La fundación de la Real Academia de San Carlos de la Nueva España constituyó, sin lugar a dudas, un paso de avance en las concepciones teórico-prácticas relacionadas con la producción plástica. Su aprobación y oficialización por el rey Carlos III, en 1785, estuvo acompañada por estatutos que reglamentaban de manera exhaustiva el desempeño, potestades y privilegios de sus directivos, además de lo concerniente a la vida curricular, incluida la posibilidad de otorgamiento de pensiones y becas que se disfrutarían dentro o fuera del territorio; también se relacionaban con una serie de prohibiciones en las que no sólo quedaba clara la hegemonía de la institución para enseñar, evaluar y regir las nuevas ideas estéticas en el vasto territorio que comprendía el virreinato, sino que la convertía en la principal institución de su tipo a la que se subordinarían otras que pudieran aparecer en la demarcación.
Mando a que no se pueda fundar en Nueva España estudio alguno de las artes, sin que primero se me de cuenta por medio de esta Academia, del establecimiento que se intente, de sus medios de subsistir, y método para su gobierno. En caso de estimarlo conveniente, no sólo concederé el permiso necesario para la fundación sino también las gracias y privilegios que le sean adaptables de la misma Academia, a la cual ha de quedar subordinado, como todas las que se establecieren en Nueva España.1
La nueva institución no sólo va a trazar una enseñanza encaminada a dotar a los alumnos de una mejor técnica que les permitiera una ejecución con la prestancia y terminación apropiadas, sino que sus esfuerzos también se encaminaban a educar el gusto estético a partir de los debates y aportes teóricos fundamentados en los ideales de perfección y belleza difundidos por las academias europeas, fundamentalmente la de París, que en el pintor y teórico Charles Le Brun tuvo su figura más importante. Igualmente, los artistas novohispanos van a transitar de su antigua condición gremial a un nuevo estatus académico, gozando de un reconocimiento social del que antes carecían y de una protección real que los nombra “hijosdalgos del rey”:
[…] Por medio de estas reglas y estatutos tenga mi expresada Academia de San Carlos la firmeza, subsistencia, acertado método y gobierno que deseo y proporciono, en beneficio común de mis vasallos de Nueva España […]; mando que ahora y en adelante perpetuamente la dicha real Academia de San Carlos, sea tenida, reconocida y respetada como corresponde a un cuerpo fundado y dotado por mi, y dependiente enteramente de mi real inmediata protección. Y en consecuencia mando asimismo […] guarden y cumplan, hagan guardar, cumplir y ejecutar todos y cada uno de los estatutos y reglas insertas en el […].2
La Academia no sólo fue cuidadosa en respetar los estatutos fundacionales, sino que éstos, de muchas maneras, marcaron a la institución en los años sucesivos. El reconocimiento hacia otras instituciones de su tipo, fundamentalmente la de San Fernando de Madrid, que le sirvió de modelo, la mantuvieron vinculada al horizonte europeo, de donde llegaron los principales profesores, materiales, útiles y piezas de arte para garantizar la formación curricular de sus alumnos.
El claustro presente en los años iniciales, competente y con experiencia, fue derogando paulatinamente su protagonismo, ya fuera por causas naturales como la muerte o por su retorno a Europa, situación que llegó a ser más crítica en el periodo de la posguerra. Garantizar la estabilidad docente y el liderazgo anterior no fue algo que se pudiera solucionar durante las hostilidades, ni siquiera en años posteriores. La guerra de Independencia, con sus consecuencias inmediatas y mediatas, arraigó en los artistas mexicanos el sentimiento o de incapacidad e invalidez. La ofensiva colonial, saturada de contradicciones, refutaciones y diferencias —como el no reconocimiento del patrocinio real-, y la crisis económica resultante, hicieron que varios organismos que subvencionaban a la institución renunciaran a sus compromisos. A partir de ese momento se inicia la etapa de decadencia de la Academia, que agoniza postrada en el deterioro y la inactividad.
La situación crítica de la nación independiente daba pocas opciones a maestros y alumnos que aspiraban a reanimar la institución. La limitación en número y calidad del claustro era una eventualidad que no resistía seguir aplazándose. El proceso formativo de las nuevas generaciones dependía de medidas apresuradas en este orden y en el económico, básicamente. Las esperanzas se cifraba en las potencialidades que mostraban las academias de otras latitudes, insertas en países con modelos económico-sociales que validaban su prosperidad nacional e internacional: Italia, Francia e Inglaterra se abren como nuevos horizontes para la reanimación de la institución.
En 1843, el presidente Antonio López de Santa Anna realiza una revisión detallada de la situación de la Academia, y elabora y firma un documento que si bien retoma muchos aspectos de los estatutos fundacionales, plantea una nueva forma de patrocinio para la institución. En los argumentos y propuestas santannistas se vislumbra la preocupación e interés por cambiar la situación de deterioro que presenta la institución. Se insiste en aspectos de gran importancia que asegurarían el despegue formativo y promocional más allá de las fronteras nacionales, asunto de gran importancia si se tiene en cuenta que los artistas alcanzan su corolario en la medida que son reconocidos en otras latitudes; por tanto, el contacto, el aprendizaje, las influencias y las relaciones internacionales van a ser elementos fundamentales y necesarios promovidos por la institución, que si bien ya se habían hecho patentes desde la fundación, en la segunda mitad del siglo XIX alcanzarían mayor constancia.
La restauración tuvo entre sus principales objetivos el hacer público los avances técnico-artísticos de los matriculados en la Academia, por ello organizó en 1849 la primera exposición, misma que no pudo realizarse antes por el inicio de la guerra de 1847. Siguieron a esta primera muestra otras 22, realizadas durante la segunda mitad del siglo XIX, la última de ellas en 1898. Este importante y novedoso evento para el ámbito mexicano se convertiría en el principal de diversos parámetros, que de una u otra manera manifestaban las interioridades de la institución: inclinaciones temáticas, protagonismos, criterios artísticos para la selección de premios —muchas veces primer paso para el beneficio de becas y pensiones—, etcétera. Igualmente, estas exposiciones constituyeron una fuerte motivación para el ejercicio de la crítica, que con diferentes niveles de análisis contribuyó a que un público selecto, importante, protagónico y con una condición social que le permitía determinado nivel de información, asimilara los patrones estéticos defendidos por la institución y, a la postre, moldeara su gusto; categoría muy subjetiva pero tangible, y que probablemente alcanzaba su máxima corporeidad y expresión en la compra de las piezas. Este grupo, que fue cultivándose en cada una de las exposiciones, alternó, y muchas veces realizó de manera simultánea, su condición de modelo, patrocinador, cliente y coleccionista.
En los salones organizados exponían sus adelantos los discípulos de cada una de las clases y los profesores, cuyas obras y proyectos conformaban lo que llamaríamos Salón Oficial. Asimismo, se organizaba otra muestra que se nutría con las obras de pintoras, autores autodidactas, egresados de San Carlos que no se quedaban a formar parte del claustro y se iban a laborar a instituciones de provincia, artistas formados o en formación en otros centros del país, estudiantes pensionados en el extranjero y artistas foráneos. A este salón “periférico” se le llamó Salón de Pinturas Remitidas; tácita referencia a que las obras que allí se exponían eran de fuera de la Academia, incluso cuando el remitente formaba parte oficial de su matrícula y de manera circunstancial estaba ausente. En estos salones “figuran las obras, tanto de profesores extranjeros como de alumnos mexicanos […] al lado de los nombres de escultores […], de arquitectos […], de pintores […] cuyas obras son cada día más apreciadas; se mencionan los de otros artistas hoy injustamente olvidados y hasta del todo desconocidos, entre ellos, por cierto, los de no pocas damas”.3
Este salón aglutinó importantes autores y obras, si bien algunos de sus participantes no contaban con el conocimiento adquirido en las clases que se impartían dentro de la institución, lograron conocimientos técnicos que de alguna manera les permitía presentar sus avances. Aun cuando en los documentos que se conservan de San Carlos no se han encontrado noticias relacionadas con el rechazo a determinada pieza por su calidad en la ejecución,4 no podemos pensar que había total libertad para admitir obras que no contaran con un requisito mínimo de calidad para su exhibición.
La pluralidad de participantes, así como la diversa procedencia y niveles técnicos fueron las características más distintivas de estos salones, lo cual lejos de constituir una limitación significó una posición de contraste, validación y frescura, tanto por los temas como por el estilo. Como era típico en las exposiciones de arte, incluso de otras latitudes con una sólida tradición en este tipo de eventos, hubo protagonismo masculino; sin embargo, las mujeres mantuvieron cierta estabilidad, aun cuando no siempre fueran las mismas artistas las que estuvieran presentes en cada una de las exposiciones. La mujer representó una posición de equilibrio en el orden temático y técnico, incluso sin llegar a competir cuantitativamente con el grupo masculino (Anexo 1). Por otro lado, su constante participación fue un suceso marcado por lo fortuito, ya que la gran mayoría de expositoras se presentaron en una o dos ocasiones, sólo algunas mantuvieron el mismo entusiasmo e interés durante gran parte del periodo, apareciendo en varias exposiciones. A pesar de la perseverancia y empeño mostrado por unas pocas, se hacen notorios determinados lapsus de ausencia (Anexo 2).
Las mujeres conformaron un grupo importante y distintivo dentro de la gran variedad de procedencias y tipos de expositores que se presentaron en los salones de pinturas remitidas; compartieron comunes características socio-históricas y un espacio cultural que les permitió la inserción en la vida pública; son aspectos que imponen la necesidad de valoraciones más generales del grupo, en las que se superen marcados enfoques individuales y se exponga el verdadero alcance y contribución de las pintoras a estos salones.
La contribución femenina en estos eventos debe valorarse como un paso de avance en el panorama plástico decimonónico, no sólo por lo que significaba en el terreno de las competencias y aspiraciones individuales, sino porque fue un indiscutible logro en el plano de la igualdad de oportunidades y derechos aun cuando el espacio destinado a ellas no fuera el oficial, pues hasta muy avanzado el siglo XIX las mujeres no tenían permitido estudiar en San Carlos.
A pesar que la fundación de la Academia se había concebido para “beneficio común de todos los vasallos de Nueva España”, y que en las estipulaciones del artículo XVIII de sus estatutos, concerniente a los discípulos, se expresaba el interés de que la participación fuera diversa y un derecho de todos los ciudadanos de la Nueva España, sin que mediaran elementos discriminatorios para el derecho de matrícula, en la práctica hubo una conducta restrictiva hacia la mujer. El hecho de que de manera expresa, evidente e incuestionable no se hiciera alusión a su derecho de ingreso, fue una cobertura ideal para que fuera objeto de omisión. Así, por ejemplo:
[…] Se admitirán indistintamente todos cuantos se presenten, ya sea con el fin de estudiar completamente cualquiera de las tres artes, o la del grabado, o ya sea con el ánimo de adquirir sólo el dibujo para aprender después con más perfección cualquier oficio. […] Todos los que quisieren matricularse […], han de presentar un memorial […] con expresión de su edad, patria, domicilio y arte a que se inclinan.5
La mujer gozó del derecho de instrucción dentro de la Academia hacia 1886.6 Sin embargo, su incursión en los salones de obras remitidas demuestra interés por reclamar en silencio un espacio que se le había vedado, tanto como discípula como docente; ella se había convertido en el topo de lo no pensado, y sólo desde este espacio “periférico” pudo darse a conocer, situación que cambia en las últimas tres exposiciones del siglo XIX, cuando ya aparece como matrícula oficial.
Las mujeres adquirían sus habilidades técnicas en clases particulares, por instrucción en el seno familiar, de manera autodidacta o en instituciones creadas para fomentar la cultura y la educación no sólo de la capital, sino también de provincias: el Liceo Franco-Mexicano, la Academia de Música y Escuela Normal de Preceptoras de Tacubaya, la Escuela Normal para profesoras de Zacatecas, la Escuela Normal para profesoras de México, la Escuela Patriótica, el Establecimiento gratuito de la villa de Tacuba, la Escuela Nacional de Artes y Oficios, el Instituto católico Franco-Mexicano, la Escuela de Bellas Artes de Jalapa, el Colegio Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, la Escuela Católica de Artes y Oficios del señor Luis García Pimentel y el Instituto Jiménez. Algunas de estas instituciones tuvieron una marcada colaboración con estos salones no sólo por la aportación numérica de representantes de ambos sexos, sino por la estabilidad participativa. Aunque de manera general sus envíos se organizaban en el correspondiente salón de remitidos, en contadas ocasiones aparecieron junto a la muestra oficial de profesores y discípulos de la institución, como se reporta en el catálogo de la exposición de 1879.
En la XXIII y última exposición del siglo, acaecida en 1898, apareció en la sección española una importante colaboración que incluía tres nombres femeninos: Adela Ginés y Ortiz, Fernanda Francés y C. Figueroa.7 Estas tres artistas españolas se integran a la lista de 144 mujeres que expusieron entre 1850 y 1898. Tal vez un estudio más específico pueda aportar datos biográficos de cada una de estas expositoras, sobre todo de las dos últimas, cuya escueta información no permite precisar si, efectivamente, eran extranjeras o mexicanas.
A pesar de que algunos nombres generan esta inquietud, es bueno comentar que la convocatoria para estos salones no estuvo abierta para los extranjeros sino hasta 1898, aun cuando entre artistas de otras latitudes ya se percibía un afanoso interés por participar, fundamentalmente entre españoles. No obstante, la oportunidad de participación extranjera en las exposiciones previas a 1898 fue muy limitada, pues tal posibilidad se restringía a los extranjeros radicados en el país, como se afirma en las constantes aclaraciones mencionadas en el catálogo. De cualquier manera, éstas y otras posibles extranjeras, si las hubo, se analizan dentro del comportamiento general de los salones, en los que también se incluye la arista de lo foráneo con sus peculiaridades.
En el estudio del comportamiento femenino en estos salones se dispone de pocos artículos y materiales de interés publicados en años previos, aun cuando tienen el mérito de ser pioneros y de haber presentado una problemática no abordada en la historiografía del arte mexicano. Gracias al interés mostrado por algunas investigadoras, se revela el nombre de algunas artistas que destacaron por su perseverancia o por la calidad de sus obras, de las cuales sólo se conocen o han podido localizar muy pocas. A pesar de la labor ingente que requiere cualquier estudio con tales características, en que el patrimonio plástico está disperso y la condición de no oficialidad que tuvo la irrupción femenina limita el acervo documental, resulta imprescindible profundizar en el alcance de sus aportaciones y en los matices que como grupo le impregnaron al salón, necesidad que también reclaman los otros expositores.
Los trabajos ya publicados, en la mayoría de los casos, carecen de profundidad en los aspectos que abordan, pues pocas veces van más allá del dato preliminar. Así, por ejemplo, la exposición que se organizó en el Museo de San Carlos en 1985, para la cual se realizó el catálogo Pintoras mexicanas del siglo XIX —no superado por otra publicación relacionada del mismo tema en cuanto a la muestra plástica y datos biográficos de las participantes—, no se aventuró, sin embargo, con reflexiones que transparentaran los profundos lazos entre la ejecución y el momento histórico, superando el análisis circunstancial de cada una de las ejecutantes y la parte descriptiva, más que valorativa, de la producción mostrada. Tampoco trató de dar lo general a partir de lo individual, o la tónica en cada momento: tendencias estilísticas, preferencias temáticas, etc. Si bien, el catálogo presentó un listado importante de pintoras con un desempeño protagónico en el siglo XIX, merece ser completado con otros nombres, necesidad que las investigadoras que trabajaron en la parte teórica expusieron con lucidez: “Las pintoras del siglo XIX […] no han sido estudiadas en conjunto y menos aún se han constituido en objeto de una muestra que las reúna. […] Si bien es cierto que ni el estudio ni la muestra poseen un carácter exhaustivo, sí constituyen un importantísimo punto de referencia que ha de dar lugar, en un futuro próximo, a muy provechosas investigaciones”.8
Estudios posteriores a esta exposición han tratado de responder al llamado de estas investigadoras. Con nuevos matices se ha abordado el trabajo de algunas pintoras, sobre todo de aquellas consideradas más destacadas por su extensa producción o por la destreza técnica. Contamos con el folleto “Presencia de la mujer en la Academia”, de la División de Estudios de Posgrado de la Escuela Nacional de Artes Plásticas, que tiene el mérito de abordar de manera panorámica un periodo que va desde la irrupción femenina en la institución hasta fines del siglo XIX, cuando ya se cuenta como parte de la matricula oficial de algunos cursos. Se hace alusión a su marginación como parte del alumnado y se menciona, de manera general, la producción plástica de algunas que laboraron al margen de la institución; asimismo, se transparenta su presencia como modelo en la sala del natural, suceso que corresponde a una etapa avanzada del siglo.9 Sin embargo, debe contarse este material en el orden de lo preliminar, como informe de índole general y de divulgación, pues no profundiza en aspectos medulares de las pintoras relacionadas con técnicas, estilos, producción y originalidad.
También contamos con los valiosos artículos de Angélica Velázquez,10 en los que se aportan datos inéditos sobre la producción femenina del siglo XIX, se enfatiza en la producción de las hermanas Sanromán, y en la de otras menos conocidas, entre ellas Paz Cervantes, Guadalupe Rincón Gallardo de Tornel, Eulalia Lucio, Mercedes Espada de Díez de Bonilla y Guadalupe Carpio. Es válida la interrelación que establece la autora entre creación, contexto y crítica. Mas a pesar de los méritos de esos artículos se echa en falta el nombre de otras pintoras cuya forma de hacer puede contrastar o corroborar la perspectiva pictórica femenina de la segunda mitad del siglo XIX.
Si bien estos materiales científicos no son los únicos que hasta la fecha se han elaborado en el entorno nacional, sí son fundamentales como punto de partida para mostrar nuevos elementos relacionados con la contribución femenina a los salones de remitidos. Las pintoras mexicanas llegan a dichos salones con niveles heterogéneos en el aspecto técnico, inclinaciones temáticas e influencias. El aprendizaje marcado por las posibilidades individuales imprimió un sello distintivo a sus ejecutantes, por ello sus obras contribuyeron a dar un tono de frescura y novedad en la perspectiva colectiva. Aspecto aparentemente controversial, pero plenamente justificado si tenemos en cuenta el sentido privado de sus inspiraciones y de cada una de sus ejecuciones, que valoradas de manera independiente pueden darnos un nivel de información en la relación autor/obra; pero analizadas en conjunto potencian el estudio a una dimensión más general en que el autor se valora dentro de un grupo y su producción puede marcar una tendencia o peculiaridad plástica dentro del entorno creativo del periodo.
Algunas de estas mujeres tuvieron la oportunidad de ser discípulas particulares de los profesores que formaban parte del claustro oficial de la Academia, así como de artistas extranjeros como el francés Edouard Pingret, quien radicó una temporada en el país. Seguramente algunos de los graduados en esa segunda mitad de siglo también encontraron en las clases particulares una fuente de ingreso, tan necesaria en una sociedad con inestabilidad política y económica. Los interesados en aprender las técnicas artísticas, que no constituían matrícula de la Academia o de otras instituciones públicas o privadas, fueron una importante cantera para que los profesores de San Carlos y de las escuelas nacionales mejoraran su peculio; también lo fueron estudiantes de escuelas privadas que buscaban perfeccionarse. Se llegó al punto que periódicamente se emitían circulares en la Academia en las que se recordaba que era una prohibición dar clases fuera de la institución, sobre todo si los alumnos de las escuelas particulares se examinaban en las escuelas nacionales.11
Si bien este tipo de enseñanza dotó a muchas de las estudiantes de una técnica decorosa, en ocasiones excelente, no fue suficiente para que la creatividad se convirtiera en motivo, objetivo y principio artístico del trabajo de todas; sólo algunas lograron superar el conformismo chato e invariable del dominio técnico. El virtuosismo, cuando se alcanzaba, era resultado del ejercicio sistemático de copiar; entrenamiento que limitaba la posibilidad creativa, tanto por el tema como por la composición y los elementos formales que estipulaba en teoría y práctica la institución. Sin embargo, el ejercicio de copias constituyó un reto para las aprendices que tenían como meta igualar su modelo, casi siempre consistente en pinturas de sus profesores u obras maestras europeas, estampas o copias del yeso, rara vez de pintores nacionales.
Una vez lograda la excelencia técnica, la estrecha senda que debía transitar la ejecutante para enrolarse en el mundo de la invención y la originalidad constituía un difícil reto, muchas veces más allá de lo posible, pues tenía que ver con la personalidad y las cualidades individuales que estaban por encima de lo material y concreto, más allá del talento, el lienzo y los pinceles.
La posibilidad de despojarse de las reminiscencias de obras ajenas requería de una audacia para la que no todas estaban preparadas. A pesar de esta realidad, un número considerable de pintoras incursionó en obras de invención y trabajó con verdadero talento sus temas favoritos: el religioso, el de paisajes y animales, el retrato, la naturaleza muerta y el costumbrismo. Tal posición, sin llegar a ser irreverente, muestra un apego y percepción particular en relación con las líneas temáticas —seleccionadas más por el posible atractivo emocional y, por ende, entusiasmo hacia su factura, que por su jerarquía dentro de la Academia—. Descontando al tema religioso y el retrato, la fuerte inclinación hacia los otros marca una tendencia al distanciamiento de los temas oficiales, que dentro de la institución se veneraban con propuestas muchas veces extravagantes (Anexo 3). Así, “[…] un número considerable de creaciones […] eran mucho más que simples copias de obras de los profesores. En sus autorretratos, en las escenas de interiores e incluso en los bodegones que pintaron aquellas artistas, a menudo con gran dominio del oficio, se manifiestan personalidades artísticas reveladoras de su condición genérica”.12
Si bien el tema religioso y el retrato son representativos de los postulados de la institución, y el paisaje ya se aceptaba como tema propio, aunque con menos méritos que los anteriores por el hecho de no privilegiar a la figura humana —considerada el centro de las perfecciones de la naturaleza y el mayor reto para cualquier artista—, otros se yerguen junto a ellos como preferidos, dígase la naturaleza muerta y el tema costumbrista con sus escenas de género y tipos, aceptados dentro de la institución en fecha posterior a 1865, en consonancia con los giros político-sociales de la nación. No obstante, los propios catálogos muestran una labor anterior vinculada a estos temas no oficiales, aprovechados para el ejercicio de copias cuando el virtuosismo de la factura era incuestionable.
En más de una ocasión se han realizado afirmaciones relacionadas con las preferencias temáticas de estas pintoras, sin que las explicaciones remuevan las posibles razones que llevaron a esta parcialidad en los tópicos, como se expresa en el siguiente planteamiento, cuestionable en los aspectos que arguye: “[…] ninguna de estas artistas se atrevió a abordar temas del género más prestigiado de la época: la pintura histórica […] esto implica disponer de un taller, tiempo, modelos humanos, conocimientos de la anatomía, investigación histórica, y sobre todo la incursión en un asunto de la vida pública”.13
En realidad el tema histórico fue de los menos tratados, cercano al comportamiento que tuvo el tema mitológico y las incursiones intimistas, y superado en falta de motivación por el alegórico. Sin embargo, los argumentos que se citan son arriesgados y carecen de objetividad. Aun cuando el tema histórico, e incluso los otros menos tratados, tengan sus peculiaridades formales —por ejemplo la tendencia a composiciones de grandes dimensiones, muchas veces ligada más al sentido grandilocuente que se le daba al tema que a las necesidades anecdóticas—, ello no debió ser razón suficiente para el acercamiento limitado. Importantes ejemplos, de excelente factura, hay en las academias europeas y la propia academia mexicana, donde se hace gala de la armonía de las proporciones para realizar piezas en pequeño formato; por tanto, la dimensión para una obra de contenido histórico es una elección en manos de cada ejecutante. El taller como fundamento limitante carece de sentido, en tanto no requiere más condiciones que las indispensables para los otros temas.
La disponibilidad de tiempo, vista como un posible factor que influyó en el tratamiento restrictivo del tema histórico y de los otros ya mencionados, carece de validez. El tiempo es una categoría estrechamente ligada a la vida y sus eventos, el ser humano tiene la capacidad y potestad para utilizarlo a su antojo dentro de sus cualidades intrínsecas, que de ninguna forma pueden alterarse: va hacia el futuro, es irreversible, no depende de voluntad individual o colectiva. Las pintoras tenían la suerte de no tener que rendir exámenes en la Academia, no estaban obligadas a presentar anualmente sus adelantos, no se les valoraba por presentar más o menos trabajos en cada exposición; en fin, eran dueñas de su tiempo y lo ocupaban realizando obras con motivos o temas que en ocasiones eran de gran complejidad y necesaria laboriosidad.
Si el tiempo se planteó asociado a las circunstancias del ambiente doméstico, entonces se necesitan estudios más precisos de la biografía de las expositoras donde se demuestre la influencia negativa de obligaciones hogareñas en su producción plástica. Sin embargo, sería pertinente reflexionar a partir de los datos acopiados. En primer lugar, la posible limitación de tiempo para un tema sería igualmente objetivo para cualquier otro. En segundo lugar, los periodos activos de las mujeres en las exposiciones están recogidos, y corresponden a los años en que presentaron sus obras y temáticas; esta producción debe valorarse a partir del dato final, de la obra expuesta, sin caer en posiciones subjetivas que especulen sobre circunstancias extrapictóricas difíciles de argumentar. La relatividad del tiempo no permite aplicarlo como categoría a la hora de analizar la producción artística a partir de la dimensión de un cuadro o de la temática.
No deja de ser cierta la situación de la mujer en el siglo XIX y su absoluta responsabilidad en la vida reproductiva del hogar, con suficientes obligaciones en la organización de tareas domésticas, con la responsabilidad de la maternidad y la crianza de los hijos; este escenario debió limitarla de manera objetiva, y tal vez fue la razón por la cual muchas de las pintoras hacían una o dos apariciones en los salones y no volvían a presentarse. En otros casos se han detectado intervalos de ausencias que pueden estar relacionados con el embarazo u otros eventos personales; sin embargo, hablamos de obras ejecutadas, del resultado final y en tal sentido no hay indicios claros que expliquen la devaluación del tema histórico.
Tenemos varios ejemplos de pintoras que derrochaban cualidades y presentaron en una misma exposición varias obras de compleja elaboración, como hizo Paz Cervantes de Estanillo, que en la V Exposición realizada en 1853 presentó siete obras, dos de ellas inscritas dentro de lo anecdótico y con cierto viso histórico, como Rafael tomando apuntes para pintar a una joven aldeana —copia de Horacio Vernet, cuya composición se registra en el cuadro dentro del cuadro—, y una copia de Ariosto y los atacantes. En 1854 expuso nueve obras, donde se advierte su interés por reproducir originales de E. Pingret como La cocina, obra de compleja elaboración si se tiene en cuenta la presencia de varios personajes y el tratamiento espacial de gran realismo. En 1855, durante la VII Exposición, presentó la misma cantidad de piezas, tres de ellas son copias del pintor francés, lo cual demuestra un apego a los temas tratados por dicho artista y una superior habilidad para trabajar composiciones de gran compromiso técnico como El puesto de chía, El jarabe y Generosidad de un sacerdote.
A su vez, Josefa Sanromán presentó en 1855, VII Exposición, dos obras de compleja elaboración: La convalecencia y La lectura, ambas originales. En ellas aparecen varios personajes y una serie de elementos ambientales que debieron exigir una aplicación a plenitud de los conocimientos formales y del tratamiento del espacio; mas logró concretar las composiciones con realismo y virtuosismo en la técnica.
Estas dos autoras no fueron la excepción, otras figuras que sobresalieron por trabajar temas de compleja elaboración, incluidas las copias, fueron Ángela Icaza e Iturbe, Matilde Zúñiga, Antonia Condón de Bielza, Mercedes Espada de Bonilla, Guadalupe Gallardo de Tornel, Eulalia Benítez, Concepción Benítez, Susana Massón, Jesús Ortiz de Montellano, Pilar de la Hidalga, Elena Barreiro, Francisca Campero, Eulalia Lucio y Julia Escalante.
En relación con el planteamiento inicial de que el tema histórico pudo estar limitado porque las pintoras no contaron con modelos humanos ni recibieron clases de anatomía, habría que preguntarse de qué manera pudieron ejecutar obras con tema religioso, costumbrista y retratos en las que aparecen los personajes de cuerpo entero, pues al igual que el tema histórico también significaban un reto. Por otro lado, casi todas tuvieron maestros que directa o indirectamente estaban relacionados con la Academia, y debieron fungir como correctores basados en su experiencia.
Si aceptamos el argumento de que estas pintoras, que por demás pertenecían a la elite social, carecían de conocimientos sobre historia, podemos tornar absoluto un problema que, como cualquier otro, debió tener sus matices. Ni con tantos derechos ni tan enterradas en la ignorancia vivían las mujeres de la sociedad mexicana decimonónica. Si muchas no tuvieron una producción trascendente, ni catapultaron su quehacer hacia la factura de originales, no podemos catalogarlas de simples copistas sin autoestima; aun con sus posibles limitaciones, al presentarse en los salones mostraron un interés de reconocimiento y de lucir habilidades que no sólo eran un referente de cultura, sino que muchas veces iba acompañado de otras inclinaciones como el tejido, el bordado y los hábitos de lectura, fuente fundamental del conocimiento, incluyendo el histórico.
Finalmente, queda desarticulada la tesis que ve en la relación del tema histórico con la vida pública un vínculo nefasto que puso barreras a estas artistas. El tema histórico difiere de los otros en contenido, pero no en los elementos discursivos que lo hacen acreedor de lo público. Cuál sería la categoría para escenas religiosas, mitológicas y costumbristas como Generosidad de un sacerdote, Angelus, La huida a Egipto, El Salvador y la samaritana, El sacrificio de Isaac, Cristo predicando, Baco coronando a los borrachos, La cocina en la calle y El jarabe.
La posible explicación del desinterés por temas históricos y mitológicos hay que buscarla en las expectativas que tenían estas jóvenes artistas. Partimos de la convicción de que todos los temas podían ser copiados, e incluso que tenían el conocimiento suficiente para crear obras originales; sin embargo, fueron otras las temáticas preferidas porque constituían una referencia directa, cercana a su mundo. Los elementos inspiradores significaban la objetivación de su realidad, a través de ellos exponían o expresaban sus gustos y sentimientos más nobles e íntimos.
El tema religioso, integrante de los temas oficiales y el más representado, salva una solapada, probablemente inconsciente, actitud de beligerancia temática, aun cuando haya lealtad formal hacia los preceptos académicos. Éste revelaba la educación recibida y era una expresión de ética, virtud y prodigalidad espiritual. El paisaje y los animales, así como las naturalezas muertas y los retratos, eran una invocación actualizada del ámbito en que se desenvolvían y que conformaba su cotidianidad. La pintura les permitió perpetuar aquellas grandes y pequeñas cosas con las cuales tenían una ligazón emocional: “Los objetos estaban allí todos los días, eran parte de la vida y del uso cotidiano […] Es bien posible que fueran piezas de familia y el hecho de duplicar su posesión y su presencia mediante el pincel y los colores sobre la superficie de la tela, debe haber procurado enorme goce a quien lo pintó”.14
De estos temas se hicieron muchas copias, sobre todo en el tema religioso y el paisaje, del cual dejaron importantes obras cargadas de virtuosismo técnico e inspiración; mas no todas las obras se expusieron en los salones, según se pudo verificar en las muestras presentadas en el catálogo Pintoras mexicanas del siglo XIX. También en las naturalezas muertas fueron muy creativas, tema que en este sentido rivaliza con los retratos, pero la gracia y originalidad de muchos arreglos, así como la perfección técnica para dar texturas y colores, le distinguen un atractivo especial. Se destacan obras como Frutero, de Guadalupe Rul Azcárate, expuesto en 1855 (fig. 1); Bodegón con frutas, sandía y huevos, de Eulalia Lucio, expuesta en 1886 (fig. 2); Naturaleza muerta con objetos de cocina, de la misma autora, expuesta en 1891 (fig. 3) y Frutero con flores de Josefa Sanromán, expuesta en 1850 (fig. 4).
Los tipos también fueron temas de inspiración, muchas veces asociados a las escenas costumbristas, otras con identidad propia. Se copiaron algunos, sobre todo los realizados por E. Pingret, quien tuvo la agudeza de descubrir en los tipos populares la gracia y autenticidad más rancia de la sociedad mexicana decimonónica. Otros fueron originales, pero corrieron la penosa suerte de no ser expuestos en este periodo. De las exhibidas están Mendiga (1891) (fig. 5) y Lechero (1881) (fig. 6), de Pilar de la Hidalga y Julia Escalante, respectivamente, y que son también las más conocidas. Sin embargo, entre las no exhibidas en los salones de San Carlos hay otras con suficientes méritos, por ejemplo: Mujer con pandero (fig. 7), de María Guadalupe Moncada y Berrio, realizada en 1840 y regalada a la Academia en fecha anterior a la organización de salones, acción por la que le conceden un puesto honorífico en la institución; Aldeano napolitano (fig. 8), de Carmela Duarte, y que al ser expuesta en París (1900) “recibió un premio en la exposición de la capital francesa”.15
Los retratos se cuentan entre los temas más destacados. Las pintoras crearon extensas galerías de imágenes que fueron una tangible demostración afectiva. Aunque copiaron algunos retratos, también transitaron por la temática con originales, la más de las veces con méritos. Hijos, padres, esposos, hermanos, hermanas y otros miembros de la familia, así como amigos y personajes históricos de la época se perpetuaron en sus creaciones. En ellos se siente la influencia de los cánones académicos, tanto en los elementos formales como en la concepción compositiva; se otorga prioridad al rostro y su expresión, así como al carácter o la personalidad, que se consolidaba con el apoyo de accesorios que completaban el discurso. No obstante, algunos retratos se mantuvieron dentro de un marco de sobriedad, donde no existen otros referentes del modelo más que su propia figura. En este caso, los fondos se cierran con sencillez, con algunas pinceladas o con el típico cortinaje, soluciones que si bien acentúan la condición de lo no referencial, también ayudan a centrar la atención en un rostro que requiere mayor acabado.
Algunos retratos importantes no se exhibieron en los salones de remitidos, y muchos de ellos se conocen gracias al catálogo referido con anterioridad. Las obras localizadas nos permiten tener una idea de la calidad que alcanzaron en esta temática. Entre las autoras que más se destacaron, no por la cantidad sino por la calidad de sus ejecuciones están Josefa Sanromán, Guadalupe Carpio de Mayora, Dolores Soto, Paz Cervantes, Pilar de la Hidalga y Susana Elguero.
Josefa Sanromán, por ejemplo, realizó excelentes retratos como el del señor Miguel Cortina Chávez, fechado en 1853 y expuesto en 1855; el de su hija María de Jesús Haghenbeck (1863) y el de su esposo, el señor Carlos Haghenbeck (fig. 9), todos originales y los dos últimos no exhibidos. En 1853 realizó además una copia a su propio retrato, autografiado por Pelegrín Clavé, quien se piensa que fue su maestro. Josefa Sanromán participa únicamente en cuatro exposiciones, las de 1850, 1851 y dos en 1855, y en ellas sólo expone el retrato del señor Cortina; sin embargo, las fechas de los otros cuadros revelan que se mantuvo activa pero sin presentar sus nuevas creaciones.
El retrato de su hija recuerda la retratística inglesa, sobre todo de Sir Joshua Reynolds. La niña está concebida con tanta dignidad y elegancia que parece adulta. Hay una excelente interrelación entre la retratada y el paisaje, que a modo de telón cierra el fondo de la composición. Por su parte, en su autorretrato reproduce la majestuosa técnica de Clavé y la tradicional estructura reservada para los retratos femeninos; es tal el dominio técnico desplegado por Josefa Sanromán, que sin la advertencia de que es una copia pudiera ser confundida con el original.
Guadalupe Carpio realizó varios retratos, pero los más conocidos son el Retrato de Martín Mayora, su esposo (fig. 10) y su Autorretrato con familia, ninguno de ellos expuestos en el siglo XIX. En ambos se hace patente el dominio técnico; la elaboración del segundo, en que aparecen cinco figuras representadas, supera con creces otros cuadros contemporáneos. Este retrato de familia revela el ingenio de la autora para solucionar en la composición la presencia del marido, quien al parecer no podía fungir como modelo mientras ella elaboraba el cuadro. En el lienzo que simula pintar aparece la imagen de aquél; su ausencia física del entorno doméstico no significaba ausencia de afecto, el cual estaba presente en el lienzo. Hay gran similitud entre esta interpretación de Martín Mayora y otro retrato en solitario, igualmente representado de busto.
En ambos se despliega una sencilla instrumentación de fondo neutro, pero con gran virtuosismo en los detalles del rostro y en la individualización psicológica.
De Paz Cervantes tenemos Retrato de una niña (fig. 11), fechado en 1853 pero expuesto el año siguiente. El cuadro está cargado de la gracia y el encanto que brinda la propia retratada, quien parece asomarse con su halo angelical para que la notemos en medio de un tupido follaje de frutas tropicales. Esta es una muestra de cómo cada artista exponía en sus retratos los afectos más caros y trasmitía de disímiles maneras los lazos que la unían al modelo. Esta niña, tierna, frágil y llena de candor hace recordar los retratos de los niños muertos que tanta importancia tuvieron durante la Colonia y la primera mitad del siglo XIX, por lo que puede ser testimonio de una posible influencia. Su original composición nos hace dudar si es definitivamente un retrato o tiene otro sentido, como puede ser el alegórico.
El comportamiento de cada una de las temáticas a partir de la producción femenina tuvo sus peculiaridades: se manifestó de forma irregular, no hubo temas dominantes todo el tiempo (Anexo 3), y los periodos de esplendor muchas veces iban seguidos de una disminución de obras, aunque nunca llegaban a desaparecer totalmente. Entre 1855 y 1869 se da la línea de ascenso fundamental de la temática religiosa, seguido de una sensible disminución en los años posteriores, lo que pudo estar asociado al proceso reformista y la limitación de poderes de la Iglesia. Asimismo, se señala el año 1855 como el más importante para el retrato, género que se mantiene estable en los años siguientes hasta 1886, momento en que declina el interés por ese tema y llega al fin de siglo sin recuperar la importancia alcanzada en otro momento. Pudo haber contribuido a esta situación la aparición del daguerrotipo, y posteriormente la fotografía moderna.
La pérdida de interés por el retrato atrajo una mayor atención del paisaje y las composiciones con animales, temática que tuvo en 1871 su año de esplendor, seguido de otro periodo importante entre 1879 y 1891. La naturaleza muerta se mantuvo presente durante todo el periodo, y su estabilidad se organizó por medio de etapas en las que alternaba la cantidad de muestras. Sólo en los años 1852 y 1865 no se presentaron obras con esta temática.
El costumbrismo tuvo su periodo de gracia entre 1851 y 1857, coincidiendo con la dinámica y afanosa presencia del pintor Edouard Pingret, quien radicó unos años en el país y logró aprovechar su condición para exponer en los salones de pinturas remitidas de 1851,
1852, 1854 y las dos de 1855; además, se sabe que tuvo varias discípulas que copiaron sus obras. Aunque ningún otro periodo superó a éste en cuanto a cantidad de propuestas realizadas por las pintoras, el tema se mantuvo presente hasta fin de siglo.
Pocos estudios de cabezas, pies, manos y otras partes se presentaron, pues constituían un mero ejercicio para alcanzar habilidades, lo que patentiza el interés por presentar obras de mayor nivel de complejidad, al ser humano como protagonista de una historia y no sus fragmentos como despojos de lo que pudo ser. El tema intimista, uno de los más desfavorecidos, estuvo en los salones durante varios años consecutivos. En ocasiones se exhibió más de una obra, como ocurrió en los años 1851 y 1855. El tema mitológico tuvo una única aparición, lo cual evidencia el distanciamiento emotivo de las pintoras hacia una realidad fantasiosa y alejada del contexto nacional.
El estudio de este periodo abre la gran polémica entre la originalidad y la copia. Términos de peligrosa aplicación si no se tiene en cuenta el contexto. El ejercicio de copias era común e incluso estaba contemplado en los planes de estudio de la Academia, por lo que no fue privativo de las mujeres. Los autores que compartieron con ellas los salones también presentaron copias, y en conjunto llegaron a superar la cifra de 700 obras; sin embargo, las copiadas por mujeres fueron 317, unas cuantas menos que las copiadas por hombres, un dato interesante que ilustra la tendencia general de ambas partes, aunque no podemos olvidar que fueron más los expositores. En la relación número de participantes por sexo y cantidad de copias existió una correspondencia directamente proporcional (Anexo 4).
Si el análisis se hace a partir de todas las muestras presentadas por las mujeres pintoras, entonces la relación cambia; contrario a lo que se pueda pensar, ellas presentaron más originales que copias en estos salones. En el registro de obras por temáticas presentado en el Anexo 3 se recogen 749 obras expuestas por mujeres, de ellas se presentan en el catálogo 317 copias y 432 originales. Asumiendo que pueda existir algún error en los datos originales de estos inventarios, seguramente no sería de tal dimensión como para cambiar la directriz de este fundamento. Se percibe correspondencia entre los temas más copiados y las temáticas preferidas, lo que alude a una familiaridad y apego a determinadas líneas no siempre en correspondencia con los temas oficiales de la Academia.
En el Salón de Pinturas Remitidas no hubo restricciones en relación con la presentación de copias, y tan sólo la XVII Exposición (1875) muestra una sensible ausencia de obras copiadas por mujeres, registrándose sólo dos de Bárbara Enciso. La posibilidad de exhibir obras no originales creó las condiciones para que en reiteradas ocasiones aparecieran los mismos temas copiados por diferentes autores. En tal circunstancia, la obra, que aparentemente podía carecer de suficientes méritos, se veía compitiendo de manera azarosa no sólo con el original que se había utilizado como modelo, sino con las copias de otros artistas, lo cual permitía a los visitantes y críticos comparar los resultados.
Así, por ejemplo, en la II Exposición de 1850 se presentaron dos copias de la cabeza de Ecce Homo de Guido Reni, realizadas por Dolores Salgado y José María Torreblanca. En la tercera, correspondiente al año 1851, se presentaron dos copias de Interior de un convento de capuchinos en Roma, original de Alfonso Chierici, como reproductores aparecen Nicolasa Ortiz de Zárate y Joaquín Díaz González. En la IV muestra, realizada en 1852, se exhiben dos interpretaciones de Celda de una monja en Roma, original de Edouard Pingret, en esta ocasión las copistas fueron Ángela Icaza y María del Carmen Báez de Orihuela. En esa misma presentación aparece La Virgen de los Dolores, original de Esteban Murillo, realizada por Ramón Vives y José A. Rubio, En la V Exposición, acontecida en 1853, se presentan dos copias de La Virgen con el Niño, de Murillo, esta vez reproducidas por Miguel Mata y Reyes y Jerónimo Vizcardini. En el año 1856, correspondiente a la décimo primera exposición, se presentan tres copias de La Virgen de la Silla, las versiones presentadas corresponden a Ignacia Agreda y Susana Massón, la otra es de un autor incógnito.
Unos cuantos artistas europeos fueron copiados por estas mujeres, tanto las que contaban con un profesor como las que no tuvieron esa suerte. A pesar de las condiciones propias de cada una se vislumbra una mezcla de atracción personal hacia autores y temas, pero también se demarca una tendencia de época. Hay autores y obras que de forma sobresaliente se mantienen siendo el foco de atención durante el periodo; por ejemplo, el francés Edouard Pingret, el español Esteban Murillo y el italiano Rafael Sanzio, con 21 obras copiadas, 16 y 12, respectivamente. A éstas se suman otras realizadas por los hombres que expusieron en ese salón, lo que demuestra un interés especial hacia dichos pintores.
Edouard Pingret quien radicó unos años en el país y expuso en los salones de pinturas remitidas en los años 1851, 1852, 1854 y 1855, tuvo el honor de ser el más copiado y también el de aportar mayor cantidad de obras para el ejercicio, siendo las preferidas las que se movían entre el intimismo y las costumbres, así como los tipos El evangelista y La tortillera. La inspiración llegada de Murillo y Rafael se inscribe en el tema religioso, el interés estuvo vinculado a las obras La Virgen de Belén y La Virgen de la Silla.
En las publicaciones de la época se hacen constantes referencias a las obras de las señoritas pintoras, no hay tendencia a la censura por la presentación de copias y en los elogios a sus avances se distingue el tono suave y de exhortación, propios de quien los dirige a personas no consideradas profesionales en la tarea. Así por ejemplo, en una reseña de la Exposición de 1862 en el periodo El Siglo XIX se hacen los siguientes comentarios sobre Antonia Condón y su obra:
[…] Presentó una copia del Amor maternal, que señala el número 2. Esta apreciable señorita es digna de elogio, por su constancia en cultivar el arte encantador, y por su interés en hacer brillar anualmente la exposición remitiendo a ella los hermosos productos de su pincel. La copia que presentó esta vez está pintada con cariño y detención, de lo que resulta, que hay en ella una ejecución fina y de muy agradable aspecto. Esta misma simpática autora expuso una Dolorosa marcada con el número 6, también de buen aspecto […].16
Más adelante se hace alusión a otras pintoras, como Pilar de la Hidalga, Guadalupe Carpio de Mayora, la señorita Ortiz de Montellano y Piedad Iturria, lo que hace evidente que la crítica reparaba también en los salones de obras remitidas y que dichas artistas acaparaban la atención, quizá por representar el factor contrastante con la oficialidad, tanto por su condición genérica como por las objetivas desventajas que tenían para su aprendizaje y permanencia en los salones. Saber quiénes presentaban cada año y qué temas debe haber generado altos niveles de curiosidad entre la sociedad mexicana del siglo XIX.
Cuando se hace referencia a la obra de Guadalupe Carpio se da, en primer lugar, una serie de valoraciones de otra índole, vinculadas a la poca estabilidad participativa mostrada por algunas mujeres en estos salones; también se exponen las típicas alusiones marcadas por miradas androcéntricas en relación con las posibilidades reales de aptitudes para alcanzar la perfección técnica en sus creaciones. El enfoque presentado y los adjetivos utilizados para caracterizar los adelantos de la autora reflejan una parcialidad crítica constante en los comentarios relacionados con las mujeres pintoras. Si bien en el caso de esta autora los elementos dichos constituyen una virtud, estos mismos se extienden con un alcance mayor, que incumbe el comportamiento y la tendencia de los salones:
La señora doña Guadalupe Carpio de Mayora es otra que no desmaya en el difícil estudio del arte, y anima con su constancia a otras señoritas, que, habiendo sido galantes en otros años en el esmero de sus obras para embellecer la exposición, hoy aflojaron o se desdeñaron de mandarlas; por lo que, la mencionada artista, es acreedora a la admiración y encomio de los que desean el adelanto del bello sexo mexicano, que tan brillantes disposiciones posee para las artes. La apreciable artista […] llama hoy la atención con sus dos acabadas copias de Molteni, y debe estar orgullosa a fe, pues ha logrado reproducir completamente los originales en el color, el modelado, en la expresión, y más que todo, en el artificioso estilo con que están ejecutadas.17
La presentación de copias fue constante, muchas fueron las obras que de manera coincidente se presentaron bajo diferentes autorías. La tónica de la época y la autorización desde la oficialidad a mostrar el talento y los adelantos técnicos a partir de este ejercicio favorecieron su proliferación que, en lo conceptual, contribuyó a arraigar el desapego de la realidad nacional; esta situación quedó medianamente salvada por las mujeres que, comprometidas con sus temas favoritos, dieron versiones más cercanas y frescas de su entorno.
Tal y como ocurrió con la producción de los profesores y discípulos de San Carlos, muchos asuntos propios quedaron pendientes, mas la dinámica que alcanzaron estas exposiciones y el protagonismo ganado por los salones de obras remitidas, no sería superado en los años sucesivos. La posibilidad que se dio a la mujer para ingresar como matrícula en la Academia no fue suficiente para que eclipsara el entusiasmo mantenido por sus congéneres en una etapa que, con sus limitaciones, fue sin duda el más importante en la historia de la institución.
Bibliografía
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Sobre la autora
Tania García Lescaille
Universidad de Oriente, Cuba.
Citas
- Manuel Romero de Terreros, Catálogo de las exposiciones de la Antigua Academia de San Carlos de México (1850-1898), artículo XXIX “Prohibiciones”, 1963, p. 42. [↩]
- Ibidem, artículo XXX “Privilegios”, p. 44. [↩]
- Ibidem, “Advertencia”, p. 10. [↩]
- A pesar de que en los documentos de la Academia de San Carlos revisados, así como en la Guía del Archivo de la Antigua Academia de San Carlos. 1867-1907, del doctor Eduardo Báez Macías, no se encontró documento alguno que declarase de manera evidente un comité de recepción para las piezas del Salón de Remitidos. Seguramente esta fue una responsabilidad del director de la institución y de los propios profesores en cada uno de los ramos; si bien no encontramos testimonio escrito que declare el rechazo por la calidad de la obra, sí por no ajustarse a los parámetros de los soportes tradicionales de las piezas, asunto muy cuidado desde el periodo fundacional, ya que la institución tenía bien definidos, además de los temas oficiales, el uso de materiales, a tono con su distinción y protagonismo. El planteamiento anterior se justifica a partir de los testimonios presentes en los siguientes expedientes: el 9072 de la gaveta 90, en la que se preguntó en correspondencia, fechada el 21 de noviembre de 1898, al director de la Academia, Román Lascuráin, si en algunas de las salas de la XXIII Exposición podía exhibirse un mantel con sus servilletas, bordado y deshilado, que 30 damas de Silao y León habían confeccionado. El director respondió al día siguiente que “de acuerdo con la convocatoria, no sería posible exhibirlo”. Otro ejemplo aparece en el documento 9068, “Carta de Lascuráin a Longinos Núñez”, en la que le responde que sus esculturas no pueden ser exhibidas por ser de madera, y el programa de la exposición (se refiere a la XXIII, 1898) sólo admite esculturas en yeso. La carta está fechada el 5 de noviembre de 1898; véase Eduardo Báez Macías, Guía del Archivo de la Antigua Academia de San Carlos. Cuarta Parte, 1867-1907, 1993, vol. I. [↩]
- Manuel Romero de Terreros, op. cit., 1963, artículo XVIII, “Discípulos”, pp. 29-30. [↩]
- Hasta 1898 en los documentos de archivo de la Academia de San Carlos no aparece ningún documento que haga referencia al dato de ingreso de las señoritas como matrícula oficial de San Carlos; sin embargo, en el apartado “Mujeres pintoras” de la Guía, el doctor Báez hace referencia a que el documento número 9898-9 “parece establecer que las mujeres fueron aceptadas como alumnas regulares alrededor de 1886”; véase Eduardo Báez Macías, op. cit., 1993. [↩]
- Véase “Artistas españoles en la exposición de 1898”, en idem, donde aparece una larga lista de los participantes peninsulares en la XXIII Exposición de San Carlos; entre las mujeres únicamente se menciona a Adela Ginés y Ortiz, y se precisa que era de Madrid; sin embargo, en la revisión del correspondiente catálogo que aparece en Catálogo de las Exposiciones de la Antigua Academia de San Carlos de México (1850- 1898) se recogen las otras dos autoras. Tal incongruencia requeriría para su aclaración un estudio particular; no obstante, colegimos que podría deberse a que el dato aportado por Eduardo Báez se obtuvo por documentos relacionados “con los trámites que se hicieron para traer las pinturas a la exposición”, como él mismo afirma, situación en la que no necesariamente tuvieron que estar involucrados todos los participantes. Habría que dilucidar si los otros dos nombres que figuran en el Catálogo son de pintoras españolas, dado que en esa misma sección detectamos al pintor cubano José Joaquín Tejada. [↩]
- Teresa del Conde, “Presentación”, en Catálogo de pintoras mexicanas del siglo XIX, 1985, p. 13. [↩]
- En los Archivos de la Academia de San Carlos conservados en la Biblioteca de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, gaveta 45, exp. 6903, aparece un oficio del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, con fecha 29 de octubre de 1867, en el que se hace saber al director de la Academia que el Presidente de la República aprueba la reforma consistente en la introducción del estudio del natural de las formas de la mujer, dicho en otras palabras: el modelo femenino. [↩]
- Angélica Velázquez Guadarrama, “Diferencias y permanencias en el retrato de la primera mitad del siglo XIX” y “La representación de la domesticidad burguesa: el caso de las hermanas Sanromán”, en Esther Acevedo (ed.), Hacia otra historia del arte en México. De la estructuración colonial a la exigencia nacional (1780- 1860), 2001, t. I, cap. III. [↩]
- Véase el exp. 7916, gaveta 68, del Archivo de la Antigua Academia de San Carlos. [↩]
- Angélica Velázquez, op. cit., p. 126. [↩]
- María Araceli Barbosa Sánchez, “La perspectiva de género y el arte de las mujeres en México: 1983-1993”, tesis de doctorado en Historia del Arte, México, FFyL-UNAM, 2000, p. 51. [↩]
- Teresa del Conde, op. cit., p. 16. [↩]
- Leonor Cortina, Pintoras mexicanas del siglo XIX (catálogo), 1985, p. 121. [↩]
- Citado en Ida Rodríguez Prampolini, La crítica de arte en México en el siglo XIX. Documentos II (1858-1878), 1964, p. 51. [↩]
- Idem. [↩]