El sincretismo a prueba. La matriz religiosa de los grupos indígenas en Mesoamérica

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Con frecuencia, se ha definido el sincretismo como la integración o la elaboración secundaria de aspectos selectivos que provienen de distintas tradiciones históricas.1 El concepto ha sido particularmente relevante para la antropología mexicana, enfrentada desde sus orígenes a contextos religiosos en los que es difícil discernir entre el dominio vernáculo y el dominio externo, entre aquello que proviene de las antiguas tradiciones precolombinas y aquello que es producto de la empresa colonial.

Sin embargo, la noción de sincretismo ha tenido en nuestro medio una trayectoria desconcertante. Los primeros antropólogos interesados por las prácticas religiosas de los pueblos indígenas de México, y particularmente de Mesoamérica, lo hicieron en función de la luz que dichas prácticas pudieron proyectar sobre el pasado prehispánico. Al negar el impacto evidente de la “conquista espiritual”, como la llamó Ricard, dichos estudios se dedicaron a señalar a cada instante los rasgos precolombinos existentes, buscando sin cesar ídolos detrás de los altares y a exaltar las expresiones rituales como un conjunto de “sobrevivencias mágicas”. La idea que se desprendió de este tipo de aproximaciones, como ha señalado Greenberg, es que después de quinientos años de cristiandad, represión eclesiástica y colonialismo, en las ceremonias actuales no han sobrevivido más que unos cuantos huesos del ancestral cuerpo de creencias. Con ello no sólo se negaba la fuerza con que se proyectan las instituciones coloniales sobre el ámbito religioso de los pueblos indígenas, sino, sobre todo, la capacidad que subyace en este ámbito para organizarse como un sistema coherente.

Sincretismo y aculturación

Los estudios posteriores, desarrollados a partir de la década de los años cuarenta, buscaron una respuesta más coherente a los fenómenos surgidos del contacto cultural. Bajo la influencia de la antropología norteamericana, la noción de sincretismo se desplazó rápidamente hacia nuevas fórmulas de análisis en las que el contacto cultural y sus interrelaciones se designan con el término de aculturación, que Aguirre Beltrán empleó para examinar el proceso dominical en la América mestiza. En 1949, en efecto, Redfiel, Linton y Herskovits habían advertido que el término aculturación “comprende aquellos fenómenos que resultan cuando grupos de culturas diferentes entran en contacto, continuo y de primera mano, con cambios subsecuentes en los patrones culturales de uno o ambos grupos”.2 Herskovits, en particular, había distinguido entre los contactos que dan por resultado un “mosaico cultural” de aquellos que forman un proceso continuo de aculturación. Sin embargo, las representaciones de Herskovits sobre el proceso de aculturación no dejaban de encerrar el sentido de un mecanismo automático, análogo a la combinación de elementos en un proceso químico. Aunque la visión de Herskovits sobre el sincretismo cultural representaban un claro contraste con las connotaciones de “confusión” y “desviación” que el término había adquirido durante el siglo XIX, permanecía la idea de una mezcla mecánica que reintegraba en una sola formación elementos de culturas dispares. De ahí que una buena parte del procedimiento analítico consistiera en medir el grado de aculturación, el número de elementos ajenos y las dimensiones del nuevo acervo.

En contraste, Peel argumentaba que las diferentes variaciones en que se integran culturas heterogéneas no dependen tanto del grado o la cantidad, sino del tipo y la calidad de la deuda.3 En ambos casos, sin embargo, las reflexiones giran en torno a la idea de un préstamo cultural que se suma a un repertorio existente, formando colecciones de elementos heteróclitos que es difícil catalogar y discernir a quinientos años de distancia.

Hablar de préstamo resulta una salida demasiado sencilla para un problema que encierra múltiples aristas. Cada vez que el problema se plantea, el etnólogo acude a la historia para tratar de discernir qué fue exactamente lo prestado,4 dónde radica lo ajeno y dónde lo vernáculo. La etnografía se convierte entonces en una especie de detección histórica que, a falta de los materiales apropiados, induce las investigaciones hacia el terreno de las conjeturas y organiza el debate en términos de una alternativa: o bien los elementos ajenos se han integrado a una estructura antigua, que corresponde a la religión indígena, o bien las religiones indígenas son esencialmente una estructura cristiana con elementos vernáculos que funcionan como apéndices adicionales.

Durante la primera mitad del siglo XX, los estudios sobre religiones indígenas llevados a cabo en México oscilan entre dos posturas antagónicas que buscan ofrecer una respuesta contundente a esta alternativa. A diferencia de Beals y de Foster, que destacan el origen mediterráneo de las religiones mesoamericanas, Van Zantwijk considera que los conceptos cristianos han penetrado en forma sumamente limitada en las representaciones indígenas contemporáneas.5 En la danza que los purépechas ejecutan para ilustrar el combate entre moros y cristianos, Van Zantwijk advierte una representación prehispánica de la antigua dualidad entre el Sol y la Luna, bajo el argumento de que los primeros portan una luna de plata en sus espaldas y los segundos un águila dorada. Aludiendo al carácter fortuito de estas interpretaciones, Carrasco sugiere por su parte que el águila de los cristianos se encuentra relacionada al escudo nacional, mientras la luna de los moros no es otra cosa que la media luna del Islam.6

Bricolage en Mesoamérica

El juego de las interpretaciones, que ha recorrido los debates sobre la religiosidad indígena, puede ilustrarse actualmente con las representaciones que los huaves de San Mateo del Mar formulan en torno a la celebración de Corpus Christi, que sirve de escenario para una danza ceremonial en la que el rayo (monteoc) decapita a la serpiente (ndiüc), y da paso a la temporada pluvial. Asociada a los mitos del agua, la danza de omalndiüc (o cabeza de serpiente) ha sido objeto de interpretaciones encontradas que por un lado la ubican como una variante de la mitología mesoamericana,7 y por otro como una representación del combate bíblico entre David y Goliat.8 Si la primera interpretación impide comprender las conexiones de la danza con el ciclo litúrgico, la segunda carece de un referente adecuado para entender las relaciones entre el pasaje bíblico y la temporada pluvial. Vale la pena, en este contexto, considerar tanto las características de los personajes como las fechas de celebración.

Corpus Christi no sólo fue la fiesta predilecta de la España medieval, sino también uno de los vehículos privilegiados para la conquista espiritual de América, “donde su significación como símbolo y pública expresión del cristianismo frente a los infieles, adquirió nueva vigencia”.9 Su extensión en el México colonial corrió paralela a las fronteras novohispanas y alcanzó niveles de intensidad en las zonas centrales del país, a cargo de la evangelización franciscana. En Oaxaca, sede de la evangelización dominica, los destinos de Corpus Christi fueron inciertos. A mediados del siglo XVI, tras la destrucción del tecalli que los mexicas edificaron en el cerro de El Fortín para consagrar a Centeotl, se instituyó la festividad de Lunes del Cerro que hoy se efectúa con cierta celebridad en los valles centrales de Oaxaca. En ella, al parecer, “era costumbre que los fieles se trasladaran en masa al cerro de El Fortín, exhibiendo la Tarasca, descomunal serpiente que presidía la procesión de Corpus”.10 De acuerdo con Foster, quien registra un dato similar para las celebraciones de Corpus que se desarrollaban en la España medieval, “la Tarasca era una criatura en forma de dragón que marchaba a vuelta de ruedas, manejada por hombres que caminaban en su interior”.11

La similitud de ciertos elementos precolombinos con la fiesta de Corpus había llamado ya la atención de Sahagún, quien al describir las danzas que se efectuaban durante el quinto mes nahua, el de Toxcatl, anota que las ejecutaban “trabados de la mano y culebreando, a manera de las danzas que los populares, hombres y mujeres, hacen en Castilla la Vieja”.12 Caro Baroja advierte a su vez que durante las celebraciones de Corpus se simulaba una lucha entre San Miguel y un ángel, por un lado, y los diablos, por el otro. Esta “danza de confrontación” venía a ser “una pantomima en que los ángeles peleaban con los diablos, que eran los que vestían de moro, quedando éstos vencidos al fin por el ángel San Miguel que terminaba el baile cortando la cabeza de Mahoma.13 La confrontación entre moros y cristianos, los diablos y San Miguel, se superponía al sentido de la Tarasca, que al representar “la Herejía vencida por la Fe”, era a su vez decapitada por alguno de los santos de la hagiografía judeo-cristiana. La incorporación de San Mateo como representación del ángel,14 en una de las procesiones que se realizaba en Valencia hasta mediados del siglo XIX, permite además establecer correspondencias análogas entre las imágenes del santoral -asociadas al simbolismo de Corpus- y el universo de imágenes cristianas que presidieron la evangelización del área huave.

Para los huaves, el advenimiento del ciclo pluvial se produce a partir de las peticiones de lluvia que las autoridades locales dirigen hacia Cerro Bernal, una de las elevaciones topográficas situadas sobre la costa chiapaneca. Gracias a las investigaciones de Carlos Navarrete, sabemos que la zona arqueológica de Cerro Bernal fue -durante la época precolombina-, punto estratégico para el control de las dos rutas de comunicación posibles, una de las cuales suponía la navegación de las lagunas y canales costeros, y otra que corría entre la serranía y las primeras estribaciones de la Sierra Madre. De ahí que sea “lógico encontrar abundantes centros de habitación cuya cronología abarca desde el preclásico tardío hasta el momento de la conquista, con su correspondiente ocupación teotihuacana”.15 La serie de estelas, encontradas en el sitio de Los Horcones, muestran sin embargo a Cerro Bernal como un centro ceremonial importante, compuesto por una sucesión de conjuntos arquitectónicos que forman plazas, plataformas, pirámides y juegos de pelota. La estela número 3 es, sin embargo, la más significativa: el tema básico -dice Navarrete- es el dios Tláloc, “en una de las mejores representaciones que conozco de esta deidad”.16 Navarrete, quien asocia el monumento con los ritos pluviales y de la primavera, advierte que la imagen de Tláloc presenta una polaridad entre dos elementos acuáticos: si en la mano izquierda sostiene una copa de la que brota agua, “la cual cae a manera de lluvia”, la mano derecha sostiene una serpiente ondulada que representa el “agua que camina”.

Durante la época precolombina, este tlalocan regional constituyó un asentamiento estratégico para controlar las rutas comerciales de la sal entre el altiplano central y el Soconusco, una de las cuales se tendía entre Teotihuacan y la zona maya de Kaminaljuyú.17 Las estelas descubiertas en este último sitio, a las que Quiriarte llama “escenas de confrontación”, reproducen la imagen de dos entidades míticas cuya batalla es sin duda una de las variaciones posibles de la lucha periódica que el rayo emprende contra la serpiente:

El protagonista principal, que puede ser una figura humana o una figura antropomorfa compuesta con rasgos felinos, de serpiente y de cocodrilo, ataca o sujeta con los brazos extendidos un cuerpo serpentiforme compuesto […] ¿Quiénes son estos personajes con múltiples atributos representados como atacantes? ¿Qué significa esta confrontación? ¿Será posible que simbolicen la tierra y el cielo y que el jaguar, el cocodrilo y la serpiente sean portadores de estos significados? Su confrontación, violenta o no, podría haber conducido a su unión. Como la cabeza con ojo de voluta está asociada íntimamente a este tema, y su papel como abastecedora de agua está establecido firmemente en las estelas 1 y 23, es posible que la escena de combate o confrontación propiciara el agua. Esto supondría que la cabeza con ojo de voluta fuera un prototipo de la deidad de la lluvia.18

Al noroeste de Kaminaljuyú, en la zona de Izapa y en la misma ruta comercial sobre la que transitaba la sal, se han localizado estelas semejantes donde aparecen, según Mercedes de la Garza, “un dragón con cuerpo humano y gran tocado, que levanta una especie de hacha amenazando a una gran serpiente”. De la Garza añade, además, que “el personaje antropomorfo que esgrime el hacha pudiera ser no sólo un hombre, sino más bien una deidad de la lluvia o un sacerdote de esta deidad, pues en los códices mayas […] Chaac, divinidad de la lluvia, se presenta con una cara muy semejante a la del dragón de Izapa, con ojo en forma de voluta, con cuerpo humano y muchas veces con un hacha en la mano, símbolo del rayo”.19

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Estelas 3 y 23 de Izapa (Fuente: Mercedes De la Garza, 1984.)

Las divinidades que aparecen en la serie de estelas distribuidas sobre la ruta comercial de la sal, desde Cerro Bernal hasta Kaminaljuyú, pasando por Chiapa de Corzo, Izapa y Cotzumalguapa, conforman un sistema global de transformaciones que incluye, entre sus múltiples variantes, a los protagonistas de la mitología huave. Es un hecho, sin embargo, que las instituciones coloniales promovieron un nuevo viraje en las representaciones de los personajes, traduciendo los términos de un sistema regional a los términos de un sistema local. A la manera del bricoleur lévi-strausseano, que utiliza “restos y sobras” de lo que tiene a la mano,20 el sistema de representaciones locales se organiza con restos del pasado y elementos residuales de una cultura que no logra imponerse enteramente. La posibilidad de relacionar elementos que provienen de contextos heteróclitos, de tiempos ajenos y culturas extrañas, se ciñe a una “lógica de lo sensible” -para emplear otra expresión de Lévi-Strauss -que asocia objetos, instrumentos y personajes rituales de acuerdo a sus cualidades tangibles. En un vago contexto de estelas, serpientes emplumadas y divinidades lejanas, los huaves que nacen con la Colonia siguen una lógica similar al establecer un puente entre los residuos de la historia regional y los nuevos símbolos de la evangelización cristiana. Una parte considerable de estos símbolos se concentran en la celebración de Corpus Christi, donde el Santísimo Sacramento es la imagen tangible del Sol, y donde ndiüc, la serpiente, es la imagen tangible de la Tarasca, uno de los personajes más populares de la fiesta privilegiada de la España medieval.

Aun cuando es imposible reconstruir el vínculo histórico que conecta los elementos de las ceremonias huaves con los que aparecen en el Corpus Christi de la España medieval, así como las representaciones simbólicas de ésta última con los antiguos personajes de las estelas precolombinas, es factible suponer que este proceso fue más lógico que contingente. Llama la atención, en primer lugar, la fragmentación de un mismo complejo simbólico, que tiene como centro a la herejía y va de San Miguel a los diablos, de Mahoma a la Tarasca, en una nueva formación ritual que asocia a los actores con el ciclo ceremonial de la lluvia. La figura de San Mateo Apóstol, el “ángel” de la procesión de Valencia, se desdobla a su vez en dos significados distintos: esposo de la Virgen de la Candelaria, que es a su vez müm ncherrec (“viento del sur”), y verdugo de la serpiente en determinados mitos.

Esta fragmentación de los personajes en significados y actores distintos parece operar con la misma fidelidad en las representaciones huaves sobre el universo precolombino. Si las estelas de Izapa y Kaminaljuyú presentan personajes antropomorfos con “rasgos felinos, de serpiente y cocodrilo”, el sistema de creencias huave disocia al reptil, al tigre y al lagarto en tres elementos divergentes, distribuidos en una escala jerárquica donde sólo el primero participa de las atribuciones del ciclo pluvial. De la serpiente privilegia una unidad, la cabeza, que aparece en las estelas de Kaminaljuyú como “un prototipo de la deidad de la lluvia”. Las estelas de Izapa exhiben además un personaje con un hacha en la mano, “símbolo del rayo”, que no sólo obliga a pensar en los machetes que los huaves asocian con el rayo, sino también en ciertas reproducciones iconográficas de San Mateo Apóstol en las que el santo sostiene una “alabarda, lanza o hacha”.21

Restos y sobras

En un texto célebre, Claude Lévi-Strauss hizo notar que, a la manera de un bricolage intelectual, el pensamiento mítico dispone de restos y sobras de acontecimientos que provienen de distintos universos.22 La cultura religiosa que surge en Mesoamérica a partir del siglo XVI no fue ajena a esta forma de procedimiento. Más que un préstamo cultural, donde las adquisiciones aparecen bajo la forma de un elemento agregado, sería necesario pensar que las representaciones locales reconocieron elementos que estaban ya presentes allí donde debían estarlo, de tal manera que los materiales cristianos incorporados durante el momento del contacto permiten explicar datos latentes y perfeccionar esquemas incompletos.23

La presencia de un esquema incompleto fue, en efecto, un factor común entre la empresa evangelizadora y las culturas indígenas periféricas. A pesar de que la conquista de almas y la disolución de prácticas ancestrales fue una tarea prolongada, medio siglo después de la Conquista se había demolido un considerable número de ídolos y exterminado, por distintos medios, a la mayoría de los oficiantes del culto mesoamericano. A cambio, la empresa evangelizadora ofreció una doctrina simplificada, escindida entre los polos del bien y del mal, que no se presentaba como el perfeccionamiento o la plenitud de las religiones nativas, sino como una ruptura radical con el universo anterior. En un proceso en el que las doctrinas no tenían la resonancia adecuada, las órdenes mendicantes oponen a las cosmogonías locales las virtudes de humildad que rodean a los santos y acotan su presencia a un número limitado, a fin de no inundar la región con los infinitos mártires de la hagiografía judeo-cristiana.

Los evangelizadores, en efecto, no operan sobre la base de un corpus doctrinal que contenga la teología cristiana en su conjunto, sino sobre un repertorio limitado de imágenes que se explican más en razón de sus significantes que en virtud de sus significados. La importancia que se atribuye a las imágenes de santos asociadas con animales, como ha indicado recientemente Báez-Jorge, pone en evidencia la atención que los indígenas conceden al marco inconográfico del catolicismo, cuya fauna hace posible la traducción entre el santoral cristiano y el antiguo código del nagualismo.24 Si la imagen se vuelve objeto de culto, es porque establece un puente entre el signo y el concepto, enlazando realidades que no podrían ser aprehendidas más que a partir de una lógica de lo sensible. Gruzinski advierte que si la abundancia de ídolos recordaba por analogía la de los santos patronos, tanto unos como otros extraen su poder de dos atributos esenciales: la vestimenta y los adornos, que permiten que las imágenes se definan menos por sus atributos morales que por su carácter emblemático.25 En el juego de lecturas e interpretaciones con que la población indígena decodifica los mensajes cristianos, las propiedades sensibles adquieren en efecto una relevancia inusitada. Es el polo sensorial, para decirlo en términos de Turner, el que gana terreno frente al polo ideológico. La iconografía colonial, poblada de serpientes y espadas, animales y astros, constituye un sitio de encuentro entre dos culturas que mantienen sin embargo una relación distinta frente a las imágenes sensibles.

Al considerar las pautas que rigen la lectura indígena de los signos, Tzvetan Todorov ha argumentado que las culturas precolombinas privilegiaban una forma de comunicación que difería, en esencia, de los parámetros hispánicos. Mientras éstos cultivan la comunicación entre los hombres, aquéllas convierten a los signos en una comunicación con el mundo. De ahí que el universo precolombino aparezca como un mundo sobreinterpretado en el que el indígena “favorece el paradigma en detrimento del sintagma y el código en detrimento del contexto”.26 La ausencia de la escritura juega un papel relevante en este plano, en la medida en que no sólo promueve una forma verbal altamente ritualizada, sino también una relación distinta con los lenguajes iconográficos. Por oposición a la imagen, la escritura hispánica permite la ausencia de los objetos designados de la misma manera que hace posible la ausencia de los hablantes. El código indígena exige por el contrario un emisor más sensible de los signos, traduce las cualidades del universo en presagios e inscribe todo acontecimiento en un orden establecido. Como otros eventos que se suceden durante el siglo de la conquista, la invasión de las imágenes se organiza como una lectura de los signos que opera por la vía de la semejanza o de la analogía. Este proceso encuentra una correspondencia adecuada en las estrategias de evangelización, ya que el cristianismo se propaga en términos de imágenes: “las imágenes cristianas y los ídolos indígenas -señala Gruzinski- son considerados como entidades en competencia y, en cierta medida, equivalentes”.27 Sin embargo, mientras los frailes traducen conceptos, que en las crónicas de la época permiten establecer equivalencias entre divinidades abstractas, los indígenas que surgen de la Colonia parecen ceñirse a una lógica de lo concreto que vuelve equiparables las propiedades sensibles de aquellas imágenes que hasta entonces resultaban heteróclitas. Estas equivalencias, que operan sobre el plano sensorial, son las que permiten afirmar que la “conjunción de Xipe Totec con el patriarca San José parece residir en la renovación implicada en el florecimiento de la vara del santo y en la nueva piel que viste el desollado”, como lo hace Aguirre Beltrán para caracterizar la síntesis entre una antigua deidad mesoamericana y el santo epónimo de una comunidad nahua en la Sierra de Zongolica.28

En diversos casos, en efecto, puede observarse un proceso similar en el que la cultura indígena del siglo XVI recupera imágenes comunes de la España medieval. Más que universos, estas imágenes conforman elementos residuales que se extraen de un cuerpo doctrinario más amplio. Constituyen, en el lenguaje de Lévi-Strauss, restos y sobras que adquieren relevancia en virtud de sus propiedades sensibles. Las imágenes de San Miguel, San Mateo, la Tarasca y Mahoma, que presidían las procesiones de Corpus en la España medieval, son elementos de significación que permiten establecer un conjunto de relaciones posibles con imágenes y acontecimientos que provienen del universo mitológico mesoamericano. Como en otros casos, éstos conforman a su vez restos y sobras de un mundo en extinción del que sólo sobreviven algunas iconografías en forma de estelas, algunos pasajes en forma de memoria oral y algunos restos del ancestral cuerpo de creencias. Al igual que el proceso de evangelización, donde las circunstancias imponen un modelo reducido y simplificado, el antiguo cuerpo de creencias habrá de desquebrajarse en piezas y trozos que ya no guardan una relación sistemática entre sí, para dar lugar a imágenes y episodios fragmentados de los cuales se retoman ciertos elementos que son susceptibles de enlazarse con la iconografía judeo-cristiana.

La articulación de elementos, piezas y trozos que provienen de universos dispares producen sin embargo una reorganización significativa del conjunto que ya no corresponde a las matrices originales. Esta articulación, que hoy llamamos religiones indígenas de Mesoamérica, toma la forma de una matriz cultural que elabora conjuntos estructurados utilizando acontecimientos, o más bien residuos de acontecimientos. Se explica, así, que pasajes residuales de la Conquista puedan integrarse a la ejecución de una danza o que elementos específicos de las procesiones hispánicas de Corpus puedan articularse con elementos residuales del mundo precolombino.29 El personaje de las estelas de Izapa, que blande un hacha en la mano, mantiene sin duda una correspondencia con la imagen de San Miguel Arcángel en el momento de cercenar la cabeza del dragón, y es esta correspondencia a nivel de las propiedades sensibles la que permite que antiguos significantes se trastoquen en nuevos significados. Se diría, a la manera de Boas, que estos “universos mitológicos están destinados a ser desmantelados apenas formados, para que nuevos universos nazcan de sus fragmentos”.30

Si la tarea de la cultura consiste en desconectar campos para volver a conectarlos, como afirma Michel Serre, las operaciones que dan forma a la nueva religiosidad del siglo XVI sólo pudieron guiarse por un principio semejante que construía universos significantes a partir de un conjunto de materiales limitados. Como el bricoleur lévi-straussiano, el indígena que emerge de la Colonia opera con “lo que tiene a la mano” y que constituye, en esencia, los restos y sobras del pasado prehispánico y las imágenes fragmentadas que pone a su disposición la nueva empresa evangelizadora. No se trata, en este caso, de una mezcla mecánica que reintegra en una sola formación elementos de culturas dispares, dando lugar a un sincretismo confuso y amorfo, sino de una articulación sistemática que permite reorganizar el mundo sensible en un nuevo campo de significación.

No es gratuito, en efecto, que las formaciones sincréticas encuentren en la religión un espacio privilegiado para expresarse. Los sistemas religiosos son por definición sistemas incompletos que operan a la manera de un rompecabezas donde las piezas se distribuyen en distintos universos. Estos universos pueden ser a un tiempo imágenes, objetos, discursos o acontecimientos, pero siempre son restos y sobras de aquello que representan. En la metáfora del rompecabezas que hemos empleado, la ausencia de determinadas piezas no sólo suele suplirse por la vía de la historia oral, la narración mitológica y la referencia a determinados acontecimientos, sino también por la vía del “préstamo cultural”, que por este conducto llena los espacios vacíos y permite conectar la cadena de los significantes. A través de las imágenes de San Miguel, es posible establecer conexiones inteligibles entre los personajes que se plasman en las estelas de Izapa. Que estas relaciones no correspondan a los motivos originales no altera el carácter articulado del conjunto, ya que los atributos del santo patronal, la cabeza de serpiente y las representaciones del rayo pasan a formar parte de un nuevo discurso.

Las fronteras de este conjunto no culminan sin embargo en el espacio local. A la manera de un rompecabezas que se expande, las piezas se distribuyen sobre un ámbito regional que otorga coherencia y sentido a las configuraciones locales. Así, por ejemplo, no es posible comprender el sentido de la danza de la serpiente entre los huaves sin considerar la danza del titu entre los chontales oaxaqueños. La relación entre ambas manifestaciones no sólo es de contigüidad espacial, en la medida en que huaves y chontales constituyen grupos vecinos, sino también de conexiones lógicas, ya que los chontales traducen el enfrentamiento entre el rayo y la serpiente por un combate entre el reptil y San Miguel Arcángel. Esta transformación dialoga, de manera inevitable, con las representaciones rituales de los huaves. Tanto en la versión hispánica como en la versión chontal, la figura de San Miguel Arcángel es una de las múltiples piezas dispersas que van conformando el paisaje del rompecabezas, formando parcelas de sentido que dejan entrever un sistema de relaciones más amplio.

Por su propia naturaleza, la teoría del sincretismo postula la existencia de significados originales que se ajustan a nuevos significantes en situaciones de contacto cultural. Sin embargo, no existen significados “primarios”, y la extensión de una palabra o de otro elemento simbólico son fundamentalmente la misma operación. Cualquier uso de un elemento simbólico es una extensión innovativa de las asociaciones que adquiere a través de su integración convencional en otros contextos. Los sistemas simbólicos que hoy observamos entre los huaves durante las celebraciones de Corpus Christi están tan alejados del mundo prehispánico como de la España medieval, y su articulación responde a una lógica que ha dejado de estar sujeta a las exigencias del tiempo y del espacio.

Hace algunas décadas, al examinar los rituales zinacantecos en los Altos de Chiapas, Evon Vogt hizo notar que la historia de las religiones prehispánicas y mediterráneas ciertamente explica la introducción de muchos elementos del ritual, pero no nos explica lo que los rituales significan para los indios ni por qué siguen realizándolos como lo hacen: “cualquiera que sea el origen primordial de un ritual (maya, azteca, español o sincrético), los rituales que observamos hoy en día tienen una forma y una coherencia típicamente zinacanteca, y la labor del investigador consiste en descifrar los principios ordenadores de esa coherencia”.31

En estas circunstancias, conviene preguntarnos hasta qué punto es conveniente hoy en día examinar las prácticas religiosas de los pueblos indígenas de acuerdo a un eje de referencia externo, analizando los elementos prehispánicos o coloniales de determinadas conformaciones simbólicas. Un procedimiento de esta naturaleza implica suponer que las religiones indígenas son un esbozo o una desviación de una religión central, cuando en realidad constituyen sistemas articulados que se rigen por un código propio. Si admitimos que las religiones son formaciones semejantes a los lenguajes, estamos también obligados a admitir que no son los elementos lo que hacen común o diferente a estas formaciones, sino la forma en que cada religión o cada lenguaje combina y relaciona esos elementos. La diferencia de los significados no depende en este caso de la existencia de un origen común o divergente, sino de la forma en que cada significante se encadena con otros símbolos. Una vez que el bricoleur mesoamericano ha puesto sus operaciones en marcha, nada impide que las celebraciones católicas, los santos patronales y las divinidades precolombinas puedan formar parte del mismo universo de sentido. La noción de sincretismo se revela así como la variante de un principio más general que alude a la conexión de los signos o, mejor aún, a la forma en que distintos sistemas simbólicos se articulan bajo reglas que nunca son contingentes, aun en los momentos más álgidos de las vicisitudes de la historia.

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Sobre el autor
Saúl Millán
Escuela Nacional de Antropología e Historia, INAH.


Citas

  1. Cfr. Marc Edmonson, “Nativism, syncretism and anthropological sciences”, en Nativism and Syncretism, 1960, pp. 183-203. []
  2. “Memorandum on the Study of Acculturation”, en American Anthropologist, vol. 38, 1936, pp. 147-152. []
  3. John Y. Peel, “Syncretism and Religious Change”, en Comparative Studies in Society and History, vol. 10, 1968, pp. 121-141. []
  4. Cfr. Claude Lévi-Strauss, La historia del Lince, 1992, p. 250. []
  5. R. Van Zantwijk, Los servidores de los santos, 1973, p. 178. []
  6. Pedro Carrasco, El catolicismo popular de los tarascos, 1976, p. 199. []
  7. C. Estage, “Danza dialogada huave Olmalndiüc”, en Tlalocan, vol. IX, 1982. []
  8. A. Lupo, “El monte de vientre blando. La concepción de la montaña en un pueblo de pescadores: los huaves del Istmo de Tehuantepec”, en Cuadernos del Sur, 1991. []
  9. A. Warman, La danza de moros y cristianos, 1972, p. 70. []
  10. José María Bradomin, Oaxaca en la tradición, 1960, p. 100. []
  11. George Foster, Cultura y conquista, 1985, p. 335. []
  12. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, 1969. []
  13. Julio Caro Baroja, El estío festivo: fiestas populares del verano, 1984, p. 72. El subrayado es nuestro. []
  14. Ibidem, p. 68. []
  15. Carlos Navarrete, “El complejo escultórico del Cerro Bernal en la costa de Chiapas, México”, en Anales de Antropología, núm. 13, 1976, p. 23. []
  16. Ibidem, p. 27. []
  17. Idem. []
  18. Jacinto Quiriarte, El estilo artístico en Izapa, 1973, p. 43. []
  19. Mercedes De la Garza, El universo sagrado de la serpiente entre los mayas, 1984, pp. 152-153. []
  20. C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, 1969. []
  21. A. C. Sellner, Calendario perpetuo de los santos, 1995, p. 337. []
  22. C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, 1964, pp. 36-37. []
  23. Cfr. C. Lévi-Strauss, La historia del Lince, 1992, p. 250. []
  24. Báez-Jorge, Félix, Entre los naguales y los santos, 1998. []
  25. Serge Gruzinski y Carmen Barnand, De la idolatría: una arqueología de las ciencias religiosas, 1992, p. 94. []
  26. Tzvetan, Todorov, La conquista de América. El problema del otro, 1987, p. 95. []
  27. Serge, Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a Blade Runner, 1994, p. 144. []
  28. Gonzalo Aguirre Beltrán, Zongolica: encuentro de dioses y santos patronos, 1992, p. 106. []
  29. En la danza de la Serpiente que ejecutan los huaves, y a la que nos hemos referido anteriormente, se introducen parlamentos que provienen de la tradición bíblica, lo que ha llevado a algunos investigadores a pensar que se trata de una reproducción del combate entre David y Goliat. []
  30. Citado en Lévi-Strauss, op. cit., 1969, p. 41. []
  31. E. Vogt, Ofrendas para los dioses, 1979, p. 14. []

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