En lo concerniente a la historia social, en casi todos los periodos históricos existen momentos clave de ruptura que derivan, en la mayor parte de los casos, en un proceso de transformaciones radicales y cuyo estudio motiva, entre los académicos, interrogantes de largo alcance. Debido a la, por lo general, honda trascendencia que suscitan, el análisis histórico de estos procesos suele salirse de sus fronteras cronológicas para abordar su eventual origen e impacto en los periodos previo y posterior, respectivamente. Atraen la atención, además, de una diversidad de especialistas -arqueólogos, lingüistas, antropólogos y economistas, entre otros- que se unen al historiador en la tarea de reconstruir, desde distintos horizontes, aquello que permiten las fuentes disponibles, y de ensayar las interpretaciones más satisfactorias. Desde hace tiempo éste parece ser el caso de la Conquista de México.
En el presente estudio, Susan Kellogg considera insuficientes, en primer término, aquellas tesis deterministas que pretenden ofrecer una explicación concluyente del proceso de conquista y dominación de los pueblos indígenas por parte de los españoles. Así, la introducción de enfermedades, el éxito español al dividir en su provecho a la población india y la eventual superioridad bélica y tecnológica de los invasores, fueron elementos influyentes en la Conquista, pero deben verse como parte de un universo explicativo que aún no agota sus posiblidades. Ciertamente, la combinación de estos factores diezmó en forma dramática a los indígenas, y de alguna manera la sumió en una suerte de caos moral, pero al mismo tiempo ésta mostró una irreductible capacidad de autoprotección en el nuevo orden. Esta consecuencia tiene un origen que reclama ser explicado para que se dé, entonces, la posibilidad de entender en toda su amplitud la sociedad colonial que surgió años después.
Como se sabe, el inicial sometimiento militar español de la población aborígen del Altiplano Central y la zona maya, principalmente, dió pié a un posterior y paulatino pero no menos férreo proceso de subyugación política. Ello tuvo, como una de sus pricipales consecuencias, un trastocamiento profundo de los valores y símbolos culturales de tradición indígena. Pertrechada con las herramientas del análisis antropólogico, la autora aborda las características de esa transformación cultural en el seno de la sociedad mexica y en el marco de sus antecedentes precolombinos y los primeros siglos coloniales.
A través del análisis sistemático de los expedientes legales generados por los tribunales novohispanos en los siglos XVI y XVII, en los cuales los indios son los principales litigantes, Kellogg se propuso construir una explicación alternativa que modificase el énfasis puesto en la Conquista por sí misma, como el factor que permitió a los españoles el logro de su hegemonía sobre la población de habla náhuatl. De esta forma, en la primera parte del trabajo, la autora ofrece un análisis de la estructura interna de los expedientes legales que sirven de base para su investigación: caracteriza el discurso y tipifica a sus principales protagonistas.
Kellogg basó su estudio en los expedientes legales -particularmente aquellos referentes a conflictos por propiedad- por considerar que su contenido refleja con nitidéz el proceso de adecuación de los indígenas en torno a ciertas nociones culturales. A diferencia de otros especialistas que han visto en los contenidos de los archivos legales únicamente sistemas de normas y de control social, un medio de solución de conflictos, una forma de retórica y argumentación o, en su defecto, un mero repositorio de información factual, Kellogg los concibe como una arena de confrontación cultural, en la que las nociones de familia, género y propiedad fueron puestas a discusión. Los mira, igualmente, como instrumento de aprendizaje de un sistema de relaciones interétnicas cargadas de complejidad, pero finalmente también como expresión indubitable de la hegemonía cultural española.
Por hegemonía la autora entiende una forma de dominación que no se basa única y exclusivamente en el uso de la fuerza, sino que ensaya las más sutiles, las menos violentas y espectaculares, y aun las más persuasivas formas de control social. Estas formas son posibles -ataja Kellogg- no tanto porque la sociedad indígena colabore en su propia subyugación, sino debido a que un poder dominante ha hecho posible el establecimiento de prácticas y creencias a las que la población se ajusta, que en repetidas veces conllevada a prácticas cohercitivas, pero que con el tiempo suelen transformarse en formas de apariencia normal, y aun naturales. Para la autora estos elementos se pueden observar en el fenómeno de adecuación cultural que vivió la población indígena de la Ciudad de México en los siglos XVI-XVII, que, lejos de ser sencillo, fue producto de un largo e intrincado proceso cargado de conflictos pero también de negociaciones y diálogo.
En ese sentido, Kellogg reconoce en el gran aparato legal montado por la Corona española en el seno del antiguo imperio mexica, un mecanismo de conversión cultural en el que la Real Audiencia, al igual que la mayoría de los tribunales novohispanos promovió, o más acertadamente, impuso entre los habitantes, nuevas nociones de prácticas culturales que contrastaban con las heredadas del pasado prehispánico: de propiedad privada -de la colectiva a la individual-; de la familia -del grupo multifamilar a la familia nuclear- y de relaciones de género -de una cierta paridad social de género a un crecimiento de los privilegios masculinos. La incorporación del indígena, afortunada o fallida, a estas prácticas no debe verse necesariamente como una burda imitación de los modelos españoles, sino más bien como una respuesta al rápido cambio social y material que les fue impuesto, en gran medida, una compleja amalgama de valores mexicanos y españoles. Aunque también es claro que dichas formas jugaron un papel determinante en la perpetuación del dominio español al anular o en su defecto canalizar la disidencia.
¿Se alcanzó pues, como afirma Kellogg, una nueva síntesis cultural? La Ciudad de México está llena de historias que ilustran la forma en la que multitud de indígenas transgredió las normas españolas: invadían cotidianamente los límites españoles de la traza urbana; se embeodaban hasta perder el sentido; evadía el pago del tributo; se amancebaban olvidándo al cónyuge sancionado por la Iglesia y las leyes españolas y hurtaba lo que le era posible. En los procesos judiciales a los que fueron sometidos estos infractores pocas veces se escuchó la voz del indígena. En cambio, en los expedientes por conflicto de propiedad, correspondientes al siglo XVI, siempre aparece el punto de vista del litigante indio y, por su conducto, de toda la comunidad. A través de declaraciones de testigos y los contenidos de los testamentos, es posible articular datos que implican de forma real y constante a individuos, familias y comunidades. No hay que olvidar sin embargo -alerta la autora-, que se trata de declaraciones de testigos y documentos en lenguas náhuatl y española que amparan un interés y se corre el riesgo de interpretarlos de manera errónea: “Uno no puede asegurar que éstos [expedientes] ofrecen descripciones certeras de los hechos o testimonios transparentes de la realidad social” (Kellog, 1995, p. 38). No hay duda -dice Kellogg- que esos documentos contienen datos de gran valor para el analista, pero deben verse, en primera instancia, como una forma de narrativa, como un compendio de dramas sociales y ficciones cuidadosamente manipuladas pero enraizadas en luchas y conflictos reales.
Si bien no es novedoso observar en los documentos coloniales una forma de narrativa, es un gran acierto de Kellogg hacerlo en los documentos legales, puesto que mediante esta lectura alternativa logra llamar la atención en un valor derivado del cambio paulatino en la concepción de valores culturales gestado en la sociedad indígena del periodo, que, a su vez, es caro a la tradición cultural novohispana: el discurso y la estética barrocos.1 Hacia fines del siglo XVI los argumentos de los litigantes dejaron de centrarse en los hechos y pusieron mayor atención en la caracterización de sus oponentes.De esta forma puede concluirse que la cultura barroca novohispana, aquella que fijó su atención en la forma desatendiendo el fondo, también se construyó en los textos de los protagonistas indios de los litigios legales.
En la segunda parte de su estudio, Kellogg pondera la importancia que, a su juicio, tienen, en la historia social, los elementos que modelan la vida cotidiana:
las raíces de la hegemonía española sobre el sistema social novohispano descansa, en algunos momentos, en el imperceptible y dramático incremento de los cambios operados en la vida cotidiana pero, igualmente, en modelos de conocimiento, de pensamiento, de valores y de ideologías. (Ibid., p. 86)
En esta dinámica de cambios imperceptibles o dramáticos, los religiosos jugaron un papel medular al inducir en la población indígena la sustitución de una serie de símbolos y valores que a mediano y largo plazo adquirirían carta local de naturaleza. Una de las herramientas usadas con tal fin fue la introducción del testamento como documento legal de transmisión hereditaria de bienes. En la rica información que contienen estos documentos, incorporados como elementos de prueba en las causas por conflicto de bienes entre indígenas, la autora encontró la respuesta que formularon los indios respecto de la fractura que encararon de sus condiciones de vida, así como del cambio operado en la estructura de sus relaciones familiares y de parentesco.
En este análisis resulta revelador el hecho de que los textos catequizadores de fray Alonso de Molina2 y fray Martín de León,3 establecieran de alguna manera las bases sobre las que se desarrolló el modelo de redacción de testamentos entre la población indígena. Un modelo que tendía a reforzar en esta última las creencias católicas, pero que igualmente en el momento de decidir la transmisión de bienes conminaba a sus integrantes a tener siempre presente a la Iglesia como benefactora (Véase capítulo cuatro)
Un objeto de análisis ya tradicional entre los antropólogos, que concierne a las relaciones familiares y de parentesco, es abordado por Kellogg a propósito de los cambios que sufrieron, en las primeras décadas del periodo colonial, las nociones y prácticas mexicas en esa esfera social, con la introducción española de nuevos modelos. Mediante un análisis comparativo, la autora expone en el capítulo cinco la forma en la que el sistema familiar mexica del periodo prehispánico, basado en extensas redes de parentesco, no fue necesariamente de orden endogámico o exogámico, sino de una flexibilidad que tuvo como principal punto de referencia el papel de sus integrantes en el seno de la colectividad. De tal manera que al momento del contacto, la estructura y organización de la unidad familiar mexica, a diferencia de los grupos habitantes de la regiones vecinas, tendía a conformar dichas unidades bajo el dominio directo de caciques y nobles. Se trataba, en suma, de una compleja concepción de unidad familiar conformada a través de diferentes niveles económicos y sociales. Kellogg acepta que actualmente existe una polémica acerca de la forma de interpretar este hecho; sin embargo, la evidencia documental que aporta en su trabajo le permite establecer las bases sobre las que considera surgió paulatinamente en el primer siglo colonial un nuevo modelo de unidad familiar, la familia nuclear, así como un nuevo sistema de relaciones de parentesco, sistema en donde sólo las hermanas y hermanos quedaron como sus principales elementos articuladores.
Estudios recientes señalan que la estructura familiar y el sistema de parentesco vigente en sectores de élite de la sociedad mexicana contemporánea y, por hegemonía cultural, del país en su conjunto, hunde sus raíces en la formas observables en la base criolla de la época colonial.4 En su trabajo, la autora sugiere, en todo caso, ampliar esta propuesta integrando los elementos de origen indígena heredados del periodo prehispánico, modelados durante el proceso de adecuación al que fueron sometidos en los dos primeros siglos del periodo colonial. Sugiere, igualmente, ver en ese proceso de adecuación expresiones de resistencia cultural que, por razones históricas, privilegian la negociación y el diálogo en lugar de la confrontación violenta en forma directa, como fue más común en las naciones indígenas de la zona norte. Aunque esto último no elimina el viejo dilema de la confrontación abierta o la contemporización con el poder como casi únicas alternativas históricas para la emancipación de sociedades subyugadas, incorpora al debate nuevos elementos que, por lo pronto, obligará a un replanteamiento del problema.
En el esquema de análisis propuesto por Kellogg queda quizá, como factura pendiente, ofrecer respuesta a interrogantes que surgen de la lectura de su trabajo. Una de ellas sería señalar, por ejemplo, en el contexto de su investigación, las condiciones que llevaron a las autoridades españolas a crear la figura del procurador de indios, que, junto con la creación del Juzgado Privativo de Indios, parecen haber sido determinantes en la incorporación definitiva de éstos al esquema español de impartición de justicia.5 Se trata, en última instancia, de ubicar su valiosa propuesta en un horizonte histórico más integral.
Sobre el autor
Arturo Soberón Mora
Dirección de Estudios Históricos, INAH.
Citas
- Entre quienes han ensayado esta forma de la lectura se encuentra Serge Gruzinski, La colonización de lo imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos XVI-XVIII, traducción de Jorge Ferreiro, México, FCE, 1991. [↩]
- Confesionario mayor, en lengua mexicana y castellana, México, Antonio de Espinosa, 1565. [↩]
- Camino del cielo, México, Imprenta de Diego López Dávalos, 1611. [↩]
- Véase por ejemplo Larissa Adler Lomnitz y Marisol Pérez Lizaur, Una familia de la élite mexicana, 1820-1980. Parentesco, clase y cultura, México, Alianza Editorial México, 1993. [↩]
- Esta interrogante la responde en gran medida W. Borah, pero en un marco de análisis distinto, véase El juzgado General de Indios de la Nueva España, traducción de Juan José Utrilla, México, FCE, 1985. [↩]