Álvaro Matute (selección y prólogo), La teoría de la historia en México (1940-1968), México, FCE (Biblioteca Universitaria de Bolsillo), 2015.

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DA69R01Habitualmente dedicado a la cátedra y la investigación histórica, entre otros quehaceres universitarios, Álvaro Matute ha mostrado un interés asiduo por los problemas de orden metodológico inherentes a su disciplina. En particular la teoría de la historia en México, aquella que se desprende o surge a partir de la disolución del Positivismo, es motivo de su interés en atención a que los textos que la significan coinciden con los inicios de la profesionalización de la investigación histórica en México, de la que, por cierto, don Silvio Zavala (1909- 2014) fue también notable pionero.1 Para Matute, empero, ese interés tiene como fin inmediato otorgar a la comunidad estudiantil de la carrera de historia las herramientas teórico-metodológicas que brinden solidez a su preparación universitaria.

Editada originalmente en 19742 con algunas variantes en la selección de los textos, la presente compilación se enmarca en un marco temporal, en apariencia breve, pero colmado de agitados movimientos sociales, nacionales e internacionales. Agitación social acompañada de un extenuante desarrollo científico y tecnológico que obligó a las llamadas ciencias naturales y sociales a ser objeto de constantes revisiones y replanteamientos. Los textos seleccionados son, en el campo de la historia, reflejo en buena medida de dicho contexto. Para Matute se trata del momento historicista, periodo en que las reflexiones filosófico-historiográficas de Wilhem Dilthey (1833-1911), Edmund Husserl (1859-1938) y Martin Heidegger (1889- 1976), pasadas por el tamiz discursivo de José Ortega y Gasset (1883-1955), empiezan a tener un fuerte impacto en los medios académicos españoles y mexicanos. Para esos años la influencia de la obra de los filósofos alemanes citados, pero sobre todo la del propio Ortega y Gasset, había llegado a México, alimentando un movimiento intelectual de gran envergadura. Así entonces, no resulta casual ni arbitraria la selección que hace Matute de los autores que conforman el libro, ya que se les puede vincular con la corriente teórica enunciada. De igual manera, resalta que, de los once enlistados, cinco de ellos —casi la mitad— formaron parte de los cientos de intelectuales expulsados por la Guerra Civil desatada en España por el asedio y posterior derrocamiento del régimen republicano (1936-1939) por parte de las fuerzas de Francisco Franco (1892-1975). La asistencia que brindó el régimen del presidente Lázaro Cárdenas (1895-1970) a un número representativo de estos intelectuales españoles, en condición de refugiados políticos, constituyó una señalada concurrencia en el medio académico mexicano, toda vez que las posiciones teóricas con las que arribaron los exiliados, en su momento, apuntaron hacia líneas paralelas —pero igualmente contrastantes— de reflexión histórica respecto a las tendencias locales dominantes; los puntos de vista estaban separados en ocasiones sólo por un atenuante velo discursivo, que atiende más a un giro particular de construcción semántica que a marcadas abstracciones conceptuales, es decir, una línea constante que tiende a reconocer las aportaciones del historicismo y a explicarlo como la herramienta que permite diferenciar la historia de las ciencias naturales, cuya intención es rescatarla del rígido y esquemático marco conceptual en el que se hallaba encasillada desde el último tercio del siglo XIX. Evidentemente no todos los autores lo hacen por el mismo camino y ni siquiera reconocen algunos explícitamente esa intención; no obstante, la teoría positivista tiende a ser referenciada como un sistema cientificista sujeto a normativas inadecuadas para reconocer e interpretar, en el horizonte histórico, el impredecible quehacer humano.

Ramón Iglesia (1905-1948) sostiene, por ejemplo, siguiendo a Heinrich Rickert (1863-1936), que existe una diferencia importante entre los objetivos de la ciencia natural y la ciencia cultural —de la que forma parte la ciencia histórica—: la primera busca leyes universales; la segunda, la manifestación individual de la realidad. ¿Y cómo puede el historiador discernir acerca de lo que es importante seleccionar para su atención? Acudiendo a la teoría de los valores.3 Entendidos como bienes de cultura (la nacionalidad, la ciencia, la justicia), los valores guían al historiador en su labor, según sean los que predominen en su contexto histórico. El conocimiento más certero que tenga de esa realidad social será el que tenga de sí mismo y el “que le permitirá apreciar cuáles son los puntos de vista de otros historiadores, de su misma época o de otras distintas, porque de lo contrario no comprenderá nada”. A continuación Iglesia alerta sobre la necesaria crítica de las fuentes y la inutilidad de la erudición por sí misma. Es infructuoso que el historiador aspire a la imparcialidad, pero con su trabajo, en cambio, puede ofrecer una útil perspectiva.

La teoría de los valores está igualmente presente en el trabajo de Alberto T. Arai (1915-1955), entendidos éstos como los “ideales últimos de la humanidad a los que se reducen a la postre los ideales concretos de las distintas épocas históricas que no pueden ponerse nunca como medios para la consecución de otros superiores, puesto que ellos mismos son lo más alto en la escala de valoración de lo humano”. De esta forma, los valores así enunciados fungen como “leyes reguladoras de la vida humana transcurrida” y conforman en su conjunto una ciencia cultural, distintas de las ciencias naturales, dedicada exclusivamente a lo humano. Arai delinea su posición a partir de Windelband, Heidegger y Ortega y Gasset con lo cual se entiende también su énfasis en diferenciar la ciencia con relación a la historia.

Desde la reflexión de acentuada rúbrica filosófica, Antonio Gómez Robledo (1908-1944) comulga con el pensamiento de Aristóteles (384 a 322 a.C.) en lo concerniente a la naturaleza de arte e historia. Acepta que ambas se ocupan de la obra del hombre, no obstante la primera, de las manos del poeta “expresa todo lo posible, según la verosimilitud o la necesidad, esto es, la esencia de las situaciones y caracteres, apunta a lo universal. El historiador, en cambio, constreñido a narrar lo que ha sido aquí y ahora, dentro de la irremediable circunscripción espacio-temporal, no puede llegar sino a lo particular”. Motivado por la crítica que hace Rickert a la tendencia cientificista que afecta a la concepción histórica, Gómez Robledo recupera, con ánimo de debate, los juicios pretendidamente divergentes que al respecto expresa Benedetto Croce (1866-1952) para primero aceptar que arte e historia se ocupan de la obra del hombre, para después asentar que la primera es básicamente intuición mientras que la segunda, sin dejar de ser intuición, es también lógica o raciocinio.

A continuación se presenta un texto producto de un debate relativo a la verdad histórica, que encabezan Edmundo O’Gorman (1906-1995), Alfonso Caso (1896-1970) y Ramón Iglesia. En primer término, O’Gorman no duda en llevar a cabo un intento por contrastar la posición cientificista frente a la postura historicista, en ese momento en vía ascendente. Afirma que, contrario a lo que el cientificismo exige del historiador, éste no puede ser imparcial en su labor debido a la naturaleza de la misma, que es el drama de la vida. El saber histórico se funda en la selección de una serie de hechos significativos por sus relaciones con el presente y con nuestra propia vida. De esta forma, la verdad en la historia “no es otra cosa sino la adecuación del pasado humano (selección) a las exigencias vitales del presente”. Para Alfonso Caso, las fuentes con las que trabaja el historiador llevan en sí mismas el germen de la subjetividad en tanto se trata de testimonios de vida. Viéndolo así se podría concluir, en tono un tanto pesimista, que “la verdad histórica es sólo probabilidad”. Sin embargo, al historiador lo guía el principio causal: “[…] desea que los hechos que suceden todos los días queden aclarados por sus antecedentes, porque sabe que la vida que anima el cuerpo de la sociedad moderna está contenida por el esqueleto del pasado”. En seguida Ramón Iglesia emprende un ataque frontal al cientificismo: cuestiona la arrogancia con la que los historiadores modernos proceden a nivelar y unificar cada época humana, reduciéndola a la condición de fuente, de materia prima, a la que se acude en busca de datos para elaborar la producción histórica científica, con la intención de que los hechos hablen por sí solos y obtener, así, un producto “libre de prejuicios”, sin considerar que los documentos no hablan en forma única, sino que sus lenguas son múltiples, según las personas que los manejen. Al descuidar el fondo por la forma, atienden lo accesorio, lo instrumental, y juzgan un libro a partir de su volumen bibliográfico (hoy diríamos por su aparato crítico y si tal contempla obras en lenguas extranjeras, a lo que se puede agregar el criterio actual de exigir originalidad temática, bajo el cual sería imposible intentar —por ejemplo— una nueva biografía de Benito Juárez), por lo cual pierde relevancia la valoración del contenido.

Alfonso Reyes (1889-1959), metido a cuasi diletante de la historia profesional y armado de un formidable acervo intelectual señoreado por los clásicos de toda estirpe, expresa que en su idea de la historia no tiene cabida la mala escritura, dando a entender con ello que una primera condición del que aspire a historiador consiste en saber expresar con claridad sus ideas. Esta condición la enlaza con su crítica a la pretensión de presentar documentos o colecciones documentales como historia por sí misma, carentes de la obligada labor interpretativa, operación que será, siempre, reflejo de su época. Reyes desconfía de las técnicas históricas, pero las acepta como necesarias para que el relato histórico arribe a buen puerto en orden. Cosa similar le sucede con las teorías; su eficacia puede ser relativa en tanto tienden a atomizar el trabajo del historiador, pero pueden considerarse expresión sintomática de la evolución del pensamiento.

En un sugerente y penetrante texto, Edmundo O’Gorman, a partir de la reflexión filosófica acerca del problema del conocimiento, emprende una crítica abierta hacia las teorías cientificistas de la historia: el positivismo y el marxismo.4 A la “pretensión a lo absoluto”, que encuentra en estas teorías, O’Gorman opone el relativismo de la verdad histórica (o del hecho histórico) como manifestación de su variedad intrínseca. El hecho histórico no lo es por sí mismo, como si se tratase de un fenómeno biológico, por ejemplo; adquiere sólo esa condición en la medida en la que le es útil al hombre. “Conocer un hecho histórico es simplemente concederle el sentido que le otorga la atribución de intencionalidad a un acontecer determinado; no es, como podría y suele pensarse, conocer la intención con que el acontecimiento se realizó fácticamente.”5 No sólo eso, para que la verdad histórica surja a flote es necesario realizar la operación mencionada a toda una secuencia de acontecimientos los que, al final, comprenderán un hecho histórico como tal. La agrupación de éstos será arbitraria en cierto sentido, pues responderá a la atribución de intencionalidad que se le otorgue. La reflexión final de O’Gorman es que el hombre, al hacer inteligible su actividad pretérita, busca orientarse en el despliegue de su actividad futura; por eso toda historiografía es política.

Influido por un contexto en el que la sicología tuvo un gran desarrollo, para Luis Abad Carretero (1895-1969) el querer más que el pensar es lo que impulsa los actos de los hombres; la labor histórica radica en desentrañar el sentido de las decisiones que llevaron a esos actos. Esta idea va de la mano con aquella que toma de Dilthey en el sentido de que la vida (o la historia) no se puede dar de modo inmediato, sino que es el pensamiento el que la esclarece y lleva a cabo su interpretación. Como las formas de interpretación pueden ser muchas, la llamada historia de las ideas es la que, a su juicio, tiene más solidez por su alcance histórico.

El docto texto de Wenceslao Roces (1897-1992) es al mismo tiempo un fogoso alegato hacia aquellas vertientes historiográficas surgidas a inicios del siglo XX, que ponían en tela de juicio el carácter pretendidamente científico de la historia. A juicio de Roces, quienes así pensaban procuraban inútilmente colgarse de las reflexiones de orden filosófico y sociológico que ensayaban acotar su concepción de la historia a través de un enfoque particular y, por lo mismo, parcial, negando su vínculo inherente a las demás disciplinas del conocimiento. Critica particularmente a aquellos autores que se esfuerzan por explicar a las sociedades pretéritas a través de esquemas interpretativos derivados de formaciones sociales recientes. O más grave incluso: que a través de dicho mecanismo se asuman y pretendan justificar determinadas posiciones políticas y de orden social. Paradójicamente, a contracorriente de la mayoría de los autores que forman parte de la presente compilación y afianzado en la trinchera de la teoría marxista, Roces cuestiona el supuesto carácter “abstracto” del historicismo pregonado por autores como Windelband o Rickert y coincide —cosa que no extraña ya que fue traductor al español de su obra— con la crisis del problema de la investigación científica y, por lo tanto, del conocimiento que plantea Ernst Cassirer (1874-1945). Asunto este último de no menor importancia, ya que para Cassirer la unidad de la investigación científica se segmenta de forma irreversible, hacia el último tercio del siglo XIX.6 Para el caso de la investigación histórica, ese paso lo da, en términos de reflexión filosófica, el historicismo, cuando intenta llevar sus especulaciones más allá del horizonte humano. Para Roces, la claridad en la aplicación o uso de los conceptos, en la medida en la que se construyen en el curso de la investigación científica —incluida la histórica— se constituye como prerrogativa fundamental.

En un sentido similar, en cuanto a fijar la importancia de los conceptos en el campo de la historia, pero desde una perspectiva interior y más concreta, José Gaos (1900-1969) ensaya en su texto la valoración semántica del concepto de “historiografía”. Muy en la lógica discursiva de Heidegger, del que tradujo al español El ser y el tiempo, Gaos concibe la historiografía como la lectura que hace el historiador del fenómeno histórico; pero a diferencia de lo que se pretende de la historiografía en los tiempos que corren —científica, libre de impurezas—, Gaos señala la dificultad de tal empeño en la medida en que al historiador le es imposible desprenderse (ni es deseable que así sea) de los valores culturales de su contexto histórico. Y esto es así porque el historiador “no puede tomar por objeto lo pasado sin tomarlo en relación con lo presente y hasta con lo futuro”; más aún, en esta operación, el historiador lleva a cabo una selección del hecho histórico y con ello discierne entre lo que es materia de olvido y aquello que merece ser fundamento de memoria y conservación. El texto de Gaos, de los más extensos del conjunto, incursiona en aspectos metodológicos propios de la historiografía; insiste en la necesidad de estructurar conceptos propios que expliquen la realidad social y cultural mexicana; valora, como parte destacada de la obra historiográfica debido a su aportación individual, a las memorias, la autobiografía y la biografía.7 En la parte final de su texto resume su concepción historicista: “Es la filosofía que sostiene que el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Se quiere decir que en el hombre no hay nada de una naturaleza inmutable, sino que al hombre lo penetra todo la mutación histórica”.

En el siguiente texto, Adolfo Sánchez Vázquez (1915-2011) considera que el fenómeno histórico no es visible por sí mismo, debe ser puesto al descubierto del conjunto de hechos que conforman la historia como una totalidad y de la que forma parte integral (conformada en una suerte de sistema o estructura). Ni el empirismo —al que Sánchez Vázquez identifica con el historicismo— ni el positivismo lo pueden llevar a cabo de esta forma, en la medida en que ambos sistemas abordan el hecho histórico en su individualidad, aislado del conjunto. Tomando como punto de partida las tesis estructuralistas de Claude Lévi-Strauss (1908-2009), Sánchez Vázquez acepta la utilidad de dicho sistema el análisis histórico, pero cribándolo de aquellos elementos lingüísticos y antropológicos en los que el análisis sincrónico y el diacrónico suelen llevarse a cabo de forma separada, sin establecerse los vínculos necesarios que permitan una explicación integral; su propuesta radica en armonizar el estructuralismo con la teoría marxista que de suyo lo contempla en el análisis que realiza del fenómeno histórico.

Por último, Jesús Reyes Heroles (1921-1985) en su momento funcionario y político señalado, interesado en buscar la proyección histórica en los procesos sociales, concibe la historia como proveedora de estímulos y acicates para transformar el mundo en que se actúa. Sin embargo, considera que, para que eso se dé, es necesario descubrir los sutiles y oscuros puentes existentes entre pasado y presente. Estos puentes son, para las sociedades, como vías en doble sentido de las que se pueden servir para hurgar en su pasado los elementos que han definido históricamente su perfil cultural pero, sobre todo —haciendo suya la expresión de Edward H. Carr—, “comprender la sociedad del pasado e incrementar su dominio de la sociedad del presente”. Reyes Heroles atribuye a los liberales mexicanos del siglo XIX esta actitud —atribución de tono voluntarista influido por Fiedrich Nietzche (1844- 1900)—, que fundieron corrientes del pensamiento económico y político dominante con la matriz del pasado histórico nativo.8 En concreto, el político tiene una responsabilidad ante la historia y el historiador una similar frente a la acción política.

En la década de 1950, los llamados “estudios culturales”, impulsados por la antropología estructuralista y el entusiasmo de la academia francesa, irrumpieron en el escenario historiográfico, sometiendo al historicismo a una suerte de repliegue conceptual. No obstante, el amplio desarrollo que adquirió la hermenéutica como herramienta de interpretación histórica, sin mencionar las aportaciones paralelas de la lingüística y la semiótica, permitió al mismo tiempo el resurgimiento del historicismo. Quizá el propio Álvaro Matute ya trabaje en el diseño de una segunda parte de esta útil compilación.

Sobre el autor
Artuto Soberón Mora
Dirección de Estudios Históricos, INAH.


Citas

  1. Conversaciones sobre historia: Silvio Zavala, México, El Colegio de México, 2015. Sobre este aspecto Matute hace anotaciones pertinentes en el estudio introductorio de la compilación. []
  2. Álvaro Matute, La teoría de la historia en México (1940-1973), México, SEP (SEP-Setentas, 126) 1974. Entre otras cosas, Matute aclara que de los autores que integran esa edición, suprimió para la segunda a Luis González y González, por considerar que su texto es más de carácter evocativo que de reflexión teórica; en cambio, agrega cinco autores, para sumar un total de once. []
  3. Varios filósofos del siglo XIX e inicios del XX, como Rudolf Hermann Lotze (1817-1881), Wilhelm Windelband (1848-1915), el propio Rickert, Max Scheler (1874-1928) y Nicolai Hartmann (1882-1950) desarrollaron la teoría de los valores desde distintas posiciones. Martin Heidegger (1889-1976) cuestionó dicha teoría filosófica, pero sin negarla abiertamente. En los últimos años la teoría de los valores enunciada por Rickert ha sido objeto de una amplia recuperación en el mundo académico y otros ámbitos, en la que la posición de Scheler ha sido objeto de la más amplia difusión. Scheler no llevó totalmente sus reflexiones al campo de la historia, pero han tenido en la misma una importante influencia; se puede ver, por ejemplo, Max Scheler, Ética, Madrid, Caparrós, 2001. []
  4. En este breve texto O’Gorman se halla muy cerca —y quizá sea deudor— de una de las ideas que, con relación al problema del conocimiento, y en particular de la historia, plantea Ernst Cassirer en su Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura (México / Buenos Aires, FCE, 1951). []
  5. Por su parte, Cassirer afirma: “Pero ¿qué es un hecho histórico? Toda verdad de hecho implica verdad teórica. Cuando hablamos de hechos no nos referimos sencillamente a nuestros datos sensibles inmediatos. Estamos pensando en hechos empíricos, es decir, objetivos. Esta objetividad no es dada; implica, siempre, un acto y un proceso complicado de juicio —entre los hechos de la física, de la biología, de la historia—; tendremos que comenzar, por lo tanto, con un análisis de los juicios, estudiar los modos de conocimiento por los cuales estos hechos nos son accesibles”. (Ernst Cassirer, Antropología filosófica…, pp. 242-243.). []
  6. Cassirer se ocupa de ese asunto en El problema del conocimiento…, pero es hasta el cuarto y último tomo de la obra del mismo título donde, de forma particular, aborda el problema con relación a la investigación histórica. Véase Ernst Cassirer, El problema del conocimiento en la filosofía y en las ciencias modernas. IV. De la muerte de Hegel a nuestro días (1832-1932), trad. de Wenceslao Roces, México, FCE, 1948. []
  7. La valoración reciente de la biografía como documento historiográfico, si bien está sujeta a la revisión de las nuevas exigencias de la disciplina, refrenda la oportuna observación de Gaos. Véase, por ejemplo, François Dosse, El arte de la biografía, México, Universidad Iberoamericana, 2007. []
  8. A pesar del notable avance que han tenido los estudios sobre el pensamiento político y económico del México del siglo XIX, la obra clásica de Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, sigue siendo de consulta obligada para los interesados en el tema. []

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