¿Sería “cuerpo” uno de los nuevos nombres del espíritu?* Esta es, por lo menos, la impresión que uno tiene cuando se lee en abundancia lo que se está escribiendo bajo la égida del concepto- emblema de embodiment, que hoy invade la antropología y las disciplinas conexas. Si la antropología clásica se contentaba con poner el cuerpo en la cultura, es decir, demostrar cómo cada cultura impone una forma a la materia corporal humana —dando a los cuerpos individuales la función, al mismo tiempo técnica y expresiva, de instrumentos y signos de una realidad espiritual colectiva con valor de sujeto—,1 la nueva antropología de la corporalidad busca poner la cultura en el cuerpo. Se trata ahora de mostrar cómo la cultura es una función del cuerpo, que no existiría antes y fuera de éste, en un reino transcendente de reglas y de significaciones incorporales. El cuerpo deja de ser así una representación de la cultura —en el doble sentido de expresarla y de ser algo que la representa— para pasar a ser la cultura misma, su condición de posibilidad y su modo de realidad. Inmanencia del sujeto al cuerpo.
Pero al dejar de ser objeto semiótico y volviéndose un sujeto fenomenológico, el nuevo cuerpo es obligado a “incorporar” numerosas funciones tradicionalmente atribuidas al espíritu. Así, bajo el proclamado materialismo de aquel movimiento del embodiment, parece flotar la sombra de un espiritualismo que no se atreve a decir su nombre. ¿Último avatar antropológico de la vieja cristología de la encarnación? Sea como fuese, es curioso ver que el unánime deseo contemporáneo de que se disuelvan las múltiples dicotomías que organizan el campo del mind-body problem2 suele desembocar en soluciones que se distribuyen de manera perfectamente dicotómica: de un lado, los defensores de un cognitivismo fisicalista procuran reconsiderar el espíritu como un mero efecto del cuerpo —del cerebro—, si no como el propio cuerpo, concebido siempre en los términos clásicos de un objeto natural; del otro, los neo-fenomenólogos del embodiment promueven el cuerpo como la condición de la realidad eminente e inmanente del sujeto cultural, pero en consecuencia no pueden dejar de tratarlo como coextensivo al espíritu tal como tradicionalmente es concebido.3 Para escapar a esta polarización entre un espíritu objetivado y un cuerpo subjetivado —puesto que hoy poca gente se satisface con adjetivarla como “dialéctica”—, tal vez sea necesario un ajuste de nuestros paradigmas, de los cuales hoy se entreven apenas algunos lineamentos posibles.4
El gran interés del libro de Jacques Galinier consiste en la reubicación, propiamente etnológica, de este debate sobre la relación cuerpo/cultura —cuerpo-objeto culturalizado o cultura-sujeto corporalizada— al interior del universo de los otomíes, pueblo indígena de los límites orientales del Altiplano mexicano. Permite analizar el a priori cultural —y por tanto corporal— que informa tales debates a la luz de otro a priori cultural, el de los otomíes. Por lo cual La moitié du monde… realiza algo que la antropología, con su creciente fascinación por los aportes de la filosofía contemporánea, parece en riesgo de olvidar: que a nosotros nos cabe leer a los filósofos con los ojos de los nativos, no al contrario. De hecho, así fue nuestra manera —en nuestros mejores momentos— de “hacer filosofía”, tal vez un poco menos parroquial y auto-referida que la filosofía propiamente dicha. Según la definición vigorosa de T. Ingold: “anthropology is philosophy with the people in”.5
Es esto, pienso, lo que hace dicha monografía sobre el cuerpo y el cosmos otomíes. No obstante, aunque se trate allí de restituir una cosmología y una antropología indígenas, el interlocutor privilegiado de Galinier no será directamente la filosofía —por ejemplo la reivindicada por los teóricos del embodiment— sino otra disciplina como el psicoanálisis. Esto se explica por el estilo y contenido mismo del pensamiento otomí, fundado en una sexualización semántica y afectiva del cosmos, una inscripción fisiológica sistemática de los significados, y una gnoseología sacrificial que define el orgasmo como “momento de la verdad”, dentro del marco de un dualismo universal de gran rendimiento simbólico y afectivo. Este dualismo proviene de un corte —imagen que atraviesa como un hilo rojo todos los planos de análisis— entre dos mitades del cuerpo-universo. Una mitad “de arriba”, masculina, exterior, discursiva, diurna y solar, asociada con la parte superior del cuerpo humano y también con el cristianismo del colonizador hispánico y su Dios; y una “mitad del mundo”, femenina, interior, nocturna y lunar, asociada con la parte inferior del cuerpo —aquello que Bajtin llamaba, justamente, el “abajo corporal”—, al sexo y a la muerte, al chamanismo y al ritual indígenas, y cuyo emblema es la figura del Dueño del mundo, el Diablo. La fórmula de los otomíes “mitad-dios, mitad-diablo”6 —si hubieran leído a Nietzsche o a R. Benedict, hubieran dicho “mitad-Apolo, mitad-Dionisio”— condensa así una cosmofisiología sexual donde el cuerpo y el mundo están al mismo tiempo ligados por semejanza expresiva y por contigüidad energética, en la cual el cuerpo es símbolo y órgano del mundo, y recíprocamente.
Tal dicotomización del cuerpo-universo no es, sin embargo, simétrica y equistatutaria: una de las tesis centrales del libro es que la “mitad del mundo” engloba jerárquicamente el polo “superior”, por constituirse al mismo tiempo en negación y como condición de este último. Esta sociedad austera y pobre, oprimida desde afuera por los mestizos y dominada desde adentro por los hombres, conserva así como una verdad secreta la idea de que la riqueza del mundo pertenece a los indios y el verdadero poder a las mujeres, emergiendo del desorden lujuriante del sexo y de la muerte.
La noción de una “mitad del mundo” indica para el autor la virtualidad de una “metapsicología” otomí,7 sugiriendo aún una verdadera teoría mesoamericana del inconsciente.8 Galinier sigue minuciosamente, con una evidente fascinación, las convergencias entre lo que llama los “esquemas profundos” del pensamiento otomí y ciertas intuiciones del psicoanálisis. Mas la cuestión es abordada con bastante cautela, porque, a pesar de su obvia deuda interpretativa para con el discurso freudiano, el autor evita en todo momento la tentación engañosa de “psicoanalizar” esta cultura indígena —pero sin llevar hasta las últimas consecuencias la posibilidad inversa, esbozada en el libro, de “indigenizar” el psicoanálisis, es decir, de criticarlo a la luz de la metapsicología otomí.
Que no se espere aquí una correspondencia término a término entre el dispositivo simbólico indígena —devuelto al lector por una metodología que se concentra en la “mitología implícita” y en la “exégesis interna” y no en un inexistente corpus especulativo explícito (o explicitado en beneficio del observador)— y el vocabulario psicoanalítico. Si el tema de la castración parece desempeñar el papel de imagen-clave de esta cosmología, se ve menos bien, por ejemplo, dónde estarían los correlatos conceptuales de la represión. Que no se espere, tampoco, una etno-psicología del alma o una doctrina del psiquismo individual. El pensamiento indígena analizado en La moitié du monde…, conforme se aproxima de modo sorprendente a la antropología freudiana parece pedir una lectura algo subversiva de la teoría psicoanalítica: el inconsciente otomí es coextensivo y consustancial al mundo, ya que las pulsiones que provienen de él son inmediatamente colectivas, y la “interioridad” a la cual remite el dominio del Diablo está literalmente “a flor de piel” —para los otomíes como para Valéry, le plus profond c’est la peau—. Sería tal vez una provocación evocar, a propósito de un libro tan marcado por el psicoanálisis, los nombres de los autores del Anti- OEdipe; mas una cantidad de indicaciones dadas por Galinier sugieren que el inconsciente otomí es “no-freudiano”9 en un sentido que no deja de recordar Deleuze y Guattari: inconsciente corporal pero impersonal, con un fuerte acento “maquínico”,10 funcionando como plano de inmanencia de un cuerpo-mundo atravesado por devenires- animales y devenires-astrales, dominado por una imagística de superficies y de “pliegues” —en el sentido deleuziano.
Galinier observa, en forma de conclusión, que “la cuestión de las relaciones entre la antropología y el psicoanálisis regresa vigorosamente al centro de las discusiones de este fin de siglo, teniendo como telón de fondo las disputas con las disciplinas de la cognición”.11 Puede estar cierto sobre el futuro; en cuanto al presente, su evaluación parece ligeramente galocéntrica —de los cinco libros que cita en apoyo a su observación, cuatro y medio son de autores franceses—, para no decir un wishful thinking. Mi impresión es que el psicoanálisis continúa manteniéndose al margen de una confrontación a escala mundial —Francia inclusive—, entre la antropología y la psicología cognitiva. Es posible que vuelva a ocupar un papel destacado con la consolidación de las teorías neo-fenomenológicas que se ofrecen como alternativas al cognitivismo clásico. Mientras tanto, tales alternativas han ido a buscar sus inspiradores más en Piaget y Merleau-Ponty que en Freud o Lacan. De hecho, ciertos postulados ontogenéticos de la teoría freudiana son objeto de un rechazo categórico por parte de esta nueva antropología: pienso, en particular, en la idea de un proceso de socialización que vendría a canalizar y domesticar un sustrato pulsional natural. Lo que se recusa aquí, entre otras cosas, es la idea de que la sociabilidad se basaría en la sublimación represiva de una esencia originaria antisocial. Con o sin razón, se lee a Hobbes en Freud. Menos difundida, pero también igualmente perjudicial al psicoanálisis, es la recusación del concepto-clave de representación compartido por esta disciplina y el cognitivismo de estricta observancia —aunque con significados bastante diversos.
De cierta manera, la empresa de Galinier puede ser vista como situada “más acá” y “más allá” de la problemática favorecida por las “teorías corporalizadas de la cultura”12 discutidas en el Avantpropos del libro. Permanece, de un lado, en el horizonte epistémico rechazado de manera algo retórica por estas teorías, al mantener un interés por las dimensiones clasificatorias y simbólicas de la relación cuerpo-mundo; de otro lado, el autor concluye que la neo-antropología de la corporalidad se detiene en el umbral de la cuestión que efectivamente le interesa —la cuestión del inconsciente—. El gesto fundamental aquí parece ser menos el de indicar los límites del abordaje meramente psicológico —en oposición al metapsicológico— propio de las teorías del embodiment, que el de desplazar el lugar del sujeto de enunciación del discurso sobre el cuerpo. Este gesto es simple: los que piensan el cuerpo, en este libro, son los otomíes, no tal o cual teoría antropológica o psicológica. Es verdad que el autor piensa los otomíes a la luz de las intuiciones del psicoanálisis: mas él no está describiendo el funcionamiento del inconsciente de los otomíes, sino el régimen del inconsciente según los otomíes —la teoría y la práctica otomí de lo que se podría llamar “inconsciente”—. Las semejanzas con el concepto freudiano más que ofrecer una solución, plantean un problema.
La “Introducción” del libro evoca cuestiones delicadas sobre las cuales el autor no regresa. La primera es respecto a la pertinencia de la mirada hermenéutica del autor frente a las preocupaciones explícitas y apremiantes de los otomíes actuales, enfrentados con la pobreza, la desesperación y la violencia, implicados en un proceso de integración complejo y desigual a la sociedad globalizada, objetos de iniciativas de “modernización” de parte de los poderes públicos, carentes de asistencia médica, técnica y económica. ¿Habrá lugar para el etnólogo, y sobre todo para la etnología practicada en este libro, en tal situación histórica? El malestar del autor es explícito: él estaba ahí para intentar rescatar una tradición, los indígenas querían alguien que los ayudara a enfrentar el cambio… Pero, ¿será que la única respuesta posible a este dilema es admitir que el estilo de investigación aquí practicado es algo condenado a una desaparición próxima?13
Una cosa es reconocer que una etnología divorciada de las preocupaciones concretas de los pueblos que estudia está destinada al fracaso. Este fracaso es antes de todo un fracaso antropológico porque no existe una etnografía bien hecha que no sea el resultado de la confrontación y del compromiso entre las preguntas del observador y aquellas que preocupan a las personas junto a las cuales decidió hacer su estudio. Pero la excelencia de la monografía de Galinier es la prueba misma de que las cuestiones que aborda siguen siendo cuestiones de los otomíes; tal vez no las que plantean delante de los mestizos, sino para sí mismos. De hecho, no es nada evidente que el análisis de la compartimentación radical de la cosmopraxis otomí entre una mitad exterior, que incorpora y expresa el mundo colonial, y una mitad interior, lugar indígena de la verdad, sea políticamente insignificante —más todavía si seguimos al autor en su tesis del englobamiento jerárquico del exterior por el interior, de la mitad de “arriba” por la mitad de “abajo”.
Otra cosa es la cuestión de comprometerse en la lucha de los pueblos indígenas por un futuro menos opresivo. Esta es una opción política y ética que —perdónenme por separarme de la Doxa contemporánea— no encuadra necesariamente con el tipo de asunto privilegiado por el etnógrafo. Cuántas veces hemos visto autores escogiendo temas y jactándose de posturas políticamente “relevantes” como modo de mantener su compromiso en el confortable plano de la retórica… lo que es usar la noción de “práctica teórica” realmente al pie da letra. La segunda cuestión remite al objeto del libro: la “visión del mundo”, los “modos de pensamiento” o el “sistema cognitivo” de los otomíes. Como se sabe, estas nociones han sido el objeto de un fuego cerrado de la crítica contemporánea, que acusa a la antropología anterior de imponer una coherencia paradoctrinaria a regímenes cognitivos heteróclitos, fragmentarios, fuertemente dependientes de sus contextos de efectuación, orientados por y para la acción más que por la necesidad especulativa, irreductibles a los contenidos proposicionales, y así en adelante. Las “cosmologías” y “visiones del mundo” de nuestras monografías serían el fruto de una voluntad de orden ajena a los universos indígenas, traduciendo más los habitus escolásticos del antropólogo que la práctica cognitiva indígena. El autor reconoce lo bien-fundado de tales críticas, pero pondera que aceptarlas integralmente sería “fallar en una de las metas últimas de la disciplina, a saber, la comprensión de los modos del pensamiento indígena”.14
Es sobre esas críticas, de hecho, que va a apoyar parcialmente su decisión de acceder al mundo otomí a través de un análisis de los rituales más que de la mitología. Hay aquí algo de contingencia pragmática, puesto que la mitología otomí conoce hoy un proceso de erosión y fragmentación, y de progresiva restricción a algunos especialistas, mientras los rituales no solamente implican la totalidad de las comunidades, sino que están en pleno vigor. Pero hay también una hipótesis metodológica, según la cual la mitología daría acceso apenas a un esqueleto especulativo que debe ser largamente completado por el etnólogo, mientras los rituales, por su naturaleza “total” —al mismo tiempo praxis y discurso, envolviendo una fuerte inversión afectiva, dotados de una inscripción espacio- temporal recurrente, movilizando fuerzas sociales y económicas de larga escala—, serían la vía real de acceso al sistema cognitivo indígena.15
Queda el hecho de que, para Galinier, hay un sistema cognitivo indígena, aunque inconsciente o virtual, que debe ser reconstituido, “descifrado”16 a partir de la “exégesis interna”, es decir, de los fragmentos discursivos surgidos espontáneamente en los delirios de la embriaguez o los éxtasis del ritual, en los chistes, las frases enigmáticas enunciadas durante el Carnaval, mas también, y sobre todo, a partir de la exégesis interna específica que es la cosmología coagulada en la lengua, cuya descomposición morfológico-semántica sirve de instrumento analítico importante en La moitié du monde… Queda el hecho de que hay, decía yo, un sistema cognitivo, una concepción del mundo, una teoría del inconsciente y, acredito, una auténtica ontología otomí, a la cual no falta también una epistemología —en el sentido anglo-sajón del término—. De tal manera que las críticas encaminadas hacia una coherencia de tipo proposicional en los regímenes representacionales indígenas, si bien evocadas de forma liminar, nunca son explicitadas; pese a esto, los argumentos desarrollados a continuación por el autor constituyen de por sí un elocuente desmentido de las mismas.
Sin embargo, sería preciso reaccionar frente a ellas… Pienso sobre todo en aquella hecha por R. Keesing17 en un artículo muy influyente. Este gran y extrañado etnólogo se levantó en contra de la tendencia antropológica de construir metafísicas indígenas a partir de una lectura sustantivista y literalizante de lo que son —o podrían ser— meras expresiones idiomáticas, “metáforas convencionales” de la lengua nativa. Mucho de lo que dice Keesing sobre eso es pertinente y acertado. En este sentido, el papel metodológicamente central conferido al análisis semántico-morfológico en La moitié du monde… habría debido enfocarse en la discusión sobre el estatuto cognitivo de las resonancias de sentido que el autor establece entre numerosos conceptos, sobre la “validez psicológica” de las etimologías y homofonías propuestas —algunas son claramente propuestas o aceptadas por los otomíes—, y más generalmente sobre los ecos “whorfianos” de su argumentación.18 Aclaro que la exploración de los conceptos otomíes por Galinier me parece convincente e iluminadora en todos los momentos del libro, siendo además abundantemente complementada por otros datos y argumentos. No obstante, esta es una técnica analítica muy vulnerable a la crítica, y podría haber sido más explícitamente argumentada —pienso en lo que hace, por ejemplo, Whiterspoon19 en su monografía sobre los navajos.
Pero es preciso sobre todo defender la existencia de ontologías indígenas contra ciertas posiciones maximalistas que no dejan de recordar la teoría max-mülleriana de la “enfermedad del lenguaje” —esta vez aplicada a los antropólogos en lugar de los nativos—.20 El argumento de Keesing es doble, y no totalmente consistente. A partir de un análisis del concepto de “mana”, tal como está presente en el discurso de los kwaio de las Islas Salomón, él concluye que los antropólogos reificaron aquello que, en el universo mental indígena, es relación y proceso —esto es lo que habría sucedido con la interpretación metafísica del mana como substancia—. Al mismo tiempo, él dice que los antropólogos imponen una coherencia artificial y “letrada” a materiales cognitivos caracterizados por una dispersión contextual y una indiferencia al espíritu de sistema, como es propio de las tradiciones orales de las sociedades sin jerarquía y especialización funcional (Goody). Pero una cosa es recusar la imputación a los nativos de nuestra metafísica de la substancia; otra es concluir que no se puede atribuir a los nativos ninguna metafísica.21
En cuanto a decidirnos si tal metafísica es más o menos sistemática, explícita y especulativa, sólo puede observarse que si la coherencia tradicionalmente atribuida a las metafísicas indígenas es ampliamente imaginada por el analista, así son también su inarticulación, su pragmatismo y su contextualidad. Características, estas últimas, que dependen más del espíritu actual de nuestra ideología savante —marcada por una celebración de lo híbrido, de la fragmentación y de las virtudes de la práctica, y por una consecuente repugnancia hacia las ideas de “sistema” y de “teoría” —, que de las propiedades intrínsecas de los modos indígenas de pensamiento.
El capítulo uno de La moitié du monde…, dedicado a la historia otomí tal como se puede reconstituir a través de los archivos, evoca rápidamente la base religiosa común a los otomíes y a otros pueblos mesoamericanos, notablemente los aztecas. El lector no-especialista debería haberse beneficiado de una exposición un poco más detenida de este horizonte cultural. A continuación se describen los procesos de misionarización o de reducción de esta sociedad, la implantación del sistema cívico-religioso de los “cargos” y la asociación de las comunidades nativas a santos epónimos, base del ciclo ritual en la vertiente “cristiana” del mundo otomí. Aquí se inicia el abordaje de un tema que reaparece de manera insistente a lo largo del libro: la bipolaridad estricta del mundo religioso otomí, la yuxtaposición de valores selectivamente tomados del cristianismo al substrato cosmológico nativo. El autor acepta la idea de Carrasco sobre la existencia de un “double religious system”, pero mientras que este último considera la división en términos de “público” y “privado”, Galinier muestra cómo el dualismo marca también la esfera ritual. Estamos aquí frente a un debate clásico del mexicanismo —y, en larga medida, del americanismo en general—: la cuestión del “sincretismo” hispano-indígena, el problema histórico y formal de las correspondencias entre la religiosidad ibérica y la amerindia. La tesis de La moitié du monde… es que los otomíes incorporaron el mundo simbólico del conquistador por medio de un esquema dualista que opera por disyunción y jerarquización antes que por fusión, lo que da una tonalidad escindida y dicotomizada a la totalidad de la vida socio-religiosa otomí, con una separación ontológica entre el exterior-superior y el interior-inferior, una “mitad hispánica” y una “mitad otomí”. Como ambas mitades son, naturalmente, indígenas, se ve bien como se llega a la tesis central del libro, a saber, que la mitad inferior engloba la mitad superior, el Diablo a Dios, y lo femenino a lo masculino.
La tesis anti-sincrética del dualismo jerárquico y de la yuxtaposición cosmológica es expuesta con gran brío por Galinier, y de manera convincente. Sospecho apenas que ésta no será del todo agradable para las sensibilidades pos-binarias, que probablemente preferirían alguna especie de reelaboración sofisticada de la tesis opuesta, porque ésta es más afín al gusto contemporáneo por los hibridismos, las fusiones, los flujos y otras imágenes conceptuales que privilegian lo continuo a expensas de lo discontinuo. El juicio sincrético a priori es hoy de rigor…
El capítulo dos concierne a la inscripción espacial de las comunidades otomíes, llamando la atención sobre el débil rendimiento —y el posible origen hispánico— de los dualismos sociológicos de tipo clásico, pero indicando la pregnancia de una oposición mayor entre tierras altas y planicie costera, frío y caliente, alto y bajo, masculino-otomí y femenino-huasteca. Aquí se examina también el sistema de cargos civiles y religiosos. Sigue entonces una muy breve evocación de los dos sistemas de parentesco otomí, donde surgen por primera vez objetos semánticos centrales en esta cosmología: la noción de “piel”, la serie de equivalencias entre “piel”, “padre” y “podredumbre”, y una concepción de las relaciones sociales fundadas en una lógica del encerramiento por un envoltorio que debe ser roto, desgarrado y cortado, de modo que permita la eclosión de la vida. Todo pasa como si la forma general de la relación fuese el englobamiento seguido de un “corte”, y la forma universal del objeto el receptáculo que debe desollarse. El análisis del parentesco retoma el tema del dualismo exterior/interior. Galinier argumenta en favor de la yuxtaposición entre un cognatismo superficial —de origen o inspiración mestiza— y una patrilinealidad profunda, interior e indígena, asociada a un culto de los ancestros materializado, a su vez, en ciertas estructuras rituales focales, los oratorios —los oratorios son igualmente dicotomizados, entre oratorios comunitarios de predominancia cristiana, y los oratorios de linajes con una predominancia chamanística.
El tema de la patrilinealidad de la cultura otomí tiene un papel importante en la argumentación de La moitié du monde…, pero este es uno de los pasos del análisis que menos me ha convencido. Se ve mal la composición y las operaciones de estos linajes patrilineales, que son más bien deducidos de ciertos aspectos del culto religioso que de la acción social en general. Y no queda muy claro si el autor atribuye el débil rendimiento de la patrilinealidad otomí a los efectos de la colonización, o a una condición originaria de su estructura social. Lo mismo vale para la noción de ancestro, usada en conexión con el concepto de patrilinealidad, pero que se aplica ya sea a los muertos en general, a los antepasados míticos de la humanidad, a diversas entidades del panteón otomí o a todo esto al mismo tiempo, designando así una especie de Otro interior genérico —por oposición al Otro exterior, o colonizador—. La naturaleza “poco ortodoxa” de los linajes y de los ancestros otomíes es reconocida por el autor: “La singularidad más sorprendente de las organizaciones otomíes de linaje consiste en que su carácter unilineal es una simple virtualidad del sistema, puesto que no existe ancestro común definido ni punto de partida de verdaderas unidades de linaje en el sentido técnico de la palabra”.22 Mas el verdadero problema no está ahí, y sí en una curiosa paradoja que tal vez pueda ser neutralizada mediante el recurso de las inversiones jerárquicas propuestas al final de libro —pero no estoy seguro de eso—. El dualismo entre cognatismo de superficie, asociado a los oratorios y cultos oficiales católicos, y una patrilinealidad profunda, asociada a los oratorios y cultos “nocturnos”, chamanísticos, dedicados a los “ancestros”,23 parece contradecir justamente la asociación entre el polo masculino y el mundo superior-exterior, de un lado, y el polo femenino y el mundo interior-inferior, del otro.
El capítulo tres trata del chamán otomí, el “hombre que sabe” —expresión que merecería un comentario, visto que el chamanismo femenino parece ser común entre los otomíes, y que el dualismo sexual desempeña un papel tan importante en esta cosmología—. El cuerpo aparece como referente esencial, dice el autor, de toda interpretación chamanística de la doctrina cosmológica y de los acontecimientos de la vida ritual. Como en tantas —posiblemente todas— culturas amerindias, el chamán otomí es el Señor de la metamorfosis, capaz de mudarse en “ancestro” o en animal, y por eso mismo es un ser ambiguo y ambivalente, curador y matador potencial: “gestor de la violencia” dotado de gran poder, es el mediador entre el orden y el desorden.
En este capítulo se inicia la serie de descripciones minuciosas de secuencias rituales que cubrirán los tres capítulos siguientes. Aquí hacen su entrada en escena las famosas figurillas recortadas en papel de amate —hoy también en papel de periódico—, objeto focal de las manipulaciones chamanísticas, y que representan —si esta es la palabra— una miríada de entidades del mundo invisible otomí. Un ejemplo24 muestra excelentemente la complexidad semiótica de estos objetos, cuya naturaleza de “piel” —puesto que están hechos de piel vegetal— no es, naturalmente, accidental. Estas figurillas aparecen como una especie de piel à l’état pur —piel, justamente, cortada y perforada para adquirir una forma—. Quizá no sería absurdo comparar estas inquietantes siluetas “epidérmicas” con los chiringa australianos,25 por su común calidad de super-objetos capaces de condensar las ideas-valores centrales de una cosmología.
Es también en el capítulo sobre el chamanismo donde se encuentra un análisis de la oniromancia otomí. Resaltan aquí dos aspectos: la gran preponderancia de símbolos animales —a la cual se dedica, infelizmente, poca atención—, y un principio de inversión interpretativa donde el sueño prefigura lo opuesto de lo que muestra. Este principio, que estaría asociado al régimen al revés prevaleciente en el mundo de donde los sueños provienen —el mundo subterráneo de los muertos y de los dobles animales—, no me parece tan sistemático como lo pretende el autor.
Los tres capítulos siguientes están dedicados a la descripción y al análisis de diferentes ciclos rituales —la Fiesta de los Muertos (cap. cuatro), las ceremonias católicas y los “costumbres” indígenas ligados a la fertilidad agraria o a crisis ecológicas (cap. cinco), y al Carnaval (cap. seis)—. El análisis de los rituales involucrando la muerte y los muertos revela una lógica energética compleja, donde los muertos retornan periódicamente al mundo de los vivos para ser regenerados y, simultáneamente, regeneran a los vivos. La noción de muertos como portadores de vida y fecundadores de las mujeres, pero al mismo tiempo como seres desvitalizados y peligrosos, es minuciosamente analizada. Una vez más, este capítulo retoma in fine el tema de la bipolaridad ritual otomí, a través del análisis de una fascinante ceremonia de re-inauguración de un oratorio26 donde interviene un sacerdote y un chamán, un oratorio mayor/ católico y otro menor/chamánico. El capítulo sobre las fiestas católicas, las peregrinaciones y los “costumbres” —rituales nativos de predominancia chamanística— entrelaza descripciones detalladas y una abundancia de indicaciones sobre la cosmología, mas siempre dadas en staccato y a manera de comentario de las secuencias rituales. La figura que se destaca en estas ceremonias, como lo hará también en el Carnaval, es el Diablo, el “Dueño del mundo”, el “Viejo costal”, personaje ubicuo e impalpable, cargado de valores andróginos y lunares, seductor y repulsivo, y que ocupa un espacio incomparablemente mayor que el ocupado por la figura de “Deus”, dueño solar del mundo de lo alto.
El capítulo concluye con una discusión sobre la posesión chamanística, esto es, la invasión del cuerpo por el dueño de la “mitad del mundo”, el diablo —pero que parece ser al mismo tiempo “el ancestro”—,27 y sobre las relaciones entre la posesión y la metamorfosis en doble animal —el “nahual”—. El tema mesoamericano del nagualismo se puntualiza en numerosos pasajes de La moitié du monde…, pero no recibe un tratamiento sistemático, lo que un amazonista como el autor de esta nota crítica no puede dejar de lamentar, visto que el complejo del nagual es ciertamente una de las puertas de acceso a una integración comparativa, todavía por emprender, entre la Mesoamérica y las culturas de las tierras bajas de América del Sur, y más generalmente a la exploración de aspectos fundamentales de la roche-mère28 de las cosmologías del continente.
El capítulo sobre el Carnaval otomí es ciertamente el clímax etnográfico de La moitié du monde… Es imposible glosar adecuadamente la riqueza de las descripciones e interpretaciones ofrecidas en esta sección, ilustrada por magníficas fotografías. El nombre indígena del Carnaval evoca los conceptos de “espejo”, de “juego”, y la acción de vestirse, es decir, de colocar una nueva piel. Así, el horizonte metamórfico del ritual se ve claramente delineado si nos percatamos de la complejidad de los valores encarnados en la noción de “piel”. En efecto, la otra conexión estratégica del punto de vista del comparativismo americanista aludido arriba, ella misma conectada por numerosos hilos al tema del animal-nagual, es este concepto de “piel” como categoría amerindia de la forma eficaz.
Los actores —todos masculinos, inclusive los que representan los personajes femeninos— del carnaval encarnan a los “antiguas”, a los ancestros-muertos-divinidades, organizados en un esquema genealógico-consanguíneo de corte “patrilineal” dominado por diversos avatares de un Viejo Padre diabólico y podrido, que tiene como parejas figuras ambiguas, mujeres fálicas y sexualmente voraces que dan a luz “pequeños diablos”. Otro personaje que se destaca es el “Malinche”, el “soltero” que encarna la figura del homosexual, y que es el bailador principal de la ceremonia espectacular del “Volador”, mástil-falo cósmico que une cielo y tierra.
Una atmósfera que diríamos “frazeriana” domina claramente este grande ritual otomí, con su simbólica de muerte y de renacimiento, su mezcla de símbolos de fecundidad agraria y humana, su licencia y su exceso. Las semejanzas evidentes con los carnavales europeos colocan una vez más el problema de las relaciones entre el horizonte cultural indígena y las influencias hispánicas. La conclusión de Galinier, apoyada sobre una documentación que atesta la autoctonía de numerosos aspectos de la ceremonia —comenzando por el “Volador”—, se inclina a favor de un paralelismo funcional y simbólico entre el ritual indígena y el Carnaval europeo, sin perjuicio de las influencias obvias del estrato cultural colonizador. Tal paralelismo derivaría del sustrato pre-cristiano, “frazeriano” justamente, del Carnaval europeo,29 y remitiría a aquellas “formas de pensamiento y de conducta que atañen a las condiciones más generales de la vida en sociedad”, en la frase de Lévi-Strauss citada por el autor. En efecto, si miramos la parte del dispositivo religioso hispánico que parece haber sido más elaboradamente “indigenizado” por los otomíes y otros pueblos mesoamericanos, veremos aquellos dos núcleos simbólicos del viejo fondo pagano euro-asiático frente a los que el cristianismo se obligó a los mayores compromisos: la Fiesta de los Muertos y el Carnaval.30
El capítulo final, que da el título del libro, es indudablemente el más rico desde un punto de vista analítico. Mucho de lo que el lector encontrará allí tal vez hubiera debido presentarse antes de la etnografía de los rituales: es en este capítulo que el cuerpo y el cosmos, en sus aspectos “anatómicos” y “fisiológicos”, son finalmente articulados de modo sistemático. El capítulo empieza por una cuidadosa exploración semántica de los conceptos referentes a la “persona”, noción que en otomí no se separa lingüísticamente de “cuerpo” ni de “ser humano”. La cuestión del principio de individuación, tan frecuente en las discusiones antropológicas sobre la noción de persona, no está tematizada por Galinier, lo que al principio es para sorprenderse. No creo que se trate de una negligencia; al contrario, los materiales aquí analizados sugieren la omnipresencia de un principio fundamental de anti-individuación: la personacuerpo otomí está constituida por variados procesos de duplicación, de metamorfosis, de comunicación energética, de corte, de desmembramiento, de fusión, de aniquilación. En este universo dirigido por una lógica sacrificial que recorta el cuerpo y lo funde en el mundo, no parece haber espacio para cuestiones referentes a la individuación y a la identidad personal —las implicaciones de esto para el diálogo con la teoría psicoanalítica esbozado en La moitié du monde… no son, por tanto, exploradas.
Comencemos por la piel, noción a la cual tantas veces ya hemos aludido. El lexema si, “piel”, está dotado de una inmensa productividad semántica, pues al funcionar como clasificador en lengua otomí pone en juego innumerables conexiones y proyecciones entre el cuerpo humano y la estructura topológica del mundo. Define lo que podríamos llamar una topología cósmica, una cosmología obsesionada por las nociones de envoltorio, cáscara, receptáculo, membrana: pieles sobre pieles, pieles dentro de pieles, pieles todas dispuestas a lo largo de la “piel del mundo” que es el universo. Una metafísica de la “extensividad”, diríamos, contrastando con nuestra propia obsesión de las interioridades, las profundidades, las quintaesencias, los núcleos duros ocultos, las partículas últimas e insecables de la materia —en cuanto a la ontología otomí es por excelencia una ontología de lo secable.
La pertinencia de esta centralidad semántico-metafísica de la “piel” para el célebre motivo mesoamericano del desollamiento ritual es debidamente anotada y desarrollada por Galinier. Parece haber dos ejes distintos pero íntimamente relacionados para sustentar la simbólica otomí de la piel. De un lado, aquella secuencia de acciones como desollar, arañar, raspar, quitar la cáscara, cortar y romper la piel, que se conecta también al proceso de arrugamiento, envejecimiento y podredumbre (otra traducción de si) de la piel —lo que hace del ancestro una “piel vieja”, una “piel-padre” que es al mismo tiempo una “piel podrida”—, constituyendo un conjunto de precondiciones para la eclosión de lo nuevo y de la vida en el mundo. Por otro lado, y de cierto modo como momento inverso al del desprendimiento y laceración de la piel, está el tema de vestir una piel, de metamorfosearse por la asunción de una nueva y otra piel —el motivo, en suma, de cambio de piel, cuyas amplias resonancias americanistas son bien conocidas—. Este tema aparece en La moitié du monde… de modo relativamente menor, mas está implícito en el nagualismo, en las metamorfosis chamanísticas, en el uso abundante de pieles de animales durante el Carnaval, y en la importancia simbólica y terapéutica conferida al temascal, el baño de vapor indígena que puede ser visto como un equivalente tecnológico del tema mítico-religioso amazónico del baño de cambio de piel, o baño de inmortalidad al que son sometidas las almas al llegar al más allá. La relación entre cambio de piel e inmortalidad ha sido insistentemente explorada por los amazonistas;31 a su vez, la asociación entre las cosmologías chamánicas de metamorfosis y la concepción del cuerpo como piel-ropa-máscara, también largamente atestada en la América indígena —su difusión es verosímilmente continental32 apenas comienza a ser explorada sistemáticamente. En este sentido, el ritual azteca del Tlacaxipehualiztli, en el cual los danzantes se revestían de la piel desollada de las víctimas sacrificadas33 parece combinar de modo absolutamente literal estos dos ejes de organización del campo metafísico de la “piel” cartografiado en La moitié du monde…34
Los otros tres componentes “anatómicos” del cuerpo otomí son los huesos, la sangre-esperma y el “estómago”. Los huesos, productores y concentradores energéticos de donde emanan los licores vitales, sangre y semen —ambos khi, como también la sabia vegetal—, son objeto focal de la Fiesta de muertos, en la cual su simbólica seminal es fuertemente afirmada. La sangre, a su vez, aparece en los rituales como un animador esencial de las “pieles” que son las figurillas recortadas. Pese a esto, la “energética” otomí es netamente menos desarrollada que su “tópica”, si comparamos la riqueza de las indicaciones sobre la piel —cuya topología ya es en sí misma dinámica— respecto a lo que el autor dice sobre la sangre, los flujos vitales y, finalmente, el “alma”. El mbui, o “estómago”, tal vez también “corazón”, es el órgano interno donde se asientan los dos principios inmateriales de la persona, la energía vital nzakhi y el almasoplo ntãhi. La energía vital humana es una parcela de la energía cósmica, animal o vegetal; esta comunicación universal de las esencias garante de la acción de cuerpos sobre cuerpos, voluntades sobre voluntades —y así la manipulación chamanística, la hechicería, la contaminación y la acción “a distancia”—. Aquí también resalta lo esencial de los significados sexuales: si en el plano de la piel se destacaban las membranas y las mucosas genitales —prepucio, himen—, y en el de los huesos la sangre-semen, en aquel de la “energía” la figura-clave es el falo, lugar de manifestación del nzakhi —palabra derivada de la raíz za, “árbol”— generado en el “estómago”. Este último órgano es el centro de la “psicología” otomí, en cuanto sede de percepciones, emociones y cogniciones. El otro principio sitiado en el mbui es el alma-soplo o “sombra”, asociado a la masculinidad y a la palabra. Aunque sea objeto de concepciones en términos generales semejantes a la vulgata amerindia del “alma” -posibilidad de separación del cuerpo, capacidad de extraviarse, naturaleza “pneumática”—, el alma otomí no parece desempeñar un papel destacado fuera de los discursos chamanísticos, y no recibe significados escatológicos importantes, visto que los muertos son de hecho la persona en su integridad, no “almas” incorporales. La prominencia ontológica de este alma-soplo estaría, según parece, en su papel de conector entre un humano y su doble animal, el nagual, que compartiría una misma alma en dos cuerpos distintos. Pero como el complejo del nagual hace intervenir de manera tan marcada idiomas corporales, en particular la metamorfosis, el mismo ntãhi no llega a obtener un gran rendimiento cosmológico. ¿Sería justamente su asociación a la masculinidad y a la palabra el responsable de su apagamiento discursivo? ¿Estaría esta subordinación del vocabulario del “alma” al del “cuerpo” asociada al englobamiento jerárquico de la “mitad de lo alto”—del alma, de la palabra y de lo masculino— por la “mitad del mundo”—del cuerpo, del acto y de lo femenino?
Sigue entonces una sección sobre el concepto de kwa, “pie”, asociado no solamente a este miembro sino a las nociones de fin, de acabamiento y, sobre todo, de pene. Aquí se introduce directamente un tema que atraviesa numerosos pasajes del libro: la castración, simbolizada por la amputación de un pie Varias potencias espirituales son representadas por figurillas a las cuales falta un pie, a veces la cabeza, lo que evoca varios ecos iconográficos mesoamericanos.35 El punto crucial aquí es que esta “falta” está directamente asociada a la idea de potencia, el término mbeti, que significa “riqueza” y “posesión-potencia”, designa también el patizambo o “pie potente”; y el Diablo es el “gran pie podrido”… Esta misteriosa asociación entre ablación del pie y sobrepotencia sexual sugiere una concepción sacrificial, donde el corte y la muerte preceden la generación y la eclosión de la vida.
El análisis del cuerpo otomí se cierra con una larga y detallada sección sobre el vocabulario y el discurso otomí sobre los sexos y la sexualidad: inventario de los innumerables nombres de los órganos genitales, sus productos y estados, de las asociaciones entre ellos y objetos del ambiente, de las enigmáticas sinonimias entre pene y vagina. Aquí se encuentra un inspirado análisis de las relaciones entre el pene como doble miniaturizado del cuerpo y el nagual, el doble animal, ambos definidos como operadores de transformación, inductores de metamorfosis. El nagual aparece entonces como un falo paralelo, sinécdoque de una sinécdoque que restituye el todo, un pene destacado e independiente del cuerpo que él duplica —lo que hace del animal un falo, hace también del falo un animal.36 La posibilidad del nagualismo femenino no contradice tales asociaciones; al contrario, refuerza uno de los motivos fundamentales de la cosmología sexual otomí, a saber, la doble valencia, masculina y femenina, de las mujeres, lo que da a la “mitad del mundo” su carácter englobante. Este tema de la valencia masculina de las mujeres es el objeto de las páginas siguientes, que muestran cómo el cuerpo femenino es el campo y el operador de un sacrificio que consiste en la castración de la pareja masculina como preludio y precondición de la fecundación. El acto sexual es el “momento de la verdad”, el orgasmo o instante de la “visión clara” de la realidad, cuando se arrancan todas las pieles humanas para contemplar la única e infinita piel del universo.
Llegamos finalmente al tema con que se concluye La moitié du monde…: la naturaleza jerárquica y asimétrica de los múltiples dualismos otomíes, centrados en la doble polaridad alto/bajo y masculino/femenino. Lo que sorprende aquí no es la afirmación de la naturaleza jerárquica de este otro ejemplo de dualismo cosmo-somático amerindio, sino su orientación específica: lo bajo engloba lo alto, como la mujer al hombre, el indígena al colonizador, y el Diablo a Dios —y cómo finalmente, y sobre todo, lo “inconsciente” engloba lo “consciente”, por ser simultáneamente su negación y condición.
La tesis de Galinier es que la preponderancia diurna y solar, oficial, de lo masculino, del “arriba” y de los valores del colonizador son —dicho en términos de Dumont—,37 una instancia local, mientras el mundo nocturno y lunar, del “abajo” corporal y de lo femenino se presentan como instancia global ¿Inversión simbólica e ideológica —en el sentido de mistificadora— de las relaciones reales entre los hombres y las mujeres, la sociedad dominante y la sociedad dominada—.38 ¿Expresión de una voluntad obstinada de resistencia indígena al mundo del colonizador? He aquí un problema complejo, más aún porque nos encontramos frente a un intento de definir una estructura global de valor que plantea la existencia de un exterior con dos caras distintas: el socio-cosmológico “englobado” e imaginario, construido en contra del otro, el exterior objetivamente “englobante” de las relaciones sociales concretas, la cara consciente de la dominación. Dilema a la vista: ¿la inversión jerárquica sobre la cual insiste Galinier no sería la manifestación misma de la naturaleza local de lo global indígena, esto es, el “abajo” que engloba al “arriba” pero en el plano inferior —la mitad del Diablo—? ¿Y esto no equivaldría a un reconocimiento implícito de que la estructura indígena es parte de una estructura mayor que opone ambas mitades otomíes a la “otra mitad” del mundo —la mitad, que quiere el todo, encarnada en el colonizador? La superioridad cosmológica otomís una modalidad del “abajo”, una especie local de un género global, al igual que el englobamiento de lo masculino por parte del polo femenino ¿Pero, no se debe esto a que el todo otomí es una modalidad del “abajo” frente a ese todo mayor que es la sociedad nacional mexicana cuya dominación, si bien reconocida, no sólo no es aceptada sino que es ritualmente “resistida” —y ¿no sería esta la parte propiamente inconsciente de la cosmología otomí?
La tesis general de La moitié du monde… sobre la incorporación del mundo hispánico a una estructura dualista indígena muestra una notable convergencia con los argumentos avanzados por Lévi-Strauss en su última gran incursión en el universo amerindio. En Histoire de Lynx,39 a partir de un análisis del tema mitológico de la gemelaridad, Lévi-Strauss identifica una “ideología bipartita” panamericana que habría determinado en larga medida el tratamiento cosmológico indígena de la invasión europea, argumentando que los blancos vinieron a ocupar un espacio vacío dentro de una macro- ideología fundada sobre un principio de dualismo asimétrico en desequilibrio perpetuo. La bipolaridad ritual otomí minuciosamente analizada en La moitié du monde… encaja bastante bien dentro de este modelo, que supone un papel constitutivo de la alteridad en los procesos amerindios de subjetivación colectiva.40 De ello se desprenden cuestiones fascinantes, de orden tanto histórica como formal: ¿si el dualismo otomí ya “estaba allá” como lgo inherente a su esquema cosmológico, qué habríamos encontrado en el lugar hoy ocupado por el dios hispánico y los ritos del colonizador? ¿Cómo se habrían distribuido las dicotomías actuales en los tiempos prehispánicos? ¿Cuáles son las ideas-valor indígenas que fueron absorbidas por la hispanización y cristianización del polo “de arriba“? ¿La estructura jerárquica compleja observable hoy, que subordina la mitad de arriba a la mitad de abajo, el Sol y lo masculino a la Luna y a lo femenino —y que subordina también lo exterior mestizo al interior otomí- respetaría la misma disposición en la época prehispánica? ¿O el inconsciente otomí sería el producto de una especie de gigantesca represión histórica?
Éstas son cuestiones que desafían la etnología americanista como un todo; creo que no hacemos más que comenzar a percibir sus implicaciones. Por eso debemos agradecer a Jacques Galinier haber permitido, con este libro admirable, que ellas finalmente hagan eclosión en su entera complejidad.
Bibliografía
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Sobre el autor
Eduardo Viveiros de Castro
Museu Nacional, Río de Janeiro.
Citas
* Este ensayo fue escrito en 1998 por iniciativa de Eric de Dampierre, co-fundador de los Archives Européennes de Sociologie, pero falleció este mismo año, y el Comité Editorial no dio continuación a la publicación del texto. La versión en español (La mitad del mundo. Cuerpo y cosmos en los rituales otomíes, México, UNAM/CEMCA/INI, 1990) es mucho más extensa que la francesa (746 pp.), pero carece de un capítulo sobre “Los otomíes en busca del inconsciente” escrita para la versión gala [N. del E.].
- Se recordarán los temas maussianos de las “técnicas del cuerpo” y de la “expresión obligatoria de los sentimientos”. [↩]
- Richard Warner y Tadeusz Szubka (dirs.), The Mind-body Problem: A Guide to the Current Debate, Oxford, Blackwell, 1994. [↩]
- Si el obstáculo primordial para los primeros es la intencionalidad humana (y animal) —que debe ser analizable, en última instancia, en términos de causalidad material—, para los segundos la ilusión que debe ser combatida es la de la producción de “efectos de mentalidad” por sistemas mecánicos, cuyo símbolo por excelencia es la computadora. Descartes oponía los humanos a los animales y a las máquinas; a su vez, los fenomenólogos de la cognición corporalizada oponen los humanos y otros animales a los simulacros inorgánicos del espíritu —el cuerpo es lo opuesto del maquinismo—; Hubert Dreyfus, What Computers Still Can’t do: A Critique of Artificial Reason, 1992. Finalmente, algunos filósofos e investigadores contemporáneos de la cognición oponen los humanos y sus máquinas potencialmente capaces de simularlos al resto del reino de lo viviente, marcado por la ausencia de órdenes superiores de intencionalidad. Todo es cuestión de escoger quién desempeñará el papel del Otro del espíritu; Daniel Dennett, Kinds of Minds: Towards an Understanding of Consciousness, 1996. [↩]
- Véase Francisco Varela, Evan Thompson y Eleanor Rosch, The Embodied Mind: Cognitive Science and Human Experience, 1991. [↩]
- T. Ingold, “Editorial”, en Man, vol. 27, núm. 1, 1992. [↩]
- Jacques Galinier, La moitié du monde: le corps et le cosmos dans le rituel des Indiens Otomi, 1997, pp. 193, 256. [↩]
- Ibidem, p. 17. [↩]
- Ibidem, pp. 271-274. [↩]
- Ibidem, p. 272. [↩]
- Ibidem, p. 271. [↩]
- Ibidem, p. 274. [↩]
- Ibidem, p. 13. [↩]
- Ibidem, p. 20. [↩]
- Ibidem, p. 22. [↩]
- Ibidem, pp. 23-26. [↩]
- Ibidem, p. 25. [↩]
- Roger Keesing, “Conventional Metaphors and Anthropological Metaphysics: The Problematic of Cultural Translation”, en Journal of Anthropological Research, núm. 41, 1988, pp. 201-217. [↩]
- Hablé de Whorf, pero el espíritu de exploración etimológica presente en La moitié de monde…, está quizás más próximo de Heidegger que del lingüista americano. [↩]
- Gary Whiterspoon, Language and Art in the Navajo Universe, 1977. [↩]
- Si antes los nativos, estos animistas incorregibles, reificaban abstracciones, proponiendo falsas ontologías que era necesario reducir a representaciones erróneas y en seguida explicar su origen, ahora son los antropólogos que reifican lo que existe ontológicamente —en el cerebro de los nativos— como mera metáfora convencional, es decir, como representación semánticamente inerte. El repertorio crítico permanece el mismo, cambian únicamente las víctimas. El “fetichismo” y sus avatares —reificación, esencialización, naturalización— parece ser el correspondiente epistemológico pos-iluminista de las acusaciones de brujería… [↩]
- La posición defendida por Keesing, además de seguir una orientación característica de la filosofía analítica anglo-sajona, traduce un movimiento más general de la antropología contemporánea, que en esto muestra su legítima filiación modernista: la subordinación masiva de la ontología a la epistemología, con la consecuente reducción de las diferencias entre las ontologías del observador y del observado al efecto de regímenes epistemológicos distintos. Keesing parece no concebir la posibilidad de una ontología que no sea erguida sobre la noción de Substancia. La relación es vista como extrínseca al Ser, debiendo por consiguiente ser replegada sobre el espacio que separa el Ser del Conocer: si el mundo indígena está fundado en la relación, entonces “debe ser” un mundo puramente epistémico, lingüístico y pragmático. [↩]
- Jacques Galinier, op. cit., p. 78. [↩]
- Ibidem, pp. 79-80. [↩]
- Ibidem, pp. 105 y ss. [↩]
- Marika Moisseeff, Un long chemin semé d’objets cultuels. Le cycle initiatique aranda, 1995. [↩]
- Jacques Galinier, op. cit., pp. 138 y ss. [↩]
- Ibidem, pp. 161-162. [↩]
- Claude Lévi-Strauss, Histoire de Lynx, 1991, p. 295. [↩]
- Jacques Galinier, op. cit., pp. 203-206. [↩]
- Pero en este caso, antes de referirse en última instancia a ciertos universales de la experiencia social, tal vez hubiera sido necesario considerar los argumentos presentados en el prodigioso tour de force difusionista donde Ginzburg discute materiales tan cercanos a los de La moitié du monde…; Carlo Ginzburg Storia notturna: una decifrazione del sabba, 1989. [↩]
- Claude Lévi-Strauss, Le cru et le cuit, 1964; Stephen Hugh-Jones, “The Gun and the Bow: Myths of White Men and Indians”, en L’Homme , vol. XXVIII, núms. 106-107, 1988, pp. 138–155; Eduardo Viveiros de Castro, From the Enemy’s Point of View: Humanity and Divinity in an Amazonian Society, 1992. [↩]
- Irving Goldman, The Mouth of Heaven: An Introduction to Kwakiutl Religious Thought, 1975; Eduardo Viveiros de Castro, “Cosmological Deixis and Amerindian Perspectivism”, en Journal of the Royal Anthropological Institute, vol. 4, núm. 3, 1998, pp. 469-488. [↩]
- Jacques Galinier, op. cit., p. 225. [↩]
- Saliendo de América, sería muy estimulante hacer una lectura paralela de La moitié du monde… y de la monografía de Alfred Gell sobre el tatuaje en la Polinesia y la simbólica de la piel allí implicada, que también evoca ciertas contribuciones de la psicología, notablemente el concepto de moi-peau de Didier Anzieu; Alfred Gell, Wrapping in Images: Tattooing in Polynesia, 1993. [↩]
- Este es uno más de los contextos específicos donde tal vez sería productiva una comparación con ciertos desenvolvimientos de Storia notturna…, de Carlo Ginzburg, op. cit. [↩]
- Jacques Galinier, op.cit. p.240 [↩]
- Louis Dumont, “Vers une théorie de la hiérarchie” (“Postface” à l’édition Tel), en L. Dumont, Homo Hierarchicus, 1978, pp. 396-403. [↩]
- Jacques Galinier, op. cit., p. 260. [↩]
- Claude Lévi-Strauss, op. cit., 1991. [↩]
- Lévi-Strauss evoca, de hecho, materiales mesoamericanos (ibidem, pp. 292-97). El tema de la asimilación de los blancos a través de esquemas dualistas es fuertemente representado en la Amazonia indígena, en particular en los grupos de lengua pano, que disponen de mitades propiamente sociológicas. Es interesante observar que, en el caso de los pano, las mitades eran tradicionalmente divididas entre la “mitad de adentro” y la “mitad de fuera”, y que la segunda era asociada a los incas y después a los blancos. ¿Habría alguna asociación u equivalente para los otomíes, pero en este caso con los mexica en el polo exterior-superior? Graham Townsley, “The Outside Overwhelms: Yaminahua Dual Organization and Its Decline”, en H.O. Skar y F. Salomon (dirs.), Natives and Neighbours: Anthropological Essays, 1987, pp. 355-376. [↩]