Por décadas los especialistas del folklore, la etnografía de la comunicación, la interacción verbal y la antropología han mostrado el papel protagónico de la narración en la reconstrucción y explicación crítica del pasado, así como en la construcción del yo narrador, su identidad, sus creencias y sus argumentos. El lenguaje es algo más que la materia prima de los relatos, contribuye a ubicar y mostrar la imagen que tiene un narrador sobre sí mismo, sobre los eventos de su pasado y sobre la audiencia ante quien los cuenta. Esta imagen no es totalmente preexistente a la narración sino que se va creando dialógicamente entre aquel que narra y aquellos que lo escuchan. Frente a ellos el narrador se sitúa verbalmente por medio de lo que dice y de cómo lo expresa. Las historias de vida que recoge este libro son parte integral de la memoria del tiempo vivido y un recurso para que un narrador se presente como persona social y moral.
Desde esta perspectiva, Marie-Odile Marion, ha cumplido un papel fundamental: ser esa audiencia frente a la que las narradoras interactúan y se retratan. Tal como han sido traducidas y editadas las palabras de las mujeres lacandonas que interesan ante todo por su calidad testimonial que la autora, con su saco de conocimientos y su experiencia de campo a cuestas, supo rescatar magistralmente en interación conversacional con sus informantes.
Recorro entonces las páginas de Entre anhelos y recuerdos decidida a ser simplemente una lectora que “escucha” con atención las historias donde tejen su pasado y su presente: Na’k’in, Chana’bor, Chanes, Chana’k’in, Chanuc y otras mujeres lacandonas que hablan en este libro.
Para ordenar mis impresiones he tratado de reconstruir los conjuntos simbólicos que más llamaron mi atención. El primero abarca los cuatro primeros relatos y los personajes femeninos y masculinos que viven en ellos. Un paradigma que los atraviesa es el de la vida. Vida que las narradoras recuerdan y describen con fuerza y lujo de detalles. Frente al lector se despliega la naturaleza exhuberante del río, del lago y del arroyo habitados por mojarras, tenguayacas, macabiles y tortugas, según cuenta Nan’k’in, y por las anguilas, cangrejos y caracoles que recogen Chana’k’in y sus hermanos. Las palabras de las mujeres lacandonas reconstruyen igualmente la espesura del bosque selvático, donde corren las iguanas, vuelan los loros y se expande el olor de los nances; así mismo retratan el campo, donde se siembra el maíz, la yuca y el camote. Escuchamos a la aguerrida Chana’k’in: “A veces pasábamos días trabajando mi hermana Es y yo, cuando mi papá iba de cacería. Él caminaba lejos y siempre traía faisán o bien tucán o bien jabalí […]” En otras páginas Chana’bor rememora su infancia en Chanacté:” había mucho faisán y jabalí, también comíamos carne de tapir cuando terminaban las lluvias”, y los recuerdos de Coh nos trasladan a Lacanjá: “Entonces la selva estaba alta, bonita, había mucha caza y no teníamos que caminar mucho para flechar carne. Había un corozal cerca y anidaban muchos faisanes. Mi padre era fuerte, era un gran cazador, no le temía a la selva. Tenía arcos grandes y sabía tirar.”
El paradigma de la vida se alimenta también, como en muchas de las culturas ancladas en la oralidad, del aprecio por las destrezas verbales. Es frecuente que al terminar el día se entonen himnos y cantos, a menudo acompañados de la flauta, o que la obscuridad convoque al relato de historias del pasado. Coh borda sus recuerdos en voz alta: “Mi mamá sabía hacer atole para cantar a los dioses: […] entonces nos juntábamos para tomar atole y cantábamos, mi hermano tocaba su flauta; era bien hermoso su canto entonces […]”, mientras Chan’k’in reedifica en su memoria las veladas nocturnas: “Mi marido contaba y platicaba mucho en las noches. Casi todas las noches nos contaba de su tierra del Valle Grande, de sus viajes en la selva alta y más allá del pueblo grande de los dzules (los mestizos)”. Al correr de las páginas, el gusto por el uso de la palabra, alimentado del recuerdo de eventos pasados, ofrece la interpretación que de su mundo y el del “otro” hacen las lacandonas.
Ahora bien, en estos relatos la vida se entrecruza con el paradigma de la muerte que reiteradamente acude a la memoria de las narradoras. Muerte por enfermedad, como relata Chana’k’in, al conjurar sus recuerdos: “mi sobrinito Chanbor no se crió […] le dio tos, mucha tos, tanta tos que se quedaba tieso, sin poder respirar. Su cara se volvía azul y buscaba el aire que no podía entrar en su pulmón. ¡Pobrecito tan tierno se murió! Muerte provocada por el contagio de los males de los dzules, que se vuelven mortales para el grupo indígena habitante de la selva. De nada sirve para detener la epidemia de gripe y sarampión en Chanacté el té de caoba, las curaciones de hojas, las ofrendas en las ollas para los dioses y los cantos y plegarias. Chana’bor la describe: “Pobre mi hermano, también trajo el mal de los dzules. Luego se llenó de ronchas, su cuerpo se volvió débil […] Se murió una noche […] cuando despertó mi cuñada él ya estaba muerto […] Luego murieron varios de mis compañeros; en un mes toda una casa se vació […] Muchos morían entonces y no sabíamos por qué ni cómo curarlos […] los males de los dzules andaban por todas las brechas, corrían por la selva y ya no podíamos salir porque siempre se nos podían trepar.”
Muerte por la violencia intraétnica: por celos entre las esposas de un marido, por defensa de las mujeres de una familia o por querellas entre familias. Así cuenta Na’n’kin, al iniciar su relato: “Pobre de mi mamá, no nos vio crecer […] la mató su hermanita (la estranguló la otra esposa de su padre). La mató cuando mi padre estaba en el bosque.” Y más adelante narra: “Un día mi hermana Na’bor llegó a casa. Cargaba a su hijita en su mecapal […] Tenía mucho miedo […] K’in -su padre- acababa de matar a su esposo con un solo machetazo en la cabeza. A esta violencia que también acaba con la vida del padre y el hermano mayor de Chana’bor se añade otra, la de los extraños: los dzules que acaban a machetazos con Andrés y otros miembros de su familia, porque no les permite que se lleven a su hija Ixiam y el gringo que mata a la pobre Cuti a palos.
No obstante, las mujeres que sobreviven hacen frente a la fatalidad con la fuerza de la vida y con entereza aceptan y responden positivamente a las pérdidas de sus familiares, que muchas veces significa cambios de habitat, nuevos maridos con otras esposas y nuevos hijos y hermanos. En la sociedad lacandona esta gran familia que se vuelve a erigir sobre la muerte surge vital y se renueva. Entre las memorias más alegres de Chana’bor se cuentan las de su infancia en Chanacté rodeada de las esposas y los hijos de su padre: “Con mis madrastras éramos muchos en Chanacté. Sentía uno bonito al vivir allá […] Con mis hermanitos seguido íbamos a pescar, poníamos trampas y cenábamos pescado fresco”. La familia ampliada y poligámica era hasta hace poco el centro de los deberes y obligaciones del jefe de familia, padre, cuñado o hermano mayor, quien decidía la suerte de las mujeres. Chana’k’in dice al hablar de su hermana: “Entonces mi padre buscó otro marido para mi hermana […] K’i’n se llamaba […] Tenía cabellos claros y le gustó mucho a mi hermana. De nuevo ella se fue a dormir detrás de la manta y yo me quedé sola en mi cama.” Coh, por su parte, recuerda: “Después de que se muriera mi padre, mi hermano me dio a mi marido, Bor […] Mi hija nació aquí en Lacanjá. Ella es de aquí como yo. Fue la primera de sus hijas de mi marido […] Tuve dos hijas y mi hermanita (la otra esposa de su marido), tuvo muchas. Teníamos muchas niñas en casa y mi esposo estaba contento sabía que pronto tendría sus yernos”.
Los momentos de alegría son efímeros en estas historias de la vida lacandona y es de llamar la atención la madurez con la que las mujeres, como Nan’k’in, Chana’bor, Chanes o Coh, encaran los tropiezos cotidianos: “Luego me dejó mi esposo. Al principio me daba maíz pero luego ya no me quizo dar nada”, cuenta Coh. La ausencia del hombre de la casa por muerte o por abandono significa la pérdida de sostén y obliga a la mujer a ocuparse por sí sola de su subsistencia. “Entonces -continúa Coh- tuve que hacer mi milpa para que tuviera maíz en el granero.” Lo mismo hace Chana’k’in a la muerte de Bor, su marido: “Lloré mucho cuando se murió; muchos días, no me recuerdo cuántos […] Entonces tuve que volver a empuñar el machete y el hacha: tuve que regresar a trabajar sóla con mis niños, de sol a sol.”. De ahí la costumbre de la búsqueda constante de compañero para las hijas, para las hermanas, para las sobrinas y también para las viudas. El bien más preciado para esas mujeres de la selva, apunta Marie-Odile Marion, es un hombre que siembre su maíz. Esta tarea hasta hace algunos años la cubría un marido, un yerno o un hermano. Era gran suerte para una viuda poder ser entregada a un nuevo hombre y pasar a compartir el alboroto de su casa con las otras esposas y sus hijos. Eran afortunados los huérfanos que encontraban otras madres. Cierto que a veces la madrastra no es solícita y maltrata a sus hijastros como ocurre a Chacún y a su hermanito. También ocurre que el marido lacandón sea “bravo”, como el de Chana’bor y Chanes: “Mi marido era muy bravo en esa época […] nos daba duro cuando se enojaba”. A Chana’bor le fracturó una pierna a palos, pero tanto ella como Chanes lloraron su muerte, como si los otros roles que llenaba en sus vidas compensaran su trato brutal. La integración paulatina de los lacandones -buenos, joviales o bravos- a las fuentes de trabajo eventual que les ofrecen los dzules ha traído como consecuencia que la mujer lacandona enfrente cada vez en mayor soledad, como Coh y Chanuc, sus necesidades de subsistencia y el transcurrir de su vida diaria.
A la vida y a la muerte en el mundo lacandón se opone en este libro un tercer paradigma, el de los “otros”. La voz de todas estas mujeres testimonia que la relación con los dzules o los extranjeros, sin ofrecer solución al deterioro socioeconómico de la vida lacandona, interfiere en cambio abruptamente en su sistema de creencias y relaciones sociales, y debilita o destruye los patrones de comportamiento cultural. En su niñez todas ellas les temen, sus familias se cobijan en lo más profundo de la selva para evitarlos. La selva tiene riquezas que atraen a los dzules desplazando a los lacandones cuyos miembros más jóvenes se ven frecuentemente impedidos a buscar otras fuentes de trabajo en Palenque o en tierras tabasqueñas. Los hombres de afuera irrumpen en la memoria de las narradoras investidos como saqueadores de la selva y portadores del miedo o como extraños, alejados de sus costumbres.
Las predicaciones del ministro protestante Felipe son aceptadas sólo en parte entre las mujeres. Aquellas que combaten el maltrato que les dan sus maridos reciben su anuencia, no así el pregón de la unión monogámica que les es ajena: “A Felipe no le gustaba que un hombre pidiera a las hermanas de su esposa”, comenta Chana’bor, “no sé porqué hablaba así Felipe […] a mí me gustaba estar cerca de mi hermanita Chanes (la otra esposa de su marido)”. “Felipe decía que no era bueno tener muchas mujeres”, explica Coh, “yo no decía nada […] porque mi esposo siempre había tenido dos esposas y no peléabamos; entonces yo no entendía lo que quería Felipe.” Por otra parte, romper el esquema de la familia poligámica y ampliada ha afectado la economía del grupo y el amparo que en él podían encontrar las mujeres lacandonas.
Las uniones con los dzules a las que en ocasiones son forzadas por el padre no eximen a la mujer del maltrato y en cambio sí la apartan de la hermandad de sus compañeros lacandones. Nan’k’in es entregada por su padre al chiclero José Rivera a cambio de dos sabuesos, pero ella se le escapa huyendo sola por la selva: “De madrugada atravesé el viejo acahual. Comí harto plátano y una papaya tierna. Antes de que terminara de levantarse el sol, estaba en el camino que lleva a Lacanjá. Mi papá no se enojó cuando supo que yo había regresado: él estaba contento con sus sabuesos y yo estaba contenta con mi hermana”. Posteriormente, su padre la obliga a trabajar en una casa de dzules donde la toma por compañera uno de ellos del que tiene dos hijos: “Entonces me tuve que quedar ahí con los dzules. Luego me tomó Fabián; fue él mi marido. Pero tomaba harto vino. Entonces me pegaba, me pateaba, duro me daba […] Primero nació mi hijo Luis, luego vino Celia, pero me seguía pegando mi marido Fabián”. Nan’k’in finalmente también huye de él llevándose a sus hijos, pero esta unión la marca frente a la comunidad lacandona y margina a sus descendientes, a quienes no se les reconoce como miembros del grupo: “Mis compañeros no querían a mi hijo, decían que él era un dzul y que los dzules son bravos, por eso no lo querían por yerno”. Notamos sin embargo que la misma determinación con que se aleja de los “otros” la mantiene altiva frente a los suyos: “Entonces mis compañeros decían que yo era como Kisin (el señor del inframundo). Como fumaba cigarro, decían que se me enmohecería el corazón. Yo me reía y no les escuchaba. Las xunam (las mestizas) sí fuman cigarros y no tienen óxido en su pulmón.”
En el marco de estos tres paradigmas: la vida, la muerte y los otros, la imagen que construye Nan’k’in de sí misma es beligerante, tanto frente a los dzules como frente a los miembros de su etnia. También el relato de Coh y Chanuc ofrece la imagen de dos mujeres que expresan dignamente su desacuerdo con una sociedad lacandona que las condena a la soledad. Ambas luchan por reivindicar sus derechos -entre ellos, el de desposar a un xatero e integrarlo a la comunidad lacandona- y los defienden públicamente en la asamblea de jefes de familia, que registró Marie-Odile Marion. Las otras mujeres son igualmente personajes sólidos que con capacidad y fuerza responden a los desafíos con que la cultura lacandona somete a la mujer.
Las dos últimas experiencias que integran el libro, son textos donde la intención de denuncia por parte de la autora crea irremediablemente una ruptura con los anteriores. En la historia de Ixiam, Marie-Odile Marion pasa de la autora que escucha y narra, a la autora que interpreta y califica, mezclando la palabra testimonial del informante con la mirada crítica del antropólogo: “El peor error de Andrés (el padre de Ixiam) fue creer ciegamente en las bondades del mundo de los dzules. Pensaba que fuera de los límites de su pueblo, se extendía un universo de progreso y seguridad […] estaba tan íntimamente convencido de ello que me divirtió su credulidad”. De otro lado, la historia de Cuti, no es ya un relato narrado por mujeres lacandonas sino una emotiva crónica donde la autora entretejió su denuncia con los hilos de una metáfora a la vez poética, el relato de K’imbor sobre la crisálida que no llega a convertirse en mariposa- y cruel –la niña lacandona asesinada que no llegó a ser mujer.
Este libro da cuenta de dos facetas del trabajo del antrópologo. En primera de ellas Marie-Odile Marion es sólo el personaje que promueve y alienta la voz narrativa de las mujeres lacandonas. En ellos se esfuerza por cumplir cabalmente con el propósito de recuperar una visión personalizada de la historia del “otro”, tal como lo expresa en su prólogo. Para alcanzar su objetivo se limita, desde este segundo plano a brindar ayuda para hilvanar los eventos y a interactuar respetuosamente con los recuerdos de su informante. La memoria, recuperada y verbalizada conduce así a los relatos de Na’k’in, Chana’bor, Chanes, Chana k’in. Fue más difícil para Marie-Odile Marion mantenerse en este segundo plano al introducir los personajes de Coh y Chanuc que la obligaron a situarse como protagonista en el relato. No obstante, su enorme experiencia en el manejo de la entrevista, logró que estas dos mujeres ofrezcan un nítido testimonio de las dificultades que enfrentan ante el cambio social y cultural impuesto desde afuera a su comunidad y a sus vidas.
En este libro toman cuerpo con gran consistencia analítica y calidad literaria las vivencias de una cultura del pasado que atraviesa hoy día por el proceso difícil de su transición hacia un futuro incierto. Hago notar en este punto, y previendo futuras ediciones, que debido a las características textuales de la obra hubieran sido preferible que la información contenida en notas de pie de página -nombres científicos de plantas, citas bibliográficas, tradiciones de términos y expresiones en lengua maya y otras explicaciones adicionales a los relatos- ocupan su lugar al final del libro. Así, sus lectores podrían, sin estas interrupciones, dejarse llevar más libremente por el flujo de la palabra de las narradoras magistralmente captadas en estas páginas.
Para terminar, hago notar que un mérito mayor de Entre anhelos y recuerdos es con toda modestia, la autora obtuvo de mencionar el difícil y complejo proceso de investigación científica y de campo, que subyace a su libro. Es de lamentar la muerte temprana de una antropóloga con aptitud, capacidad y dedicación que caracterizaron a Marie-Odile Marion.
Sobre la autora
Dora Pellicer
Escuela Nacional de Antropología e Historia.