Existen ocasiones en que la aparición de un libro no puede ser más oportuna; es el caso del estudio que nos presentan María del Carmen Reyna y Jean Paul Krammer sobre la familia De Ajuria, pues —como sabe cualquier persona bien informada— en los últimos tiempos se han evidenciado las estrechas relaciones que existen entre políticos y empresarios mexicanos, asunto que no se debe pasar por alto y que, como bien señalan los autores, requiere de una profunda reflexión desde la historia. El caso de los De Ajuria es paradigmático en función de que su enriquecimiento no fue sólo producto de su trabajo, sino también de los nexos que establecieron con empresarios y personajes de la política mexicana de la primera mitad del siglo XIX. Su éxito se explica, en buena medida, por su relación en actividades económicas como el rentismo, el agiotaje, la especulación, la minería, la tenencia y la explotación de la tierra. Además de tener participación en el arrendamiento de instituciones públicas, operación que pudieron desarrollar en algunas ocasiones, gracias a que contaron con el apoyo de las autoridades gubernamentales.
Los investigadores mencionan que con este trabajo se busca llenar un vacío historiográfico, pues de esta familia sólo existen referencias superficiales pese a la importancia socioeconómica que llegaron a tener en su momento. Así, el estudio pretende explicar la manera en que los De Ajuria construyeron su fortuna y las relaciones sociales, políticas y económicas que establecieron. El libro que se reseña a continuación se divide en cuatro capítulos. El primero de ellos se dedica a analizar la trayectoria de Miguel de Ajuria, quien nació en 1813 en una población vasca llamada Vitoria; fue el primero de los hermanos que llegó a México en 1832. Con escasos 19 años, Miguel se estableció en la capital del país, lugar en el que se desempeñó como dependiente en tiendas de sus compatriotas. Después de reunir dinero, se trasladó a Cuernavaca, donde fue asistente del colector de diezmos, labor que le permitió conocer a los propietarios de las haciendas azucareras, algunos de ellos lo contrataron para comercializar sus productos. Trabajó con Agustín Vicente Eguía, propietario de la hacienda de San Vicente Chiconcuac, de quien aprendió los secretos del cultivo de la caña.
En 1837, Anselmo Zurutuza lo contrató para fungir como administrador de la hacienda de San Antonio Atlacomulco, lugar en el que colaboró para mejorar los procesos de cultivo de la caña e introdujo plantíos de plátano y café, lo cual contribuyó a que la hacienda lograra una importante producción para abastecer el mercado interno y externo. En 1846, cuando concluyó el contrato de arrendamiento de la hacienda, Miguel convenció a Zurutuza y a Juan de Goribar para que compraran las haciendas de San Vicente, San Antonio Chiconcuac y Dolores. No obstante, fue hasta 1851 cuando se firmó la transacción de compraventa, la cual tuvo diversos problemas pues no se estableció el precio de compra de las haciendas; además, tampoco se tomó en cuenta los gravámenes que las afectaban ni se realizó una inspección para comprobar las condiciones en que se encontraban. Lo peor del asunto es que los vendedores, Josefina Eguía y su esposo Anacleto Polidura, realizaron diversas acciones fraudulentas. Por ejemplo, ella solicitó en 1852 un préstamo de 21 000 pesos que garantizó con las haciendas.
A pesar de los diversos problemas que debió enfrentar por dicha acción, Miguel de Ajuria, en su papel de administrador, realizó diversas tareas para sacar adelante la producción azucarera, pero la muerte de Zurutuza provocó que no atendiera la cosecha. En cualquier caso, Miguel de Ajuria decidió rescindir el contrato de compraventa, lo cual aprovechó Anacleto Polidura para vender las propiedades al español Pío Bermejillo. La muerte de su amigo Zurutuza, la imposibilidad de obtener la total devolución de su dinero y el engaño en el que había caído ocasionaron que tomara la decisión de quitarse la vida. Sin duda, una determinación muy drástica debido a que Miguel gozaba de una situación financiera sana, lo cual se podía corroborar en el hecho de que realizó importantes préstamos de dinero a dos empresarios textileros: Juan de Dios Pérez en Orizaba, y Cayetano Rubio en Querétaro.
El segundo capítulo está dedicado a Gregorio de Ajuria, quien nació en 1819 en Bilbao. Llegó a México en 1840 por invitación de su hermano, que por aquellos años ya había consolidado sus relaciones sociales y económicas. Aun cuando en principio se estableció en la ciudad de México, después tomó la decisión de dirigirse a Mazatlán, donde trabajó en la aduana, lugar en el que ingresaban los productos provenientes de la Alta California y Asia. Su habilidad le permitió desempeñarse como representante de comerciantes mexicanos, estadounidenses y europeos, a la par de que se convirtió en prestamista —para garantizar el cobro hipotecaba las propiedades, ya fuesen rústicas o urbanas. Es muy probable que en aquella entidad conociera a John Temple, quien lo invitó a Los Ángeles para que se hiciera cargo de sus negocios. La relación entre ellos se afianzó tras el casamiento de Gregorio con la hija de Temple en 1848, convirtiéndose en el administrador de los negocios que aquél tenía en diversos lugares de México y de la Alta California.
Tras estallar la rebelión de Ayutla en contra del gobierno de Antonio López de Santa Anna, Ignacio Comonfort se dirigió a Los Ángeles a fin de reunir apoyo económico para la causa. Allí conoció a Gregorio; no resulta clara la manera en cómo fue el primer encuentro de los dos personajes, aunque los autores sugieren la posibilidad de que se haya producido cuando Comonfort se desempeñaba como administrador de la aduana de Acapulco, a la que De Ajuria le había prestado 200 000 pesos, cantidad que, según se estipuló, se incrementaría en caso del triunfo de la rebelión. La relación entre ambos se consolidó tras el nombramiento de Comonfort como presidente sustituto en 1855, pues Gregorio se convirtió en su “confidente y socio”.
En el tercer capítulo, Reyna y Krammer narran cómo —una vez instalado en la ciudad de México— Gregorio se convirtió en representante legal de varios españoles y mexicanos, además de ejercer como prestamista en cuya cartera no sólo figuraban propietarios de fábricas como Cayetano Rubio, sino también diversos políticos mexicanos. Además formó una compañía con José María Portillo, para comprar la hacienda de San José de Vista Hermosa, pero la sociedad se disolvió por diversas razones y Portillo debió indemnizarlo por los gastos realizados. La fortuna de De Ajuria se incrementó cuando el gobierno le otorgó una parte de los derechos aduanales de los puertos de Mazatlán, Manzanillo, Acapulco, San Blas, Veracruz, Tampico y Guaymas, situación que el español aprovechó para construir una serie de bodegas que servirían como depósito alternativo de los productos que llegaban a Mazatlán.
El gobierno también le concedió los impuestos de la plata de las minas de Real del Monte, medida que buscaba compensar los 200 000 pesos que De Ajuria prestó para iniciar la insurrección en contra de Santa Anna. Sin embargo, los autores afirman que los anteriores negocios no fueron tan redituables como los “favores” que Comonfort le otorgó: el arrendamiento de la Casa de Moneda, la adquisición de parte de las playas de Acapulco y de la Hacienda de la Frailesca cercana al istmo de Tehuantepec. Asuntos de los que se ocupa el cuarto capítulo. En 1857 se le otorgó la concesión de la Casa de Moneda con el objetivo de paliar la crisis económica que se vivía, pero ante todo se buscaba incrementar las utilidades por acuñación y exportación de metales preciosos. Como la situación económica del gobierno no se recuperaba, decidió solicitarle a Gregorio un préstamo de 200 000 pesos, situación que sólo contribuyó a que el prestamista recibiera mayores dividendos, debido a que no se lograron cubrir los pagos estipulados. Dicha concesión fue renovada en repetidas ocasiones hasta terminar en 1892, lo cual quiere decir que los De Ajuria la tuvieron por más de tres décadas.
Respecto a la adquisición de terrenos en Acapulco y los de la Hacienda de la Frailesca, los investigadores mencionan que Comonfort fungió como copropietario de las tierras adquiridas. El asunto de la hacienda es de relevante importancia, pues eran terrenos ubicados en Tehuantepec, punto en el que se pensaba establecer un camino que comunicara los dos océanos. En principio la propiedad fue otorgada en adjudicación a Mariano Zavala, pero la ley de 1856 lo obligó a venderle a una sociedad formada por Comonfort, De Ajuria y Miguel María Arrioja. Aunque Genoveva de la Rosa mediante el recurso de un amparo trató de impedir la transacción, lo cierto es que el 23 de mayo de 1861 se ratificó la compra de la extensa propiedad, que abarcaba 64 sitios de ganado mayor, siete sitios de ganado menor y trece caballerías de tierra. No obstante, los compradores no lograron tomar posesión de la propiedad y se entabló un largo juicio que culminó en 1907, tras desecharse la elevada cantidad por indemnización solicitada por los herederos de Gregorio de Ajuria.
Gregorio permaneció en México hasta 1858, año en el que Ignacio Comonfort abandonó el país para irse a radicar a Nueva Orleans, mientras él regresó a Europa para evitar la problemática derivada de la guerra civil en Estados Unidos. Es de destacar la minuciosa investigación de María del Carmen Reyna y Jean Paul Krammer, pues logran demostrar la manera en que los De Ajuria se enriquecieron merced, en buena medida, a sus relaciones sociales y políticas. Y queda abierta la pregunta con que finalizan su estudio: ¿habrá acabado la época de los agiotistas en México?
Sobre la autora
Beatriz Lucía Cano Sánchez, DEH-INAH.