¿Cuál es la visión que los blancos y mestizos chiapanecos han tenido, históricamente hablando, del “otro” indígena? ¿Puede decirse que esta visión, esta percepción, esta construcción ideológica de la “otredad ” indígena, ha sido racista, es decir, ha estado marcada de manera importante por una discriminación fenotípica?
Para dar respuesta a estas preguntas, en el presente ensayo se desarrollan algunas reflexiones que giran alrededor de los elementos histórico-estructurales centrales que, considero, son el fundamento de la visión que los ladinos chiapanecos tienen y han tenido acerca de los indígenas de la región. Dichas reflexiones conducen hacia un planteamiento concluyente en el que se discute, basándose de lo antes expuesto, si esta visión debe ser considerada como un fenómeno nacido al inicio de la Colonia y que se ha prolongado hasta nuestros días; o bien si debe ser considerada como un fenómeno que, precedido por la heterofobia etnocéntrica característica de los procesos coloniales, nació, en su versión actual, durante la etapa llamada moderna de la historia local; es decir, durante el siglo XIX en el que Chiapas ingresa a un territorio jurídico-político en el que la igualdad es el valor central.
Para entender el problema del racismo en la historia de Chiapas sería necesario, desde mi punto de vista, abordarlo a partir de una doble reflexión diacrónica o, para decirlo en términos más concretos, de una idea que combine hechos y representaciones simbólicas pertenecientes a dos momentos históricos -1532-1824 y 1824-1997-, distintos desde los aspecto histórico-geográfico, histórico-político e histórico-jurídico, pero que, desde el punto de vista del análisis del racismo en la región, con frecuencia quedan imbricados, se confunden, no permanecen totalmente distinguibles. Habría que incursionar primero en el estudio de la historia de las relaciones interculturales presentes en la Conquista y la colonización de la Provincia de Chiapa, perteneciente, desde principios del siglo XVI hasta 1824 a la América Central Española; segundo, en el estudio de las relaciones interculturales presentes en la historia poscolonial de Chiapas, la mayor parte de la cual -las dos alcaldías mayores, Tuxtla y Ciudad Real- se anexó formalmente al territorio geográfico y jurídico-político de México en 1824.
Los elementos coloniales constitutivos de la visión de las élites chiapanecas acerca del indígena
La historia de Chiapas está profundamente imbricada con la de los cinco países vecinos de Centroamérica. Esta vinculación, que tiene orígenes muy antiguos, persiste en la actualidad a pesar de los grandes esfuerzos realizados por el Estado-nación mexicano por integrarla a su proyecto de unidad nacional. Los antecedentes de esta vinculación datan del período prehispánico y se consolidan a lo largo de la Colonia, cuando Chiapas y los países que hoy son Centroamérica conformaban la capitanía general de Guatemala.
Es este largo proceso de maduración, de tres siglos, el que influye definitivamente en la conformación de una comunidad histórica -una larga convivencia de factores comunes en regiones muy amplias- que tiene límites geográficos precisos, marcados sobre todo, por el tipo de relaciones sociales entre indios y ladinos, continuidad de los grupos indios de ascendencia maya, etcétera (García de León, 1993: 191 y 197).
En el siglo XIX, los procesos de Independencia que se dieron en Centroamérica y la fragmentación de las viejas comarcas de la capitanía llevaron al surgimiento de cinco Estados-nación: Costa Rica, El Salvador, Nicaragua, Honduras y Guatemala, y una región, Chiapas, separada geográficamente del resto por Guatemala y que unifica poco a poco a México.
Con la larga influencia de la oligarquía guatemalteca, tras la anexión de Chiapas a México y, sobre todo, a partir de mediados del siglo XIX, la nueva burguesía agraria chiapaneca de los Valles Bajos Centrales de la cuenca del río Grijalva -Tuxtla y Chiapa de Corzo- se vio fuertemente influida por la ideología y las acciones políticas de los liberales promotores del movimiento de Reforma en el centro del país. Posteriormente, la Revolución mexicana de 1910-1920 significó en esta comarca del sur de México una aún mayor relación con las políticas y reformas que llegaban desde la capital. Los lazos de vinculación con Centroamérica se diluyeron en la superficie, ya que el encuentro de Chiapas con el siglo XX mexicano “causó un impacto sobre las estructuras de poder tradicionales; hubo una recomposición de la estructura de clases (más notoria en el campo) y un proceso también discontinuo y violento de reforma agraria que nunca terminó de resolverse (de hecho Chiapas acumula hoy el 27% del rezago agrario nacional) y que volvió a crear graves conflictos desde 1974” (ibidem: 191-192). Sin embargo, dichos lazos de vinculación continuaron siendo fuertes en los estratos más profundos de la conciencia regional.
Finalmente, desde el punto de vista étnico-social, de todas las naciones y regiones en las cuales se difuminó la antigua capitanía general de Guatemala, después de la Independencia, dos -Guatemala y Chiapas- mantuvieron rasgos comunes desde el punto de vista tanto de la composición étnica de su población como de sus relaciones interclasistas e interétnicas; y no hay duda de que en Guatemala (en donde el 60% de la población es indígena) y en Chiapas (en donde el 30% de la población es indígenas, porcentaje que aumenta de 70 a 80% en los Altos y la Selva) las relaciones sociales y las interculturales son aún hoy día en gran medida representativas de un modelo colonial clásico, y la ideología y las prácticas contra el indígena son de las más agresivas del continente.
No es éste el espacio para tratar a fondo la historia de las relaciones interculturales coloniales de Chiapas a la luz de su imbricación con aquellas de Guatemala y de las demás provincias centroamericanas de los siglos XVI hasta principios del XIX. Solamente dejemos sentados algunos datos indispensables para el desarrollo de nuestra reflexión en el siguiente sentido: a pesar de que los grupos dominantes y dirigentes en Guatemala y en Chiapas son en su gran parte mestizos o ladinos en sus orígenes, la mayoría se considera blanca por nacimiento o ascendencia sin mezcla de sangre indígena. Por ello, la construcción ideológica de la otredad indígena por parte de los sectores dominantes y dirigentes de estos lugares y las prácticas discriminatorias que la acompañan tienen en general las siguientes características. Existe en este sector social: a) una verdadera obsesión por la pigmentación de la piel y la pureza de la sangre; “el fantasma de los colores continúa proyectándose en un alto grado en su mentalidad y visión del mundo”; b) una creencia bastante generalizada de que el indígena no está socioculturalmente integrado, y que esto es imputable a los indígenas, “ya sea por su escaso desarrollo cultural, por su raza o por su marginación social” (Casaús Arzú, 1992: 206, 208, 278) y, finalmente, c) una opinión, caracterizada por diversos matices, de que la raza blanca debe mezclarse con la indígena únicamente con el objeto de “neutralizar” a esta última, para “terminar con la lacra” que ésta es.
Dicha opinión se ha traducido, en Guatemala, en algunas de las políticas oficiales hacia los indígenas que se han convertido en práctica política en diversas ocasiones, algunas de las cuales -1981 notablemente- se han constituido en un verdadero etnocidio, calificado por el Tribunal Permanente de los Pueblos como “crimen de lesa humanidad”.
En Chiapas, por otra parte, esta opinión ha producido la segregación que, discursos aparte, han sufrido históricamente los indígenas de los Altos, de la Selva y del Soconusco; la existencia, al servicio de finqueros y ganaderos, de las guardias blancas (grupos de hombres fuertemente armados que empezaron a actuar con toda impunidad a partir de las primeras décadas de nuestro siglo y cuyas principales víctimas han sido los indígenas); las masacres injustificadas, gratuitas y crueles de indígenas que se han generado a lo largo de la historia de la entidad, entre las cuales podemos mencionar, en especial, la de la supuesta “guerra de castas” de 1870 en la que fueron asesinados casi 600 indígenas, y la de Acteal, donde fueron victimados con toda saña 45 indígenas, en su mayoría mujeres y niños, de la comunidad tzotzil, cristiana y pacifista de Las Abejas.
La relación entre las élites mestizas y los indígenas en Chiapas de la Colonia al siglo XIX: sobreexplotación y heterofobia
Dada la carencia de metales preciosos, la falta de salida al mar (el Soconusco no era entonces parte de la provincia) y el alejamiento de las principales rutas de comercio, la provincia colonial de Chiapas se convirtió, desde fines del siglo XVI, en una región periférica, subordinada e inevitablemente agroexportadora de cacao, añil, cochinilla, azúcar, trigo, cueros de res y ganado en pie. De esta forma, la sociedad colonial chiapaneca se desarrolló marcada por formas predominantemente precapitalistas y arcaicas, por el atraso crónico y el aislamiento. Su principal fuente de reproducción era el excedente de las comunidades indias. El elemento central que marcaba entonces a profundidad las relaciones interétnicas en la región y que habría de marcar también, con no menos profundidad, su futuro, era que la población india constituía la principal fuente explotable.
A lo largo de los primeros años de la Colonia, los indios chiapanecos eran convertidos en esclavos, a pesar de que la Corona había condenado desde 1523 la esclavitud de los naturales en sus territorios de ultramar y había dado instrucciones contra ella, y a pesar de que, en los años cuarenta del siglo XVI, el obispo de la provincia, fray Bartolomé de Las Casas, comparado con el anticristo por los encomenderos de la región, la había proscrito.
Otra forma de extracción del excedente a la que estaban sujetos los indios chiapanecos durante la Colonia fue el repartimiento. Las autoridades de cada pueblo de indios proporcionaban un número fijo de trabajadores para trabajos públicos y privados, y en tiempos limitados, sin que necesariamente hubiera un vínculo entre estos trabajadores y sus patronos.
Todos los lunes, o los domingos por la tarde -dice el viajero dominico Thomas Gage, quien pasó por Chiapas en 1626 tras un frustrado viaje a las Filipinas- iban a buscar indios que serían repartidos entre los españoles, según la calidad de las haciendas o empleos, tanto para la cultura de sus tierras, como para conducir sus mulas […] de suerte que en cada distrito hay un oficial para esto, que llaman Juez repartidor, el cual según la lista que tiene de las casas y haciendas de los españoles, está obligado a darles cierto número de indios todas las semanas (Gage, 1946).
Además de este repartimiento de labores, en Chiapas también existió el repartimiento de dinero y mercancías que consistía en la distribución forzada de mercancías entre los indios, muchas de ellas inútiles, en contraparte de productos agrícolas.
A lo largo de todo el período colonial casi el 80% del ingreso provino, en Chiapas, del tributo indio. Por otra parte, en esta región, a los indios se les cobraba otros impuestos de los cuales vivía también la administración colonial, pero que en otras provincias le eran cobrados a la sociedad no india. Por ejemplo, los diezmos, impuestos que gravaban la producción agrícola de las regiones españolas, mestizas o pertenecientes a las órdenes religiosas y que, aunque recabados por la Iglesia, pasaban a manos de la administración real. También las alcabalas -el impuesto sobre la venta o trueque de cualquier bien mueble o inmueble- les eran cobradas tanto a los no indios como a los indios. La carga fiscal era tal para los indígenas chiapanecos que, a partir de 1570, muchos de ellos huían a las regiones selváticas y montañosas, con tal de evitar ser censados en las tasaciones.
Por otra parte, no sólo es extrema la sobreexplotación sino también la crueldad con que se les trata: Pónenles a los indios, amén de lo que padecen por servir y contentar al español que los tiene encomendados, en cada pueblo un carnicero o verdugo cruel, que llaman estanciero o calpisque, para que los tenga debajo de la mano y haga trabajar y hacer todo lo que quiere el amo, o encomendero. Éste los azota y apalea y empringa con tocino caliente. Éste los aflige y atormenta con los continuos trabajos que les da. Éste les viola y fuerza las hijas y mujeres, y las deshonra usando mal dellas, y éste les come las gallines, que es el tesoro mayor que ellos poseen. Y éste les hace otras terribles vejaciones. Y porque de tantos males no se vayan a quejar, atemorízalos con decirles que dirá, que los vido idólatras […] (García de León, t.I, 1985: 78).
Paradójicamente, lo único que lograba frenar la desmedida sobreexplotación de la fuerza de trabajo por parte de los encomenderos españoles avecindados en Chiapas, y la consiguiente destrucción total de la cultura indígena, era la propia lógica de la teoría y la práctica feudales de la Corona Española. La economía natural básica de la comunidad indígena y las formas culturales y sociales que la acompañan no fueron destruidas, a pesar de que las comunidades se vieron reubicadas en su relación con el exterior, y de que el sistema colonial introdujo nuevos valores ideológicos y económicos en su seno. Es por ello que muchos derechos aldeanos del mundo prehispánico fueron, después de la primera fase de colonización, protegidos jurídicamente por la Corona en términos de la propiedad comunal campesina. El reconocimiento de las comunidades y sus costumbres económicas por las leyes de Indias no acusa simplemente sagacidad realista de la política colonial, sino que se ajusta a algunas de las modalidades económicas y culturales de la baja Edad Media española.
La economía colonial estaba basada casi exclusivamente en la mano de obra indígena, que era, para el mundo español y criollo, el principal recurso por el cual luchar, y lo seguiría siendo aún después de la Independencia.
En el mundo no indígena que habitaba estas tierras, el de las etnias dueñas únicas del poder económico, político y religioso, durante la Colonia la vida estaba regida por estas relaciones de producción, que también eran relaciones interétnicas e interculturales. En otros términos, dichas relaciones entre los poderosos ladinos y los indígenas sobreexplotados y discriminados, que eran de naturaleza tanto estructural como superestructural, tanto material como cultural, marcaron el entretejimiento de la historia colonial de los distintos sectores dominantes y dirigentes de la región y de sus vínculos y conflictos internos.
Uno de los primeros conflictos que enfrentó, durante el siglo XVI, a los tres principales sectores de estas élites -encomenderos, Iglesia y burocracia en formación- fue, al igual que en otras partes de la Nueva España y la capitanía general de Guatemala, aquel entre las distintas formas de concebir la colonización y, por lo tanto, de utilizar-exterminar al indio: los conquistadores y encomenderos eran la punta de lanza que abría los nuevos territorios al control colonial, pero que al mismo tiempo trasplantaba formas refeudalizantes del pasado medieval español y de la relación de la España recientemente unificada con los moros. En otras palabras, sus métodos de sometimiento de los indios eran los peores posibles. Dicho proyecto entró pronto en conflicto con aquel de la burocracia real y de la Iglesia, quienes echaron mano de la evangelización como una forma de instaurar un aparato estatal en formación y de asegurar el control de la Corona sobre los intereses de los particulares. El dilema y el conflicto residían entonces en lo siguiente: ¿era justificable exprimir a los indígenas hasta el punto de aniquilarlos para los fines del enriquecimiento de los heroicos conquistadores, o había que dosificar esta sobreexplotación para que fuera más duradera y estable y produjera a largo plazo los beneficios económicos, militares y políticos de ella requeridos en el camino de la modernización de las metrópolis?
Pese a que la derrota de los encomenderos en esta lucha llevó en casi toda la Nueva España y Centroamérica a la legitimación del aparato estatal naciente, en regiones tan marginadas como Chiapas condujo al enriquecimiento desmedido y al aumento proporcional del poder de las órdenes religiosas, supuestas mediadoras de toda clase de conflictos, tanto los intraélites como los interétnicos. En Chiapas, en efecto, el espíritu misionero de los dominicos, iniciado por fray Bartolomé de Las Casas en la defensa de los indios, devino pronto en el mayor factor de explotación, ganancia y acumulación de la región, convirtiendo a esta orden en uno de los sectores más dinámicos de la economía. Y si bien los encomenderos se encargaron de boicotear con todas las armas que tenían a su alcance el ideario del obispo Las Casas y su práctica, estos últimos fueron no menos boicoteados por este proceso de enriquecimiento desmedido de la propia orden de Santo Domingo, que para fines del siglo XVI era ya el más próspero hacendado de la región, había introducido en Chiapas a los esclavos negros y había acrecentado sus haberes mediante operaciones financieras, entre las cuales la usura y la especulación con el dinero de las cofradías y de los tributos indígenas.
Otro sector que entró por la puerta grande a integrar la clase dominante hacendaria chiapaneca fue, durante el siglo XVII, el de los funcionarios reales. Éstos, mediante la recolección de las ganancias producidas por los repartimientos de indios y de mercancías, se enriquecieron y pronto dejaron su labor como representantes de la Corona por una más jugosa: la de comerciantes y hacendados. Esto ocurrió básicamente en el valle de Ciudad Real, en los llanos de Comitán y en los Valles Bajos Centrales alrededor de Tuxtla. Los más prósperos de entre ellos formarían de hecho el tronco inicial de la actual clase dominante de la región de la cuenca del Grijalva donde hoy se asienta la capital político-administrativa de la entidad.
A partir de la independencia de Chiapas y de su anexión a México, las pugnas entre estos tres sectores de la clase dominante colonial se manifestaron en muchos ámbitos, afectando de diversas maneras a las comunidades indias y a sus habitantes. Los gobernadores que se sucedían en el poder, todos finqueros, decidían, según sus costumbres particulares, es decir, según el sector dominante de su procedencia, las modalidades legales del peonaje, y el sometimiento de las comunidades cuando éstas se insubordinaban.
Así, en Chiapas, el poder político-ideológico y el poder económico se convirtieron en áreas no diferenciadas. Quienes dominaban en lo económico lo hacían también en lo político. Había diferencias entre las costumbres particulares de los poderosos, pero estas diferencias dejaban de existir en un terreno preciso: todos ellos tenían un objetivo principal, el de extraer las más altas ganancias posibles de los productores indios. Si a principios de la Colonia, el método de la extracción era la encomienda y desde mediados del siglo XVI hasta el XVIII lo fue el repartimiento de indios y de mercancías, entrado ya el siglo XVIII nació otro método que exprimiría a los indios: la finca, basada en la llamada servidumbre por deudas. Ésta se convertiría en el eje de las relaciones sociales de producción en la entidad durante más de dos siglos: el siglo XVIII, los años que van de la Independencia (1821) y la anexión de Chiapas a México (1824) hasta el Porfiriato (1876-1910), una etapa esencialmente modernizadora de la economía mexicana en la que, en Chiapas, este método no sólo no desapareció sino se profundizó y agudizó; la Revolución (1910-1920) y, finalmente los años que separaron a esta última del régimen del general Lázaro Cárdenas (1933-1940). El gobierno cardenista fue el primero que, mediante la reforma agraria consistente en la repartición de tierras a los productores, intentó, pero sólo parcialmente logró, erradicar la servidumbre por deudas como el eje fundamental de la economía y las relaciones de producción e interculturales.
¿Cómo nació este sistema? La primera causa de su surgimiento fue la agudización del endeudamiento de los indios causada por el repartimiento. Dicho endeudamiento llevó al debilitamiento del tributo. Sin embargo, en el mundo de los funcionarios, quienes eran también los hacendados en crecimiento, ya estaba creada la necesidad de obtener dinero y otras mercancías. De esta forma, a pesar de la ley que prohibía a dichos funcionarios comerciar, éstos empezaron a hacer “préstamos” a los indios a cambio de trabajo y de productos del mismo. De esta forma, con los hacendados o finqueros (incluidos los frailes en sus haciendas) en calidad de acreedores y los indios en calidad de deudores, se creó la finca, una nueva versión de la hacienda, eje de la extorsión del indio y eje del sistema socioeconómico y político chiapaneco hasta la actualidad.
Aparte de los préstamos por adelantado y de la venta de mercancías en las mismas haciendas (lo que sería más tarde la tienda de raya), el hacendado descontaba el tributo (pues oficialmente sus peones eran indios tributarios) y sus propios servicios piadosos: confesiones, misas, bulas, indulgencias y otros menesteres. Por otra parte, le pagaba al indio más en especie que en dinero, lo cual obviamente aumentaba la dependencia del siervo y la riqueza del propietario. (García del Léon, t.I, 1985:104-105).
La historia de la finca representa así tanto la historia económica como la historia política de la región. El indio se veía sometido a la dominación del finquero en todos y cada uno de los terrenos de su vida. Trasladando esta realidad material y social al terreno de lo simbólico,
la argamasa ideológica de todo el complejo social […] se reprodujo durante siglos alrededor de la servidumbre (actitudes, costumbres, vida cotidiana, instituciones, tabúes, vida material, etcétera) [como] una especie de animal prehistórico que todavía hoy se pudre agonizante, reapareciendo cíclicamente por todos los poros del tejido social (ibidem:99).
Por ello, a pesar de la modernización inicial que la Independencia debía significar, la división geopolítica primordial continuó basada en aquella del período colonial en el que las grandes villas españolas -asiento de encomenderos, de hacendados y ahora de finqueros- controlaban la mayor parte del territorio: por un lado, las tres villas en las que durante el siglo XIX se iría concentrando la visión del mundo y el poder de la oligarquía liberal local: Comitán, asiento básicamente del poder dominico, y las villas mestizas o mestizadas, Chiapa de los Indios y Tuxtla; por el otro, la muy conservadora Ciudad Real, capital colonial, cuyos sectores pudientes respondían hasta años muy recientes al retrato hablado que nos legó Gage a principios del siglo XVII. En él los describe como inactivos en cualquiera de las tareas productivas, y como afectados por aquella manía de asegurar el porvenir de las más altas familias nobles españolas, pese a ser “rudos y groseros como patanes” (Gage, 1946).
Durante el siglo XIX, estos dos grupos de finqueros -representados fundamentalmente por los tradicionalistas sancristobalenses y por los liberales tuxtlecos- entraron en pugna por el control económico, ideológico y político del estado. En Tuxtla nació una burguesía comercial, producto de la exportación inicial de añil, cacao, ganado y tabaco hacia México, y que pronto se convirtió en el puntal de la penetración del capital extranjero, ya que, por medio de los puertos de Tabasco y de Campeche entró en contacto con los compradores americanos y europeos de materias primas. Hacia finales del siglo XIX, esta burguesía de rancheros finqueros se vio reforzada en lo económico y apoyada en lo político por el triunfo del agresivo proyecto modernizador porfiriano. De esta forma, Tuxtla acabaría por ganar en lo económico y en lo político sobre la Ciudad Real, éxito cuyo mayor símbolo fue el paso de la capital político-administrativa de esta última a la primera en 1892.
Las diferencias y rivalidades entre estos dos sectores de las élites político-económicas locales, simbolizadas por ese traslado de la sede político-administrativa, existían en muchos terrenos a lo largo del siglo XIX y hasta la fecha persisten. Lo que nos interesa en este ensayo es analizar de qué manera estas diferencias entre los liberales y los conservadores chiapanecos se traducían en su visión de y en su trato a los indígenas; por lo tanto, cómo se traducían en su actitud hacia la servidumbre por deudas.
Sabemos que en 1890, antes de los años del Porfiriato, el gobernador porfirista don Emilio Rabasa y sus seguidores rigieron el poder estatal, los periódicos de la capital hablaban de la sobreexplotación inhumana que aún imperaba en las relaciones de producción en el campo en Chiapas, al que llamaban “el estado esclavista”. En general, antes de 1890,
tanto los terratenientes como los intelectuales de Chiapas eran bastante abiertos en su apoyo a la servidumbre por deudas a la que consideraban […] el elemento principal para la vida de nuestras fincas. (Benjamin, 1990: 90-91).
Poco después, cuando el programa económico modernizador de Rabasa empezó a ser puesto en práctica, basado en una reforma agraria en contra de la propiedad comunal de los pueblos y en favor de la creación de una clase de pequeños propietarios, los terratenientes tuxtlecos comenzaron a plantear la necesidad del castigo a los abusos contra el trabajador. En general hablaban de los sancristobalenses como de los principales responsables de dichos abusos. El 10 de abril de 1896, el gobernador Francisco León -un liberal oaxaqueño porfirista- le escribía a don Porfirio: los cristobalenses
no están satisfechos con exprimirles el jugo, los mantienen en servidumbre por un peso al mes, chupando su sangre como voraces vampiros en toda suerte de pequeños contratos, y los tratan con tal crueldad […] que creo que ha llegado la hora de empezar a dar a los chamulas algún protector que les garantice sus derechos y promueva su mejoría (ibidem: 85).
Sin embargo habían pasado apenas diez años desde que, criticando afirmaciones de El Socialista, Fernando Zepeda, director del diario liberal porfirista Boletín de Noticias del Distrito Federal, mostraba que las ideas de los correligionarios políticos de los rabasistas en lo que a indígenas se refería no diferían del cielo a la tierra de las de los cristobalenses atacados por Francisco León. Zepeda escribía en 1886 en el diario El Partido Liberal, también del Distrito Federal:
Al hablar a favor de los sirvientes [de las fincas chiapanecas, atados a ellas mediante el sistema de servidumbre por deudas], exagerando sus condiciones de pobreza, [los críticos] están inculcando en ellos derechos imaginarios tales como la abolición de sus deudas y excitando en ellos la pasión y la disposición por la rebelión que sin duda resultarían muy lamentables para la sociedad y sobre todo para la agricultura del lugar (ibidem: 101).
Esta visión de los hechos encontraba su traducción literal en las mentes y las acciones de los liberales tuxtlecos. Éstos por una parte, a mediados del siglo XIX, desde el Congreso del Estado decretaban medidas en contra de la sobreexplotación y de la injusticia contra los indios -supresión de las “mitas”, supresión de los residuos tributarios de las fincas de los Altos, extinción de las escuelas rurales cuyos maestros ladinos acababan convirtiéndose en nuevos garrotes de los indios-. Sin embargo, por otra parte, se apropiaban desmedidamente de grandes extensiones de tierras en los Valles Centrales, convirtiéndolas en fincas, y manifestaban opiniones en el sentido de que no se debía ir demasiado lejos en disposiciones que regularan la servidumbre, con el argumento de que no debían dejar a sus mozos en el abandono o de que éstos no se debían inmiscuir en los asuntos privados de los finqueros.
Durante buena parte de la primera mitad de nuestro siglo, ni las profundas reformas liberales rabasistas ni las guerras inter-élites ni las reformas de la revolución en lo social, lo laboral y en la tenencia de la tierra, habían transformado la situación de los indígenas. Éstos seguían siendo trasladados a las plantaciones cafetaleras del Soconusco y “enganchados” por medio del sistema de la servidumbre por deudas para trabajar en las temibles monterías de Palenque y Chilón que el maestro Ricardo Pozas describe tan claramente en Juan Pérez Jolote. Todavía hoy siguen existiendo las temibles guardias blancas nacidas en los años treinta.
Chiapas: un sistema basado en la incompatibilidad cultural
Si enfocamos las relaciones interculturales en Chiapas a la luz de la reflexión desarrollada en las páginas anteriores, podemos ver que la colonización y la conformación del Estado en esta región siguieron el mismo curso que en el resto de América Latina, incluidos México y Guatemala. Sin embargo, la historia de la dinámica de las relaciones interculturales en Chiapas a partir de la Conquista presenta rasgos específicos -mitad mexicanos, mitad guatemaltecos, si se me permite decirlo así- que hacen de esta entidad del sureste mexicano una de las regiones de nuestro país en la que la exclusión contra el indígena se ha manifestado y se sigue manifestando de maneras especialmente crudas.
El orden social colonial, basado en la existencia de diversos grupos socio-raciales con derechos y obligaciones legales diferenciadas, adquirió en Chiapas una rigidez extrema. La oposición entre los contados españoles -únicos dueños del poder económico, político y religioso- y los indios -obligados a prestar servicio personal y a pagar tributo, alejados de los asuntos públicos que rebasaran el ámbito de sus repúblicas de indios, y forzados a renegar de sus creencias ancestrales para practicar una religión en la que sólo se les permitía desempeñar los cargos de menos jerarquía- tomó necesariamente tintes extremos dada la casi total ausencia de otras castas que ocuparan posiciones sociales intermedias, especialmente en la región de los Altos. La sociedad regional entró en un proceso permanente de polarización (Viqueira, 1996).
En Chiapas, además, las mediaciones sociales tradicionales de la Nueva España entre indios y españoles destinadas a tener un mayor control de los primeros no tuvieron mucha eficacia. Nos referimos fundamentalmente a la institución de la Iglesia. En esta provincia, las bases de esta institución colonial eran más endebles que en las demás, debido a que los importantes cambios culturales que vivieron los indios, como consecuencia de la dominación española y de la evangelización católica, no lograron integrarlos espiritualmente a la sociedad colonial. En efecto, la ausencia de otras fuentes eficaces de difusión de los valores españoles fuera de aquélla constituida por los primeros evangelizadores, impidieron transformar en el sentido deseado las creencias más profundas de los indios (idem).
Por otra parte, una vez perdido el entusiasmo de los frailes por una evangelización que no producía los frutos esperados, la Iglesia disfrutó de lleno, como ya lo vimos, de las posibilidades de enriquecimiento abiertas por el sistema tributario descrito. Se convirtió no sólo en la mayor terrateniente de la región sino que, además, aumentó considerablemente la carga tributaria que pesaba sobre los naturales con las exacciones en dinero y trabajo que les exigía para sus propias arcas. De esta manera, su prestigio se fue minando cada vez más a los ojos de los indígenas, quienes, en algunas regiones, acabaron por perderle totalmente el respeto.
Del mismo modo, a lo largo de toda la Colonia, la oposición entre naturales y españoles no fue vivida en términos de conflicto de intereses entre distintos grupos sociales, sino como la confrontación de dos mundos culturales incompatibles entre sí (idem), es una incompatibilidad, que es precisamente el meollo del racismo antiindígena chiapaneco, ha provocado entre dos mundos, el indígena y el no indígena, una brecha de odio y recelo que no ha hecho sino ahondarse. Si para los ladinos, como ya lo vimos, los indígenas son ante todo recursos por los cuales luchar -con todo lo que esto implica en cuanto a sobreexplotación, crueldad y marginación-, para los indígenas, los ladinos son “los habitantes de villas y ciudades”, los “ricos y malvados”. De hecho, los indígenas han aprendido a ver así a todos aquellos que no pertenecen al grupo indígena o que, dentro de éste, mantienen relaciones con individuos de fuera. “El indígena sabe que no tiene cabida en el mundo de los mestizos. “Los tojolabales, por ejemplo, creen en la existencia de dos paraísos, uno para los ladinos y otro para ellos, en donde por fin serán librados de sus enemigos”. Y son sus enemigos porque imponen los precios y fijan los salarios, quienes detentan el poder político y encabezan las fuerzas represoras son directamente responsables de la miseria indígena (Antochiw, Arnauld y Breton, 1995:28-29).
Mientras el ladino no deja de pensar en esta brecha mediante la reproducción constante de la sobreexplotación y la discriminación, el indígena hace lo propio al aferrarse a su carta fuerte: la comunidad aldeana. Toda su fuerza proviene de uno de los elementos más sólidos de sus tradiciones: la comunidad aldeana y su capacidad de “resistencia”; “una forma colectiva de ser, actuar y pensar, comprometida con una creación permanente -garantía de su reproducción- y con el respeto a las sacrosantas tradiciones, a su lengua y a los actos y palabras de sus antepasados” (idem); un respeto que, como vemos, también puede ser motor de profundos y revolucionarios cambios.
¿Cómo se gestó, desde el punto de vista de la historia de los pueblos indígenas de Chiapas, esta confrontación de dos mundos incompatibles entre sí, esta historia de lo que Viqueira llama “los límites al mestizaje cultural” de los indígenas chiapanecos?
Primero, desde el punto de vista demográfico, a fines del siglo XVIII, a dos siglos y medio de la Conquista, el número de indios y de ladinos seguía siendo profundamente dispar: sólo 2% del total de la población de la alcaldía mayor de Chiapas estaba compuesto por peninsulares y criollos, 6% por mestizos, negros y mulatos, y 92% por indígenas. Pero esta historia se ha prolongado en la etapa moderna de la vida de la entidad bajo las reglas de las relaciones sociales capitalistas, desfavoreciendo nuevamente al mundo indígena: en 1814, al final de la Colonia, el 81% del total de la población del estado de Chiapas era indígena; y una minoría eran los naturales. Para 1900 esta situación había cambiado considerablemente, y en 1950 se había revertido: “fuera de un municipio en la Sierra Madre […] y de seis más en las montañas zoques […], los indios estaban arrinconados en los Altos y en las tierras cercanas a la Selva Lacandona, cuya colonización se inició en esos años” (idem). En otras palabras, debido a las necesidades de la economía finquera, la mano de obra indígena se ha ido concentrando principalmente en dos zonas del estado: los Altos, en los que hoy en día habita el 80% de la población indígena de la entidad y conforma el 83% de la población total, y la Selva Lacandona, donde los indígenas representan el 71% de la población total. “No existe seguramente en México ninguna región que concentre a tal número de indios en una proporción tan alta” (Viqueira, 1995).
En la Colonia nació y se incrustó de esta manera la confrontación, la incompatibilidad intercultural que constituyó y sigue hasta nuestros días el núcleo central del racismo chiapaneco. Y San Cristóbal es, 370 años después del viaje de Gage a Chiapas, una rígida sociedad extremadamente estratificada en la que todas las relaciones sociales giran en torno al vínculo entre indios y ladinos y en la que los sancristobalenses- que se autonombran con orgullo “coletos” -rechazan a los indígenas ya que siguen considerándose descendientes directos de los conquistadores y encomenderos españoles. La población indígena que, como resultado del conflicto político-militar regional y de los conflictos político-religiosos locales de los últimos años, ha emigrado a San Cristóbal, vive de esta forma separada del mundo ladino.
Los indígenas chiapanecos encontraron sus propias formas para explicar la brutalidad de la Conquista, del despojo que le siguió y de la destrucción de los productores a la que el sistema de sobreexplotación extrema de la mano indígena condujo durante el siglo XVI. Datan de formas para entender, todo esto significaba explicarse su propia identidad frente a ello; pero definir su propia identidad en estas condiciones conducía, en la mayoría de los casos, a subvalorarla.
Según los choles, los ladinos fueron creados de una familia que escogió los mejores vestidos y comidas, “usos superiores” del ladino en la simbología del colonizado, mientras que los indios eran descendientes de la familia que se quedó con los restos del festín al que Dios los había un buen día invitado. Para colmo de sus males, sobre ellos cayeron las sobras del caldo de frijol, ennegreciendo su piel, empequeñeciendo su espíritu y llamando al desprecio. Por eso nos hicimos indios, por culpa de aquella familia miedosa que era nuestro ña’a -la primera de nuestra raza- y, por eso, los otros se hicieron caxlanes y ricos (Artis y Coello, 1979: 69).
Para los tojolabales, por otra parte,
los cuatro señores del cielo crearon el mar y la tierra, y decidieron también crear al hombre. El primero, hecho de barro, no pudo pasar la prueba del agua; el segundo, de madera, se deshizo con el fuego; el tercero fue hecho de oro, pero su corazón era duro y no agradeció a los dioses, sin embargo pudo vivir. Después, descontento de sus obras anteriores, crearon al hombre recto, al verdadero, Tojol Winik, al de palabra genuina, Tojol Ab’al. Éste fue moldeado en masa de maíz y vivió de su cultivo sin aspirar a la acumulación ni a la codicia, obteniendo de la tierra lo estricto necesario. Un día, cuando ya había aprendido los nombres de todas las cosas, cuando sus palabras se llenaron de “significado”, se encontró frente a frente con el hombre de oro. Como éste no podía desplazarse fácilmente, pidió a los hombres de maíz que lo cargaran: era el ladino, el caxlan, el hombre rico cuyo peso tendrían que soportar de ahora en adelante (García de León, t.I., 1985:34).
Esta subvaloración se desarrolló en la mente de los indígenas de la región, acompañada de su contraparte, el odio a los ladinos: “La mujer pecó con un perro -dice Manuel Arias Sojob-, y por eso salió cristiano” (Guiteras Holmes, 1965: 21).
Los ladinos son para ellos, ante todo, “los habitantes de villas y ciudades, a los cuales consideran ricos y “malvado”. También se consideran como tales todos aquellos que no pertenecen al grupo indígena o que, dentro de éste, mantienen relaciones con individuos de fuera. El indígena sabe que no tiene cabida en el mundo de los mestizos: los tojolabales, por ejemplo, creen en la existencia de dos paraísos, uno para los ladinos y otro para ellos, en donde por fin serán librados de sus enemigos” (Antochiw, Arnauld y Breton, op.cit.: 28). Para el indígena chiapaneco
los ladinos usurparon sus mejores tierras, son propietarios de los medios de transporte y controlan el comercio. Ellos son quienes imponen los precios y fijan los salarios, quienes detentan el poder político y encabezan las fuerzas represoras. Son directamente responsables de la miseria indígena. Hasta hace muy poco, pastizales y bosques indígenas eran explotados sin justa indemnización por ganaderos o madereros mestizos, o les eran confiscados bajo el abusivo pretexto de que aquellas tierras no son explotadas […] No había defensa posible ante una amenaza rampante y omnipresente. El encarcelamiento o asesinato de líderes constituidos o potenciales disuadían una y otra vez a los afectados de formular cualquier reclamación. De hecho, los indígenas no tenían acceso a un recurso legal; [antes de 1994] solamente grupos religiosos o partidos políticos de oposición, bien intencionados y a menudo paternalistas, llegaban a tomar su defensa (ibidem:28-29).
Estos sentimientos de odio y recelo de los indígenas de Chiapas hacia los no indígenas que nacieron con la Conquista y se profundizaron durante la Colonia provocaron un buen número de rebeliones: en 1532, la de los indígenas chiapanecas de los Valles Bajos Centrales quienes intentaban desconocer todo tipo de señorío español sobre sus tierras y personas; en 1542 la de los lacandones en pleno corazón de la Selva, quienes rechazaban el pago de tributos; en 1693 el motín de los zoques de Tuxtla en contra de dos regidores abusivos; en 1712, la revuelta de Cancuc, situación que -arguyendo que los naturales eran los depositarios legítimos de las mejores tradiciones del Evangelio- hizo peligrar la persistencia del régimen colonial ya que, nacida entre los tzeltales, fue secundada por los choles y los tzotziles y ejerció un gran atractivo entre los zoques de Chiapas y Tabasco; en 1867-1870 la llamada “guerra de castas” chiapaneca que más bien fue una masacre masiva de indígenas provocada por el miedo ladino sancristobalense; en 1974 el violento asalto de los comuneros de San Juan Chamula a las haciendas y las tierras de los ladinos de San Cristóbal, que tuvo por móvil la recuperación de “todas las tierras que nos han quitado”; finalmente, el 1 de enero de 1994, el estallido de la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, organización político-militar que agrupa a las ocho etnias indígenas de Chiapas en contra del Supremo Gobierno de la República.
Estos sentimientos de odio y recelo fueron y siguen siendo ampliamente correspondidos por los ladinos chiapanecos, en cuyas mentes y corazones, independientemente de su origen local, se instaló ese miedo-mito nacido hace siglos y que el tiempo se ha encargado de arraigar, de hacer calar hondo; ese miedo-mito que está asentado en la incompatibilidad cultural entre el mundo indígena y el mundo ladino, meollo del racismo chiapaneco.
Racismo, modernidad y legalidad en Chiapas
A modo de apartado final, quisiera discutir la propuesta hecha por varios de los especialistas en el tema (Wieviorka 1994; Paz, 1994), acerca de la factibilidad de construir una teoría general sobre el racismo, siempre y cuando se le considere como un fenómeno propio de la modernidad. Ante el racismo, escribe Michel Wieviorka,
las ciencias sociales pueden, sin caer en razonamientos demasiado simples o generosos, pensar la unidad del racismo y a la vez reconocer la gran variedad de sus expresiones históricas. Pero para ello se debe relacionar racismo con modernidad.
Para Wieviorka, antes de la entrada de la modernidad a la escena histórica se daban frecuentemente fenómenos de discriminación y de exclusión. Sin embargo, plantea, es el nacimiento de la modernidad en la historia humana, es decir, el nacimiento de la Ilustración o de la concepción de que la ruta de la humanidad es una ruta lineal hacia la marcha triunfal de la razón y del progreso, lo que marca en términos ideológico-políticos, una ruptura tajante.
Dicha ruptura radica en que la sociedad anterior a la modernidad se basaba en un principio estructurante de desigualdad, mientras que la sociedad moderna está basada en el principio estructurante de la igualdad como valor (Dumont, 1977). La investigadora española Paz Moreno Feliú explica lo anterior en los siguientes términos:
los aspectos centrales y novedosos del racismo [frente a otras formas de discriminación o exclusión premodernas] no radican en el uso de una “racionalización” biologicista como rasgo aislado, distintivo y cerrado en sí mismo, […] sino que surgen de su incrustación en la ideología moderna […]. En otras palabras, lo peculiar del racismo no es que haya cambiado de “racionalización”, que haya pasado paulatinamente de la formulación de odio o rechazo a los “otros” expresada, por ejemplo, en el terreno religioso de la Europa medieval a una racionalización basada en la “biología”. El problema radica -añade- en que no hay línea de continuidad: el racismo es una doctrina nacida de la misma ruptura con lo antes conocido.
En otros términos, esta propuesta plantea que la definición de lo político elaborada por la ideología moderna -todos los ciudadanos de una nación son iguales ante la ley y gozan de los mismos derechos individuales- es lo que está en el origen mismo del racismo, puesto que conduce a la necesidad de explicar y justificar lo que en una sociedad sustentada en el principio estructurante de la desigualdad no era necesario ni explicar ni justificar: el carácter inevitable de la jerarquía económica, sociocultural y política establecida o, para decirlo en términos populares mexicanos, el hecho de que algunos sean menos e incluso mucho menos iguales que otros.
Me parece que el razonamiento planteado por Wieviorka y Moreno es acertado en términos generales para el análisis del racismo europeo. Como lo escribe Esteban Krotz, el llamado “racismo científico” europeo del siglo XIX fue una doctrina que sirvió para justificar las crecientes desigualdades sociales al interior de la estructura de clases de la sociedad industrial que estaba en proceso de consolidación. Este proceso se producía bajo la conducción de un nuevo “soberano”, el Estado, que en realidad era un “colectivo imaginario” (Anderson, 1983); es decir, una comunidad nacional que todavía estaba por fraguarse, pero a la cual el Estado atribuía -de manera ficticia en realidad- una base material y simbólica:
un conjunto histórico formado por la descendencia común, la ocupación tradicional de un espacio físico y el mismo idioma (en el cual, más todavía que en los paisajes, las bellas artes y las instituciones, se expresaba el alma colectiva) (Krotz, 1994: 19).
En otras palabras, si bien todo parecía indicar que las instituciones del Estado se creaban a partir de esta base material y simbólica común, fueron en realidad ellas quienes se erigieron en los mecanismos para conformar este fundamento colectivo, la identidad nacional.
El lograr erigir la identidad nacional en una identidad total fue sinónimo de construir la doctrina política más importante de los tiempos modernos. Dicha doctrina se tradujo de ahí en adelante en la subordinación definitiva de las demás identidades y en el establecimiento de criterios precisos que permitieran definir si una persona era merecedora o no de pertenecer al Estado-nación. Para construir una ideología nacionalista sólida, el aparato estatal europeo del siglo XIX y sus intelectuales orgánicos tuvieron que elaborar y reelaborar con cuidado la identidad nacional. Con este fin pusieron en marcha todos sus recursos, desde los del aparato militar hasta los del aparato cultural -la política cultural, la educación, la creación de símbolos de cohesión y grandeza nacionales- (Stavenhagen, 1994) Entonces tuvieron que definir un “nosotros” y un “los otros”. Se enfrentaron así a la complejidad de homogeneizar a una población dividida entre diferencias regionales, dialectales, religiosas, de clase, de educación, de origen, de estatus y de convicciones. Fueron a buscar aquellos elementos que casi no son susceptibles de ser cambiados: el color de la piel, el tipo de pelo y de facciones, el lugar de nacimiento, la adscripción etno-racial de los antepasados; es decir, que tienen la virtud de parecer claros y no necesitan de doctas discusiones: se tienen o no se tienen, se es o no se es, se pertenece o no se pertenece. (Krotz, op.cit.: 27).
Fue así como en torno no sólo al establecimiento de la igualdad como valor jurídico-político central de la construcción del Estado moderno en Europa, sino también en torno a la justificación de la jerarquía sociocultural a pesar de ello existente -constituida por la definición del “yo” colectivo, del “nosotros” nacional, sinónimos del nacimiento del racismo propiamente dicho- que se fortaleció el Estado-nación. Por una parte, se fortaleció frente a otros Estados-nación y, por la otra, desde dentro, es decir, mediante la consolidación de la dominación y dirigencia de los grupos de poder.
Lo anterior parece claro cuando hablamos de Europa, pero debemos preguntarnos si el mismo razonamiento es aplicable para los contextos nacionales que a nivel económico, sociocultural y político son distintos a los del primer mundo europeo, concretamente aquellos de los países con pasado colonial. En este caso, debemos preguntarnos entonces si podemos decir que el racismo en Chiapas nació cuando Chiapas ingresó al territorio económico, sociocultural y político-jurídico de la modernidad o si nació antes de ese ingreso.
Es posible afirmar, de manera muy general, que un país y una región son “modernos” cuando se verifican en su seno los principales cambios económicos, políticos, sociales y culturales que han caracterizado la historia de la humanidad durante los dos últimos siglos, a partir de la revolución francesa de 1789; que fueron exportados por Europa a casi todo el resto del mundo y que en cada lugar tomaron formas propias dada la interacción entre lo importado por cada país y las diversas instituciones, culturas y técnicas propias.
De manera sucinta, se puede afirmar que la modernidad económica es el resultado de un proceso mediante el cual la organización de la esfera económica de un determinado sistema se hace más racional y más eficiente. La racionalidad se mide con base en la correspondencia de los medios usados respecto de los fines que se intenta alcanzar. La eficiencia se mide en tres índices: el producto nacional bruto -en este caso regional-, el rédito per cápita y el índice de crecimiento de la producción per cápita. Mientras los dos primeros índices fotografían la situación de una economía en un tiempo determinado y son por lo tanto estáticos, el tercer índice filma la situación y permite observar el proceso mismo de desarrollo y de crecimiento de la economía, comparar varias economías y prever sus posibilidades de desarrollo posterior. Independientemente de la discusión aún no resuelta acerca de la necesidad -Rostow (1961) y su teoría de los necesarios estadíos del desarrollo económico- o de la no forzosa necesidad -Trotsky y su teoría del desarrollo desigual y combinado (1973:84-86) -de que una economía pase por ciertas fases específicas antes de poderse llamar moderna, existe un acuerdo generalizado en torno al hecho de que una economía que se ha modernizado es aquella que ha pasado de un estadio de fuerte compresión de los consumos, de notables ahorros y de grandes inversiones a una fase de desarrollo económico autopropulsivo y de expansión de los consumos (Holt y Turner, 1966).
Una sociedad económicamente moderna es entonces una sociedad industrializada y con un mercado interno en expansión, pero lo que es importante remarcar es que el procedimiento que la misma implica y las mutaciones que induce son mucho más vastos que los provocados por la industrialización y por la ampliación del mercado interno, y por lo tanto también lo son en el sentido político y en el sentido social. En resumen, un proceso de modernización económica no puede darse, a) sin estar acompañado de transformaciones profundas en lo social y b) sin que se hayan desarrollado estructuras políticas que lo faciliten y que garanticen que se produzca de manera equilibrada; sobre todo que las estructuras políticas demuestren tener la capacidad de atenuar, mediar o resolver los contrastes entre las clases sociales producidas por la misma modernización (idem).
Entonces, podemos decir en forma igualmente sintética que un sistema político moderno es el que cumple con tres condiciones principales: igualdad, capacidad y diferenciación. También se puede afirmar que hay modernización política, primero, cuando un número cada vez mayor de súbditos se transforma en ciudadanos unidos entre sí por vínculos de colaboración -una transformación que debe estar acompañada por la expansión del derecho al voto y de la participación política-, por una mayor sensibilidad y adherencia a los principios de igualdad y por una más amplia aceptación de la ley erga omnes (para todos). Y segundo, cuando las autoridades muestran una mayor capacidad para dirigir los negocios públicos, controlar las tensiones sociales y afrontar las demandas de los miembros del sistema (Pye y Verba, 1965). En los primeros países que se modernizaron, los de Europa occidental, el papel de guía le correspondió a una naciente clase comercial y empresarial en lucha contra la aristocracia latifundista. De hecho, en una buena parte de este proceso el Estado representó un papel de órgano ejecutivo de esta pujante burguesía. En los países del tercer mundo hoy día, a más de 200 años de iniciado el proceso de modernización, todavía se discute quién exactamente debe desempeñar las funciones de liderazgo. Una de las posibles cabezas de este proceso puede ser una clase media que reúna diversas cualidades generalmente difíciles de conjuntar: que tenga un fuerte espíritu empresarial, que esté dispuesta a poner en marcha acciones claras en contra de la tutela del capital internacional sobre su país y, finalmente, cuyo objetivo primordial sea el lograr una igualación de los derechos y las oportunidades de los ciudadanos en todos los planos.
La modernización económico-política o político-económica se presenta acompañada por una modernización social, marcada por profundas transformaciones, entre las cuales se encuentran el éxodo masivo del campo hacia la ciudad, la alfabetización, el desarrollo de los medios masivos de comunicación, el aumento de la movilidad geográfica, el aumento del tiempo libre, los desplazamientos entre un sector de la actividad y otro, el advenimiento de la movilidad social. Pero también la modernización económica demanda y conlleva el paso de una estratificación rígida respaldada en vínculos de casta, primero a modelos muy estrechos y sólidos como los de las clases en la acepción marxista del término, luego a modelos en los que los vínculos entre las clases se hagan flexibles y variados, y finalmente a una estratificación que produce la agrupación de los individuos según la función que los mismos cumplen en la sociedad, pero que, en el caso de las sociedades más modernas, da una ventaja inicial a los más desfavorecidos.
Así como las transformaciones económicas y políticas que se operan en una sociedad moderna repercuten en lo social, aquellas que se producen en lo social obviamente repercuten a su vez en lo político y lo económico. Específicamente, mientras que en los sistemas con estratificación de casta la representación política es muy limitada y refleja sólo los intereses de pequeños grupos que giran alrededor de los gobernantes, a medida que se avanza hacia una estratificación diversificada también se avanza hacia una representación política diversificada (Apter, 1968).
Por último, es importante señalar que la modernización de una sociedad nunca se presenta desligada de aquella de los valores, de las orientaciones, de las actitudes y de las motivaciones de cada uno de los individuos y de los grupos que la componen, los cuales pueden incidir sobre la producción de nuevas formas de actuación social. Si se parte del análisis weberiano, podemos ver cómo en una sociedad tradicional que está lista para entrar en un proceso de modernización ocurre una individualización de la correlación y del condicionamiento de ciertos valores como producto y como condicionante del nacimiento de un nuevo sistema social.
Si analizamos el caso de Chiapas a la luz de la reflexión anterior sobre los procesos que la modernización de una sociedad implica, me parece difícil sostener que la chiapaneca sea hoy día una sociedad moderna. No hay duda de que a partir de la Independencia de México en 1810 y de la anexión de Chiapas a México en 1824, la oligarquía chiapaneca, intentando incrementar sus beneficios económicos, transformó el panorama de las relaciones de producción en la entidad: a) al golpear frontalmente a la propiedad comunal de las tierras con el aval de la Constitución liberal mexicana de 1856, para acaparar sus tierras y lanzar a los habitantes de los pueblos indígenas al mercado de trabajo, al incorporarlos como trabajadores en sus fincas y b) al reemplazar el repartimiento de mercancías por la tienda de raya, una forma más drástica de ampliar de manera forzada y forzosa el mercado interno local, creando en forma totalmente artificial nuevas necesidades de consumo en estos trabajadores indígenas.
¿Puede calificarse esta transformación de las relaciones de producción en la región modernizadora? ¿Puede decirse, por otra parte, que, de haber sido modernizadora, estuvo acompañada por medidas modernizadoras en el ámbito de las mentalidades, en el social y en el político? De ninguna manera. El investigador guatemalteco Ramón González Ponciano plantea para Guatemala el mismo problema aquí planteado para Chiapas de la siguiente manera: nunca hubo modernidad. Es más, la modernización que se emprendió fue “regresiva”, porque
1) Expulsó a los campesinos de sus tierras pero no creó un régimen de relaciones salariales que sustentaran el desarrollo del mercado y de la ciudadanía,
2) La concurrencia al mercado de trabajo se realizó bajo coerción y aunque en el lenguaje jurídico se reguló la contratación libre, en la práctica ésta se realizó sobre la base de las relaciones de servidumbre provenientes del orden colonial,
3) La individualización de las relaciones políticas en el marco de la ley excluyó a los indígenas y a los analfabetos, lo cual atrofió el desarrollo del Estado y de la sociedad civil, y
4) En lugar de promover la socialización del discurso civilizatorio, el cosmopolitismo y la modernización tecnológica producto de la agroexportación, sirvió para reforzar la racialización de las desigualdades (González Ponciano, 1988).
En efecto, el inexistente ingreso de Chiapas a una modernidad a la que el país ha estado ingresando de manera lenta y desigual a partir del siglo XIX, ha tenido como consecuencia que en esta entidad la racialización de las desigualdades existente durante el periodo colonial no se haya alterado sino, en todo caso, se haya reforzado.
Desde el punto de vista ideológico o de la producción de valores, que es lo que nos interesa aquí cuando hablamos de la construcción ideológica racista del “otro” indígena por parte de los ladinos en Chiapas, entre la Colonia y nuestra época Chiapas no se ha transformado mucho. En los años anteriores al 1 de enero de 1994, los sectores dirigentes y una buena parte de los sectores intermedios y populares ladinos del estado no consideraban siquiera la eventualidad de que pudieran verse obligados a explicar y a justificar el carácter para ellos inevitable -puesto que natural- de la estratificación sociocultural establecida entre ellos y los indígenas, una estratificación que el zapatismo ha expuesto ante los ojos del mundo como de claro corte racista.
Me parece entonces que en el caso de la entidad fronteriza del sur de México, sostiene la tesis que el racismo de hoy -en comparación con la discriminación colonial existente entre los siglos XVI y principios del XIX- sólo se desarrolla como un fenómeno de la modernidad, no se verifica. En Chiapas, por un lado, el racismo de la desigualdad no nació paralelamente al proceso de modernización de la entidad, sino paralelamente a la Conquista de este territorio por parte de los españoles. Por otra parte, el racismo en esta región se ha extendido con el tiempo como un fenómeno histórico de larga duración que se ha modificado poco durante los últimos 500 años, y ha contribuido a formar un universo regional profundamente marcado por las permanencias, por los obstáculos al cambio. El racismo chiapaneco es una de las más largas de las largas historias de la entidad.
En otras palabras, el racismo en Chiapas así como en Guatemala, al ser producto de la colonización y haberse constituido durante la Colonia en el hilo conductor de la ideología de la clase dominante, jugando un papel importante en la superestructura de dicha formación social como instrumento de dominación, también se erigió en uno de los principales obstáculos a la modernización, en una de las principales razones por las cuales esta última nació sin posibilidades de avanzar.
Hoy día, la historia nos presenta nuevamente ese paradójico fenómeno que el zapatismo morelense de los años diez y el zapatismo chiapaneco de los noventa ilustran tan claramente: que, en contra de lo que persiguen los proyectos llamados “modernizadores”, la defensa de las tradiciones -en estos dos casos las tradiciones comunitarias indígenas- es la que frecuentemente encabeza la lucha por la modernidad. En el caso de Chiapas, no es sino hasta el 1 de enero de 1994, es decir, cuando estalla la rebelión del EZLN y el nacimiento del movimiento civil que lo secunda, que la entidad ingresa a la posibilidad, “apenas a la posibilidad”, de que se opere en su territorio una apertura hacia la modernización jurídico-política e ideológica y, por tanto también social y económica. Pero una modernización humanista en el pleno sentido de la palabra, que produzca una sociedad que, en palabras de Alain Touraine, “esté lista y dispuesta para cambiar”; una sociedad perteneciente a una era
marcada por cambios constantes –pero que está además consciente de que está marcada de esta forma-; una era que considera que sus propias formas legales, sus creaciones materiales y espirituales, su sabiduría y sus convicciones son temporales, que deben ser conservadas sólo “hasta próximo aviso” y que eventualmente deben ser descalificadas y reemplazadas por otras nuevas y mejores. En otras palabras, una era que está consciente de su historicidad (Zygmunt Bauman, 1987).
Por ello, si nos atenemos a las ideas de Touraine y de Bauman, la lucha por la modernidad en nuestros días incluye como uno de sus aspectos centrales aquella en contra del racismo o aquella en favor del reconocimiento pleno de los derechos de los pueblos indígenas. Y esta batalla es, tanto en el sentido político y jurídico como en el económico y social, sinónimo de adhesión al complejo y profundo proceso latinoamericano y mundial de lucha por la igualdad en la diversidad.
Para finalizar, me gustaría detenerme en uno de los ingredientes fundamentales de esta modernización: el aspecto jurídico. Este punto es central en la discusión, ya que si bien es cierto que
podría argüirse […] que las leyes son el producto de la organización y la conciencia política y ocuparían así un papel secundario, […] históricamente ha sido frecuente que la existencia de las leyes constituya la génesis de la organización y la conciencia política. […] En realidad, más que una jerarquía entre estos factores, parece haber una mutua y activa interdependencia entre ellos (Roldán, 1996).
Actualmente las constituciones de América Latina y el Caribe se perfilan hacia dos tendencias en lo tocante a las garantías constitucionales para los pueblos indios: a) la de los Estados que plasman en sus leyes su intención de mantener a perpetuidad la identidad y los derechos especiales de los indígenas que viven en su territorio, b) la de los Estados que manifiestan, en su Carta Magna, leyes hacia los pueblos indios que no muestran otra cosa sino que los “toleran”, es decir, que los consideran en el fondo como entes que obstaculizan la unidad y un progreso nacionales a los que conciben alrededor de la homogeneidad lingüística, religiosa y cultural en general, así como de la homogeneidad de modos de transmisión de la propiedad.
México ha pertenecido desde el inicio de su vida independiente a la segunda de estas dos tendencias.
El Estado-nación y el orden constitucional se concibieron y organizaron en torno al principio de igualdad jurídica que ignora el reconocimiento de lo diverso, para impulsar el ideal de homogeneidad (Gómez, 1996).
A pesar de ello, el Estado mexicano fue la vanguardia indigenista en América Latina por muchos años ya que todo su ideario indigenista estaba basado en un principio de integración al indígena a la nación mestiza, considerado humanista y socialmente justo, cuya naturaleza racista no fue evidente ni siquiera para la antropología nacional sino hasta muy recientemente. Para fines de la década de los ochenta, sin embargo, se hizo evidente que México había perdido esa posición de vanguardia, debido a que ese ideario indigenista asimilacionista no había logrado crear expresiones jurídicas de reconocimiento a su compleja conformación pluricultural.
Intentando corregir este rezago, México, en 1990, fue el primer país latinoamericano en ratificar el Convenio 169 de la OIT aprobado por la ONU en 1989. Dos años después, como resultado de esta ratificación, México reformaba su Artículo 4o constitucional y así, en su Carta Magna incluía a los pueblos indígenas. En la nueva versión de este artículo, que es sólo una mínima expresión del contenido del convenio 169: a) se enfatiza el carácter pluricultural de la nación mexicana, reconociendo a los pueblos indígenas como su sustento original; b) se establece que la ley promoverá y garantizará el desarrollo de sus lenguas, usos y su acceso efectivo a la jurisdicción del Estado y c) se postula que en los juicios y procedimientos agrarios se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley (idem). En síntesis, la reforma al Artículo 4o implica que, por lo menos en lo que toca a la ley escrita, en México se asienta que los indígenas serán tratados al mismo tiempo como iguales y como histórica y culturalmente distintos.
Sin embargo, si bien desde el punto de vista de los textos escritos el Estado mexicano nuevamente se colocó a principios de los noventa en la actualidad de la reflexión y de la legislación en materia indígena en América Latina, la aplicación de esta importante reforma en materia del acceso de los indígenas al derecho dista mucho en la práctica de lo que marca el texto constitucional. Además de los cientos de casos que los abogados democráticos, los antropólogos jurídicos y los propios indígenas podrían citar como ejemplo de esta última aseveración, hay dos hechos contundentes que marcan esta distancia: 1) de manera paralela a esta reforma, en 1992 el Senado de la República aprobó otra importante reforma constitucional, la del Artículo 27. Esta modificación en la práctica constituye una profunda contradicción con el nuevo contenido del Artículo 4o, ya que echa abajo la protección legal que el Estado mexicano había otorgado desde 1917 a la propiedad comunal de los pueblos indígenas -aquel espacio físico que es el sustento de su cultura, su visión del mundo, de sus creencias, costumbres y tradiciones- a favor de un apoyo mucho más irrestricto a la pequeña propiedad y a la propiedad privada en general de las tierras; 2) el Estado mexicano no ha respetado los acuerdos a los que llegó con el EZLN en los diálogos de paz de San Andrés Larráinzar. Entre otras cosas, no ha respetado el someter el texto de dichos acuerdos, firmado por ambas partes, a discusión en las Cámaras, tal y como se comprometió a hacerlo ante los ojos de numerosos testigos, entre los cuales la prensa nacional e internacional.
A finales de este milenio, la posición de vanguardia que México alguna vez tuvo en América Latina en materia indigenista ha quedado muy atrás: no sólo que otros países del subcontinente han ratificado ya también el convenio 169 de la OIT, sino que, y esto es más importante, contrariamente a México, varios de ellos –como Colombia e incluso Ecuador- han mostrado ya en la práctica su disposición a convertir en realidad esta reforma jurídica.
Este hecho refleja que el Estado mexicano no está dispuesto ni a nivel ideológico-político, ni a nivel jurídico, ni a nivel de su política social o cultural, a ocupar un lugar digno dentro del complejo y profundo proceso latinoamericano y mundial de lucha por la igualdad en la diversidad. Además muestra que no ha superado aún el racismo asimilacionista que lo ha caracterizado históricamente desde la época de los liberales del siglo XIX. Es por ello que a pesar de proclamarse ante todo como en esencia modernizadores, los gobiernos neoliberales mexicanos nacidos en la década de los ochenta, su visión del mundo, su proyecto de nación y su manejo del conflicto chiapaneco no han hecho sino defender frente a los ojos y los reflectores del mundo entero algunos de los más arraigados obstáculos a la modernización regional y nacional, como lo es el centenario racismo chiapaneco, enemigo frontal de la defensa de los derechos humanos, individuales y colectivos.
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Sobre la autora
Olivia Gall
Investigadora del Programa de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Mesoamérica y el Sureste (PROIMMSE), Instituto de Investigaciones Antropológicas (IIA) de la UNAM. La Investigación de la que este artículo es producto financiado por Conacyt.