El concepto de mujer o las dos caras de Helena*

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Para citar este artículo

Víctor Manuel Alcalzar R.
Facultad de Psicología, UNAM.

Isabel Lagarriga Attias
Dirección de Etnología y Antropología Social, INAH.


Introducción

Lo masculino y lo femenino se nos aparecen como diferencias en la constitución de los seres enraizados en la biología. Las distinciones corporales que perceptualmente son captadas entre los sexos sirven para guiar la conducta reproductora. Resulta patente lo anterior en el reino animal, donde se destacan las señales específicas a cada sexo, acentuadas en los periodos en los que tienen lugar los apareamientos que aseguran la supervivencia de la especie. Pareciera entonces que en el ser humano las imágenes de lo masculino y lo femenino deberían conformarse de la misma manera, apoyándose en las distintas morfologías de los cuerpos que permiten saber quién es hombre o quién es mujer. Siglos de desarrollo cultural han hecho que esto no sea cierto. La imagen de lo masculino y de lo femenino, además de apoyarse en distinciones físicas, toma en cuenta, de manera principal, una serie de agregados que provienen de las explicaciones que se pretende dar a las estructuras sociales, en las que a cada individuo se le adscribe un papel y se le señala un lugar dentro de una compleja jerarquía de funciones que conforma una red organizativa, cuya cohesión se busca asegurar (Berger y Luckmann, 1976, Cornforth, 1977). Para dar cuenta de cómo se hallan integradas las sociedades humanas, no siempre se lleva a cabo un análisis objetivo, ni en todos los casos se describe escuetamente cómo se establecen interrelaciones entre los miembros de una comunidad. Muchas veces se tiende más bien a justificar la preponderancia de un grupo sobre otro, se busca se acepten desigualdades, se acaten circunstancias, que sin el apoyo de una historia mítica o de una fraseología racionalizante, se considerarían como injustas o inconvenientes. En otras palabras, algunas de las explicaciones del mundo social conforman una ideología desarrollada para mantener lo que de otra manera se vería carente de fundamento (Ossowski, 1972). A los integrantes de los diversos estratos sociales, hombres y mujeres, se los dota entonces de cualidades positivas o se les proporcionan calificaciones negativas, no necesariamente reales, sino de naturaleza ideológica, a fin de que acepten el papel que la sociedad señala deben cumplir (Alcaraz, 1985).

Si el propósito de muchas imágenes con las que se visualizan los grupos sociales es convertir en aceptables, para quien forma parte de ellos, las modalidades que asume su organización, vamos a constatar que las ideologías resultantes varían de sociedad a sociedad. De esta manera tendremos, de cada grupo y de los individuos que lo componen, conceptualizaciones que van a mortificarse a lo largo del desarrollo histórico, en la medida en la que se cambie el lugar que dichos grupos o individuos ocupen en una escala jerárquica, en principio fija, pero susceptible de transformarse por influencias venidas de fuera, como cuando un grupo invasor adquiere hegemonía o por cambios gastándose al interior de las propias sociedades, como fue el caso del ascenso de la burguesía.

Dado que las organizaciones sociales son de naturaleza jerárquica, surgen con frecuencia conflictos para el desempeño de determinados papeles, en virtud del lugar que se les asigna a los individuos en el orden de predominancia. Algunos de estos conflictos se atemperan si los miembros que reciben atribuciones poco reconocidas buscan, en áreas libres de disputa, funciones en las que puedan obtener la satisfacción que en otras partes se les niega.

En el desempeño de un papel social, vamos a ver, entonces, dos aspectos, dos formas como el individuo es apreciado por sí mismo y por los otros. En cada sujeto existirán dos caras: una recibe calificaciones negativas para explicar por qué se encuentra colocado en un nivel jerárquico inferior y la otra tiene rasgos positivos que a veces se autoatribuye quien sufre el desprecio de los demás. Los miembros de las grupos situados en los niveles inferiores buscan, entonces, muchas veces, encontrar en sus propias personas cualidades que no ven quienes se hallan en los lugares jerárquicos más altos. Adquieren así un cierto sentimiento de seguridad que les permite sobreponerse a las limitaciones que constantemente se les imponen. Ejemplos de estas evaluaciones bipolares se ven de continuo en las sociedades. La historia de la constitución del concepto de mujer es una muestra de ello. Se habla de la mujer, en las distintas épocas, percibiéndola con dos rostros. Como madre, dadora de amor, o como arpía, fuente de odio. Se la ensalza y magnifica o se la humilla y se la hace blanco de críticas. En la tradición grecolatina, un símbolo de esas apreciaciones opuestas lo tenemos en Helena de Troya de quien tenernos dos caras. La primera resulta de los relatos en que se le vitupera, corno sucede en los cantos homéricos, donde se le presenta como la causante de la guerra de Troya, haciéndola culpable de las desgracias de esa guerra, infausta por su duración y por las muertes que produjo. Cuando la polis griega alcanza su apogeo, aparece su otra cara, la digna de elogio. De esta manera Gorgias, el sofista, la defiende1 y Eurípides, en una de sus tragedias, canta las virtudes que supuestamente la adornaron. Helena ha sido pues, visualizada de manera distinta, según el grupo que hizo el juicio sobre de ella. Y así como le sucedió a Helena le ocurre a todo hombre y a toda mujer, de ahí que siempre encontraremos en las distintas épocas una percepción doble del ser humano.2 En relación con la mujer, objeto de este trabajo, descubriremos estereotipos evaluativos antagónicos. Los más extendidos son los de madre amorosa y su contraparte, bruja odiada. Por ese motivo quisimos que este escrito, en el que pretendemos hacer un breve repaso histórico de la elaboración del concepto de mujer, se subtitula “las dos caras de Helena” para subrayar que el juicio social, según el momento, la época o la clase social de los individuos que lo hacen, varía, en ocasiones de modo completamente opuesto. En seguida examinaremos esas dos caras que se han creado para representar a la mujer.

Habrá épocas en las que sólo la veamos con una sola cara, otras en las que aparecerán las dos.3 Trataremos de descubrir por qué se nos presenta de una u otra forma. Para ello será necesario que hagamos una indagación cuidadosa para encontrar los testimonios adecuados. Actualmente, para saber lo que se piensa de la mujer, se recurriría a encuestas o a observaciones de los papeles que desempeña. Rastrear en la antigüedad esas imágenes, implica llevar a cabo una búsqueda documental.4 Por un lado, estará lo que dicen los propios protagonistas, lo que afirman los hombres de las mujeres y lo que ellas mismas aseveran de sí. Estos serán documentos de carácter literario. Por otra parte, tendremos documentos de las áreas en las que la mujer terminó por refugiarse para obtener las aceptaciones que se le negaron en los territorios donde predominaba el hombre, si es que aceptamos el supuesto de que, cuando a un individuo se le margina, busca en el mundo social sitios libres de disputa, lugares que no son de interés del grupo hegemónico y en los que sin competencia, ni conflicto, se permite el desarrollo de una actividad. Muchos de esos lugares sólo aparecen en lo que sería el imaginario social, en particular, en el imaginario religioso. Las razones para ello es que la religión constituye un refugio, un lugar donde se proporcionan explicaciones de lo inexplicable o se revalora lo que en el mundo real no ha sido suficientemente aceptado. A veces, lo que no pudo obtenerse en el mundo real se encuentra en el trasmundo de lo religioso. El sacrificio de no haber tenido ciertas satisfacciones en las circunstancias imperantes en la vida cotidiana, se recompensa en el más allá que la religión promete como premio vicario. La religión proporciona, pues, una rica fuente de testimonios para definir la imagen de la mujer. El presente trabajo contendrá, entonces, una revisión somera de esos dos tipos de conceptualizaciones, con el fin de presentar algunas formas como se ha concebido lo femenino en ciertos periodos históricos. El gran problema que enfrentamos es el de que los testimonios legados, cuando existen, no siempre es fácil interpretarlos. Fuera del contexto en que surgieron los documentos, son susceptibles de ser comprendidos en función de las categorías culturales contemporáneas, lo que significa que a veces se tiende a proyectar al pasado nuestros propios modos de considerar los fenómenos que ocurren en la sociedad. Sin embargo, a pesar de ello, trataremos de hacer el análisis de las formas de concebir a la mujer, bajo el supuesto de que en los documentos que examinaremos, no sólo estará presente lo puramente descriptivo, sino también toda la cauda de justificaciones y de falsos considerandos que permiten a una sociedad determinada aceptar como satisfactorias las relaciones establecidas entre sus miembros.

En esas imágenes que recogeremos vamos a encontrar, entonces, lo mismo ciertos aspectos de lo real que partes ilusorias, entretejidas en una maraña de la que será difícil distinguir lo que fue la existencia real de la vida imaginada, mítica.

Como nuestra cultura es producto de dos influencias importantes, la greco-latina y la judeo-cristiana, tomaremos como ejemplos ilustrativos algunas imágenes de la mujer que se conformaron en esas tradiciones. Como un antecedente de gran importancia, nos referiremos al periodo prehistórico y a los inicios de la civilización urbana en Mesopotamia.

La mujer en la Prehistoria y en la Antigüedad

La Prehistoria

De la mujer en los tiempos prehistóricos poco podríamos decir, ya que antes de la invención de la escritura no había posibilidad de dejar un registro de lo que se pensaba del sexo femenino. Empero, quedan restos de representaciones figurativas que pueden servirnos para saber cómo visualizaban a la mujer las bandas de cazadores que vivieron en el Paleolítico en un aquí y en un ahora sumamente contingente. En ese periodo se crearon los primeros instrumentos, se consiguió extender de esa manera la fuerza humana. La vinculación con la naturaleza dejó de ser inmediata. Entre el hombre y su mundo físico se interpusieron dos instrumentos, las herramientas y el lenguaje. Lo que en el animal era simple reacción a situaciones concretas, en el hombre se convirtió en acto en el que intervenía una mediación, se llevaba a cabo una comparación, se realizaba una apreciación. Cada momento particular dejó de vivirse aislado. Comparar permitió establecer relaciones, unir lo que antes se daba como singular o como fenómeno único, sin asociaciones con otros. El hombre primitivo dejó de ver a sus semejantes sólo como posibles opositores con los que tenía que luchar para defender un territorio o para asegurar una presa. Surgió la cooperación, quizá, en un principio, parecida a la de esos grupos de animales que se reúnen para cazar conjuntamente. En sus relaciones con el otro sexo, por otra parte, la presencia de la mujer no fue únicamente ocasión para realizar el acto reproductor. Si los semejantes del hombre empezaron a percibiese como compañeros en su enfrentamiento con la naturaleza, la mujer es posible que se visualizara como figura para el contacto, como ser que permitía se satisfacieran, en la infancia, las necesidades de calor y alimentación, y en la edad adulta para que las urgencias del sexo se calmaran. Todo esto sucede en los animales, pero en el hombre hubo un nuevo paso que se dio alrededor de esa figura, la cual llegó a ser motivo de representación. Se le dibujó y esculpió en piedra. Las figuras ausentes pudieron de ese modo conservarse. No sabemos si al representar a la mujer se buscó manipularla mágicamente, aunque muchos autores así lo suponen. Lo único que nos queda de las figuras trazadas en la piedra o esculpidas en estatuillas durante la época prehistórica, fue que para el hombre de ese periodo, la mujer tenía rasgos que se consideró necesario resaltar. En el periodo Magdaleniense, se grabaron en la piedra un gran número de figuras en distintas grutas. Los dibujos que así se conservaron muestran un realismo extraordinario. Caballos, renos, mamuts aparecen presentados con detalles. La figura humana, es por cierto, la excepción. Los hombres se representaron estilizados en el curso de la actividad más importante de esa época, la de la caza. Esos dibujos consistieron de simples líneas dotadas de un gran movimiento, con los perfiles de la cara trazados perfectamente. Muy de vez en cuando aparecen mujeres en los dibujos. Tanto hombres como mujeres se plasmaron en forma esquemática casi como diseños geométricos. Las mujeres vestidas con faldas y con sus pechos al aire. En las estatuillas que se han encontrado de ese periodo, todas ellas femeninas, la representación es más detallada. Pechos, vientre, glúteos y sexo se destacan. Las caras nunca se presentan, son sólo superficies redondas pulimentadas en la piedra (Brodick, A. H., 1955, Leroi-Gourhan, 1969). Para el hombre de la Prehistoria, entonces, la mujer tenía una imagen sexual, era reproductora y madre nutricia. La distinción basada en los rasgos de la cara no fue importante para aquellos antiguos escultores.

¿Carecía de valor en la vida diaria? Es decir, ¿una mujer llamaba la atención por sus pechos o sexo y no por su cara? o ¿la representación que aquella época nos dejó fue utilizada para fines distintos a los que nosotros estamos acostumbrados? Actualmente, se representa a alguien para preservar su imagen particular. Lo más probable es que en el Paleolítico se buscara conservar lo genérico, lo distintivo de lo femenino. Quizás nunca podamos saber qué significaban para sus creadores esas estatuillas, pero frente a ellas tenemos una imagen inequívoca, la de la mujer como cuerpo nutricio, por la atención que se presta a los pechos, y como cuerpo en donde se lleva a cabo el contacto sexual y de donde nacen los hombres, por la exageración del sexo.

Mesopotamia

Cuando llegamos al alba de las civilizaciones en las culturas mesopotámicas, vemos a la mujer en representación dual, ya no es sólo la imagen de la dadora de vida, sino que ahora aparece en cumplimiento de dos funciones: como esposa sujeta a un marido, mero objeto de los deseos del hombre y como fuente de un placer que permite domeñar la naturaleza masculina y encaminarla hacia la vida civilizada. Dos mitos nos permiten ubicarla así. Está primero el de Enlil y Ninlil,5 el progenitor y la progenitora de la luna y sus hermanos. Este mito narra cómo Enlil viola a Ninlil y es desterrado de la ciudad por esa falta. El viaje que Enlil inicia después de la expulsión, es hacia el más allá, fuera del territorio de los vivos. Ninlil le acompaña. Temeroso, sin embargo, el violador, de que los guardianes de las tierras por donde pasan vayan a violar nuevamente a su mujer como él lo hizo, suplanta, en cada caso, a los tres guardianes que encuentra: el de la puerta de la ciudad, el del río que va al más allá y el del barquero que cruza dicha corriente de agua. Como Ninlil cede a los requerimientos de los tres falsos guardianes, concibe otros tantos hijos, además del primero, la luna, que engendró cuando fue violada inicialmente. La historia de la luna y sus hermanos nos muestra una mujer víctima continua de los deseos de los hombres y un celoso que no le importa que la mujer crea que se acuesta con otros, lo único que le interesa es dejar a salvo su propio mérito, el de que ningún hombre lo burle aunque para él burlar a la mujer no represente ningún problema. La mujer, entonces, es un simple objeto en manos de los hombres, un ser carente de decisión, juguete del sexo masculino (Frankfort y otros, 1954).

Otra imagen muy distinta vemos en la epopeya de Gilgamesh. Aquí, como adversario del héroe mítico se presenta a Enkidu, un salvaje que asola las praderas y al cual Gilgamesh manda una prostituta del templo para civilizarlo. El salvaje, llevado a la vida urbana por la prostituta sagrada, pelea con Gilgamesh, pero después del enfrentamiento que tiene con él, termina por convertirse en su amigo y a partir de ese momento corren juntos una serie de aventuras. La mujer, en este nuevo mito, se convierte en instrumento civilizador. Es un medio para que el salvaje adquiera conciencia de sí, llegue a percatarse de que está desnudo, como cuenta la Biblia que le ocurrió a Adán cuanto tomó la fruta prohibida ofrecida por Eva. El saberse desnudo lo lleva a cubrirse, a fabricar ropas para tapar el cuerpo: otro indicio de la influencia de la civilización. La mujer, en este mito, es percibida como “dadora de placer”, como sacerdotisa que media entre el hombre e Isthar, la divinidad que fertiliza a la naturaleza. Por esas dos funciones que cumple es al mismo tiempo la que domina los impulsos primitivos, calma las pasiones y enseña el camino a la vida civilizada (Epopeya de Gilgamesh, ed. de 1988).

La cultura hebrea

Con Eva en la tradición judeo-cristiana tenemos la imagen de la falta de perspicacia femenina y de su insuficiencia de juicio, pues fácilmente la engaña la serpiente.6 Eva no sólo es limitada en inteligencia sino que es concebida como una parte del hombre, de una de sus costillas. Por esa razón, está obligada a quedar bajo el dominio masculino.7 La prostituta sagrada, en el mito-mesopotámico, es capaz de hacer que el hombre se vea a sí mismo, se reconozca en estado de desnudez. Eva rompe de igual modo la inocencia de Adán al inducirlo a desobedecer a Dios y hacerlo entonces consciente de sí mismo, lo que le conduce a avergonzarse de no estar vestido.8 Los dos mitos reseñados nos hablan de la mujer como espejo, como medio de autoconocimiento. La figura femenina permite que el hombre se reconozca.

Frente a Eva, en la tradición judía, hallamos otro tipo de mujer. Esta es Lilith, la primera mujer de Adán, creada de barro, al igual que el hombre, por las propias manos de Dios. Lilith no es una prolongación de Adán, una parte de él, una de sus costillas, sino que es su igual, su par.9 El problema con Lilith, en una sociedad de patriarcas, es que su independencia no puede ser aceptada. A ella se le achacan dos vicios terribles para los hombres cabeza de familia. No se somete a la autoridad masculina y se niega a realizar el acto sexual tendida y con pasividad. Lilith, la mujer independiente, se convierte en prototipo de las brujas. Es la mala mujer que roba a los niños, que tienta a los hombres y los empuja a pelear. A la cara positiva de par del hombre, se le sobrepone la máscara de la maldad.

Dos figuras de mujer encontrarnos así: Eva, sin inteligencia, creada a partir de Adán, madre del género humano, motivo de perdición, pero al mismo tiempo oportunidad para que se adquiera la conciencia de sí. En otras palabras, el hombre, sin la mujer, en el mito judío o en la tradición semítica en general, no es capaz de conocerse a sí mismo, no sabe si se halla desnudo. Por otra parte está Lilith, igual al hombre y quizá por ese mismo motivo rechazada por el sexo masculino y temida como bruja.

Grecia

En la cultura griega volvemos a ver esas dos caras prototípicas de la mujer, nuestras dos caras de Helena. Está la mujer que es encerrada en el gineceo, que no resulta buena compañía para el hombre, pues éste, en los banquetes, prefiere alternar con amigos masculinos y discutir con ellos las cosas de la ciudad o los misterios del mundo. La mujer sólo tiene como papel el procrear, el darle hijos al marido, para asegurar la transmisión de la herencia. Frente a la esposa, la “engué” (Vernant, 1982a), está la hetaira, que tiene conocimientos semejantes a los de los hombres y puede llegar a ser su igual. Safo de Lesbos sería el prototipo. Nuevamente vemos a la prostituta como portadora de civilización.

Ahora bien, cuando se lleva a cabo un análisis de las figuras mitológicas griegas, el cuadro que resulta es sumamente complicado, pues en las distintas diosas que existen en el panteón, están presentes rasgos que les fueron impuestos en diferentes épocas. Así, por ejemplo, Artemisa parece ser una antigua diosa de los animales cuyo origen puede haberse remontado a la época prehistórica, en la que debe haber simbolizado la fecundidad y la fuerza procreadora que permite se reproduzcan plantas, animales y seres humanos. A Artemisa se le dedicaban sacrificios humanos. La Artemisa que se adoró en Atenas fue una divinidad que se conservó siempre virgen. Bajo su patronazgo se hallaban la caza y el parto, además de que era la cuidadora de los niños y antes del comienzo de las batallas se acostumbraba degollarle una cierva. La diosa de ese modo representada conserva parte de los rasgos originarios de la “Señora de los animales”, pero sorprendentemente aparece sin la sexualidad que le es característica.

En la visión primitiva, la mujer no podía concebirse sólo como reproductora, símbolo abstracto de la fertilidad. La generación era resultado de actividades sexuales que coloreaban, por fuerza, cualquier imagen procreatriz. El hablar de una diosa virgen resulta incongruente, en la medida que las diosas son dadoras de vida y ésta aparece gracias al sexo femenino, o brota a través de la tierra, asimilada también a la mujer que previamente ha recibido una semilla en su seno. Una diosa tiene además capacidades de muerte. En las deidades femeninas se conjugan los poderes del nacimiento y de la pérdida del ser. La virginidad representa la autosuficiencia de la mujer, significa que ella sola, sin concurso alguno, puede renovar constantemente el universo y acabarlo, cuando así lo quiere. La formulación de una imagen de esa naturaleza es posible que sea producto de las mujeres. Una reivindicación femenina, pues la mujer en esas condiciones, queda fuera de los asedios masculinos y reina sin competidores. En Artemisa es muy probable que veamos la introducción, en la imagen del sexo femenino, de las primeras aportaciones provenientes de la mujer misma (Vernant, 1985). Artemisa ya no es una deidad concebida sólo por los hombres. El aporte femenino permite esculpirle otra cara a su rostro de ser sexuado, dador de vida. Su otra faz es su independencia en la tarea de revivificar el mundo. Los ritos de renovación como los del Enuna Elish babilónico que implicaban actos sexuales de tipo ceremonial en los que una pareja se unía con el propósito de producir el renacimiento de la naturaleza, o en los que se hacían fiestas orgiásticas de todo el pueblo con igual fin, ceden su paso a actos religiosos sacrificiales a una diosa virgen, capaz, por ella misma, de hacer lo que antes requería de la participación de dos.

Los misterios dionisíacos fueron otro lugar en donde la mujer pudo superar ciertas de las limitaciones que la sociedad le imponía. Al ser excluidos los esclavos y las mujeres de los cultos oficiales de la sociedad, se los empujó a comprometerse en otro tipo de ceremonias. La religión de Dionisios fue desarrollada, entonces, por los oprimidos de la ciudad, mujeres y esclavos. En tanto religión de marginados, su preocupación no fue sostener el orden de la polis, sino más bien buscar nuevas modalidades de vida. Como la polis regía todo el existir humano, se planteó que lo que se negaba en la existencia presente podía recibirse en el más allá. Ese planteamiento tenía, sin embargo, un problema: el cuerpo perecía, por lo tanto, se supuso que lo que lo animaba, el alma, podía pervivir después de la muerte. Los cultos dionisíacos vigorizaban al alma, tanto para soportar la existencia terrena como para prepararla para la vida futura. Las Bacantes caían en estado de frenesí. Una fuerza sobrehumana era adquirida cuando se participaba en los ritos, entonces las mujeres perdían su debilidad, como lo describe Eurípides. En el entusiasmo dionisíaco no es factible que ningún hombre se les oponga. Así Penteo, el rey de Tebas, quiere conocer los cultos báquicos, para luego poder rechazarlos. Por ese motivo se introduce furtivamente en una de las ceremonias, pero al ser descubierto, las mujeres que celebran la fiesta religiosa, entre ellas su propia madre, destrozarán su cuerpo.

La mujer en ese momento de la historia se reserva para sí una nueva perspectiva que quizá no fue de interés para el hombre, la de la trascendencia después de la muerte, beneficio que sólo reciben los iniciados de la religión. La mujer quedó, de esa manera, por encima del hombre. Ella, que debía obedecer al marido, se pone por arriba de su opresor y recibe una fuerza capaz de acabar con la vida de cualquier intruso que desee conocer lo que sucede en ese lugar de refugio que ella misma encontró. Surge entonces, con claridad, un mundo forjado por la propia mujer. Ese mundo trascendente, por cierto, si es que no queremos hacer una presentación engañosa, no es obra sólo femenil, participa en su creación también el esclavo del sexo masculino, pero lo importante es que para construir ese universo imaginado colaboró la mujer.

La imagen femenina en la Edad Media y la época moderna

Edad Media

Lo legado por Grecia al concepto de mujer permaneció a lo largo de los siglos. La sociedad romana no modificó los conceptos de autoridad patriarcal, ni siquiera en los tiempos de la República, en los que la matrona pudo ser ama y señora en el manejo del propio hogar cuando la ley de las ciudades impidió al “pater familia” que dispusiera a su antojo, como en los primeros tiempos, sin restricción alguna, de la vida de hijos y esposa (ver Rouselle, 1993).

En la Edad Media se mantuvieron las consideraciones negativas respecto a la mujer. Se aceptó sin más la simplicidad de su intelecto, su debilidad, su perversión. Elementos judeo-cristianos y greco-latinos se mezclaron para formar dicha imagen. Eva era el prototipo aceptado. Su falta de inteligencia hizo que la serpiente la engañara. Por su perversidad, indujo a Adán a que desobedeciera a Dios. En esa época de dominio masculino vino una mujer a remodelar la imagen femenina: Leonor de Aquitania, en cuya corte empezaron a introducirse los conceptos del llamado “fine amour”, en el cual se planteaba que el hombre no sólo debía desear a la mujer sino también admirarla. El “fine amour” propició un ambiente favorable a la revaloración del sexo femenino. La poesía de los trovadores que surgió en torno al tema de la devoción a una dama, permitió se adscribiera a la mujer nuevas cualidades. Ya no fue el sexo femenino sinónimo de simplicidad, sino que se le encontraron capacidades para alternar con los hombres en torneos de ingenio (Le Goff, 1984, Markale, 1983). Gracias a esa revaloración pudo introducirse a la religión cristiana el culto a la Virgen María, en el que están presentes reminiscencias de las diosas madres prehistóricas, junto con el énfasis en la virginidad que vemos apareció con el culto de Artemisa entre los griegos.

Leonor de Aquitania revaloró a la mujer no merced a dotes especiales que le permitieron hacer ver que el sexo femenino era digno de ser considerado y tenido en estima, sino porque dueña de un incienso territorio, obligó a dar explicaciones de su poder a quienes imbuidos de la ideología patriarcal, no entendían cómo una mujer podía tener capacidad para gobernar.

Epoca moderna

Con la revolución industrial se hizo tambalear de nuevo el orden propuesto en las concepciones en las que se ve a la mujer como inferior al hombre. Cuando el artesano entra como obrero a las fábricas, le siguen su mujer e hijos, para poder obtener un salario que les permita subsistir. Todos llegan como iguales al nuevo ambiente de trabajo. Aunque debe decirse que mujer y hombre sólo tienen las mismas capacidades en las clases proletarias. En las clases altas permanece la autoridad del padre de familia. Cuando después de la segunda guerra mundial, las mujeres de las clases medias se insertan en el mercado de trabajo, la dominación del hombre empieza a perder el apoyo que le daba el ser el sostén económico de la familia (Lagarriga, 1988).

Ante todos estos nuevos acontecimientos, ¿qué permanece de las imágenes de la mujer que hemos reseñado? Muchas de ellas se mantienen, no obstante la erosión propiciada por la nueva estructura social.

Revisemos los distintos conceptos de mujer que hemos recogido en nuestra breve reseña histórica y veamos qué nos queda de los mismos. Está la mujer cuerpo para el sexo y madre nutricia de la Prehistoria. En la época contemporánea, continúa percibiéndose a las mujeres como símbolo sexual. En las revistas, en la publicidad, se enfatiza su atractivo sexual, no sus rasgos intelectuales. Las antiguas diosas madres no han desaparecido, la madre de Dios es objeto de culto especial. Es difícil saber si el atributo de virgen, que ya habíamos visto en la Artemisa griega, es una reivindicación femenina en los términos que explicamos arriba, o se debe al control de la sexualidad impuesto por el hombre para asegurarse de que otros hombres no le arrebaten sus posesiones sexuales. En todo caso, el símbolo femenino de la procreación no lo olvida nuestra época, ni lo sustituye por el padre como gran progenitor.

La mujer como susceptible de ser engañada por los hombres para mantener incólume el orgullo de estos últimos apareció en el mito mesopotámico. Actualmente lo vemos en la aceptación social del seductor. Por otra parte, la mujer concebida como engañosa ella misma, como mentirosa, como lo fue Eva en el mito judeo-cristiano, tiene su correlato actual en las concepciones de que los delitos sexuales son achacables a la seducción de la mujer y no a la intemperancia del hombre.

La Biblia también contribuyó a la concepción de la mujer como de escasa inteligencia. Eva cayó víctima de un engaño. La serpiente no se acercó a Adán, sino a la mujer. Actualmente vernos que se restringen las oportunidades de trabajo al sexo femenino para que ocupe las posiciones de mayor responsabilidad, en virtud de que se piensa que no se halla igualmente capacitada que el hombre.

Hasta aquí la visión de la sociedad patriarcal. Las aportaciones a la concepción de la mujer como espejo para el hombre ayuda para su autoconocimiento, civilizadora u objeto de admiración, es decir, lo que la propia mujer quiso afirmar de sí, la cara restante de Eva, pasa aún por un proceso que, iniciado por el movimiento de liberación femenina, busca oponerse a la mitología masculina sin lograr todavía aceptación general.

La visión patriarcal apareció con las sociedades en las que el hombre se arrogó para sí el papel más importante en el desarrollo económico. Crearon esos mitos las sociedades basadas en el esclavismo, en las que los esclavos eran el producto de las guerras realizadas por los hombres, o las sociedades en las que la posesión de la tierra o del capital se limitaba a los hombres. Las áreas libres de disputa que les dejaron a las mujeres fueron la religión y los trabajos que los hombres no deseaban para sí.

Heterodoxia religiosa y revaloración femenina

Debe decirse que en la religión misma, el hombre, desde el comienzo del patriarcado, usufructúa los cultos principales. Por eso la heterodoxia ofrece ventajas a la mujer. Ejemplos son los cultos dionisíacos en Grecia, como oposición a las religiones del Estado en la polis. Desde fines de la Edad Media, hasta la época moderna, tendríamos a algunas sectas que se desvían del canon oficial del cristianismo, o conforman movimientos de raíz popular. Podría hacerse una larga lista de expresiones contestatarias de tipo religioso que acogen a la mujer y la revaloran. En lo que sigue daremos tan sólo unos cuantos ejemplos, con base en nuestros propios estudios e intereses.

Tendríamos a los alumbrados (Lagarriga, en prensa [a]), movimiento herético que surge antes de la Reforma en España y pervive hasta la época de la Colonia en México, con una participación femenina importante. Otra ilustración del fenómeno que comentamos se halla entre los espiritualistas trinitarios marianos, quienes actualmente canalizan ciertos anhelos de los marginados en nuestro país y en sus ceremonias de culto permiten a la mujer oficiar como guía de los templos que han instalado.

Los alumbrados rechazaron algunos de los dogmas del catolicismo, como el de la virginidad de la madre de Dios. Al sacramento de la eucaristía no le dieron importancia y se opusieron al culto de los santos. Se los llamó alumbrados porque decían que podían iluminar las almas con sus conocimientos. Surgieron en el siglo XVI bajo la influencia de Erasmo y en torno de uno de los movimientos franciscanos que finalmente terminó en herejía y que fue la vertiente de la orden que se denominó de “los dejados”. Uno de los principios de esta secta fue el de que gracias a la certidumbre del amor que Dios tenía del hombre, éste carecía de motivos para preocuparse de su destino, pues sus actos nunca iban a caer en el pecado. El movimiento se popularizó y sus principales adeptos fueron mujeres. De hecho, entre los precursores estuvo una mujer, Isabel de la Cruz, quien también se halló entre los primeros perseguidos por la Inquisición por sustentar esa clase de doctrinas.

En el siglo XVII el movimiento de los alumbrados pasó a la Nueva España donde, igualmente, las mujeres formaron el núcleo principal de seguidores.

Ya habíamos dicho que la heterodoxia ha resultado atractiva para la mujer y hemos argüido que lo es porque abre oportunidades para ella que los cultos oficiales no tienen. Las religiones establecidas sólo admiten como oficiantes a hombres. Los ritos heréticos aceptan mujeres. Por esa razón la mujer se refugia en la heterodoxia. El movimiento de los alumbrados brindó además al sexo femenino la posibilidad de desempeñar papeles atractivos que en otros ámbitos eran inaceptables por las restricciones impuestas sobre la mujer.

En una sociedad con una fuerte regulación de la vida sexual, la secta de los alumbrados permitió expresiones eróticas disfrazadas de misticismo. Los alumbrados “se derretían de amor por Dios” y dado que nada que se hiciera en amor de Dios era pecaminoso, caían en el libertinaje sexual. Por otra parte, la relación particular que creían tener con la divinidad, los dotaba de poderes, por lo que muchas de las alumbradas curaban enfermos. Ganaban de ese modo, dentro de la sociedad, un reconocimiento mayor y superaban la condición de relegamiento en la que habitualmente se las obligaba a permanecer.

En la heterodoxia, entonces, la mujer adquiere responsabilidades, gana libertad y obtiene respeto, lo cual le permite recoger elementos para dibujar su cara positiva.

Otro ejemplo que dijimos era ilustrativo, es el de las religiones populares y entre ellas el espiritualismo trinitaria mariano (Lagarriga y Alcaraz, 1986) que surgió en el siglo XIX y mantiene vigencia entre los marginados de nuestro país y entre los migrantes mexicanos a los Estados Unidos. El espiritualismo trinitario mariano es una expresión sincrética de rasgos populares del judaísmo, el cristianismo y el espiritismo. De este último acepta la posesión de los espíritus que además es utilizada como práctica curativa mágico-religiosa. Sirven como médiums, en las sesiones de posesión de los espíritus, un gran número de mujeres a quienes así mismo se les da la responsabilidad de ser oficiantes del culto.

Por las características que tiene el movimiento, suscita dos clases de adeptos. La primera es la de los participantes en las creencias religiosas. La segunda es la que utiliza dicha religión como práctica mágico-curativa y acude a los templos a buscar alivio a sus enfermedades. Hombres y mujeres componen los pacientes de esta última clase.

Predominan las mujeres entre los participantes del culto. Nuevamente vemos aquí cómo se revalora la condición femenina. La mujer se convierte en sacerdotisa, en agente de seres sobrenaturales y poseedora de dotes curativas.

El esquema que hemos manejado se comprueba otra vez. En la búsqueda de reconocimiento, las mujeres se dirigen a aquellas áreas que puedan proporcionárselo y que les permitan ganar aceptación.

Aceptación extendida de los rasgos negativos en el concepto de mujer

La cara femenina positiva aparece en los movimientos que se separan de las ideologías oficiales. Cabe decir que los conceptos de los grupos hegemónicos son tan penetrantes que sus puntos de vista se imponen por doquier, de ahí que les cueste mucho trabajo a quienes se mantienen en subordinación, rechazar las explicaciones negativas difundidas por las clases dominantes.

De esta manera, uno de nosotros (Lagarriga, en prensa [b]) estudió cómo la propia mujer concebía su rompimiento con la sociedad en la locura y encontró que las explicaciones populares predominantes de los trastorno mentales, en el caso de la mujer, señalaban que la misma fragilidad femenina y su situación frente al hombre eran las causas generadores principales de sus desadaptaciones, en tanto que los hombres atribuyen a la competencia con individuos de su mismo sexo el origen de sus perturbaciones mentales. De acuerdo con estas concepciones populares, las mujeres enloquecen por débiles o porque tienen relaciones conflictivas con los hombres, mientras que estos últimos pierden la razón cuando sus relaciones con otros individuos de su mismo sexo se hacen difíciles.

A manera de conclusión

Las sociedades humanas elaboran sus conceptos mediante un conjunto de operaciones que podríamos resumir del modo siguiente:

a) Descriptivas, que se fundan en la enumeración de los rasgos perceptuales que se captan en los fenómenos de la naturaleza.

b) Funcionales, que se apoyan en la especificación de los usos o manipulaciones que se pueden hacer de un fenómeno.

c) Atributivas, que enlistan calificaciones, positivas o negativas, apoyadas en las reacciones emocionales suscitadas por el fenómeno de que se trate.

d) De categorización abstracta, que se realizan con el auxilio de un conjunto de operaciones ordenadores mediante las cuales se sitúa el fenómeno en una estructura organizada a través de un proceso de inclusión en clases, dispuestas en grados sucesivos de abstracción.

Para ejemplificar lo anterior de un modo muy simple nos referiremos a la conceptualización de un objeto de la vida cotidiana, antes de hacer mención al concepto de mujer.

Una silla, común y corriente, nos servirá para el caso. En el concepto de silla podemos encontrar todas las operaciones indicadas, cuya suma viene a componer los rasgos integrados del concepto. Están, entonces, las operaciones descriptivas que llevan a definir a la silla como “algo con cuatro patas, un respaldo y un asiento”. Las operaciones funcionales, que corresponden a los usos que se le dan. Así, el concepto funcional de silla será “sirve para sentarse”. Las operaciones atributivas contienen la forma como se la califica: “el estilo de esta silla es de buen gusto”. Un rasgo interesante de las operaciones atributivas es que en buena parte están determinadas por la organización jerárquica de la sociedad, de ahí que sea común que los estilos de silla utilizados por las clases bajas se consideren de mal gusto, mientras que los empleados por las clases altas se califiquen positivamente. “El gusto” lo determina la clase social dominante. Sillas de bejuco o de plástico en una sala de la burguesía serán tachadas de mal gusto, mientras que un sillón estilo imperio será apreciado como de buen gusto. Finalmente, estarán las operaciones de categorización abstracta basadas en la inclusión en clases, las cuales llevan a que se determine que la silla pertenece a la clase más general de los muebles.

Ahora bien, los conceptos no siempre aparecen formulados con todas las operaciones antes indicadas. Las distintas clases sociales se apoyan preferentemente en una u otra operación, es decir, la visión que se tiene del mundo circundante varía de clase a clase (Alcaraz, Martínez-Casas, Tena, Larios, Campos y Ramírez, 1992), aun cuando algunas conceptualizaciones tienden a extenderse por todos los estratos sociales gracias a los medios con los que cuentan los grupos hegemónicos para imponer sus puntos de vista. El concepto de mujer se conforma con un gran número de rasgos, algunos extraídos de la memoria colectiva como elementos provenientes de distintas tradiciones históricas que conservan su vigencia a través de la tradición oral o escrita. Otros son la decantación de la experiencia cotidiana actual. La conceptualización descriptiva de la mujer señala que es un individuo en cuyo cuerpo están presentes las características morfológicas del sexo femenino. En lo que sería la conceptualización funcional se indica el papel que desempeña como madre y cuidadora de su progenie. En la categorización abstracta de la mujer se la considera como miembro de la especie humana. En la parte atributiva del concepto, la cual ha sido objeto de este trabajo, se la califica, se valoran los papeles que desempeña, se aprecia su belleza o su fealdad, aun cuando en estricto sentido, no hay mujeres bellas ni feas, hay modelos de belleza sociales que cambian según la cultura, la época y la clase social. En la conceptualización atributiva se integran, entonces, aspectos positivos y negativos, lo que hemos llamado las dos caras de Helena. Muchos de los ejemplos negativos han sido impuestos por las sociedades patriarcales antiguas o por la condición actual de preponderancia social del sexo masculino en una estructura económica en la que el hombre aporta al hogar los principales medios para su sostenimiento, debido a que tiene más facilidades en el mercado de trabajo. Muchos de los elementos positivos del concepto de mujer que a lo largo de la historia se han perfilado, surgieron, de los grupos en situación marginal, en los cuales se rechazaron las imposiciones limitativas del grupo hegemónico y fueron buscadas áreas no sujetas a competencia para conformar nuevos papeles. Es sobre todo la heterodoxia religiosa la que ha contribuido más a formar la parte positiva, y actualmente lo hacen los movimientos reivindicatorios de la propia mujer.

Como conclusión podríamos decir que las sociedades conforman imágenes plenas de elementos falsos o ilusorios, con rasgos que sirven para ocultar o para hacer llevaderas las situaciones de sometimiento. En realidad, ni el concepto de hombre ni el de mujer son objetivos. Representan forcejeos sociales para ganar preeminencia. Hasta que no exista una sociedad igualitaria para ambos sexos, no podemos asegurar la constitución de conceptualizaciones objetivas.

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Citas

* Una primera versión de este trabajo fue presentada como ponencia en la XXI Reunión de Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, Universidad Autónoma de Yucatán, Mérida, Yuc., 16-21 de octubre de 1989.

  1. Los sofistas fueron más allá. No contentándose con defender a Helena, plantearon, como lo hizo Antifón (ver: Amorós, 1994), que la mujer, que hasta entonces se había concebido como inferior al hombre, era por naturaleza su igual. Ya previamente los sofistas habían roto con otro de los presupuestos de la “democracia” griega, esa democracia excluyente que sólo aceptaba a los hombres libres y en la que no tenían cabida ni los esclavos ni los bárbaros. Para los sofistas, si los bárbaros comen, tienen necesidades fisiológicas y rasgos semejantes a los griegos, deben considerárseles sus iguales. []
  2. Ana María Rosas hace ver, con respecto a las conceptualizaciones que se han formulado sobre los grupos sujetos a dominación y en este caso particular con respecto a la mujer, que para definir los papeles reputados como inferiores no interviene sólo el grupo dominante, sino que los conceptos que se elaboran son una especie de transacción desigual en la que las mujeres, por las ganancias que obtienen por no ser consideradas iguales a los hombres, aceptan su papel de subordinadas. Cita entonces a Godelier (1984), quien dice que la dominación les parece a los dominados “como un servicio que prestan los dominantes, cuyo poder se presenta entonces tan legítimo que les parece a los dominados que su deber es servir a los que sirven”. []
  3. Amorós (op. cit) afirma que puede no llegar a tener cara alguna, pues ha sido colocada por los hombres en el espacio de la “indiscernibilidad”. []
  4. Simone de Beauvoir en El segundo sexo hace múltiples referencias a la condición femenina en distintas culturas. []
  5. Este texto fue descubierto por S.N. Kramer en 1944. Nosotros nos apoyamos en la versión francesa de J. Bottero y N.S. Kramer (1993, p. 103-111). []
  6. “Dijo pues Yahvé Dios a la mujer: ‘¿Por qué has hecho eso?’ Y contestó la mujer: ‘La serpiente me engañó’ (Génesis 3,13). []
  7. “Hizo pues, Yahvé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer, y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: ‘Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne’. Esta se llamará Varona, porque del varón ha sido tomada…” (Génesis 3, 21-23)./Posteriormente, cuando Dios descubre que la pareja original no acató su prohibición y comió del fruto prohibido, le dice a la mujer que engañada por la serpiente instó a Adán a la desobediencia: ‘Parirás con dolor los hijos y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará” (Génesis 3,16). []
  8. “Pero llamo Yahvé Dios al hombre, diciendo: ‘¿Donde estás?’. Y éste contestó: “Te he oído en el jardín, y temeroso, porque estaba desnudo, me escondí’. ‘¿Y quién, le dijo, te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de que te prohibí comer?’. Y dijo el hombre: ‘La mujer que me diste por compañera me dio de él y comí’ (Génesis, 3, 9-12). []
  9. “Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra” (Génesis, 1, 27). []

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