¿Qué hay en un nombre?**
What’s in a name? That which we call a
rose by any other name would
smell as sweet…
William Shakespeare, Romeo and Juliet,
II, ii, 43-44
Lewis Carroll, en un cuento clásico para niños -o, mejor dicho, para niñas-, A través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado ([1871] 1960, pp. 262-3), que no deja, por ello, de fascinar a los adultos, nos proporciona la siguiente reflexión respecto a los nombres propios en un diálogo entre Alicia y Humpty Dumpty:
– “Don’t stand chattering to yourself like that”, Humpty Dumpty said, looking at her for the first time, “but tell me your name and your business”.
– “My name is Alice, but… ”
– “It’s a stupid name enough!”, Humpty Dumpty interrupted impatienly. “What does it mean?”
– “Must a name mean something? ” Alice asked doubtfully.
– “Of course it must”, Humpty Dumpty said with a short laugh: “my name means the shape I am- and a good handsome shape it is, too. With a name like yours, you might be any shape, almost”.1
En este diálogo, el sentido del humor de Carroll, al contradecirlas, juega con dos de las características fundamentales que generalmente se le atribuyen al lenguaje: a) lo arbitrario del signo; b) la ausencia de significado de los nombres propios más allá de la identificación de un individuo en particular. Pero al decir que comúnmente se aceptan, no quiere decir que sean correctas. Ya desde los escritos del gran lingüista ruso Roman Jakobson (1965), sabemos que la doctrina saussureana (Saussure, 1968) de la arbitrariedad del signo lingüístico –abogada también, al parecer, por Julieta en el epígrafe- es demasiado procrusteana para poder proporcionarnos una visión adecuada del lenguaje humano, sin llegar, empero, al extremo de motivación que exige Humpty Dumpty. 2
En la literatura sobre el significado de los nombres propios, en cambio, la situación es más compleja. Sorprendentemente, en los dos últimos siglos, el problema de los nombres propios ha preocupado a filósofos destacados de la talla de John Stuart Mill (1843), Gottlob Frege (1892), Ludwig Wittgenstein (1921), y Bertrand Russell (1948), entre otros.3 De todas maneras y a pesar de sus opiniones a veces encontradas, todos, quizás, aceptarían que existe, por lo menos, cierta plausibilidad en la opinión de Mill (1973-74, lib. I, cap. ii, s5, p. 33) de que los nombres propios tienen denotación pero no tienen connotación, o sea, en términos más familiares, que tienen referencia pero no tienen sentido, a pesar de ciertos problemas teóricos con esta posición.4 Por ejemplo (según hace notar Searle [1969] 1971: 135), Wittgenstein dice en el Tractatus ([1921] 1973: 3203) que: Der name bedeutet den Gegenstand. Der gegenstand ist seine bedeutung. (“El nombre significa el objeto. El objeto es su significado”).
Pero esta visión de los nombres propios también tiene sus limitantes. En particular, no explica cómo Ignacio Guzmán Betancourt pudo reunir más de 400 páginas de casi 80 autores sobre la historia y el significado de cuatro nombres propios, México, Tenochtitlan, Anáhuac y Nueva España, ni tampoco nuestra fascinación al leer lo que se ha escrito al respecto.
Si alguien se llama Alicia, quizás no sabremos su forma, como quisiera Humpty Dumpty, pero sí sabremos que, con mucha probabilidad, va a a ser una mujer nombrada dentro de la tradición de nombres judeocristianos, y que podría haber nacido, si es mexicana, el 16 o el 23 de junio, los días de santa Alicia virgen y santa Alicia mártir, respectivamente. Alguien llamado Abdul probablemente va a ser musulmán, y alguien conocido como Güera va a ser rubia, etcétera. Searle (ibidem: 141) está en lo correcto cuando dice que puedo darle el nombre de Martha a mi hijo sin mentir, pero sí voy a sorprender, y quizás a fastidiar, porque constituiría una violación de las convenciones para nombrar a las personas en mi mundo cultural. Y, como el personaje de la balada escrita por Shel Silverstein y grabada por Johnny Cash en 1969, “Un muchacho llamado Sue”, un hijo así llamado sería condenado a una vida de burla y peleas para establecer su ser social real, y anular el que le atribuye su nombre.
Los topónimos, en particular, suelen tener significados relativamente transparentes: Ciudad Juárez es una ciudad, Puerto Escondido está en la orilla del mar, y esperamos encontrar aguas termales en Aguascalientes y Hierve el Agua, y un río verde en Río Verde. Pero los nombres también pueden mentir, engañar o exagerar por diversas razones, quizás para atraer a pobladores, como pudo haber sido el caso de Hermosillo en el desierto de Sonora5 o Groenlandia –literalmente “tierra verde”- en medio del hielo y la nieve del ártico.6 Aquí, pienso también en los nombres de la geografía imaginaria de la Edad Media –California, Brasil, Antilla, Amazonas, las Siete Ciudades-7 que encontraron sustancia en los sueños y las esperanzas de los primeros exploradores en el Nuevo Mundo.
En algunos casos, los topónimos resultan de equivocaciones o confusiones –las Indias Occidentales nos dan un ejemplo inolvidable de ello- o de transformaciones o reinterpretaciones populares –Cuernavaca no tiene nada que ver con cuernos ni con vacas, y sólo los especialistas notarán la relación entre Churubusco y Huitzilopochtli.
Con el tiempo, los topónimos pueden perder su propiedad debido a los cambios históricos en los lugares a los cuales se refieren. El Desierto de los Leones ya no se caracteriza por tener una abundancia de leones, hasta donde yo sé, ni por ser un desierto carmelitano. De todas maneras, los nombres nos pueden decir algo sobre el pasado del lugar.
Frecuentemente, los topónimos no parecen tener un significado porque los cambios lingüísticos lo han ocultado para los que hablan la lengua moderna o porque se han tomado de otra lengua. ¿Quién podrá reconocer hoy la forma antigua de iglesia, egrija, en el nombre Grijalva (Corominas y Pascual, 1980-1991)? ¿Y qué hablante monolingüe de español sabrá que Michoacán quiere decir “lugar de los que tienen peces”? En casos como estos, nos interesan las etimologías de los términos, o sus traducciones, o las dos cosas.
Con frecuencia, el significado de los topónimos incluye un componente ideológico importante. Los nombres de santos que forman una parte tan íntima de la geografía mexicana (San Luis Potosí, San Cristóbal de las Casas, San Pedro Amuzgos) resultan de la profunda penetración de la ideología cristiana en estas tierras como resultado de la conquista espiritual. Los nombres prestados de los lugares de España (Mérida, Valladolid, Salamanca, Zamora, Guadalajara) crean un vínculo espiritual con el país de origen de los europeos que echaron raíces en México, pero sin querer arrancar las que los ligaban con el viejo mundo. Otro estrato ideológico refleja la historia política del país al consagrar los nombres de los héroes de la Independencia (Hidalgo, Morelos, Guerrero) y de la Revolución (las calles Emiliano Zapata, División del Norte, Francisco I. Madero, Aquiles Serdán), fechas importantes (la calles 5 de Mayo, 2 de abril, 5 de febrero), expresidentes (el Viaducto Miguel Alemán, la Presa Miguel de la Madrid) etcétera. En el caso de las culturas indígenas, a veces encontramos una toponimia profana intercalada con el escenario de eventos míticos y lugares sagrados para crear un paisaje plenamente cultural más que geográfico.8
Lo anterior explica, en parte, el porqué Ignacio Guzmán ha compilado este libro. Los topónimos tratados no son simples etiquetas que identifican lugares del mundo físico y social, son objetos culturales que encierran historias de lo que es y ha sido México. Los problemas encontrados para desenredar estas historias son muchos. En el caso de México y, en menor grado, Tenochtitlan, hay serias dificultades para entender el significado y/o la etimología de estos nombres que vienen del náhuatl. En los dos casos, hay análisis contradictorios que al parecer reflejan, en parte, un proceso de forjar y transformar los nombres según la ideología predominante, y forjar y transformar la ideología según los nombres. En los casos de México, Anáhuac y Nueva España, hay un problema adicional: determinar sus referentes, los cuales parecen ser cambiantes o ambiguos a través de la historia de México.
La selección de textos que proporciona Ignacio Guzmán nos ofrece una mirada interesante y reveladora hacia la historia de la reflexión lingüística en México. En los primeros momentos, interesaba establecer los referentes de los nuevos topónimos encontrados en tierras mexicanas, es decir, simplemente determinar la ubicación de los lugares nombrados. Pero poco después, en la década quinta de Pedro Mártir de Anglería, que probablemente fue escrita entre 1521 y 1523, encontramos un intento -por cierto, erróneo en gran parte- de entender el significado literal de Tenochtitlan. Sin embargo, y a pesar de la gran cantidad de erudición gastada en estos temas desde entonces, hay una falla metodológica importante que se puede percibir a lo largo de la Colonia y que perdura hasta nuestros días. Se trata del descuido de los datos lingüísticos frecuentemente necesarios y a veces suficientes para resolver problemas filológicos de esta índole.
Los textos que opinan acerca de la etimología o significado del topónimo México ofrecen un buen ejemplo de la falla metodológica a la cual me refiero. Se ha propuesto una gran cantidad de interpretaciones de esta palabra. Entre ellas, se encuentran las siguientes (tomadas de las lecturas reunidas por Guzmán Betancourt):
Me llama mucho la atención que ninguno de estos textos, ni de los demás que se encuentran reunidos en el libro que comentamos, intenta establecer la forma fonológica correcta de la palabra México en náhuatl. De hecho, con la excepción de Horacio Carochi –quien debiera estar incluido en esta selección de textos por lo mismo-, es posible que ningún otro autor registró la forma correcta de la palabra, que es México (Carochi, 1645, f. 56 r.). Esta notación, de acuerdo con el sistema ortográfico de Carochi, indica que la palabra tiene la primera vocal larga y un “saltillo” en la segunda sílaba. Quizás tales detalles de la pronunciación parezcan nimiedades, pero son suficientes para poder descartar las interpretaciones de Hernández, Sahagún y otros que piensan que tiene que ver con magueyes. La palabra maguey, metl, tiene la vocal “e” breve y por lo tanto no puede ser el primer elemento de la palabra México, donde la “e” es larga.9 Así, un detalle lingüístico aparentemente insignificante permite rechazar la conclusión del texto de 30 páginas de Enrique Juan Palacios (1926), por lo demás lúcido y perspicaz, quien interpreta México como “lugar o tierra del maguey”.
Hay otro misterio encerrado en la forma México que tampoco se trata en las fuentes reunidas hasta donde pude ver, la posición del acento de intensidad. ¿Por qué es esdrújula en español cuando la forma en náhuatl de la cual se deriva era aguda? Es decir, ¿por qué vivimos en México y no en Mexico? ¿Podría ser por la vocal larga en la primera sílaba? No puedo resolver este problema aquí, pero es otro ejemplo de la poca atención que han recibido los aspectos netamente lingüísticos en los estudios de estas palabras.
El problema de la acentuación de la palabra México también sirve para ilustrar uno de los limitantes de la edición que nos ofrece Ignacio Guzmán. Casi todos los textos coloniales están tomados de ediciones recientes que modernizan y regularizan la ortografía. Esta práctica es lo más normal en los trabajos de los historiadores, quienes se interesan principalmente en el contenido de los textos y no tanto en la forma, pero los criterios de edición que emplean los historiadores no son los más adecuados para los lingüistas. En particular, la palabra México está escrita con su acentuación moderna. Por lo tanto, no es posible saber cuándo se empezó a acentuar o buscar evidencia de un cambio en la pauta prosódica de este término.10
La selección de textos que nos ofrece Ignacio Guzmán cubre casi 500 años, con un predominio de textos de los siglos XVI y XX, con 23 y 43 autores respectivamente. En cambio, sólo hay nueve textos del siglo XVII, uno del XVIII y ocho del siglo XIX. En lo personal, la selección de obras de los siglos XVI y XVII me resulta especialmente interesante porque incluye un número considerable de las historias disponibles con cierta proximidad al México antiguo. Como soy lingüista, y no historiador, no conozco estas fuentes muy bien. El ver todas juntas y poder leer lo que dicen sobre el mismo tema me permite configurar una idea de qué tipo de fuentes son, en qué medida son originales, y cuáles me pueden servir en el futuro.
En conclusión, el libro que nos ofrece Ignacio Guzmán Betancourt permite conocer casi de primera mano lo que se ha escrito acerca de los significados de cuatro topónimos que forman una parte inextricable de la identidad mexicana. Sus textos vienen, además, de las plumas de algunos de los hombres más ilustrados de estas tierras y las de España. El lector lego puede quedarse perplejo con la multiplicidad de opiniones expresadas –quizás el compilador nos hubiera podido ayudar más en este sentido- pero también podrá observar el desarrollo, la historia del país frente a sus ojos, y saborear los problemas de interpretación implicados en buscar coherencia entre textos inconsistentes y contradictorios.
Bibliografía
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Sobre el autor
Thomas Smith-Stark
El Colegio de México.
Citas
* Selección de textos y estudios sobre el origen y significado de los nombres, México, Tenochtitlan, Anáhuac y Nueva España, con un apéndice acerca de la polémica sobre el cambio de nombre: México en lugar de Estados Unidos Mexicanos, 1993-1994.
** Este texto leído en la presentación del libro Ignacio Guzmán Betancourt el 17 de marzo de 1999 en la ENEP-Acatlán.
- -No te quedes ahí murmurando así entre dientes- le dijo Humpty Dumpty, mirándola por primera vez-; -pues, dime tu nombre y el asunto que te trae aquí./-Me llamo Alicia, pero…/-¡Qué nombre más tonto!- interpuso Humpty Dumpty con impaciencia./-¿Qué quiere decir?/-¿Debería querer decir algo?- le preguntó Alicia, no convencida./-Pero por supuesto- dijo Humpty Dumpty, con una risa brusca./-Mi nombre quiere decir la forma que tengo, y es una forma, además, bien parecida. Con un nombre como el tuyo, podrías tener cualquier forma, casi. [Traducción de TCSS.] [↩]
- Véase también Haiman, Natural Syntax: iconocity and erosión, 1985, para una defensa más reciente de la importancia de la motivación en la estructura lingüística. [↩]
- Por ejemplo, Searle, “The problem of proper names”, en Specch acts: an essay in the philosophy of language, 1969; Kripke, “Naming and necessity Lectures given to the Princenton University Philosophy Colloquium”, en Semantics of natural language, 1972; Donnellan, Proper names and identifigyng descriptions”, en Semantics of natural language, 1972, etcétera. [↩]
- Véase también lo que dicen lingüistas como Jespersen (The Philosophy of Grammar,1965: 64-71), Ullman (Semántica. Introducción a la ciencia del significado,1967, cap. 3, apartado iii) y Lyons (Semántica,1980) acerca de los nombres propios. [↩]
- Ignacio Guzmán me informa que el nombre de esta ciudad viene de un apellido, y no de un acto propagandístico. Efectivamente, según el Diccionario Porrúa (1995), el antiguo Pitic toma su nombre actual del general jalisciense José María González de Hermosillo. [↩]
- Dora Pellicer -tabasqueña de la colonia Roma- me ha hecho la sugerencia de que podría agregar a esta lista el ejemplo de Villahermosa, que con más propiedad debería llamarse “Villafea”. [↩]
- Véase Weckman, La herencia medieval de México, t.1, 1984, p. 39 y sigs. [↩]
- La toponimia huichol ofrece un buen ejemplo de lo anterior, según me informa José Luis Iturrioz en comunicación personal. Desafortunadamente, en los estudios toponímicos en México la mayoría consisten en simples listas de nombres con traducciones o interpretaciones etimológicas, arrancados de su contexto cultural y, muchas veces, con un conocimiento inadecuado de la lengua de donde proceden, o en la que se expresan los topónimos. En principio, el estudio de los topónimos se debe inscribir en el estudio general de la estructuración del espacio en el cual se mueven los seres sociales y culturales que los emplean, cómo se concibe y cómo se maneja en la vida. Según Lévy-Strauss (The savage mind,1966: 168), “el espacio es una sociedad de lugares nombrados”; yo agregaría que “esa sociedad de lugares” también forma parte de la sociedad de las personas que los frecuentan, y que no se puede estudiar de manera adecuada en forma aislada, desprovisto de su contexto cultural mayor. Para estudiar los topónimos, hay que atender a preguntas como las siguientes: ¿cuáles son los aspectos del espacio que reciben nombres y cuáles no? ¿Cómo se orienta la gente en el espacio? ¿Cómo dan direcciones y explicaciones de cómo llegar a cierto lugar? ¿Cómo será un mapa cognoscitivo de su mundo? ¿Cuáles son los límites de su mundo geográfico y qué relación tienen con los lugares nombrados? Dentro de este panorama, ¿cuál es el lugar de los topónimos? ¿Para qué se usan? ¿Qué valor cultural tienen? Los estudios de Boas Geographical names of the Kwakiiutl Indians, 1934 y Gossen Los chamulas en el mundo del sol, 1974, cap. 1, poseen algunas de las características que podría tener el tipo de estudios en el que estoy pensando. [↩]
- Para llegar a esta conclusión me sustento en Rincón, quien observa lo siguiente: “En las dictiones compuestas siempre o casi siempre las partes componentes guardan el mismo accento que tenian quando simples antes de entrar en la composicion” (1595, f. 66 r.). [↩]
- Otro ejemplo del mismo problema se encuentra en la forma Colúa, con una acentuación sorprendente, que aparece en varios de los textos reunidos por Guzmán Betancourt, sin poder determinar si la acentuación viene de la fuente original o si resulta de los criterios cuestionables de algún editor moderno. [↩]