, y evitado la rápida sujeción y civilización de los indios que resultaba de la libre convivencia del indígena con el español.99

    Así pues, para hacer frente a las continuas invasiones apaches y los alzamientos frecuentes de los indios reducidos, en lugar de pensarse tan sólo en el aumento constante de soldados y presidios en Sonora, se consideraba más conveniente la idea de fortalecer a los colonos españoles sustituyendo su dispersión y aislamiento por su unificación y convivencia con los indios reducidos en los pueblos de misión. Además, tenían por cierto las autoridades generales que esa convivencia sería benéfica para las misiones porque serviría de impulso a la educación y conversión religiosa de los indios y a su cabal sometimiento al dominio español. Como recalcaba el auditor de la Guerra, “Para que los indios se radiquen en la religión cristiana, en la política civil, en la sujeción a sus curas y justicias y en el debido vasallaje, necesitan del inmediato, cercano ejemplo de los españoles y gente de razón”.100

    Por el mismo tiempo, las autoridades virreinales y los superiores de la Compañía de Jesús en México venían intercambiando ideas respecto a la posibilidad de reforzar la seguridad interna de la provincia. Acordaron centrarse en este tema antes de considerar una cuestión sobre la que también se estaba discutiendo: las expectativas entonces prevalecientes en la Corte española de expandir la conquista y colonización a los ríos Colorado y Gila y la contracosta californiana. Las autoridades de México, a la par que sus homólogos de la metrópoli española, terminaron renunciando a semejante empresa. Dándoles la razón a los superiores jesuitas, estimaron que “dictaba la razón y la prudencia el que antes de practicar otras reducciones más difíciles y remotas se conservasen y adelantasen las ya establecidas”.101 De este modo resolvieron introducir mejoras sustanciales en la vigilancia y reducción de los grupos indígenas de Sonora que no estaban del todo sujetos al control español, como los seris, pimas altos y pápagos. Y concluyeron que la puesta en marcha de esa tarea debía comenzar por el sometimiento efectivo de los seris, recomendando para ello el traslado del presidio de Pitic veinte leguas al norte y situarlo en la misión de esos indios conocida con el nombre de Nuestra Señora del Pópulo de los Seris.

    En resumen, las ideas y acuerdos de las autoridades generales sobre la solución de los problemas que afectaban la estabilidad de la sociedad colonial de Sonora, básicamente eran dos: 1) la formación de poblaciones mixtas de indios y españoles para asegurar, a la vez, la consolidación y fortaleza de la colonización civil y el sometimiento y civilización de los indios congregados en los pueblos de misión, y 2) la dominación definitiva de los seris.

La formación de poblaciones mixtas de indios
y españoles y la rebelión de los seris en 1748

El encargado de llevar a la práctica la nueva política de poblamiento fue un funcionario de toda la confianza del auditor de la Guerra. Se trataba del licenciado José Rafael Rodríguez Gallardo. Éste, con el título de juez pesquisidor y visitador de Sonora y Sinaloa, partió hacia estas provincias en 1748.

    Ya en Sonora, el visitador se ocupó de concretar la destitución de Vildósola. A continuación, se dio a la tarea de llevar a la práctica lo resuelto por las autoridades generales en relación con el primero de los pasos encaminados a asegurar la dominación colonial en la provincia. Se trataba del sometimiento efectivo de los seris. Este paso le pareció tanto más necesario y urgente cuanto que desde su ingreso a la región, según observó, pudo constatar “el pésimo, fatal” estado en el que se hallaban esos indios. Esta temprana actitud de Rodríguez Gallardo en contra de los seris naturalmente estaba en concordancia con la posición de las autoridades de México en relación con la necesidad de suprimir las libertades de ese grupo toleradas por Vildósola, pero no dejaba de ser también expresión de sus propios prejuicios etnocentristas, como a continuación se verá, lo que sin duda debió contribuir al rechazo tan marcado que siguió mostrando a lo largo de su visita hacia las formas de vida de los seris, incluso congregados en los pueblos de misión.

    En cumplimiento de su cometido, empezó por la visita del Valle de San Miguel, localizado, como hemos dicho, entre los pueblos del Pópulo y Los Ángeles, y donde había un pueblo o ranchería en el que también se hallaban seris reducidos. Según se dijo, llevaba ya instrucciones de verificar que ese sitio era el más conveniente para trasladar allí el presidio de Pitic.102 Rodríguez Gallardo confirmó la idoneidad de San Miguel para dicho traslado, pero fue más allá: consideró que ese lugar era también adecuado para la formación de un asentamiento de colonos civiles, estimando que la vecindad que guardaba con el pueblo del Pópulo serviría, junto con los 50 soldados del presidio, para “contener a los indios seris, salineros y tiburones”.103

    Por ello, ordenó que los seris de San Miguel fueran desalojados y trasladados al pueblo del Pópulo. Como justificación de ese desalojo, informaría lo siguiente: “a mi calor e influjo se desmontó y limpió aquel terreno que a mi ingreso en él era un desacomodado monte propia y sola habitación de fieras o enemigos seris peores que ellas”.104

    Posteriormente, el visitador procedió también a congregar en el Pópulo a los seris del pueblo de Los Ángeles, para establecer igualmente en sus tierras el nuevo presidio. La razón que dio de este nuevo despojo no fue muy diferente de la que esgrimió como argumento para desalojar a los seris de San Miguel. Entre otras cosas, dijo que el pueblo de Los Ángeles “era sólo rochela de ladrones que vivían a su libertad, sin doctrina ni policía, hurtando y robando […] sin que cultivasen o poblasen las tierras ni otros pudiesen cultivarlas ni poblarlas”.105 Casi simultáneamente, el visitador abrigaba el propósito de efectuar la reducción de los seris que seguían viviendo en sus desiertos y marismas y que acudían a comerciar con los soldados del presidio; pero antes, al parecer, quiso hacer una evaluación del estado de los mismos, aunque ya de antemano suponía que por el solo hecho de mantenerse alejados en sus inhóspitos dominios, se hallaban “en licenciosa, arrogante y brutal vida”.106 Con tal propósito hizo una consulta al teniente del presidio de Pitic. Conviene que citemos por extenso la carta que le envió, a fin de formarse una idea mejor de su completa incomprensión o falta de reconocimiento del proceso de sedentarización de los seris que entonces se llevaba a cabo y que lo condujo ya no sólo a despojarlos de sus tierras, sino hasta prohibirles, bajo pena de la vida, que portaran sus arcos y flechas.107

Se me ha informado que la nación seri, a excepción de las pocas familias congregadas en el pueblo de Los Ángeles y en los de Pópulo y Nacameri, se conserva casi a la vista viviendo en su brutal libertad en rancherías y marismas trajinando regularmente por las inmediaciones del presidio cargados de armas tan nocivas y ofensivas como que envenenadas las puntas de las flechas con la confección de yerbas y mortíferas sabandijas, imposibilitan el remedio a la menor herida; esto es lo que les hace vivir más orgullosos y el no contenerse de algunos hurtos, sobre lo cual reservo solicitar la mejor instrucción, a fin de indagar los motivos de que a esta nación se le haya tolerado y permitido la portación de armas […] deseando como deseo evitar, por ahora, cuanto sea posible, cualquier licencioso movimiento de que pudiera ser causa la poca defensa del presidio […] debía mandar y mando que de la escuadra de Fronteras […] se destaquen seis soldados, incluso el
cabo José de Yescas, inteligente y muy perito en el idioma seri y a quien asiste especial conocimiento de estos indios, para que reconozca los movimientos de los seris más cercanos y poniéndolos en la inteligencia de mi venida, para persuadirles vengan al presidio el día que yo llegare.108

    La respuesta del teniente de Pitic no tardó en llegar y su contenido muy probablemente no era el esperado por el visitador. En ella se le decía que no se había observado malicia alguna en los seris; que éstos, por el contrario, se mostraban dispuestos a acatar sus órdenes y que sólo pidieron que unos días antes de su llegada se les avisara, “para que pudieran hacer correos a otras rancherías que estaban lejos”.109

    Rodríguez Gallardo no debió sorprenderse poco de la buena disposición de los seris de reunirse con él, sobre todo porque por entonces no debían tener una idea mayor de la importancia de su autoridad. Ignoramos si la reunión entre uno y otros se llevó a efecto, pero sabemos, por todo lo que venimos observando, que el visitador no introdujo alteración alguna en sus objetivos y que al terminar de congregar a los seris en el Pópulo procedió a realizar una labor no menos ambiciosa. Ésta tenía que ver con dos de los problemas que, íntimamente relacionados entre sí, desde muy atrás venían restando estabilidad a la sociedad colonial de Sonora. Se trataba, por un lado, de las incursiones apaches. Y, por el otro, de la dispersión y aislamiento de los colonos civiles. Rodríguez Gallardo decidió enfrentar ambos problemas en forma unida mediante la fundación de otra villa de españoles en el noreste, precisamente en una de las zonas de mayor tránsito de los apaches. Así, con este propósito, se reunió con los principales vecinos de la provincia en el pueblo de Matape. Allí les leyó el auto acerca de los problemas del poblamiento español y sobre la necesidad de resolverlos mediante el establecimiento de una villa de españoles.

    La reacción de los vecinos no pudo ser más entusiasta. “Unánimes asintieron en ello con demostraciones de júbilo, dando las gracias por la proposición, a que se hallan prontos y con eficaces deseos de concurrir cada uno por su parte”. Y en lo referente a la elección del lugar, “todos concordaron que para la cabecera era mejor paraje el [pueblo] de Cumpas y el que ofrece más estabilidad por la mayor comodidad de tierras y aguas, y por su mejor situación, prorrumpiendo todos varias veces con festivas demostraciones en que les asisten grandes deseos de que se reduzca a ejecución práctica”.110

    Con todo, Rodríguez Gallardo no pudo poner en práctica la propuesta de los vecinos. Se lo impidió la oposición de los misioneros. Éstos alegaron que dicha propuesta infringía las Leyes de Indias, que mandaban que las tierras que se otorgaran a los españoles fueran sin el perjuicio de los indios. Así, al visitador no le quedó más remedio que dar marcha atrás. Como dijo, el sitio elegido por los vecinos para la fundación de la villa, “por el mismo caso de ser pueblo [de misión] ocurrían sus dificultades. Y habiéndose de consumir algún tiempo en deslindarlas o vencerlas reconocí que primero llegaría el caso de salir yo de las provincias que el que tuviese efecto la población en éste o en otro paraje de los propuestos”.111

    Pero a Rodríguez Gallardo todavía le quedaba una alternativa para implementar la reforma del poblamiento español: aprovechar el traslado del presidio de Pitic a la misión del Pópulo, para establecer allí también el pueblo de españoles. Recordemos que estando en el Valle de San Miguel consideró la posibilidad de que junto con el nuevo presidio se erigiera un vecindario. Por otra parte, tal vez siguiendo las ideas de su superior, el marqués de Altamira, estimaría que, en las tierras de la misión Nuestra Señora del Pópulo, una villa de colonos civiles haría aún más intensa la relación de los seris con los españoles y, por consiguiente, más efectivo su sometimiento a la dominación colonial. Además, es probable que considerara que en el Pópulo no enfrentaría la oposición de los jesuitas, porque allí, por órdenes superiores, se estaba construyendo el nuevo presidio.112

    Esta solución del visitador, no obstante, fue igualmente objetada por los misioneros.113 Incluso, un superior de la Compañía de Jesús advirtió sobre las graves consecuencias que podrían derivar del traslado del presidio y vecindario a las tierras de los seris. Observó que los indios de San Miguel podrían sentirse agraviados al ver que sus tierras eran repartidas entre soldados y vecinos españoles.114 Con todo, los misioneros terminaron por aceptar la decisión de Rodríguez Gallardo, quizá, porque, en principio, el presidio y el pueblo de españoles juntos representaban la posibilidad de que, finalmente, se ejerciera un control efectivo sobre los seris.

    Llegados, pues, a un acuerdo, se procedió a mudar a los vecinos a los pueblos de Los Ángeles y San Miguel, a un costado del presidio. Éste, junto con el pueblo en formación, recibió el nombre de San Miguel de Horcasitas.

Y —escribió en su informe el visitador— sólo finqué en establecer y radicar el presidio de San Miguel de Horcasitas en paraje apto y cómodo, en que hice formal repartimiento de tierras con asignación de ejidos, sirviéndome de no poca complacencia de que en mi tiempo, de orden de Vuestra Excelencia [y] cometida a mí su ejecución, se haya delineado la primera y única población con tierras de repartimiento.115

    Sin embargo, lo que no previó el visitador, pese a las protestas y advertencias de los misioneros, fue la actitud de rechazo de los seris hacia ambas fundaciones, las cuales implicaban dos importantes cuestiones contrarias a sus intereses. Por una parte, el despojo de una parte considerable de sus tierras para ser repartidas entre los soldados y los colonos civiles. Y, por la otra, la tácita obligación de convivir con unos y otros en condición de subordinados, lo que necesariamente implicaba, además, la imposibilidad de ausentarse de la misión para realizar sus prácticas alimenticias tradicionales. Por lo pronto, ya habían sido desarmados por órdenes del visitador. Así pues, además de sufrir la pérdida de la mayor parte de su patrimonio, los seris no podían sino ver frustradas las expectativas creadas en ellos por los misioneros, y más en particular por Vildósola, de vivir en comunidades exclusivamente seris, dedicados a actividades económicas tan rentables como atractivas, como eran el cultivo agrícola y ganadero en combinación con la caza, la recolección y la pesca, actividades que, por otra parte, estaban íntimamente vinculadas al proceso de sedentarización al que estaban sujetos. No dudaron, por tanto, en levantarse en armas, pero no con objetivos parecidos a los del movimiento que promovieron en 1725, que se abocó a la reparación de un agravio muy específico. Fueron mucho más allá. En consonancia con la naturaleza de las inesperadas privaciones sufridas, trataron de emanciparse de la dominación colonial en Sonora. Tal vez, por ello, los españoles no pudieron dominarlos sino hasta poco más de veinte años después.

    En 1749, Rodríguez Gallardo tal vez ya vislumbraba el desastre que habría de abatirse sobre Sonora, dada la imagen tan poco feliz que se había ido formando de los seris: “fieras o enemigos seris peores que ellas”. Así, tras el estallido de su rebelión, ordenó que los seris alzados fuesen “reconvenidos a que bajasen y se rindiesen. [Los seris] respondieron que viniese don Agustín de Vildósola, que era su legítimo gobernador y luego se bajarían y entregarían; y que a ninguno reconocen por su superior”.116

Epílogo y conclusiones

Los agravios recibidos de los españoles no fueron más que una entre las distintas razones por las que los seris se mantuvieron levantados en armas casi por tiempo indefinido. Una de ellas, y tal vez la más importante, fue la de que nunca abandonaron por completo la hostilidad de su hábitat tradicional, el cual, más bien, terminaron empleando como medio de lucha. Debemos señalar, además, que en el curso de su levantamiento los seris no siempre enfrentaron por sí solos a los españoles, porque el éxito que fue alcanzando su movimiento no sólo no pasó inadvertido para el resto de los grupos indígenas de Sonora, sino que les ganó su adhesión. En efecto, en poco tiempo obtuvieron la alianza de los pimas altos sublevados en 1751 y, a la larga, la de los pimas bajos, al tiempo que captaban partidarios entre los yaquis y aun entre los lejanos pápagos.117 El riesgo de que finalmente terminaran formando una poderosa confederación tribal antiespañola, sin embargo, no tuvo otro efecto que el de fortalecer a los propios españoles, porque obligó a las autoridades generales del virreinato a tomar medidas defensivas extraordinarias118 antes de verse compelidas a abandonar la provincia, como les ocurriera ante la rebelión de los indios pueblos de Nuevo México en 1680.119

    Pero incluso antes de que los seris y sus aliados fueran pacificados, en plena contienda armada se tomó una medida defensiva que, no obstante, poco o casi nada tenía que ver con el ámbito militar regular, pero que, a la postre, se convirtió en la base del proceso de estabilización de la sociedad colonial de Sonora. Se trataba de la apertura de los pueblos de misión al libre acceso de los colonos civiles, aplicada de manera más bien informal por los misioneros, impulsados por el catastrófico descenso de la población indígena reducida que dejó a las misiones muy débilmente protegidas. Así pues, y tras su expulsión en 1767, los religiosos jesuitas aceleraron el proceso de formación de poblaciones mixtas de indios y españoles en los pueblos de misión.

    La formación de estos establecimientos, por lo demás, no sólo puso fin al conflicto entre los misioneros y los colonos civiles por el control de las comunidades indígenas. También implicó un control más efectivo de los grupos originarios reducidos, en cuyas comunidades se puso en práctica dicha convivencia, al mismo tiempo que tendía a contrarrestar la drástica caída demográfica de los pueblos de misión, poniéndolos, por consiguiente, en mejores condiciones de defenderse por sí solos de las incursiones apaches, lo que además contribuyó a mitigar las tensiones entre dichos pueblos y los soldados presidiales, ya que éstos, requeridos cada vez menos para la protección de aquéllos, tendieron a ver disminuidas las oportunidades de compensar a costa de los bienes de los indios reducidos las pérdidas que sufrían a manos de sus superiores.

    Por otra parte, el reglamento de presidios de 1772, así como los cambios en materia de organización hacendaria introducidos en la década de 1770, parecen haber hecho lo suyo para que los capitanes de presidio vieran limitada su capacidad de beneficiarse económicamente a costa de sus compañías: los privaron de la facultad de pagar y, por lo mismo, de manipular libremente los salarios de ellas.120 Así, al reducir otra de las fuentes de conflicto al interior de la sociedad colonial, contribuyeron a mejorar la seguridad interna de la provincia y la defensa de sus fronteras.

    Por lo que toca al conflicto político entre vascos y no vascos, todo parece indicar que tendió a remitir ante la necesidad de unos y otros de cerrar filas en contra de los rebeldes seris. No obstante, siempre queda por establecer las razones por las que los vascos, pese a las fuerzas que precipitaron la caída de Vildósola, mantuvieron su influencia y aún la acrecentaron, como se puso de manifiesto en al menos tres importantes cuestiones. En primer lugar, la exoneración post mortem de Agustín de Vildósola. El virrey marqués de Croix dijo de él lo siguiente:

Restablecidas dichas provincias [de Sonora y Sinaloa] por don Agustín de Vildósola, en el transcurso de algunos años que las gobernó con acierto […] don José Rafael Rodríguez Gallardo […] le separó del gobierno y reasumió el mando con tanta violencia y desarreglo que […] desposeyó [a] la nación de los indios seris de sus tierras y heredades en que Vildósola los había establecido, y de aquella injusticia se originó el levantamiento de los seris.121

    En segundo lugar, el mando de la mayor parte de los antiguos y nuevos presidios de Sonora, el cual quedó en manos de los vascos. Y en tercer lugar, el nombramiento, en dos ocasiones, de gobernador e intendente de Sonora y Sinaloa del vascuence Pedro Garrido Durán.122

    Finalmente, la pacificación de los seris permitió a los españoles concentrar sus esfuerzos militares en la contención de las incursiones apaches; empresa que vieron ampliamente favorecida en la década de 1780, en que diversas partidas de esas tribus, confrontadas entre sí y combatidas en el norte por los comanches, empezaron a solicitar la paz en la región fronteriza, hasta el punto de colaborar con las propias tropas españolas en la pacificación de sus connaturales y cumplir, todavía, con el importante cometido de fundar en Bacuachi el primer pueblo de apaches de Sonora.123

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DIMENSIÓN ANTROPOLÓGICA, AÑO 29, VOL.84, ENERO-ABRIL, 2022



Citas

* Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM.

  1. José Rafael Rodríguez Gallardo, Informe sobre Sinaloa y Sonora, año de 1750, edición, introducción, notas, apéndice e índices por Germán Viveros, México, AGN, 1975, p. 37. []
  2. Carta de Agustín de Vildósola a Mateo Anzaldo: Buenaventura, 14 de agosto de 1742. Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Historia, vol. 16, f. 269v. Juan Antonio Baltazar S.J., Apostólicos afanes de la Compañía de Jesús en su provincia de México, México, Editorial Layac, 1944, p. 430. []
  3. Consulta del Marqués de Altamira al virrey primer conde de Revilla Gigedo: México, 14 de junio de 1747. AGN, Inquisición, vol. 1282, ff. 328-333v. Informe de Juan Antonio Baltazar el virrey conde de Fuenclara: Aconchi, 15 de julio de 1742. Archivo Histórico de Hacienda (en adelante AHH), Temporalidades, leg. 278-46. []
  4. Representación de Juan Antonio de Oviedo al virrey conde de Revilla Gigedo: México, 24 de agosto de 1747. AGN, Inquisición, vol. 1282, ff. 334-338. []
  5. Ignacio Pfefferkorn, Descripción de la provincia de Sonora, libro segundo, traducción de Armando Hopkins Durazo, Hermosillo, Sonora, Gobierno del Estado de Sonora, 1983, p. 162. []
  6. Ibidem, p. 26. []
  7. José Rafael Rodríguez Gallardo, Informe sobre Sinaloa y Sonora, año de 1750, op. cit., p. 40. []
  8. Luis Navarro García, Sonora y Sinaloa en el siglo XVII, México, Siglo XXI Editores, 1992, p. 172. []
  9. Cynthia Radding, Las estructuras socioeconómicas de las misiones de la Pimería Alta: 1768-1850, Hermosillo, Sonora, Centro Regional del Noroeste, 1979, p. 6. []
  10. “Informe de Cristóbal de Cañas (1730)”, en Luis González Rodríguez, Etnología y misión en la Pimería Alta, 1715-1740, México, UNAM, 1977, p. 293. []
  11. “Informe de Cristóbal de Cañas (1730)”, en Luis González Rodríguez, El noroeste novohispano en la época colonial, México, IIA-UNAM / Miguel Ángel Porrúa, 1993, p. 493. []
  12. José Rafael Rodríguez Gallardo, Informe sobre Sinaloa y Sonora, año de 1750, op. cit., p. 21. []
  13. Luis Navarro García, La sublevación yaqui de 1740, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos-CSIC, 1966, p. 33. []
  14. “Informe de José María Genovese al virrey marqués de Valero (Sonora, 1722)”, en Luis González Rodríguez, Etnología y misión en la Pimería Alta, 1715-1740, México, UNAM, 1977, p. 146. []
  15. Ibidem, pp. 154-184. []
  16. José Luis Mirafuentes, “El poder misionero frente al desafío de la colonización civil (Sonora, siglo XVIII)”, Historias, núm. 25, México, INAH, octubre de 1990-marzo de 1991, p. 94. []
  17. Ibidem, pp. 92-93. []
  18. José Luis Mirafuentes, “Estructuras de poder político, fuerzas sociales y rebeliones indígenas en Sonora (siglo XVIII)”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 14, México, UNAM, 1993, pp. 120-121. []
  19. Sergio Ortega Noriega, “La misión jesuítica como institución disciplinaria (1610-1720)”, en Memoria del XVII Simposio de Historia y Antropología de Sonora, vol. 1, Hermosillo, Sonora, Instituto de Investigaciones Históricas-Unison, 1992, pp. 171-180. []
  20. José Luis Mirafuentes, “El poder misionero frente al desafío de la colonización civil (Sonora, siglo XVIII)”, op. cit., p. 93. []
  21. Ignacio del Río, “Repartimientos de indios en Sonora y Sinaloa”, en Memoria del VII Simposio de Historia de Sonora, Hermosillo, Sonora, Instituto de Investigaciones Históricas-Unison, 1982, pp. 10, 12, 17; José Rafael Rodríguez Gallardo, Informe sobre Sinaloa y Sonora, año de 1750, op. cit., p. XXX. []
  22. “Informe de José María Genovese al virrey marqués de Valero (Sonora, 1722)”, en Luis González Rodríguez, Etnología y misión en la Pimería Alta, 1715-1740, op. cit., p. 165. []
  23. Peter Gerhard, The North Frontier of New Spain, Princeton, Princeton University Press, 1982, p. 284; José Luis Mirafuentes, “Agustín Ascuhul, el profeta de Moctezuma. Milenarismo y aculturación en Sonora (Guaymas, 1737)”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 12, México, UNAM, 1992, p. 136. []
  24. Idem. []
  25. “Informe de Cristóbal de Cañas”, en Luis González Rodríguez, Etnología y misión en la Pimería Alta, 1715-1740, op. cit., pp. 292-293. []
  26. AGN, Reales Cédulas Duplicados, vol. 98, ff. 156-160. He extraviado el expediente principal de este hallazgo. Parece que se localiza en el ramo Provincias Internas del mismo Archivo General de la Nación. []
  27. Peter Gerhard, The North Frontier of New Spain, op. cit., pp. 292-293. []
  28. “Carta de Pedro de Rivera al virrey: San Ignacio de Cuquiárachi, 29 de noviembre de 1726”. AGN, Cárceles y Presidios, vol. 12, ff. 240-240v. []
  29. José Rafael Rodríguez Gallardo, Informe sobre Sinaloa y Sonora, año de 1750, op. cit., p. 34. []
  30. Idem. []
  31. Ibidem, pp. 34-35. []
  32. Ibidem, p. 41. []
  33. Germán Viveros, “Origen y evolución del presidio de San Miguel de Horcasitas”, Estudios de Historia Novohispana, vol. 7, núm. 7, México, UNAM, 1981, p. 203; Domingo Elizondo, Noticia de la expedición militar contra los rebeldes seris y pimas del Cerro Prieto (1767-1771), edición, introducción y apéndice de José Luis Mirafuentes y Pilar Máynez, México, IIH-UNAM, 1992, p. XVI. []
  34. Eusebio Francisco Kino, Las misiones de Sonora y Arizona, comprendiendo la crónica titulada ‘Favores celestiales’ y ‘Relación diaria de la entrada el Noroeste’, versión paleográfica e índice por Francisco Fernández del Castillo, con noticias bibliográficas del Padre Kino y sus exploraciones y fundaciones por Dr. Emilio Böse, México, Porrúa (Biblioteca, 96), 1989, p. 193. []
  35. Citado por Germán Viveros, “Origen y evolución del presidio de San Miguel de Horcasitas”, op. cit., p. 202. []
  36. José Luis Mirafuentes, “Relaciones interétnicas y dominación colonial en Sonora”, en Marie Areti Hers, José Luis Mirafuentes, María de los Dolores Soto y Miguel Vallebueno (eds.), Nómadas y sedentarios en el norte de México. Homenaje a Beatriz Braniff, México, UNAM, 2000, pp. 595-596. []
  37. Ibidem, p. 594; José Luis Mirafuentes, “Colonial Expansion and Indian Resistance in Sonora: The Seri Uprising in 1748 and 1750”, en William B. Taylor y Franklin Pease G. Y. (eds.), Violence, Resistance and Survival in the Americas. Native Americans and the Legacy of Conquest, Washington-London, Smithsonian Institution Press, 1994, p. 102. []
  38. José Luis Mirafuentes, “Relaciones interétnicas y dominación colonial en Sonora”, op. cit., pp. 596-597. []
  39. “Una carta del padre Adam Gilg S.J. sobre los seris, 1692”, edición y presentación de Julio César Montané Martí, Revista de El Colegio de Sonora, Hermosillo, Sonora, vol. 7, núm. 12, julio-diciembre de 1996, pp. 150, 153, 158, 598, 609. []
  40. “Carta de Miguel Javier de Almanza a Fernando Bayerca, Santa María del Pópulo, 20 de febrero de 1718”. Archivo General de Indias (en adelante AGI), Guadalajara, leg. 109. []
  41. José Luis Mirafuentes, “Relaciones interétnicas y dominación colonial en Sonora”, op. cit., p. 599; Adam Gilg, op. cit., p. 158. []
  42. Ibidem, pp. 149-150. []
  43. Carta de Miguel Javier de Almanza a Fernando Bayerca: Santa María del Pópulo, 20 de febrero de 1718, AGI, Guadalajara, leg. 109. []
  44. José Luis Mirafuentes, “Relaciones interétnicas y dominación colonial en Sonora”, op. cit., pp. 598, 609. []
  45. Domingo Elizondo, Noticia de la expedición militar contra los rebeldes seris y pimas del Cerro Prieto (1767-1771), op. cit., p. XVI. []
  46. Ibidem, p. XXII. []
  47. Ibidem, pp. XXIII-XXIV. []
  48. José Luis Mirafuentes, “La insurrección de los seris, 1725”, Boletín del Archivo General de la Nación, vol. 30, núm. 7, enero-marzo de 1979, pp. 3-23. []
  49. “Relación de Méritos de Agustín de Vildósola [sin lugar y sin fecha]”. AGI, Guadalajara, leg. 188, f. 273v. []
  50. “Relación que hizo el padre Nicolás Perera sobre el alzamiento de los seris [sin lugar], enero de 1750”. AGN, Jesuitas [antigua clasificación], leg. 1-12, exp. 2, f. 128. []
  51. “Certificación de José Joaquín de Rivera: Villa y presidio de Sinaloa, 30 de julio de 1739”. AGI, Guadalajara, leg. 138, f. 160-160v. []
  52. José Luis Mirafuentes, “Agustín Ascuhul, el profeta de Moctezuma. Milenarismo y aculturación en Sonora (Guaymas, 1737)”, op. cit., pp. 123-128. []
  53. Luis Navarro García, La sublevación yaqui de 1740, op. cit., passim. []
  54. José Luis Mirafuentes, “Colonial Expansion and Indian Resistance in Sonora: The Seri Uprising in 1748 and 1750”, op. cit., pp. 101-123. []
  55. Russell C. Ewing, “The Pima Uprising of 1751: A Study of Spanish-Indian Relations on the Frontier of New Spain”, en Greater America: Essays in Honor of Herbert Eugene Bolton, Berkeley, University of California Press, 1945, pp. 259-280; José Luis Mirafuentes, “El ‘enemigo de las casas de adobe’. Luis del Sáric y la rebelión de los pimas altos en 1751”, en Organización y liderazgo en los movimientos populares novohispanos, edición e introducción Felipe Castro et al., México, IIH-UNAM, 1992, passim. []
  56. “Informe de Cristóbal de Escobar y Llamas: México, 30 de noviembre de 1745”. AGI, Guadalajara, leg. 135. []
  57. José Rafael Rodríguez Gallardo, Informe sobre Sinaloa y Sonora, año de 1750, op. cit., p. 37. []
  58. José Luis Mirafuentes, “Élite y defensa en Sonora, siglo XVIII”, Historias. Revista de la Dirección de Estudios Históricos, núm. 12, México, enero-marzo de 1986, pp. 67-78. []
  59. “Informe de José María Genovese al virrey marqués de Valero (Sonora, 1722)”, en Luis González Rodríguez, Etnología y misión en la Pimería Alta, 1715-1740, op. cit., pp. 123-128. []
  60. José Rafael Rodríguez Gallardo, Informe sobre Sinaloa y Sonora, año de 1750, op. cit., p. 24. []
  61. José Luis Mirafuentes, “Élite y defensa en Sonora, siglo XVIII”, op. cit., p. 75. []
  62. José Luis Mirafuentes y Amaya Garritz, “El ascenso de un grupo dirigente: los vascos y sus redes nacionales de poder en el noroeste de México (siglo XVIII)”, en Memorias del IV Seminario de Historia de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. La R.S.A.P. y Méjico, Donostia-San Sebastián, Bizker Artes Gráficas Usurbil, 1993, pp. 189-191. []
  63. “Informe de José María Genovese al virrey marqués de Valero (Sonora, 1722)”, en Luis González Rodríguez, Etnología y misión en la Pimería Alta, 1715-1740, op. cit., p. 151. []
  64. “Carta de Juan Mateo Mange a José María Genovese: Bacanuchi, 13 de marzo de 1722”. AHH, Temporalidades, leg. 278-37. []
  65. José Luis Mirafuentes y Amaya Garritz, “El ascenso de un grupo dirigente: los vascos y sus redes nacionales de poder en el noroeste de México (siglo XVIII)”, op. cit., pp. 192-193. []
  66. “Informe de José María Genovese al virrey marqués de Valero (Sonora, 1722)”, en Luis González Rodríguez, Etnología y misión en la Pimería Alta, 1715-1740, op. cit., p. 151. []
  67. Ibidem, pp. 130-131. []
  68. Ibidem, pp. 131-134. []
  69. Ibidem, p. 134; Edward H. Spicer, Los yaquis. Historia de una cultura, traducción de Stella Mastrangelo, México, UNAM, 1994, p. 41. []
  70. Luis Navarro García, La sublevación yaqui de 1740, op. cit., pp. 141-143. []
  71. José Luis Mirafuentes, “Estructuras de poder político, fuerzas sociales y rebeliones indígenas en Sonora (siglo XVIII)”, op. cit., pp. 137-139. []
  72. “Carta de Agustín de Vildósola al virrey Pedro Castro Figueroa. AGI, Guadalajara, leg. 135, ff. 641-646. []
  73. José Luis Mirafuentes, “Estructuras de poder político, fuerzas sociales y rebeliones indígenas en Sonora (siglo XVIII)”, op. cit., p. 139. []
  74. “Carta de Cristóbal de Escobar al fiscal de S.M. Año de 1745”. AGN, Misiones, vol. 27, f. 280. []
  75. José Luis Mirafuentes, “Relaciones interétnicas y dominación colonial en Sonora”, op. cit., p. 599. []
  76. “Razón de las misiones que estuvieran en corriente hasta el año de mil setecientos cincuenta y tres, en que se entregaron las de Topia y Tepehuana”. AGN, Misiones, vol. 22, exp. 1, f. 48; “Carta de Agustín de Vildósola a Mateo Anzaldo: San Pedro de la Conquista, 20 de agosto de 1746”. AGN, Misiones, vol. 27, ff. 334v-335. []
  77. Ibidem, vol. 27, f. 322. []
  78. “Carta de Andrés Javier García al auditor de la Guerra, marqués de Altamira [sin lugar y sin fecha]”. AGN, Jesuitas [antigua clasificación], leg. I-II, f. 30. []
  79. “Dictamen del marqués de Altamira: México, 17 de marzo de 1749”. AGI, Guadalajara, leg. 301. []
  80. María Luisa Rodríguez-Sala, Los gobernadores de la provincia de Sonora y Sinaloa, 1733-1771, México, IIS-UNAM / Coordinación de Investigación y Posgrado-Universidad Autónoma de Sinaloa, 1999, p. 93. []
  81. “Auto de José Rafael Rodríguez Gallardo, San Miguel de Horcasitas, 18 de agosto de 1749”. AGN, Tierras, vol. 3519, exp. 5. []
  82. “Carta de José Rafael Rodríguez Gallardo a Juan Tomás Balderrain: Ures, 15 de julio de 1748”. AGN, Inquisición, vol. 1282, f. 371. []
  83. José Luis Mirafuentes, “Colonial Expansion and Indian Resistance in Sonora: The Seri Uprising in 1748 and 1750”, op. cit., p. 221. []
  84. “Carta de Agustín de Vildósola a Mateo Anzaldo: Buenaventura, 14 de agosto de 1742”. AGN, Historia, vol. 16, exp. 29, ff. 405v-418; también, AGN, Misiones, vol. 27, f. 370. []
  85. María Luisa Rodríguez-Sala, Los gobernadores de la provincia de Sonora y Sinaloa, 1733-1771, op. cit., p. 93. []
  86. Ibidem, pp. 82-83; José Luis Mirafuentes, “Estructuras de poder político, fuerzas sociales y rebeliones indígenas en Sonora (siglo XVIII)”, op. cit., p. 139. []
  87. Ibidem, p. 140; “Carta del virrey primer conde de Revilla Gigedo al Rey: México, 6 de agosto de 1751”. AGI, Guadalajara, leg. 157, f. 240; “dictamen del auditor de la Guerra: México, 2 de octubre de 1747”. AGN, Inquisición, vol. 1282, ff. 347-348. []
  88. José Luis Mirafuentes, “Los maleficios de don Marcos Humuta. Orden y conflicto en una comunidad ópata de Sonora (Bacerac, 1704), Estudios de Historia Novohispana, núm. 25, México, UNAM, 2001, p. 142. []
  89. Ignacio Pfefferkorn, Descripción de la provincia de Sonora, op. cit., p. 144. []
  90. “Informe de Cristóbal de Cañas”, en Luis González Rodríguez, El noroeste novohispano en la época colonial, op. cit., p. 500. []
  91. Ibidem, p. 500. []
  92. Biblioteca Nacional de México (en adelante BNM), Archivo franciscano, 32.681. []
  93. Peter Worsley, El Tercer Mundo. Una nueva fuerza vital en los asuntos internacionales, México, Siglo XXI, 1996, p. 24. []
  94. Citado por José Luis Mirafuentes en “Tradición y cambio sociocultural. Los indios del noroeste de México ante el dominio español. Siglo XVII”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 35, México, UNAM, 2006, p. 74; BNM, Archivo Franciscano, 32.681. []
  95. Phillip L. Hadley, Minería y sociedad en el centro minero de Santa Eulalia de Chihuahua (1709-1750), México, FCE, 1975, p. 100. []
  96. Ibidem, p. 53. []
  97. Juan Nentvig, Descripción geográfica, natural y curiosa de la provincia de Sonora por un amigo del servicio de Dios y del rey Nuestro Señor, año de 1764, edición preparada con una introducción histórica, notas, apéndice e índice analítico por Germán Viveros, México, AGN, 1971, p. 100. []
  98. “Dictamen del marqués de Altamira: México, 2 de octubre de 1747”. AGN, Inquisición, 1282, ff. 356-357. []
  99. José Luis Mirafuentes y Pilar Máynez, “Tomás Miranda S.J. y la defensa de las tierras de los pueblos indios. Carta apologética al padre José Utrera (Sonora, 1755)”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 15, 1995 México, UNAM, p. 192. []
  100. “Dictamen del marqués de Altamira: México, 2 de octubre de 1747”. AGN, Inquisición, 1282, exp. 10, f. 357. []
  101. Domingo Elizondo, Noticia de la expedición militar contra los rebeldes seris y pimas del Cerro Prieto (1767-1771), op. cit., pp. XXIX-XXXIV. []
  102. “Carta de Tomás Pardo de Navas a Agustín de Vildósola”. AGI, Guadalajara, leg. 188, exp. 3, f. 21. []
  103. “Testimonio de los autos a consulta del Licenciado don José Rafael Rodríguez Gallardo…”. AGI, Guadalajara, leg. 301, ff. 2-11v. []
  104. “Representación de José Rafael Rodríguez Gallardo, 1751”. AGN, Inquisición, vol. 1282, f. 311. []
  105. “Auto de José Rafael Rodríguez Gallardo: San Miguel de Horcasitas, 18 de agosto de 1749”. AGN, Tierras, vol. 3519, exp. 5. []
  106. “Testimonio de autos hechos a consulta del Licenciado don José Rafael Rodríguez Gallardo. Año de 1749”. AGI, Guadalajara, leg. 301, f. 2. []
  107. Ibidem, f. 9v. []
  108. “Carta de José Rafael Rodríguez Gallardo a Juan Tomás Balderrain: Misión de Ures, 15 de julio de 1748”. AGN, Inquisición, vol. 1282, f. 371. []
  109. “Carta de Tomás Balderrain a José Rafael Rodríguez Gallardo: Pitiquín, 17 de julio de 1748”. AGN, Inquisición, vol. 1282, f. 370-370v. []
  110. “Testimonio relativo y a la letra de lo preciso y sustancial…”. AHH, Temporalidades, 278-20. []
  111. José Rafael Rodríguez Gallardo, Informe sobre Sinaloa y Sonora, año de 1750, op. cit., p. 44. []
  112. Ibidem, p. 44. []
  113. Germán Viveros, “Origen y evolución del presidio de San Miguel de Horcasitas”, op. cit., pp. 206-209. []
  114. AHH, Temporalidades, leg. 278-8. []
  115. José Rafael Rodríguez Gallardo, Informe sobre Sinaloa y Sonora, año de 1750, op. cit., p. 44. []
  116. “Carta de Cristóbal de Lauria a Agustín de Vildósola; Saguaripa, 2 de enero de 1749”. AGI, Guadalajara, leg. 135, exp. 25, f. 35v. []
  117. Domingo Elizondo, Noticia de la expedición militar contra los rebeldes seris y pimas del Cerro Prieto (1767-1771), op. cit., pp. XLII, LV-LVI. []
  118. Luis Navarro García, Don José de Gálvez y la Comandancia General de las Provincias Internas del norte de la Nueva España, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1964, pp. 146-162, 170-173. []
  119. Martín González de la Vara, “La rebelión de los indios pueblos de Nuevo México, 1680-1693, en Felipe Castro et al. (eds.), Organización y liderazgo en los movimientos populares novohispanos, México, UNAM, 1992, pp. 76-77. []
  120. José Luis Mirafuentes, “Élite y defensa en Sonora, siglo XVIII”, op. cit., pp. 76-77. []
  121. “Carta del virrey marqués de Croix al Rey”. AGI, Audiencia de México, leg. 2778; Martín González de la Vara, “La rebelión de los indios pueblos de Nuevo México, 1680-1693, op. cit., pp. 76-77. []
  122. Francisco R. Almada, Diccionario de historia, geografía y biografía sonorenses, 2ª ed., Hermosillo, Sonora, Gobierno del Estado de Sonora, 1983, p. 269; José Luis Mirafuentes, “Élite y defensa en Sonora, siglo XVIII”, op. cit., pp. 76-77. []
  123. José Luis Mirafuentes, “Los dos mundos de José Reyes Pozo y el alzamiento de los apaches chiricahuis (Bacoachi, Sonora, 1790)”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 21, México, UNAM, 2000, pp. 88-89; 99-100; “Carta del virrey marqués de Croix al Rey”. AGI, Audiencia de México, leg. 2778. []

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