“¡Tacos, joven!” Cosmopolitismo proletario y la cocina nacional mexicana

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El grito del taquero que convoca a consumir los “tacos de trompa” que vende a la salida del metro San Lázaro es bien conocido por aquellos historiadores mexicanos que salen de esta estación para encaminarse hacia el Archivo General de la Nación.1 Pero lo más probable es que los historiadores asocien ese llamado con la ingestión de un ligero tentempié que con una investigación académica. Esto es comprensible en tanto que la preocupación de los historiadores tiene que ver con los cambios en el tiempo, y la mayor parte de las cosas que suceden en México parecerían estar más cargadas de historia que el taco.

Definido por el diccionario de la Real Academia como “tortilla de maíz enrollada con algún alimento dentro, típica de México”,2 el taco ha servido de alimento por un tiempo casi tan extenso como el que lleva de existencia la tortilla, es decir, al menos 500 años. Hoy día es peculiar que en la comida diaria, con tan profundas raíces prehispánicas, el taco deba ser nombrado por un término castellano, en contraste con otros platillos nacionales cuyo nombre deriva claramente de palabras de la lengua nativa como tamalli, pozolli y molli. Como los historiadores de la cultura lo han mostrado, las palabras literalmente expresan la realidad social y, en ese sentido, la palabra taco tiene una curiosa historia que inicia en la amplia difusión de su uso durante la era porfiriana. Si bien está relacionada con los puestos originales de comida callejera de las clases populares, la taquería se constituyó en un nuevo espacio social en el que comparten el trabajador y el sibarita. Siguiendo la ruta histórica del taco que trazan los diccionarios, los documentos de archivo, los libros de cocina y el arduo trabajo de campo, el presente ensayo pretende aportar luces en los orígenes de la cocina nacional vinculada con la clase trabajadora.

Antes de considerar el tema propuesto, es importante plantear el concepto teórico de una cocina nacional, particularmente en el presente proceso de globalización. El antropólogo Sydney Mintz, por ejemplo, desde una perspectiva materialista ha rechazado el concepto de cocina nacional, al observar que los elementos que constituyen una cocina, sean éstos un conjunto de ingredientes, técnicas de cocimiento o preparación, e incluso los valores culturales que comparten, son intrínsecamente locales. Una cocina nacional es, en el mejor sentido, una colección artificial de diferentes alimentos consumidos dentro de una frontera política dada.3 La socióloga Priscilla Parkhurst Ferguson, en contraste, ha reconstruido de forma perspicaz el surgimiento, durante el siglo XIX, de una cocina nacional francesa. Haciendo uso del concepto de campo cultural de Bourdieu, ella afirma que la gastronomía francesa se desarrolló como una empresa cultural autónoma que comprendía una diversidad de productores y consumidores, quienes integraron y dieron forma a los valores y las instituciones que vinieron a definir una comida genuina en Francia y, por extensión, en gran parte del mundo.

En forma particular, los libros de cocina profesional de Antonin Carême, la literatura gastronómica de Brillat-Savarin, las novelas de Honoré de Balzac —en las que los restaurantes son parte de la trama— y otros escritos similares, han servido de puente para trasladar la cocina de la corte de Versalles a un nuevo escenario nacional posterior a la Revolución francesa de 1789. Al igual que otras formas de nacionalismo, este discurso descansa en textos para su construcción y difusión. Incluso las cocinas locales defendidas por Mintz fueron producto de textos. Ciertamente se puede decir que a partir de que los libros de cocina del siglo XIX transformaron el insípido plato de avena del campesino en una especialidad provincial aparentemente eterna, ese plato fue después buscado ávidamente por los folcloristas y promotores turísticos del siglo XX.4

Dos estudios recientes han ayudado a aclarar el desarrollo de la cocina nacional de México. Al igual que en Francia, los campeones del nacionalismo del siglo XIX buscaron utilizar el vínculo afectivo de compartir la comida para ayudar a forjar un sentido de identidad común, intento que dio inicio con la publicación del primer libro de cocina mexicana en 1831. No obstante, este programa se vio frustrado por una combinación de divisiones étnicas y regionales, y por la preferencia de la elite por la alta cocina francesa, la cual fue vista como una forma de reivindicar actitudes cosmopolitas en un escenario internacional, al mismo tiempo que permitía mantener un estatus de distinción social en la esfera local. De acuerdo con uno de esos trabajos, la cocina nacional no se fusiona sino hasta la década de 1940, una vez que el rechazo hacia lo popular había pasado y las clases medias empezaron a aceptar la cocina indígena basada en el maíz, como parte de una identidad mestiza nacional.5 Otro trabajo más reciente, basado en una amplia gama de fuentes, lleva los orígenes de la cocina nacional a las primeras décadas del siglo XX.6 Con el enfoque puesto en la literatura culinaria, ambos trabajos atribuyen esencialmente a la iniciativa de la clase media la construcción de esta nación culinaria, a pesar del origen popular de muchos de los platillos que fueron exaltados como prototípicamente nacionales.

Si bien el nacionalismo mexicano ha sido visto frecuentemente como un proyecto de elite, ensamblado sobre pertinaces formas de vida rurales, recientemente los investigadores han comenzado a identificar veneros importantes de participación popular en la tarea de imaginar la nación.7 Durante el siglo XIX, ello se observa, por ejemplo, en la experiencia colectiva de la defensa militar en las guerras intervencionistas, así como en la promesa exaltada de la política federal hecha a las clases populares y aun a los pueblos indígenas de reconocerles un sitio en la comunidad nacional. Las filiaciones locales —“patrias chicas” y grupos étnicos— continuaron siendo una fuente alternativa de lealtad; es así que la propagación del nacionalismo mexicano fue sin duda un proceso largo y desigual. No obstante, la expansión del comercio y el flujo de la migración interna hacia las últimas décadas del siglo XIX, contribuyeron a alimentar el segmento de la clase trabajadora, la cual tendió a identificar sus intereses más con la patria en su conjunto que con una comunidad en particular. Grandes contingentes de esa masa trabajadora tomaron las armas para reclamar derechos cívicos y económicos durante la Revolución mexicana. Esta explosión social convirtió a la Ciudad de México en un centro de cosmopolitismo proletario, tendencia que se combinaría con el intenso flujo de migración laboral que propició el Porfiriato al atraer a la urbe notables contingentes demográficos procedentes de diferentes latitudes de la nación. Los integrantes de esta masa anónima, a los que la elite urbana se refería con el término despreciativo de “pelados”, llegaban a la ciudad trayendo consigo sus diversas culturas locales, las que hallaban espacios idóneos de mutua y natural convivencia en las calles populosas, lugares de trabajo, viviendas, cantinas y, claro, las taquerías. En esa suerte de pequeñas cocinas esquineras, que adquirirían su nombre genérico en la época del presidente Díaz, la clase trabajadora contribuía a la creación de la cocina nacional mexicana.

El presente ensayo pretende examinar el surgimiento y difusión de la taquería, así como el papel que ha desempeñado en la vida nacional. Comienza con un rastreo literario de los orígenes de la palabra “taco” en diccionarios y otras fuentes, con el propósito particular, pero no exclusivo, de ubicar las raíces etimológicas de la voz. Continúa con un señalamiento de las fuentes de archivo consultadas para reconstruir los contextos sociales en los que los tacos fueron consumidos en la Ciudad de México en las primeras décadas del siglo XX, con el fin de arrojar luz en torno a las concepciones proletarias de nación. Finalmente, se examina el aburguesamiento del taco en los libros de cocina, como un estudio de caso de la apropiación de la cultura popular por parte de una elite con un proyecto cultural hegemónico.

Prototacos

Salvador Novo, en su muy disfrutable Historia gastronómica de la Ciudad de México, ubicaba los orígenes del mestizaje culinario en las “carnitas en taco, con tortillas calientes”, platillo servido en el banquete triunfal que le fue ofrecido a Hernán Cortés en la villa de Coyoacán.8 El relato de Novo es considerado uno de los textos fundacionales de la gastronomía mexicana. En él lleva a cabo un recuento de la historia de la cocina nacional, mediante un ameno recorrido que incluye platillos ejemplares, banquetes, restaurantes y personalidades, todo minuciosamente documentado o, cuando los documentos son parcos, descrito con una deliciosa prosa. Con todo y a contracorriente de su interés en temas filológicos, Novo no indaga en los orígenes de la palabra “taco”, y así su invocación en el texto al seminal taco conquistador corresponde más propiamente al género de las leyendas culinarias, tales como la invención del mole poblano por las monjas del convento de Santa Rosa o los primeros chiles en nogada preparados en honor de Agustín de Iturbide. En consecuencia, esta sección del trabajo tomará la estafeta donde la dejó Novo, considerando, para el efecto, la evidencia textual disponible para la historia lingüística de la voz “taco”, así como su lugar dentro de la compleja cocina nacional del siglo XIX.

De entrada, resulta imprescindible considerar las fuentes de la lengua indígena como una posibilidad de análisis. Recientemente, Héctor Manuel Romero sugería que la palabra podría ser una derivación de la voz náhuatl itacate, el clásico atado de comida para transportar de un sitio a otro, sentido con el que se le aplica en tono coloquial en algunas partes de México, como en el actual San Luis Potosí.9 Alternativamente, la palabra tlaco, o su mitad, pudo posiblemente ser usada como referencia a la forma natural en la que la tortilla es doblada para dar forma al taco. En tanto estas fuentes lingüísticas son ciertamente posibles, la evidencia histórica apunta más hacia un posible origen europeo.

De acuerdo con el lingüista catalán Joan Corominas, una versión de “taco” es común a las principales lenguas latinas y germanas de la Europa occidental, si bien sus orígenes permanecen inciertos. La primera referencia de que se tiene conocimiento apareció en Francia en 1607, y hacía referencia a la baqueta con que se aprieta la carga en el arcabuz. Otros usos del siglo XVII incluyen un martillo de carpintero, una baqueta, el palo del juego de billar y un trago de vino.10 (Esta última referencia tiene una curiosa contraparte en lengua inglesa, en la expresión coloquial a shot of liquor.) En el siglo XVIII, las dos primeras ediciones del Diccionario de Autoridades, así como el Diccionario castellano de Esteban de Terreros reprodujeron este patrón de uso lingüístico con la expresión “trago de vino” como única referencia culinaria.11 Más aún, la séptima edición del diccionario de la Real Academia, publicado en 1832, eliminó la mención al vino, al tiempo que agregó varias referencias a formas ordinarias de comportamiento, juegos ruidosos de niños y hablar con “mucha cólera”. Dos décadas después, sin embargo, el significado gastronómico de “taco” regresó en el Nuevo diccionario de la lengua castellana, con el significativo agregado de pequeños bocados que acompañan al acostumbrado trago de vino: “bocadillo que se toma o trago que uno bebe fuera de las horas de comida”.12 Desde esta perspectiva, los académicos españoles parecen haber permanecido relativamente impasibles en torno al significado de la palabra, si bien el específico significado mexicano de “taco” como alimento no sería bien conocido sino hasta los inicios del siglo XX.13

Ciertamente, las definiciones europeas deben ser consideradas con mucha precaución al trasladarlas a la realidad mexicana. La Real Academia, como sus contemporáneas francesa e italiana, llevó a cabo un ambicioso programa de imposición de su autoridad lingüística sobre el escurridizo lenguaje hablado de las clases populares, sector social que había mostrado particular resistencia a tal hegemonía, rebeldía lingüística que se amparaba en la gran distancia que separaba a las instituciones españolas de sus vasallos americanos. Incluso la referida intención de mantener un registro lingüístico de los cambios en los usos del habla popular, al efectuarse a partir de referencias escritas, provocaba que el registro se llevara a cabo de manera muy lenta. En el caso de la palabra “taco”, la incorporación de la comida al vino pudo haberse dado originalmente en España. Serafín Estébanez Calderón, en su trabajo costumbrista de 1847, titulado Escenas andaluzas, escribió: “Toma este trago y este taco.”14 La frase puede bien aplicarse al español moderno, particularmente al que se habla en la zona andaluza en donde es común la práctica de comer pequeños bocados, actualmente llamados “tapas”, palabra muy similar a la de “taco” e igualmente no se registra en un sentido culinario en los diccionarios del siglo XVIII.15 Ciertamente la primera versión de “tapas” pudo haber cambiado a “tacos”, pero ese es tema de otra investigación.

Más significativo para el sentido mexicano de “taco” que su desatención por parte de las academias españolas, es su ausencia en los diccionarios nativos. En 1844 Melchor Ocampo publicó lo que puede considerarse como el primer compendio de habla vernacular bajo el socarrón título de Idiotismos hispano-mexicanos. Este volumen, que incluye muchos alimentos populares, como tamales y mole, no enlista la palabra “taco”.16

En esta búsqueda, los libros de cocina del siglo XIX no resultan de mayor utilidad que los diccionarios. Dada la perspectiva de elite de la mayoría de los autores de libros de cocina, que tendían a favorecer la cocina española y francesa sobre los platillos de origen indígena, no es de sorprender que los tacos no sean mencionados en los manuales culinarios.17 Nadie necesita realmente una receta de cocina escrita para enrollar en una tortilla trozos de pollo o carnitas con salsa y después comerlo. No obstante, el primero y más influyente libro de cocina publicado en el siglo XIX, El Cocinero Mexicano (1831), proporciona una lista de platillos populares que incluye quesadillas de ahuatle, chalupas de morcón, tortillas enchiladas, “envueltos” en pipián, tlataoyos rellenos y chilaquiles tapatíos.18 La palabra “envuelto” se acerca a lo que actualmente podría llamarse “taco”, aunque en este caso se hace referencia a una preparación más elaborada, algo que oscila entre un taco y una enchilada: un platillo que recibe su nombre gracias a una salsa elaborada a base de chile ancho, chile pasilla y tomate, acompañada de carne de lomo de puerco deshebrada. Para guisarlo: “se pone un sartén con manteca, y cuando está bien caliente, se echan las tortillas [chiquitas], procurando que no se frían, se sacan y se ponen en un platón, se les echa la salsa y se envuelven, echándoles por encima el chile que ha quedado en la cazuela”.19 Aún más elaborados fueron los “envueltos de Nana Rosa”: “Se rellenan de huevos revueltos o de picadillo, y por encima se adornan con cebolla rebanada, chilitos y aceitunas, almendras mondadas en cuartos, pasas, piñones, pedacitos de acitrón y hebras de carne frita o de jamón magro, también frito.”20 Como quiera que sea, los tacos estuvieron igualmente ausentes de los volúmenes de cocina de finales del siglo XIX, aun de libros como La cocinera poblana, elaborado por el comedido gourmet de origen catalán Narciso Bassols, quien no fue ajeno a los puestos callejeros de comida e incorporó a sus recetas platos tan exóticos como cuitlacochis, huaxmole y tlatlaoyos de flor de calabaza.21

La venta de comida en las calles y en los mercados fue tan común en México que existe una larga tradición de expendios semifijos que se remonta a la época del antiguo imperio mexica y a los vendedores del mercado de Tlatelolco descritos por el cronista Bernal Díaz del Castillo. Hacia finales del periodo colonial, las almuercerías ofrecían “la común costumbre en esta capital del uso del almuerzo, no sólo entre la plebe sino en los comerciantes, dependientes de oficinas, y otras clases”.22 Estos comercios son muy mencionados en los documentos de archivo debido a su práctica de servir pulque junto con los alimentos, lo que los convertía en expendios que contravenían las regulaciones borbonas existentes al respecto. Debemos agradecer a José Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador Mexicano, buen conocedor de la cocina popular, el habernos regalado con una descripción de su héroe picaresco Pedro Sarmiento yendo a la almuercería de la Orilla: “donde yo costeé el almuerzo, que fueron envueltos, guisado de gallina, adobo, y pulque de tuna y de piña.” Lizardi enfatiza la conexión entre comida e identidad en su primera novela nacional El periquillo sarniento, en la cual su personaje sufre por los platillos populares durante su exilio en Manila: “Ni un alma de allá [México] me debe la memoria más mínima, al paso que hasta sueño las fiestecitas de Santiago, Las Cañitas, y hasta la almuercería de Nana Rosa.” Más aun, en la edición de 1842 el editor, en una nota a pie de página, describe con cariño la escena: “A orillas de la acequia en el Paseo de la Viga, había un jardincito donde Nana Rosa, que vivió cerca de cien años, con su afabilidad y genialidades atraía a los mexicanos a pasar en su casa alegres días de campo, haciéndoles pagar muy bien los almuerzos que condimentaba, y hasta hoy hacen papel en los libros de cocina los envueltos de Nana Rosa.23

La literatura costumbrista de mediados del siglo XIX nos provee igualmente de amenas descripciones de la comida callejera. Guillermo Prieto, gourmet incorregible, cita en sus escritos humildes fondas y figones, con el mismo afecto con que lo hace con cafés de elite como La Gran Sociedad. Además de Las Cañitas y Nana Rosa, Prieto menciona la plaza de toros de San Pablo, ubicada al sur del Zócalo, como un sitio lleno de fondas y pulquerías improvisadas. Fue cliente asiduo de La Madrina, donde “sólo se servía pollo asado con ensalada, chiles rellenos, mole y unos frijoles refritos en cazuelillas pequeñas y como con dedicación especial”.24 Por esos mismos años, el renombrado geógrafo Antonio García Cubas compiló una extensa zoología de vendedores ambulantes, cubriendo una extensa gama que va de las exclusivamente mujeres enchiladeras, tamaleras y atoleras a los más masculinos oficios de mantequeros, dulceros y cacachuateros, sin dejar de mencionar el más abierto al género de frutero(a). Los más distinguidos proveedores de este festín ambulante fueron “los cabeceros, que en vez de llevar en angarilla todo lo concerniente a su comercio, uno sustentaba en alto una tabla de madera y sobre ésta el horno con las cabezas de carnero, y otro cargaba… dos canastas con la salsa, la ensalada y otros condimentos, o bien ambos llevaban en una angarilla el horno de hojadelata, la salsa y la pimienta”.25 En los primeros escritos costumbristas de Manuel Payno, también quedaron registradas las escenas gastronómicas de la Ciudad de México. Por ejemplo, en un breve ensayo de 1842, titulado “El Baratillo”, describió este pequeño mercado con las siguientes palabras: “Por fuera hay sus casas de recreo, tal como una vinatería donde se venden caldos superiores, una pulquería donde se encuentran enormes tinas abastecidas del suave Trampa, un elegante billar y unas mujeres que venden quesadillas, gorditas y enchiladas.”26

Con todo, ninguno de estos acuciosos observadores de la cultura popular mexicana parece haber registrado el uso gastronómico del taco. De acuerdo con Francisco Javier Santamaría, la primera de tales menciones se encuentra en Astucia, la novela de bandidos de Luis G. Inclán. Este autor fue conocido, y en su momento cuestionado, por su meticuloso registro del habla popular. Sin embargo, el uso que hace de la palabra “taco”, es más bien impreciso: “Pero por hoy disimule que no esté todavía lista la comida, si quiere mientras echar un taco se lo haré al instante.”27

Posiblemente la primera referencia inequívoca al taco mexicano es la que se registra en un trabajo de la etapa madura de Payno, la hoy clásica novela costumbrista titulada Los bandidos de Río Frío, publicada en 1891. En una escena que tiene como fondo las festividades patrióticas de la virgen de Guadalupe, Payno yuxtapone diferentes versiones de la cocina mexicana. En primer término, rechaza las inclinaciones al afrancesamiento culinario de la elite porfiriana: “No espere el lector encontrar allí costillas a la Saint Menehould, ni fílet de boeuf a la Jean Bart, ni saumóm sauce riche.” Los nombres inventados y los intencionales errores gramaticales servían para denunciar las falsas versiones de la alta cocina francesa con la que eran sorprendidos los confiados clientes de los restaurantes de moda de la Ciudad de México durante el periodo del presidente Díaz. En cambio, como un tributo a “la historia doméstica”, Payno imagina en su novela un menú criollo servido a uno de los presidentes de la República que gobernaron el país en la década de 1840: “Una sopa de pan espesa, adornada con rebanadas de huevo cocido, garbanzas y verde perejil, tornachiles de queso, lengua con aceitunas y alcaparras, asado de cabrito con menuda ensalada de lechuga, y para coronar la obra, un plato de mole de guajolote por un lado y mole verde por el otro.” Para acompañar las viandas, jarras de cristal con pulque curado, en lugar de vino importado; y para cerrar el festín de manera apropiada, suculentos postres elaborados en los conventos de origen colonial: cocada, ate de mamey, arequipa, camote con piña y yemitas. Y así, mientras fustiga a sus paisanos afrancesados, Payno pronostica “que más de un lector se chupará los labios, por más parisiense que sea”.28

Contrapuesta a esta cocina de elite criolla, Payno yuxtapone la comida de las fiestas de las comunidades indígenas y de los pueblos mestizos. Tiempo después de que la comitiva presidencial ha retornado a la Ciudad de México para la “comida nacional”, las clases populares permanecen por largas horas danzando en la basílica en honor de la virgen de Guadalupe. Agrupados en las afueras del templo, festejan esta fecha tradicional comiendo “chito con tortillas, salsa borracha y muy buen pulque… y los chicos brincando, con sus tacos de tortilla con aguacate en la mano”.29 (Fig. 1.) La asociación que hace Payno con la virgen de Guadalupe tiene la clara intención de santificar esos alimentos como realmente nacionales, al tiempo que intensifica la comparación con la postiza comida francesa. Ciertamente, Payno fue un crítico permanente de los mexicanos imitadores de las modas extranjeras, como la más reciente del rosbif, pero al mismo tiempo señaló las divisiones sociales que entrampaban las expresiones culinarias, entre otras, del nacionalismo mexicano.

De esta forma, sobre el curso del siglo XIX, y más concretamente hacia la última década, el taco adquirió en México su significado moderno. La primera aceptación oficial puede considerarse la que dejó anotada Feliz Ramos I. Duarte en su Diccionario de mejicanismos, publicado en 1895. Resulta pertinente aclarar, sin embargo, que Ramos siguió en este caso la definición genérica que recopiló la Real Academia: “bocadillo que se toma fuera de las horas de comida”, pero proporcionó, a su vez, los orígenes geográficos de la expresión, en este caso el Distrito Federal, lo cual por otra parte ayuda a circunscribir la palabra en términos de su significado mexicano. Además, Ramos agrega una interesante definición de “tacón” como “echador de tacos, comelón”, sugiriendo con ello que el uso popular del término estuvo en cambio constante.30

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Desafortunadamente, esas fuentes literarias no indican de qué forma un ligero tentempié fue asociado en México con una particular manera de enrollar una tortilla, toda vez que desde tiempo inmemorial las mujeres habían usado el taco como un conveniente envoltorio para enviar comida a sus hombres a sus sitios de trabajo o a cualquier otro destino. Cierta conjetura es necesaria para establecer la conexión exacta, pero una posibilidad descansa en un peculiar uso del taco en el siglo XVIII entre los trabajadores de las minas de plata de Real del Monte, cerca de Pachuca, Hidalgo, quienes aplicaban el término para referirse a las cargas de pólvora envuelta en papel. Aunque esta variante particular no parece haber sido registrada en ningún diccionario, es evidente que deriva tanto de la mención específica a una carga de pólvora para un fusil como de un significado más general de tapón, considerando que los mineros de la plata preparaban la carga abriendo un hoyo en la roca en el cual insertaban el explosivo “taco”.31 Por supuesto, con suficiente salsa picante uno puede apreciar de buena gana el parecido entre un cartucho de dinamita y un taquito de pollo.

El momento exacto en que los mineros introdujeron sus tacos a la Ciudad de México se desconoce, pero es claro que las guerras civiles del siglo XIX, así como la agitación económica que impactó de forma particularmente fuerte en los distritos mineros, forzaron a muchos trabajadores a migrar en busca de trabajo. Este origen fue confirmado por el cronista Jesús Flores y Escalante, quien observó que los tacos sudados (también conocidos como tacos de canasta) originalmente traían el sobrenombre de “tacos de minero”.32 (Fig. 2.)

A pesar del atractivo que reviste este linaje, no debemos tomarlo como fuente exclusiva. La práctica mexicana de envolver en tortilla trozos de carne o frijoles es muy común y antigua, y la palabra “taco” tiene tantos significados en español, lo mismo que posiblemente en las lenguas nativas, como para darse el lujo de buscar sus orígenes en una sola fuente etimológica. Existen suficientes historias culinarias “definitivas” como para agregar una más. Al menos este trabajo evita incurrir en la falacia usual de atribuir los orígenes de la comida de un sector popular a una elite, o a personajes tan conspicuos como el conde de Sandwich.

Habiendo examinado las fuentes literarias de la palabra, es necesario ahora considerar el contexto social del consumo del taco en los inicios del siglo XX con el fin de constatar la forma en la que el taco consiguió convertirse en México en moneda corriente, es decir, gozar de gran popularidad.

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El universo de la taquería

A pesar de que la comida callejera había sido por mucho tiempo una de las características de la Ciudad de México, esta práctica adquirió particular relevancia hacia inicios del siglo XX, debido al arribo a la urbe durante ese periodo de un gran número de trabajadores migrantes, atraídos por la industrialización de la administración porfirista. El advenimiento de la confrontación revolucionaria, a su vez, trajo a la capital soldados, soldaderas y refugiados. Las taquerías se convirtieron rápidamente en el centro en donde esos recién llegados encontraron o recrearon los platillos de sus patrias chicas. Al mismo tiempo, tuvieron también la oportunidad de experimentar en la ciudad una amplia variedad de cocinas regionales, generándose con ello una suerte de cosmopolitismo cultural que permitió el surgimiento, entre la clase trabajadora, de un sentido de nación compartida. Esta misma relación permitió, a su vez, difundir desde la Ciudad de México el nuevo uso del taco a través de la República.

Bajo la dictadura de Porfirio Díaz, la industrialización llevó a la Ciudad de México a un proceso de transformación inédito: de la ciudad colonial de los palacios a una incipiente metrópoli habitada hacia 1910 por cerca de medio millón de habitantes. Este desarrollo no fue sólo producto de un proceso de reproducción natural, sino consecuencia del trabajo de los migrantes, impulsados por el incremento masivo de las manufacturas, en particular de los bienes de consumo. La gran mayoría de esos recién llegados provenía del altiplano central, más concretamente del Estado de México, pero puede decirse que la mayoría de los estados correspondientes a esa área geográfica tuvieron grupos representantes en diferente número. A su vez, la rápida expansión de las redes del ferrocarril y el telégrafo facilitaron este desplazamiento masivo, en la medida en que aseguraban que los migrantes proletarios pudiesen estar en contacto con los miembros de su familia que habían dejado atrás. Hacia 910, casi la mitad de los habitantes de la ciudad habían nacido fuera del Distrito Federal, y buena parte de esos recién llegados eran mujeres y gente joven. Vecindades saturadas con casi inexistentes servicios de cocina formaron parte del patrón de vida de esos migrantes, lo cual no fue obstáculo para que rápidamente surgieran colonias de trabajadores. Mientras tanto, la elite escapaba del centro de la ciudad para habitar las nuevas mansiones estilo victoriano y parisino de las elegantes colonias Roma y Condesa, en el occidente de la ciudad.33

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El gobierno constitucional de la Ciudad de México proveyó de reconocimiento burocrático al taco cuando expidió, en 1918, una serie de licencias por las que se integraba a las informales taquerías a la condición más formal de los restaurantes y fondas existentes en la ciudad. Desafortunadamente no he podido localizar la lista completa de esas licencias; no obstante, existe un volumen rotulado “infracciones taquerías” en el Archivo Histórico del Distrito Federal que ofrece una ventana al universo culinario informal del México revolucionario.34 Este volumen contiene un total de 71 puestos, dispersos a lo largo y ancho de la ciudad, pero concentrados en buena medida en el Centro histórico. (Fig. 3.) Mientras que los restaurantes lujosos y exclusivos del Porfiriato se agrupaban de forma compacta a lo largo de la franja que trazaba la elegante calle de San Francisco, entre el Zócalo y la Alameda, los puestos de tacos no discriminaban a nadie y atendían por igual a los elegantes dandies citadinos de la calle de Palma y a los andrajosos pelados de Tepito. (Fig. 4). No obstante, las taquerías se agrupaban en torno a lo que podría denominarse como “eje del chile”, y que iba de los barrios populares ubicados al sudeste del Zócalo, a los teatros de carpa de Santa María la Redonda, al norte de Bellas Artes.

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Los documentos ofrecen sólo unas cuantas pistas acerca de la naturaleza de la cocina popular mexicana de hace un siglo. Los inspectores no parecen haber puesto demasiada atención en las instalaciones sanitarias de esos humildes puestos, considerando posiblemente que los clientes podían juzgar por sí mismos la calidad de la higiene de esas cocinas al aire libre. En contraste, en los restaurantes frecuentados por altos funcionarios del gobierno, los inspectores imponían medidas de higiene más rigurosas. Por ejemplo, el dueño del restaurante de moda, “Cosmopolita”, fue sancionado por tener dos kilos de carne proveniente de un rastro clandestino, carne que el propietario Fernando Pando intentaba justificar de modo poco convincente, afirmando que era para consumo personal.35 De esta forma, el principal interés de los inspectores de taquerías, como el de los oficiales borbones del siglo XVIII, parece haber sido asegurar los ingresos municipales y el orden público. Virtualmente todas las infracciones fueron para vendedores ambulantes que no habían tramitado una licencia para expender alimentos o pulque.

Debido al carácter provisional de las instalaciones de la cocina casera de la clase trabajadora, las descripciones de las taquerías fueron poco claras, asunto que causó problemas por igual a vendedores e inspectores. Isabel Hernández, quien manejaba la taquería “La Miniatura” en la Plaza de Loreto, fue multada por servir pulque sin licencia. Isabel apeló la pena sobre la base de que el inspector había interrumpido la cena familiar, la cual era acompañada con la ingestión de pulque. Con un puesto de tacos tan pequeño, explicó Isabel, no contaba con el capital suficiente para tener un comedor privado para poder alimentar a su familia, por ello servía la cena por la noche, después de atender a sus clientes, en el mismo puesto.36 El sorprendente reducido número de taquerías que fueron objeto de multas en el vecindario del distrito norte y este del Zócalo, puede indicar que los inspectores estuvieron interesados principalmente en vendedores instalados en la vía pública, más que en patios de vecindad, donde eran más fácilmente tomados por comedores familiares. Este énfasis comercial fue apoyado por una cita dada a Antonio Domínguez por operar un expendio de tortas sin licencia dentro de su tendajón “El Gran Infierno”. El propietario del establecimiento argumentaba convincentemente que él sólo vendía el pan, el queso, los chiles en vinagre y otros ingredientes; si sus clientes insistían en preparar las tortas en el local, él no podía ser considerado responsable.37

Como el ejemplo de Domínguez sugiere, el gobierno municipal fundió un mundo entero de antojitos dentro de una sola categoría burocrática de taquerías. Alrededor de 60% (42) de los puestos aparentemente vendían tacos, pero cerca de 20% (13) servían tortas y un número similar expendía alimentos aún más diversos. En ocasiones, los inspectores parecían no estar enterados de los alimentos que se ofrecían en los puestos. Nieves González recibió un citatorio por manejar una tortería sin licencia, pero en su demanda la afectada explicaba que se trataba de una taquería, sin que la diferencia le ayudase a evitar la multa.38 De mayor interés todavía son los otros alimentos que se servían en las taquerías. Hubo al menos dos pozolerías, una llamada “Antojitos tapatíos” y otro restaurante denominado “La jaliciense”, que presumiblemente se especializaban en platillos regionales como pozole, birria y otros guisos. Abundante comida del mar estuvo también al alcance de los trabajadores que acudían a esos comercios, gracias a las facilidades que el ferrocarril ofrecía para fletarla a la urbe desde la costa. De esta forma, los comensales pudieron escoger de entre varias ostionerías a su disposición, dos puestos de pescado frito (uno de ellos extrañamente llamado “El Torito”), un comercio llamado “Pescadería Veracruz”, y otro más conocido como “Pesca de Alvarado”, después de que el puerto de Veracruz cobró fama por sus frescos productos del mar y sus mujeres de habla procaz.39

Hoy sólo nos queda imaginar las demás delicias culinarias que pudieron haber sido registradas si el gobierno municipal hubiese empleado etnógrafos más que recolectores de impuestos. En cualquier circunstancia, es claro que las diversas especialidades locales estuvieron disponibles aun para los comensales proletarios de la Ciudad de México. La gama de la cocina regional a su alcance fue notablemente enriquecida por el elevado número de mano de obra femenina integrada al grupo de migrantes que llegaron a la Ciudad de México. Esther Torres, quien llegó a la ciudad en 1910 procedente de Guanajuato, afirmaba que era muy sabido que las mujeres podían encontrar trabajo en la capital.40 Aunque la mayoría prefería los salarios mejor remunerados de las fábricas, vender comida permitía a las mujeres de modesta circunstancia contar con un respaldo económico. Jovita Ruiz, por ejemplo, vendía tacos en un zaguán atrás de Palacio Nacional para mantener a sus hijos, mientras tramitaba la pensión de su marido, quien había muerto en la lucha revolucionaria.41 Jovita pudo haber dejado de vender al momento en que su trámite quedó resuelto, pero no fue el caso de muchos otros migrantes que, al establecerse en la ciudad, abrieron negocios permanentes. Beatriz Muciño Reyes llegó a la capital procedente de su pueblo natal San Mateo Tazcaliatac, en el Estado de México, y de forma similar montó un simple puesto en la puerta de un edificio de oficinas sobre la calle de Venustiano Carranza. De ese sitio, Beatriz se mudó a otro en la calle de Bolívar, antes de establecerse, en 1907, de forma permanente, en un negocio de taquería sobre la calle de Uruguay. Doña Beatriz continuó operando su taquería por cerca de cuatro décadas, hasta que se retiró en 1945, cuando dejó el negocio a su sobrino Alejandrino Reyes.42 “Tacos Beatriz”, que permanece actualmente como negocio familiar y ha atendido a cinco generaciones de consumidores, es en efecto un caso excepcional, una célebre historia de éxito en una actividad caracterizada por trabajadores dedicados, pero generalmente empobrecidos.

No obstante las oportunidades de trabajo que las taquerías ofrecían a las mujeres de bajos recursos, estos negocios resultaron más atractivos para la ocupación masculina. A lo largo del siglo XIX, la literatura costumbrista cita a las tamaleras y las enchiladeras en términos exclusivamente femeninos, pero para 919 la igualdad de género en estas actividades es más cercana. De los 61casos en que es posible determinar el género del propietario, justo la mitad (30) fueron manejados por mujeres. Alrededor de 44% (27) fueron manejados por hombres y en los otros cuatro casos, el negocio fue propiedad de un hombre pero atendido por una mujer. Este patrón coincide con el incremento de la mecanización de un comercio antiguamente femenino y su consecuente colonización por el hombre. En este sentido, es notable el advenimiento del molino de nixtamal, pues su incorporación a la actividad hizo que los hombres viesen socialmente aceptable el producir tortillas, en el momento en que la tarea cambió de ser una actividad de subsistencia doméstica a una fuente de ingresos con el empleo de habilidades técnicas.43

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Por otra parte, un incremento del consumo de tacos de carne puede también haber influido en el aumento de la presencia masculina en la actividad. La enchiladera del siglo XIX, tuvo su contraparte masculina en el vendedor de barbacoa, quien cargaba un pequeño anafre por las calles de la capital. Esta forma de comercio ambulante fue prohibida hacia finales de siglo por las autoridades sanitarias del Consejo Superior de Salubridad, con lo cual el vendedor frecuentemente se apostaba en puestos o fritangas. Hacia 1920, para satisfacer las regulaciones sanitarias, estos vendedores utilizaron recipientes de cristal que ponían sobre un sencillo bracero con el fin de mantener caliente la carne y las tortillas, las cuales eran simplemente apiladas sobre la base del recipiente. (Fig. 5.)

La evolución de la taquería callejera puede ser apreciada al comparar las imágenes tempranas de esos negocios, que se muestran en las figuras 6 y 7, tomadas en la década de 1950 por el prestigiado fotoperiodista Nacho López, y conservadas en el fondo Casasola de la Fototeca Nacional del inah. Hacia mediados de siglo, los taqueros trabajaron en puestos más permanentes, con frecuencia cubiertos, suficientemente alumbrados para que los clientes pudiesen ver lo que estaban consumiendo. El bracero provisional de carbón había sido remplazado por una resistente parrilla, incorporándose otros elementos para mejorar las condiciones de venta (como las tablas de madera para picar la carne y los ingredientes y recipientes de cristal para almacenar los condimentos). Finalmente, los tacos les fueron servidos a los clientes en platos, eliminando la práctica de ofrecerlos en la mano.

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A pesar de que la cultura material del taco había avanzado, un sinnúmero de rasgos masculinos permaneció en la actividad como común denominador a lo largo de más de medio siglo. En primer término, debe considerarse la importancia de la carne en la preparación de los tacos; si bien la identidad de las variedades servidas es incierta en las descripciones y pudieron haber sido cortes inferiores o aun simples chicharrones, de cualquier forma no se trataba de los tacos de guisado asociados con las mujeres. Además, estos tacos de carne fueron expendidos en centros de reunión preferentemente masculinos, como plazas de toros, tal vez cerca de una cantina o en la plaza al caer la noche. En contraste, doña Beatriz siempre cerraba su negocio a las cinco de la tarde, evitando así los alborotos que ocasionaban los grupos de borrachos nocturnos.

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Para las primeras décadas del siglo XX, la mesa había sido puesta al servicio de una cocina nacional proletaria regida por las taquerías de la Ciudad de México. En torno a estos negocios se había formado una numerosa y diversa concurrencia, integrada por comensales lo suficientemente jóvenes para apreciar la novedosa cocina regional. La construcción de la red de ferrocarriles durante el Porfiriato e integrada al sistema de transporte aseguró la disponibilidad de otrora raros ingredientes. Finalmente, una considerable legión de expertas culinarias convergieron en la capital, mujeres migrantes que traían consigo una amplia variedad de recetas de platillos regionales. Aun así, queda la pregunta si las clases trabajadoras atribuyen a su repertorio de platillos algún significado político. ¿Acaso ellos sencillamente se topan con un puesto que sirve comida común a su patria chica y se convierten en clientes regulares? O, como sus contrapartes de la clase media, ¿imaginan a la nación mexicana en el menú de un restaurante?

Recuperar las voces e intenciones de las masas continúa siendo una de las más problemáticas tareas del historiador. Cuando los amanuenses de la elite las han interrogado, raramente ha sido para indagar sus preferencias gastronómicas. Sin embargo, hubo una prolongada tradición de las clases populares de emplear los albures, en el lenguaje cotidiano, particularmente al nombrar los alimentos, con propósitos políticos, como puede ser apreciado en los tabloides del Porfiriato. Uno de esos periódicos, El Pinche, publicado en los años finales del gobierno de Díaz, ofreció servir a sus proletarios lectores “tacos calientes” y “salsa endiablada”. Cabe precisar, no obstante, que la agenda editorial de este diario, como muchos de sus colegas, fue principalmente fomentar la templanza y la exaltación del espíritu del trabajador, a pesar de la promesa de sus titulares de desinflar la arrogancia de la burguesía.44

Siguiendo a Ricardo Pérez Monfort, otro lugar para buscar manifestaciones de la ideología de las clases populares es en las canciones. En sus letras, la comida ha sido igualmente un tema permanente, desde el jarabe colonial hasta la salsa y el merengue contemporáneos, como puede ser visto en los invaluables volúmenes de El que come y canta… Cancionero gastronómico de México, compilado por Aline Desentis Otálora, en donde incontables versos encomian la excelencia de las especialidades regionales, reforzando el apego culinario hacia la patria chica.45 Con todo, este sentido de la localidad podría también nacionalizarse cuando a un sitio en particular, dentro de la cosmopolita ciudad, se le asocia con la producción y elaboración de determinados alimentos. A inicios de 1910, una canción titulada “El Cateto”, en referencia a la Alameda de la Ciudad de México, invocaba recuerdos acerca de comer chicharrón y comprar cajeta de Celaya en la renovada Dulcería de Celaya, en la calle de Cinco de Mayo.46 Muchas otras especialidades de ese tipo se pueden escuchar en las nostálgicas canciones de Salvador Chava Flores, en las que recuerda su juventud en la popular colonia Guerrero en la década de 1920. Entre otros platillos, cita en sus canciones los camotes de Puebla, los ayacotes de Apizaco y los pulques de Apan.47 Explorar la cocina tradicional mexicana durante los viajes, podría dar sentido tanto a los trabajadores migrantes como a los ricos turistas. El corrido clásico “El Ferrocarril”, de Ángel Rabanal, inicia con la observación hablada: “Si vas por ferrocarril, para saber dónde estás, observa sobre el pretil, te fijas en lo que gritan y al instante lo sabrás.” La canción se convierte en una suerte de guía Michelin de las especialidades regionales que ofrecen los vendedores ambulantes: guajes de Silao, frijoles de Apizaco, chorizo de Toluca, enchiladas en Tlalpujahua, “y si te venden un perro, cuídate, que es de Chihuahua”.48

Esas expresiones de nacionalismo culinario alcanzan su pináculo en canciones como la inédita de Chava Flores titulada “Platillos mexicanos”:

Ya se dijo en mil canciones:
¡Qué lindo es ser mexicano!
Y yo estoy más orgulloso
Porque soy un comelón;
No más algo de mi patria
Y a extrañar los chicharrones,
Y los tacos de carnitas,
Nenepile y corazón.

Siguiendo esta introducción, la melodía prosigue en el elogio de una cantidad de platillos regionales, desde el pozole y la birria, hasta el mole poblano y el espinazo en mole de olla.49 Un sentimiento similar de nacionalismo aparece en “La tierra de jauja”, de Ruperto Flores Rivera, escrita alrededor de 1930 en Xichú, Guanajuato. Después de un extenso himno dedicado a los platillos regionales, la canción concluye así:

Frijoles negros de la olla,
Nopales, chilcague, sal,
Y unas gordas martajadas
Son el gusto nacional…50

Si bien estas canciones proporcionan testimonios elocuentes para las fuentes culinarias de la identidad nacional, hay también límites claros en su aplicación. La cronología de las canciones puede reflejar un nacionalismo retrospectivo, más que sentimientos del Porfirismo o de los tiempos revolucionarios. El acto proletario de imaginar la nación mexicana como su contraparte de la clase media, fue un proceso histórico de producción cultural más que un repentino despertar de la conciencia. Es también imposible afirmar, desde cualquier punto de vista, qué tanto se había propagado ese sentimiento entre la población. “Platillos mexicanos” de Chava Flores nunca fue publicada; sin embargo, es prácticamente seguro que fue cantada en público. Ciertamente esta evidencia no bastará para decidir con seriedad las controversias historiográficas que plantea la Revolución mexicana de 1910, como la del nacionalismo.

No obstante, el cosmopolitismo de este mundo de restaurantes proletarios se desvanecería ante la abúlica mirada de cualquier científico predispuesto contra la clase obrera de la Ciudad de México, que sólo viese una indiferenciada masa de pelados. En particular, lo incluyente de las actitudes populares en la cocina nacional puede ser vista en una de las más importantes innovaciones gastronómicas del siglo XX: la difusión de los tacos al pastor. Esta adaptación mexicana de los gyros del Medio Oriente fue introducida por migrantes libaneses, probablemente en Puebla hacia la década de 1920, lugar donde inicialmente se les conoció como tacos árabes.51 Es claro que la propagación de las taquerías hace difícil atribuir exclusivamente a los intelectuales pertenecientes a las clases sociales prósperas el origen del nacionalismo culinario mexicano. Ciertamente, la tendencia de la burguesía de apropiarse de lo popular, frecuentemente de la comida indígena, y presentarlo como ejemplo de la cocina nacional es particularmente evidente a la luz de la trayectoria histórica del taco.

El aburguesamiento del taco

La “gente decente” se enteró de los tacos cuando éstos se hicieron populares entre la gente común de la Ciudad de México, pero sólo gradualmente los autores de los libros de cocina encontraron la forma de civilizar esas comidas callejeras. Algunas figuras literarias comenzaron a experimentar con la palabra, cuya connotación estuvo claramente asociada a las clases bajas. Al mismo tiempo, los autores de libros de cocina buscaron la forma de reproducir la imagen del taco, pero de una manera en que no pudiese ser imaginado como platillo popular. A su vez, esta intención llevó a la incorporación de ingredientes más caros o el completo abandono de la tortilla de maíz, y con ello su connotación indígena. El elemento común de esta escalada de los tacos fue la acumulación de su autenticidad nacionalista a partir de sus orígenes populares. Observamos, así, que la identidad nacional de los sectores sociales cultos dependió de las clases populares, aun cuando los primeros buscaron mantener la distancia social entre ambas.

A partir de Payno, las referencias literarias a los tacos comenzaron a multiplicarse hacia los inicios del siglo XX, si bien esas menciones siguieron siendo vergonzantes y entrecomilladas al momento de ungir la palabra al castellano de tradición mexicana. La incorporación del taco se dio lentamente; por ejemplo, en sus memorias José Juan Tablada describe espléndidamente el mundo de la gastronomía porfirista de la Ciudad de México, al igual que lo hiciese Guillermo Prieto para la época anterior; desafortunadamente no menciona las nacientes taquerías.52 Pero, en cambio, el taco aparece citado en un cuento de la provincia michoacana, “El hombre doble”, de J. Rafael Rubio, quien en 1907 ganó el premio de concurso de literatura nacional auspiciado por el periódico El Imparcial. El personaje central de la historia se despide con pena de su amada china poblana para partir a un viaje de negocios, pero ésta lo traiciona en su ausencia: “La China me acompañó hasta el embarcadero, llevándome un taco para el camino, dos pañuelos y mi pistola.”53 Una década después, Mariano Azuela, en su novela clásica de la Revolución mexicana, introduce a su protagonista, Demetrio Macías, como “un hombre, yantaba en un rincón, una cazuela en diestra y tres tortillas en taco en la otra mano”.54 Para Azuela —exiliado en El Paso, Texas, de la lucha revolucionaria que continuaba encarnizada en 1916—, la palabra siguió siendo un adjetivo que describía las tortillas enrolladas. Es así que los literatos buscaron interpretar la forma en que las clases populares usaron la palabra “taco”.

De igual forma, los intelectuales se inspiraron en la cocina popular mexicana al mismo tiempo que se afanaban en diferenciarla de la cocina callejera contemporánea. Los periódicos, con sus cotidianos cierres de edición y su insaciable demanda por la novedad, pudieron haber sido los primeros en imprimir recetas para tacos. En México, las publicaciones dedicadas a las mujeres fueron iniciadas por el liberal recalcitrante Filomeno Mata, como El Diario del Hogar, periódico en que cotidianamente se publicaron recetas de cocina casi sin fallar de 1882 a 1912.55 La primera adaptación apareció el 14 de enero de 903, con el paradójico título de “Taquitos de harina”. En lugar de la plebeya masa de nixtamal, la receta instruye a las cocineras a preparar una masa de harina, mantequilla, crema y royal, para elaborar, en efecto, una empanada enrollada, cubierta de azúcar y canela. Un segundo y más elaborado platillo, “tacos de crema”, fue publicado el 2 de junio de 1908. Esta receta da inicio con unas instrucciones para hacer crepas estilo francés, posiblemente el primer intento de usar una táctica ahora común para aburguesar los platillos plebeyos; por ejemplo, crepas de cuitlacoche. El autor continúa: “se rellena con postre de leche, crema o alguna conservilla seca y se enrolla como taco. De la misma manera se hacen todos los tacos que se quieran; se colocan en el platón en forma de pirámide, se cubren con betún de clara de huevo y se adornan con fresas, flores de azahar y violetas”.56

Tan elaborados y disfrazados menjurjes invocaban, sin temor a equivocación, la comida callejera de reciente factura pero transformada en platillos socialmente aceptables mediante el uso de harina de trigo, merengue, canela y flores comestibles. A la manera en que se decoraban los puestos de las kermeses del siglo XIX con profusión de flores y yerbas, en los que las hijas de las familias de elite servían aguas frescas preparadas sobre el metate por sus sirvientas, los mexicanos opulentos pretendían reproducir la ruidosa cultura popular de las calles, sin abandonar la seguridad de sus hogares. Por otra parte, esas recetas bien pueden indicar la diversidad de estas versiones iniciales de tacos, que pudieron haber sido servidos como desayuno dulce, así como cena salada. Por ejemplo, en El jagüey de las ruinas de Sara García Iglesias, María Nieves prepara un taco para el desayuno, servido caliente y acompañado con queso fresco y piloncillo raspado.57 En el caso de los tamales también hubo versiones dulces y, en ocasiones, elaborados con harina de arroz en lugar del obligado nixtamal, versiones que fueron las primeras en ser incluidas en los libros de cocina del siglo XIX.58 La preferencia por las versiones dulces de los platillos más importantes puede ser explicada por una tendencia general de adaptar las novedades culinarias a la periferia de la comida formal —un desayuno ligero en casa o un antojo en la calle— más que incorporarlos al rito central de la esfera doméstica: la comida del mediodía.

Esas primeras recetas fueron muy pronto seguidas por otras en las que los tacos podían ser reconocidos con más facilidad, pero curiosamente publicadas por autores y editores independientes que no habían contado con el apoyo financiero de la elite mexicana que los forzara a continuar con la línea de la distinción social. Posiblemente el primer libro de cocina que se hizo cargo de la receta del taco fue el curioso volumen titulado Libro de recetas para platos de vigilia además de otros guisos que no son de carne, publicado en 1911por Isabel F. de Watson. La receta proporciona instrucciones para la elaboración de tacos sudados, confeccionados a base de simples tortillas con salsa y queso fresco —un extraño tributo de la elite a la saludable cocina vegetariana de las clases populares—.59 Otro adaptador temprano de la cocina popular mexicana fue el celebrado chef de la era revolucionaria, Alejandro Pardo, quien estableció sus credenciales de alta cocina europea con el exitoso volumen El verdadero práctico (1912). Le siguió un trabajo de 1917 titulado Los 30 menús del mes, para ser vendido exclusivamente en la República Mexicana, en el que se proporcionaba dos versiones de tacos: taquitos mexicanos, acompañados de “amburguesas con cresón”, compuestos por tortillas ligeramente fritas, con frijoles refritos, queso fresco, chipotle en vinagre y salsa; mientras que los taquitos chiapanecos fueron bien fritos con un relleno de carne de ternera, puerco, pollo y jamón —apenas parecido al típico taco dorado de los puestos esquineros.60

A la sazón, dos tendencias al aburguesamiento persistieron cuando el consumo de los tacos se propagó a través de las clases medias de provincia, en las décadas inmediatas. La más abierta tiene que ver con El Diario del Hogar, publicación que bautizó platillos sofisticados, como crepas y empanadas, con el nombre mexicano de tacos. Irma Carlota, por ejemplo, publicó una receta para taquitos de jamón frío, llamados así por las delgadas rebanadas de jamón enrolladas alrededor de huevos duros con salsa picante y aceitunas, todo servido en un plato con lechuga.61 Más común, sin embargo, fue el tipo de aburguesamiento moderado de nuestro chef Pardo, quien creó versiones más reconocibles de los tacos usando ingredientes disponibles para las familias más opulentas. Así, un grupo de damas de sociedad de la Ciudad de México publicó una receta de tacos dorados de pollo, en tanto que en un libro de cocina editado en Toluca se incluye una receta de tacos de carnitas y guacamole, entre otras más de “almuerzos, thes y meriendas”.62 Finalmente, un volumen publicado en Morelia hacia mediados de 1930, sencillamente reimprimió la fórmula de Pardo para los taquitos mexicanos.63

Aquellos que tuvieron un sentido más fuerte del nacionalismo buscaron versiones más plebeyas del taco. Josefina Velázquez de León fue la más importante autora de libros de cocina de mediados de siglo, cuyos trabajos incluyen el ilustrativo libro Platillos regionales de la República Mexicana (1946), seguido por una serie completa de libros relativos a los alimentos de los diferentes estados. Aunque hija de hacendados, de una de las familias más distinguidas de México, Velázquez de León se encantó con platillos tan humildes como los tacos potosinos, elaborados a base de papa, zanahoria y manitas de cerdo en escabeche, bañados en una salsa de chile colorado.64 Su primer trabajo importante, de finales de 1930 y al que puso un título utilitario, Los treinta menus incluye una receta de taquitos de crema que podía haber sido tomada en préstamo de cualquier puesto callejero: flautas bien fritas con rajas, crema y queso fresco.65 En forma paralela, Ana María Hernández, cuyo trabajo en las misiones culturales de la Secretaría de Educación Pública contrastaba vivamente con el nacionalismo de corte católico de Velázquez de León, también abordó la cocina popular en su Libro social y familiar para la mujer obrera y campesina mexicana. Ana María, además de distinguir cuidadosamente entre tacos “muy dorados y muy blanditos”, incluyó en su texto recetas de barbacoa, sesos, carnitas y ciertas especies de gusanos. Esos tacos encabezaban la lista de antojitos que “nunca faltan en nuestras ferias nacionales y también en nuestras plazuelas y mercados. Arremolinados cerca de un puesto de estos antojitos vemos reunirse a las distintas clases sociales de nuestro México para saborearlos y paladearlos”.66

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Como señala Hernández, arremolinarse en los puestos de tacos de los barrios obreros fue una práctica común; por ejemplo, los mexicanos opulentos recuerdan con delicia las visitas que hacían a los “Tacos Beatriz” desde los inicios de 1940. Sin embargo, algunos restaurantes exclusivos de la época adoptaron la moda de servir periódicamente platillos nacionales populares, en respuesta a la lógica de segregación de clases sociales. Uno de esos momentos ocurrió hacia finales de 1950, precisamente cuando el ingeniero mecánico Alfonso Gándara transformó la manufactura de las tortillas. Su aportación consistió de un molde oblongo que prescindía de las originales prensas que dejaban disparejos los bordes de las tortillas. Con este adelanto, el socio de Gándara instaló eficientes tortillerías en cada barrio de la República Mexicana.67 Este proceso de democratización, que salvó a las mujeres mexicanas de pasar horas elaborando las tortillas a mano, inspiró un nuevo encaprichamiento entre la elite por degustar tortillas hechas a mano (fig. 8). Esta escena de restaurante de 1957, justo tres años después de la invención de Gándara, ilustra cómo repentinamente el hacer tortillas en un comal rústico se convirtió en una moda de temporada, una vez que las mujeres campesinas se habían liberado de esta antigua carga. Cuando el grupo Maseca monopolizó el mercado del maíz en un periodo ya cercano al cambio de milenio, las mujeres indígenas mazatecas se encontraron asimismo con un nicho de mercado de tortillas elaboradas de grano fresco de nixtamal para el consumo de la clase media de la Ciudad de México.68

En la década de 1960, los negocios de tacos comenzaron a aparecer en barrios acomodados. Una medida de esta afirmación fue la introducción de los “tacos al carbón”, para los que se incorporaron cortes de carne más exclusivos. En lugar de las menudencias de res o trozos de puerco hechos carnitas, los tacos al carbón se elaboraron con bistec, chuletas y costilla. Esos establecimientos adoptaron también prácticas recientes de los restaurantes de Estados Unidos. Una de dichas prácticas fue la moda de las dietas, que llevó al surgimiento de los tacos light y vegetarianos, invirtiendo así una duradera asociación de los nopales y los hongos con la población de origen campesino, quienes no podían darse el lujo de comer carne. Los ricos podían ahora tener arrachera Herford, preparada con carne importada y, sorprendentemente para México, apenas cocida en lugar de bien frita, como marcaba la tradición. Finalmente, algunos establecimientos de tacos experimentaron con el precio de la comida introduciendo cerveza en lugar de refresco de cola en el consumo, fórmula que parecía mejorar el precio de la comida en comparación a los restaurantes estadounidenses de comida rápida. De esta forma, la taquería mostró su habilidad para adaptar los gustos mexicanos a la globalización.

La nueva cocina mexicana contemporánea continúa en ese proceso de adaptación de los platillos populares para la elite. “Izote”, de Patricia Quintana, posiblemente el restaurante más exclusivo de México a la vuelta del milenio, ofrece tacos de jícama, elaborados a base de finas capas de esta fruta y rodeados de un espeso guacamole. Con delicias gastronómicas como la citada, los mexicanos ricos pagan con creces la factura que les permite regocijarse en su cocina nacional, permaneciendo a salvo de mezclarse con las masas.

Conclusión

En términos comensales, compartir la comida y la bebida fortalece los lazos de identidad de una colectividad, desde los que se cultivan al participar en la comida diaria en el seno familiar, hasta los que se establecen en los ceremoniosos festejos que unen a gobernantes y gobernados. No debería sorprender, por lo tanto, que en los intentos modernos por forjar el nacionalismo la comida se haya convertido en una importante herramienta para crear una identidad común.69 El edificio de esta nación culinaria ha sido cimentado frecuentemente sobre la literatura que ofrecen los libros de cocina, en los que se combinan especialidades regionales y étnicas con el fin de formar un menú nacional. Los proveedores de comida comercial, incluidos los restaurantes, procesadores de alimentos y aun los vendedores ambulantes que ofrecen comida a las multitudes durante las festividades patrias, buscan igualmente beneficiarse de esa afiliación. A su vez, el nacionalismo culinario ha sido fuente importante de participación de todos aquellos que, como las mujeres y los niños, han sido históricamente excluidos de esos beneficios.

El taco, como tal, se prestó como símbolo de la cocina nacional mexicana, en parte debido a la posibilidad práctica que ofreció de poder servir virtualmente como vehículo para ingerir cualquier tipo de alimento. La cocina nacional mexicana fue imaginada en cierta forma como la suma de las diversas geografías y de las fiestas gastronómicas, las cuales fueron extraídas de sus lugares de origen y transformadas en componentes intercambiables de la identidad nacional. En la Ciudad de México, por ejemplo, uno puede comprar tacos cuya variedad de contenidos representa las diversas cocinas regionales, como pueden ser los tacos de pescado de Baja California, o los de cochinita pibil de Yucatán, y todos ellos junto a los habituales de pollo y carnitas. Por otra parte, debe señalarse que el nacionalismo culinario se propagó en forma desigual, como el contenido de los tacos. Hasta hace poco los habitantes de la capital comenzaron a consumir tacos elaborados con una gran variedad de ingredientes yucatecos, si bien esos tacos no fueron ampliamente consumidos en el mismo Yucatán.70

Los orígenes regionales de la cocina mexicana invitan a hacer una comparación con aquello que los franceses denominan terroir (patria chica) y que tiene que ver con un sentido de la tierra nativa que produce los alimentos, y el alma de los campesinos y cocineras(os) que los preparan. Los gastrónomos y chefs parisinos buscaron definir el menú de la cocina nacional desde su propia perspectiva metropolitana, pero los campesinos y fabricantes de vinos locales insistieron en el reconocimiento de su trabajo en esa definición; una expresión de esa inconformidad fue la huelga de cultivadores de viñedos de la Champagne de 1911. Al incidir en la definición oficial de patria chica, los cultivadores regionales hicieron valer su inclusión en la nación gastronómica.71

En México, las clases sociales de bajos recursos han invertido la pirámide social al nacionalizar la cultura de la elite y la capacidad de ésta de mimetizarse con las masas. Durante largo tiempo, la elite sacrificó su reclamo de representar culturalmente a la nación enarbolando su educación francófila, particularmente durante el periodo porfirista. En ocasiones, inconscientemente buscaron la legitimidad de ese derecho en las raíces prehispánicas, aun cuando al mismo tiempo rechazaran a los indios contemporáneos.72 Es así que la nueva cocina mexicana y su reconocimiento internacional tiene sus bases en los ingredientes y creatividad indígena, aun cuando esos alimentos son frecuentemente encubiertos en las sofisticadas técnicas de la gastronomía francesa. No obstante, para el recién concluido siglo, el verdadero centro de la cocina nacional ha sido la taquería callejera, más que el restaurante exclusivo.

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Sobre el autor
Jeffrey Pilcher
Universidad de Minnesota.


Citas

* Traducción de Arturo Soberón Mora.

  1. El autor desea expresar su agradecimiento a Arturo Soberón Mora, Donna Gabaccia, José Luis Juárez, María Dolores Torres Yzabal, Víctor Macías, James Garza, Linda Arnold y Marianne Samayoa. []
  2. Diccionario de la lengua española, 22a. ed., 200, p. 1441. []
  3. Sidney Mintz, Tasting Food, Tasting Freedom: Excursions into Eating, Culture, and the Past, 1996, pp. 95-96, 104. []
  4. Priscilla Parkhurst Ferguson, “A Cultural Field in the Making: Gastronomy in 9th-Century France”, en The American Journal of Sociology 104, núm. 3 (noviembre de 1998), pp. 597-641, especialmente, pp. 620-621. []
  5. Jeffrey M. Pilcher, ¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana, 2001. []
  6. José Luis Juárez, “Nacionalismo culinario”, tesis de doctorado, ENAH, 2004. []
  7. Véase, por ejemplo, Ricardo Pérez Montfort, Estampas de nacionalismo popular mexicano: Ensayos sobre cultura popular y nacionalismo, 1994; Enrique Florescano, Etnia, Estado y nación: Ensayo sobre las identidades colectivas en México, 1997; Mauricio Merino, Gobierno local, poder nacional: La contienda por la formación del Estado mexicano, 1998. []
  8. Salvador Novo, Cocina Mexicana o Historia gastronómica de la Ciudad de México, 1967, p. 29. []
  9. Héctor Manuel Romero, Vocabulario gastronómico mexicano, 1991, p. 58. []
  10. Joan Corominas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, vol. 5, 1991, p. 368. []
  11. Real Academia Española, Diccionario de Autoridades, ed. facsimilar, vol. 3, 1964, [1737], pp. 209-10; Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana, 2a. ed., 1783, p. 878; Esteban de Terreros y Pando, Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas Francesa, Latina ó Italiana, vol. 3, 1786-1788, pp. 569-570. []
  12. Nuevo diccionario de la lengua castellana, 1853, p. 1119; Diccionario de la lengua castellana, 7a. ed., 1832, p. 708. []
  13. Véase, por ejemplo, Diccionario de la lengua castellana, 1897, p. 1803; Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 2001, pp. 1441-1442. []
  14. Véase el debate en Mariano de Cárcer y Disdier, Apuntes para la historia de la transculturación indoespañola, 1995 [1953], p. 58. []
  15. Real Academia Española, op. cit., 1964 [1737], pp. 223-224. []
  16. Melchor Ocampo, “Idiotismos Hispano-Mexicanos”, en Ángel Pola y Aurelio J. Venegas (eds.), Obras completas, vol. 3, 1900-1901, pp. 89-231. []
  17. Para una revisión de este tipo de literatura, véase Jeffrey Pilcher, op. cit., cap. 3. []
  18. El Cocinero Mexicano o colección de los mejores recetas para guisar al estilo americano y de las más selectas según el método de las cocinas Española, Italiana, Francesa e Inglesa, vol. 1, 1831, pp. 178-188. []
  19. M. Murguía, Manual del cocinero, dedicado a las señoritas mexicanas, 1983 [1856], p. 71. []
  20. El Cocinero Mexicano…, op. cit., p. 183. []
  21. La cocinera poblana y el libro de las familias, 2 vols., 1881, pp. 31, 65-66. []
  22. Citado en Juan Pedro Viqueira Albán, ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la ciudad de México durante el Siglo de las Luces, 1987, p. 213. []
  23. José Joaquín Fernández de Lizardi, Obras IX-Novelas, Felipe Reyes Palacios (ed.), 1982, pp. 226, 308. David Frye, traductor al inglés de la obra de Lizardi, amablemente me proporcionó esta cita junto con muchas otras útiles sugerencias. []
  24. Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, en Boris Rosen Jélomer (ed.), Obras completas, vol. 1, 1992 [1906], pp. 112, 118. []
  25. Antonio García Cubas, El libro de mis recuerdos, 1986 [1904], pp. 202-206, 223, 238-240, 255, 286-287, cita en p. 239. []
  26. Manuel Payno, Costumbres mexicanas, en Boris Rosen Jélomer (ed.), Obras completas, vol. 4, 1998, p. 60. []
  27. Francisco Xavier Santamaría, Diccionario de mejicanismos, 1992, p. 993. []
  28. Manuel Payno, Los bandidos de Río Frío, 004, p. 31. []
  29. Ibidem, pp. 31-32. []
  30. Feliz Ramos I. Duarte, Diccionario de mejicanismos: Colección de locuciones i frases viciosas, 1895, p. 469. []
  31. Doris M. Ladd, The Making of a Strike: Mexican Silver Workers’ Struggles in Real Del Monte, 1766-1775, 1988, p. 10. []
  32. Jesús Flores y Escalante, Brevísima historia de la comida mexicana, 1994, p. 232. []
  33. John Lear, Workers, Neighbors, and Citizens: The Revolution in Mexico City, 2001, pp. 51-54. []
  34. Archivo Histórico del Distrito Federal (en adelante AHDF), vol. 2405. []
  35. AHDF, vol. 2399, exp. 15, Bando al presidente municipal, 2de mayo de 1919. []
  36. AHDF, vol. 405, exp. 0, Hernández al presidente municipal, 31de octubre de 919. Véase también ibidem, exp. , Martina Alcalá al presidente municipal, 22de diciembre de 1919. []
  37. AHDF, vol. 405, exp. 4, Domínguez al presidente municipal, 4 de noviembre de 1919. []
  38. AHDF, vol. 2405, exp. 7, Nieves González al presidente municipal, 20 de septiembre de 1919. []
  39. AHDF, vol. 2405, exp. 2, 3, 7, 12, 17, 19. []
  40. John Lear, op. cit., pp. 49-54. []
  41. AHDF, vol. 2405, exp. 15, Ruiz al presidente municipal, 10 de enero de 1920. []
  42. Entrevista con Evelia Reyes Arias, sobrina del fundador y actual propietaria de “Tacos Beatriz”, Ciudad de México, 5 de agosto de 2005. []
  43. Véase Dawn Keremitsis, “Del metate al molino: La mujer mexicana de 1910 a 1940”, en Historia Mexicana 33, octubre-diciembre de 1983, pp. 286-288. []
  44. El Pinche, 4 de julio de 904, p. 2; 4 de agosto de 1904, p. 2. []
  45. Aline Desentis Otálora (ed), El que come y canta… Cancionero gastronómico de México, vols., 1999. []
  46. Ibidem, vol., pp. 434-435. []
  47. Ibidem, pp. 119-120; vol. 2, pp. 80-81. []
  48. Ibidem, vol. 1, pp. 383-384. []
  49. Ibidem, pp. 119-120, 300-301. []
  50. Ibidem, pp. 304-306. []
  51. Martha Díaz de Kuri y Lourdes Macluf, De Libano a México: La vida alrededor de la mesa, 2002. []
  52. José Juan Tablada, La feria de la vida, 1991 [1937]. []
  53. J. Rafael Rubio, “El hombre doble”, en Jesús Romero Flores (ed.), Leyendas y cuentos michoacanos, vol. 1, 1938, p. 71. []
  54. Mariano Azuela, Los de abajo, 1958, p. 5. []
  55. Para lo relativo a esta publicación y la lista completa de recetas, véase Luis Mario Schneider (ed.), Arte culinario mexicano siglo XIX recetario, 1986. []
  56. El Diario del Hogar, 2 de junio de 1908, p. 4. []
  57. Sara García Iglesias, El jagüey de las ruinas, 1944, p. 184. []
  58. Véase, por ejemplo, El Cocinero Mexicano, op. cit., vol. 1, pp. 307-309; Novísimo arte de cocina, o Escelente coleccion de las mejores recetas para que al menor costo posible, y con la mayor comodidad, pueda guisarse á la española, francesa, italiano é inglesa; sin omitirse cosa alguna de lo hasta aqui publicado, para sazonar al estilo de nuestro país, 1831, pp. 47, 50. []
  59. Isabel F. de Watson, Libro de recetas para platos de vigilia ademas de otros guisos que no son de carne, 911, p. 110. []
  60. Alejandro Pardo, Los 30 menús del mes. Manual de la cocina casera. Exclusivamente para la República mexicana, 1998 [1917], pp. 37-38, 194. []
  61. Irma Carlota, La cocina moderna, 934, pp. 61-62. []
  62. La cocina práctica cosmopolita, 931, p. 315; Paz G. de Cortázar, Lunches, Thes y Meriendas a la Mexicana, 932, p. 41. []
  63. Soledad del Moral Vda. de Iturbide, Cocina económica, c. 1937, p. 47. []
  64. Josefina Velázquez de León, Cocina de San Luis Potosí, 1957, pp. 76-77. Para un debate acerca de su vida, véase Jeffrey M. Pilcher, “Josefina Velázquez de León: Apostle of the Enchilada”, en Jeffrey M. Pilcher (ed.), The Human Tradition in Mexico, 2003, pp. 99-209. []
  65. Josefina Velázquez de León, Los treinta menus, 940, pp. 34-35. La primera edición apareció apenas unos cuantos años antes que la aquí citada. []
  66. Ana María Hernández, Libro social y familiar para la mujer obrera y campesina mexicana, 1938, p. 66. Para un debate sobre su vida, véase José Luis Juárez, op. cit. []
  67. Jaime Aboites A., Breve historia de un invento olvidado: Las máquinas tortilladoras en México, 1989, pp. 39, 47. []
  68. Ivonne Vizcarra Bordi, Entre el taco mazahua y el mundo: La comida y las relaciones de poder, resistencia e identidades, 2002. []
  69. Para una perspectiva comparativa, véase Patricia Vega Jiménez, Con sabor a tertulia: Historia del consume del café en Costa Rica (1840-1940), 2004; Aníbal Arcondo, Historia de la alimentación en Argentina, desde los orígenes hasta 1920, 2002; Jaime Wheelock Román, La comida nicaragüense, 1998; Martin Bruegel y Bruno Laurioux (eds.), Histoire et identités alimentaires en Europe, 002; Arjun Appadurai, “How to Make a National Cuisine: Cookbooks in Contemporary India”, en Comparative Studies in Society and History 30 (enero de 1988), pp. 3-24; Emiko Ohnuki-Tierney, Rice as Self: Japanese Identities Through Time, 1993; Igor Cusack, “African Cuisines: Recipes for Nation-building?”, en Journal of African Cultural Studies 13, núm. (diciembre de 2000), pp. 207-225; Yael Raviv, “Falafel: A National Icon”, en Gastronomica 3:(verano de 2003), pp. 20-25; Warren Belasco y Philip Scranton (eds.), Food Nations: Selling Taste in Consumer Society, 2002. []
  70. Steffan Igor Ayora-Díaz y Gabriela Vargas-Cetina, “Romantic Moods: Food, Beer, Music and the Yucatecan Soul”, en Thomas Wilson (ed.), Drinking Cultures: Alcohol and Identity, 2005. []
  71. Kolleen M. Guy, When Champagne Became French: Wine and the Making of a National Identity, 2003. []
  72. Guillermo Bonfil Batalla, México profundo: Una civilización negada, 1987. []

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