NADIA MENÉNDEZ DI PARDO*
Resumen
El tifus es una enfermedad endémica y epidémica que tuvo una continua incidencia en la población mexicana y que, aún a finales del siglo XIX, constituía una de las principales causas de mortalidad en la Ciudad de México. En este artículo se describen las condiciones médicas y sociales en las cuales se desarrolló este padecimiento y, sobre todo, se analizan la caracterización de la enfermedad y las respuestas del saber médico para enfrentarla. Al mismo tiempo se examinan las explicaciones y acciones médicas adoptadas, así como las prácticas desarrolladas por la población para curarse. Las formas de actuar y de pensar de los médicos se refieren no sólo a procesos técnicos, sino también a características culturales, sociales y económicas de la sociedad mexicana. Con esta perspectiva, es fundamental considerar la enfermedad, pero también las formas de explicarla, curarla y prevenirla, como procesos históricos.
Palabras clave: tifus, saber médico, enfermedad, Ciudad de México, insalubridad.
Abstract
Typhus is an endemic and epidemic disease that had continuous incidence over the Mexican population, even after the XIX century, and remained as one of the main causes of mortality in Mexico City. This research aims to describe the social and medical conditions under which this ailment developed and, especially, its characterization by the medical profession, as well as the means adopted physicians to confront this disease. In addition, this study analyzes the medical explanations and actions adopted, as well as the population’s practices concerning typhus. In this regard, the actions, inasmuch as the way of thinking of doctors involve not only technical aspects and procedures but, also, the cultural, social and economic characteristics of the Mexican society. From this perspective, it is fundamental to consider the sickness, as well as the approaches for its characterization, remediation and prevention, as historical processes.
Keywords: Typhus, medical knowledge, illness, disease, México City, unhealthiness.
En este trabajo se analiza un problema de notable importancia para México; me refiero a la incidencia de una enfermedad, el tifus, en la población de la Ciudad de México, y a las respuestas generadas por el saber médico y los organismos de salubridad a finales del siglo XIX para controlar este padecimiento. Quiero subrayar desde un principio que si bien el punto de partida de este artículo es una enfermedad endemo-epidémica, el objetivo central es analizar las características del saber médico encargado de encontrar las causas y soluciones a esta enfermedad. No obstante, antes de describir las formas de curar, de prevenir y de pensar de los médicos, fundamentaré la importancia de las epidemias, como procesos históricos, y la del tifus, como padecimiento epidémico significativo para la sociedad mexicana.
La investigación basa su interés en tres líneas: las condiciones de la formación médica, el tratamiento de una enfermedad “vieja” y el problema de la higiene colectiva. Si bien es cierto que la enfermedad ha sido abordada en diversos momentos históricos del pasado mexicano, pocas veces se le ha dado seguimiento en el último cuarto del siglo XIX, periodo en el que se abordan las acciones que al respecto tomaron las autoridades de salud en la Ciudad de México, en el marco de un saber etiológico y terapéutico particular.
Las epidemias como procesos históricos
Las epidemias constituyeron para México un fenómeno constante antes y después de la conquista europea, siendo un factor decisivo en el desarrollo demográfico e histórico de la sociedad mexicana. La gran cantidad de epidemias que despoblaron el continente americano desde finales del siglo XV, es el resultado del proceso de la unificación microbiana del mundo, al que Emanuelle Leroy Ladurie define como “un mercado común de microbios”.1
Este proceso supuso la expansión económico-política europea sobre Asia, África y América, junto con la diseminación de enfermedades epidémicas que unificaron al mundo en torno a una serie de padecimientos infectocontagiosos. Según Magnus Mörner y algunos autores más, estos padecimientos generaron en América una alta mortalidad debido a que sus habitantes carecían de resistencia biológica contra los nuevos patógenos esparcidos por los europeos.2
No son pocos los investigadores que han descrito este proceso para América, entre ellos Charles Gibson, quien en su clásico estudio sobre el México colonial analiza el descenso de la población indígena, considerando que si bien hay varias explicaciones sobre dicha caída demográfica, sin duda las enfermedades epidémicas fueron el factor decisivo.3 La importancia negativa de las epidemias también ha sido puesta de manifiesto por William McNeill, en cuyo trabajo describe y analiza el intercambio epidemiológico entre el Viejo Continente y América después del contacto europeo, así como las consecuencias de dicho encuentro para la población americana.4 Hay que decir, sin embargo, que McNeill, al igual que diferentes autores, reconoce la existencia de epidemias previas a la llegada de los europeos, las cuales estaban relacionadas con hambrunas y malas cosechas.
Las enfermedades, en particular cuando se manifiestan como epidemias, constituyen procesos históricos que tienen incidencia no sólo en las caídas demográficas, sino también en los ámbitos económico y cultural. Las epidemias no son formas fijas e inmóviles, sino que adquieren características que dependen de las condiciones culturales, económicas y técnicas dominantes en cada época y sociedad. De allí que sea necesario contextualizar la aparición y reaparición de enfermedades en distintos momentos históricos, dado que su impacto va a depender de los procesos económico-políticos y científicos que dominen en cada momento.
Dado que las epidemias aparecen, para la población en general, como un hecho extraordinario, me interesa subrayar que en México no sólo ha habido y hay epidemias referidas a enfermedades, sino también epidemias de hambre, y últimamente se habla de epidemias de suicidios. Así, por ejemplo, desde 1970 se documenta que la mortalidad por accidentes de tránsito adquiere carácter epidémico a final del año y durante distintos periodos festivos.5 Necesitamos asumir, entonces, que las epidemias se siguen presentando en México y en el mundo, y que están relacionadas en la actualidad con fenómenos de depresión (suicidios), de relaciones sexuales (VIH-SIDA), de festividades (accidentes) y de insalubridad (enfermedades infectocontagiosas).
Al respecto, una última expresión de lo que estamos señalando es la pandemia de Covid-19 que vivimos actualmente. Lo anterior me lleva a pensar no sólo en cómo se producen las enfermedades según el contexto histórico en que se desarrollan, sino también en reflexionar sobre los distintos significados y consecuencias que tienen las enfermedades según los diferentes momentos históricos. En este caso, trataré de desarrollar esta reflexión mediante el análisis del caso del tifus a finales del siglo XIX, de manera particular en la Ciudad de México.
Algunos datos sobre el tifus y su trayectoria
El tifus es una enfermedad infecciosa, contagiosa y grave producida por una forma de rickettsia, transmitida al hombre por un piojo. El periodo de incubación suele ser de entre 12 y 14 días, siendo una enfermedad de comienzo súbito, con fiebre elevada, escalofríos, cefalea, dolores musculares y vértigos. Después de algunos días aparecen ligeras erupciones rojas, irregulares y brillantes.
El tifus como epidemia tuvo presencia a escala mundial sobre todo al calor del crecimiento poblacional exponencial experimentado por las ciudades, principalmente con los procesos de industrialización. A lo largo de la historia, las epidemias por tifus han estado relacionadas con dinámicas sociopolíticas que dificultaron las disposiciones de higiene y salubridad recomendadas para evitar el contagio y la mortandad en la que derivaba. Incluso, se ha estudiado el vínculo entre la enfermedad y algunos conflictos bélicos,6 así como con espacios de control social, como las cárceles, los asilos de mendicidad o los depósitos para pobres.7
En el caso de la Ciudad de México, ámbito al que nos ceñimos en este artículo, en diferentes momentos este padecimiento generó altas tasas de mortalidad. Si bien se continúa considerando al tifus como una enfermedad grave y peligrosa que suele complicarse con neumonías, trastornos renales e inflamación del miocardio, ya no genera las consecuencias catastróficas que producía hasta principios del siglo XX, pues se le trata ahora con relativo éxito mediante antibióticos y cuidados intensivos.8
Hasta principios del siglo XX hubo una fuerte tendencia a confundir el tifus con la fiebre tifoidea, pero hoy en día es clara la diferencia, y en el caso del tifus se distinguen, con base en su etiología, dos variedades: el tifus humano, transmitido por un piojo que habita en nuestros cuerpos, y el tifus murino, que transmiten las pulgas de las ratas.9 En la actualidad, la medicina maneja esta explicación causal, pero es importante señalar que para el saber médico mexicano, hasta principios del siglo XX no consideraba que el piojo pudiera ser causa de esta enfermedad.10
Existen dos tipos de factores que inciden en el surgimiento y desarrollo del tifus. Por un lado están los aspectos climáticos: en la Ciudad de México, y relacionado con la altitud, predomina el tifus transmitido por el piojo humano, mientras que en las regiones bajas es predominante el tifus murino.11 El segundo factor es más complejo, ya que articula procesos socioeconómicos y condiciones de insalubridad. Al respecto, es preciso apuntar que el tifus es una enfermedad que aparece con mayor frecuencia en ambientes donde predominan la pobreza y las condiciones insalubres. A decir de Stern Berhnjard, “donde los hombres se apiñan juntos y tienen pocas oportunidades de asearse o de lavar sus ropas, aparecen fácilmente piojos en el cuerpo y se dan las condiciones para la difusión del tifus exantemático”.12
Desde que fue identificado como entidad nosológica en el siglo XV por la medicina europea, el tifus ha sido una de las enfermedades más devastadoras. Su gran expansión, su significación en términos de mortalidad, así como su relación con condiciones negativas de vida, se expresa en la variedad de nombres con que se ha conocido este padecimiento. Por ejemplo, en la región mediterránea se denomina tifus de Tolón; en el noroeste de Asia, tifus de Manchuria o tifus de Moscú; tifus de los mercados en Malaya, y fiebre roja en el Congo.13
En México se le ha denominado matlazahuatl, fiebres misteriosas y, sobre todo, tabardillo, término que significa capa o abrigo de colores vivos. Ahora bien, la existencia del nombre mexica matlazahuatl, y su presencia en códices, ha fortalecido la hipótesis de que es una enfermedad precortesiana. No sólo historiadores y cronistas hispanos consideraron al tifus como un padecimiento anterior a la Conquista, sino que también una parte de los médicos mexicanos le atribuía ese origen a finales del siglo XIX. Así, el doctor Orvañanos concluía en 1889: “parece que en el Nuevo Mundo existió el tifo desde antes de la conquista y que en el Anáhuac se designaba con el nombre de cocolistle”.14
Pero más allá de aceptar o no la existencia precortesiana del tifus, lo que se puede observar es la continuidad de este tipo de epidemias en México desde fechas tan tempranas como 1519. Por eso mismo, desde entonces el tifus fue una continua preocupación para la medicina mexicana, aunque será durante el siglo XIX que la misma realice investigaciones para poder curarlo y prevenirlo. Al respecto apunta Miguel Bustamante: “los médicos mexicanos han estudiado al tifo, lo investigaron sin descanso y sus aportaciones forman parte del acervo mundial en el conocimiento del tifo que causó millones de muertes”.15
Posiblemente, uno de los antecedentes más importantes de la preocupación médica nacional fueron las investigaciones realizadas por el doctor Miguel Jiménez, quien en “Dos estudios sobre el tifus (1844-1864), apuntes para la historia de la fiebre petequial y sobre la identidad de las fiebres”, estableció las diferencias entre el tifus y la fiebre tifoidea, hasta entonces considerados una sola enfermedad. A partir de ahí se gestarán estudios en gran medida impulsados por las instituciones biomédicas. De esta manera observamos que en 1880, la Academia Nacional de Medicina de México, a través del periódico El Noticioso, extendía la siguiente invitación:
A todos los médicos de la República a que remitan anualmente una nota de todos los casos de tifo que observen. Dará un premio de $500 al que remita el mayor número de datos y observaciones de que se deduzca alguna conclusión que haga adelantar el tratamiento de esta enfermedad en cuanto a su naturaleza, etiología, su profilaxia o tratamiento.16
Los médicos mexicanos de finales del siglo XIX estaban al tanto de las investigaciones generadas a nivel mundial, y en el caso del tifus conocían en especial los estudios de varios científicos norteamericanos, como Goldberger, Anderson y Ricketts, los que incluso trabajaron en diversas partes de México, considerando la ciudadcapital. Sus estudios concluyeron que el tila bacteria era transmitida por piojos, hipótesis que ya había sido establecida por las investigaciones de Nicolle, Comte y Conseil dentro de la medicina francesa, pero como ya lo indicamos, estas explicaciones no fueron inicialmente aceptadas por los galenos del país, quienes no reconocían el papel del piojo en la transmisión de esta enfermedad; más aún, la siguieron considerando como una enfermedad de origen fecal o causada por miasmas, hasta principios del siglo XX, cuando los facultativos nacionales aceptaron que el tifus era generado por el piojo.17
Considero necesario hacer hincapié en que la medicina mexicana se mantuvo apegada a las interpretaciones de que el tifo tenía un origen fecal y a la putrefacción de las materias orgánicas, pues estas explicaciones se mantuvieron hasta principios del siglo XX, descartando aquellas que colocaban la causa en el piojo como principal factor de transmisión de la enfermedad. Lo ocurrido con el tifus hace evidente cómo la medicina puede aferrarse a explicaciones que no sólo son incorrectas, sino que llevan a proponer tratamientos que no solucionan el problema. Incluso, la Academia Nacional de Medicina negó, todavía en 1910, la interpretación dada por el médico francés Charles Nicolle, quien por sus investigaciones recibió el Premio Nobel de Medicina en 1928. Este médico solía decir: “el piojo transmite el tifo aunque no lo acepte la Academia de Medicina Mexicana”,18 lo que demuestra la resistencia de los galenos del país a dejar de lado las ideas que habían mantenido durante siglos.
Ciudad de México, insalubridad y tifus
El incremento de la población, el hacinamiento que reinaba en los barrios populares y la persistencia de formas de vida campesina en el medio urbano, incidieron en el desarrollo de enfermedades infectocontagiosas, como el tifus, en la Ciudad de México. Esto fue potenciado por el desarrollo constante de condiciones de insalubridad en las viviendas, las calles, las plazas, las pulquerías y diversos lugares públicos. En gran medida generados por las políticas impulsadas durante la gestión de Porfirio Díaz, estos procesos poblacionales generaron crecimiento económico, pero tuvieron consecuencias negativas en el incremento de la pobreza, de las desigualdades socioeconómicas y de la insalubridad.
Con un desarrollo desigual y contradictorio se buscaba la modernización del país, la cual era asociada al desarrollo científico y técnico, lo que en términos de los procesos de salud y enfermedad se expresaba en la organización del aparato sanitario, en el desarrollo de la infraestructura hospitalaria y, sobre todo, en el desarrollo de un saber médico que buscaba afirmar su cientificidad frente al saber y las condiciones de vida populares.
De allí que tanto los facultativos, como el Consejo Superior de Salubridad, denunciaran de manera permanente la insalubridad y la falta de higiene que dominaban en la capital. Ellos querían erradicar los focos de infección que existían en los espacios privados y públicos, entre ellos hospitales, escuelas, calles, casas, cementerios. Por ejemplo, se denunciaban los depósitos de trapos sucios:
En las accesorias contiguas al Hospital de San Juan de Dios que miran al Sur, se ha observado un enorme [montón] de harapos sucios casi en estado de putrefacción por las materias que contienen, que deben perjudicar a la salubridad pública por despedir gases muy nocivos a la respiración, cuando menos de los vecinos inmediatos. Por lo que el Consejo ha acordado se sugiere que sea trasladado a un punto fuera del poblado dicho depósito, y no se permita en lo sucesivo que material de esta clase se conserve en el interior de la ciudad.19
Las características del territorio, los fenómenos naturales como las inundaciones, las costumbres y especialmente las enfermedades dieron lugar al desarrollo de ideas a veces catastróficas sobre la sociedad mexicana y la vida urbana en particular. No es para sorprenderse si consideramos que la mayoría de estos fenómenos generaban la muerte de una parte de la población y la destrucción de sus bienes.20 Parte de estos problemas eran frecuentes y la ciudad no estaba preparada para enfrentarlos; era el caso de las inundaciones que generaban focos de infección y de contaminación21 que era necesario controlar. Una de las características más notorias del saber de los médicos mexicanos era su preocupación por los focos de contaminación, a los que buscaban identificar en los diferentes espacios donde vivía y moría la población. El doctor Fernando Malanco argumentaba en 1872: “¡Cuántas endemias, cuántas epidemias y por consecuencia cuántas vidas se habrían salvado, si nunca se hubiera inventado tales panteones! Cuántas enfermedades se habrían borrado acaso del cuadro nosológico, si no fuera porque son mantenidas por una generación miasmática sucesiva”.22 Recordemos que para estos médicos eran los miasmas y las emanaciones las causales del tifus y de otras enfermedades.
Para estos facultativos, donde había aglomeración existía la posibilidad de que se desarrollaran focos de infección, dado que la falta de salubridad e higiene posibilitaba la transmisión del tifus a través de los piojos. Esta situación de insalubridad se potenciaba por la carencia de agua, sobre todo en los barrios pobres, en especial en el periodo de seca. Por esto no es difícil entender la importancia que la falta de líquido vital tuvo en términos de higiene personal y colectiva para los médicos mexicanos a finales del siglo XIX.
Pese al desarrollo científico de la medicina mexicana, ésta compartía ciertas ideas con el saber popular que tuvieron importancia al enfrentar el tifus. Me refiero a que tanto el saber popular como el médico consideraban que los “aires” y los “miasmas” podían generar enfermedades como el tifus. Para los médicos era básico limpiar los aires y eliminar los miasmas a través de medidas de higiene y de salubridad. Es decir, se pensaba que el tifus y otras enfermedades eran generadas por emanaciones, lo que si bien no era correcto, favorecía impulsar acciones de salubridad, dado que se recomendaba sanear no sólo viviendas y calles, también los panteones, pues se considera que ahí se generaban miasmas. Esto deja claro que a partir de interpretaciones erróneas podían generarse actividades eficaces.
Fue así que las instituciones de salud centraron sus acciones en las tareas de salubridad. La Policía Salubridad debía vigilar la vida de las personas y los lugares públicos para limitar la expansión de las enfermedades, por ejemplo. La Policía Salubridad23 proponía en un documento, en 1884, que para evitar la aparición del tifo se vigilara la limpieza del agua de las fuentes públicas, además de “proporcionar a la población menesterosa alojamientos de amplitud y de buenas condiciones higiénicas, por un precio moderado”. Para controlar el contagio, al mismo tiempo y “por medio de una tarjeta postal”, estarían obligados a dar aviso de la existencia de cualquier enfermo de tifo en esos establecimientos, al Consejo Superior de Salubridad, los dueños y administradores de los hoteles, casas de huéspedes y mesones, los directores de colegios, fábricas y talleres, y los jefes de cualquier local en el que estuvieran varios individuos reunidos.
Para el traslado del enfermo al hospital quedaba estrictamente prohibido el uso de coches públicos. De igual manera se referían precauciones respecto de los objetos y sitios con los que el enfermo o difunto tuvieran contacto. Se estableció que no se permitirían honras fúnebres en presencia del cadáver, y que las habitaciones, colchones, sábanas, ropa, utensilios debían ser desinfectados. La habitación donde había estado el enfermo se limpiaría luego de que sanara o de que muriera el convaleciente, “quemando en ella azufre para su desinfección.24
Sin embargo, estas propuestas no siempre se cumplían dados los diversos factores que limitaban su ejecución; por ejemplo, cuando ante un brote epidémico los médicos no se daban abasto para atender enfermos en una ciudad de 329 000 habitantes, conformada además por barrios de callejones angostos y casas derruidas, a los cuales era muy difícil tener acceso. Por otro lado, no se contaba con suficientes recursos para proporcionar un mejor nivel de atención y mejorar la salubridad pública.
Todas las recomendaciones dictadas a la población podían ser eficaces, pero el problema fue llevarlas a la práctica, pues era muy pequeño el porcentaje de personas que podían aplicarlas. ¿Cómo llevar a cabo el aislamiento del enfermo dada la cantidad de gente que vivía y dormía en una misma habitación en las viviendas de las familias pobres? Además, los productos y las sustancias para la desinfección eran muy caros para la mayoría de la población, y cuando se planteaba suministrarlos gratuitamente no había fondos para comprarlos. Por otra parte, había carencias en el aprovisionamiento de agua potable e higiene personal, uno de los principales problemas de insalubridad en la capital.
Tifus, instituciones sanitarias y saber médico
Para 1875, el Ayuntamiento Constitucional de México pidió ayuda por la epidemia de tifus que se estaba desarrollando en la Ciudad de México; se preguntaba sobre cuáles podían ser las causas de esta enfermedad y qué hacer al respecto. Aun cuando en forma general aceptaban la presencia de diferentes factores como causales de la enfermedad, los miembros del Consejo Superior de Salubridad no contaban con los recursos científicos para responder satisfactoriamente: “El Consejo Superior de Salubridad respondió que difícilmente se podría contestar categóricamente a la primera parte de la proposición, pues los medios de que actualmente dispone la ciencia, no son aún suficientes para determinar y poner fuera de duda, esas causas generales que influyen en el desarrollo de las epidemias”.25
Al analizar las causas, este consejo reconocía las alteraciones del aire, pero también el mal estado de las viviendas, la mala alimentación y la miseria, así como la situación laboral; concluían que el origen principal eran las malas condiciones de higiene. Lo que resultaba paradójico, pues no sólo colocaba el eje causal en el medio social, sino que indirectamente cuestionaba las características dominantes de una sociedad cuya élite consideraba que estaba generando una transformación social positiva. La mortalidad general, y la del tifus en particular, así como los altos niveles de pobreza y marginalidad, no eran necesariamente producto de las costumbres de las clases bajas, sino que demostraban la orientación de una política socioeconómica que favorecía la pobreza y las desigualdades de la población. Como años después señalaría el investigador italiano Giovanni Berlinguer,26 la muerte y la enfermedad son dos de los principales espías de las contradicciones de los sistemas sociales. Lo que, y lo subrayo, se expresaba en las consideraciones del Consejo Superior de Salubridad,27 el que para 1884 señalaba:
El Consejo Superior de Salubridad reconoce otra causa de infección como la acumulación en que viven muchas familias de nuestro pueblo a quienes la necesidad obliga a vivir en piezas reducidas, húmedas y mal ventiladas, en particular durante el invierno en que para protegerse del frío en las noches se cierran completamente puertas y ventanas. El miasma tifógeno desarrollado en medio de esa miseria, ataca de preferencia a los individuos débiles, mal alimentados y puede de allí adquirir mayor vigor y entenderse de una manera epidémica.
Es decir, la medicina mexicana reconocía que esta enfermedad tenía que ver con las condiciones negativas de vida de la población pobre. Pero más allá de este reconocimiento, el saber médico tenía dificultades para diagnosticar y tratar el tifus. Uno de los inconvenientes durante el último cuarto del siglo XIX fue el de establecer un diagnóstico específico, dado que los facultativos manejaban una serie de signos y síntomas que eran los mismos para diferentes enfermedades. Los signos y síntomas que utilizaban principalmente los galenos eran diarreas, cefalalgia, temperamentos, delirios, erupciones cutáneas y fiebres.
Ahora bien, la comisión de epidemiología sostenía que los errores diagnósticos, respecto del tifus, se debían porque no eran médicos quienes realizaban la valoración del enfermo, señalando lo siguiente: “hemos sacado una noticia de los estados presentados por los jueces del registro civil de las personas que han muerto de tifo y obtenido resultados, a los cuales no se les debe tener gran confianza en su exactitud porque el diagnóstico de las enfermedades es muchas veces hecho por personas extrañas a la ciencia”.28
Es importante señalar que los médicos trataban de demostrar que no sólo curaban, sino que se diferenciaban de los curanderos. Además, sostenían que las enfermedades sólo debían ser atendidas por doctores. Como lo proponía Flores y Troncoso: “La medicina no debe ser propiedad común sino sólo propiedad de los médicos”.29 Es por eso que estos profesionales trataron de construir un saber que los identificara y diferenciara de los curanderos, y en gran medida lo hicieron impulsando las medidas de salubridad e higiene, dado que las mismas eran las más eficaces para enfrentar al tifus y diversas enfermedades infectocontagiosas.
Pero si bien el objetivo biomédico de convertirse en la única forma de atender y de prevenir enfermedades funcionó en los aspectos preventivos al subrayar la importancia de la salubridad e higiene, fue poco eficaz en términos de atención, ya que el principal lugar de asistencia y de formación profesional fue el hospital. Recordemos, en este sentido, que la medicina hospitalaria se caracterizaba por la alta mortalidad de los pacientes, la que médicos como Adrián de Garay en 1882 atribuían a las malas condiciones de los nosocomios:
Los hospitales que hoy poseemos, se hallan en mal estado, no hay que ponerlo en duda, y para convencerse de ello, basta recorrer las salas donde asilan a los enfermos. En ellas falta la luz, el aire, están infectadas y el infeliz que cree conseguir un remedio a sus desgracias amparándose de la caridad pública, va a encontrar una muerte cierta, como remedio de sus terribles males. Esto es bien triste, y al gobierno le toca velar por esta gente pobre, que sin haber disfrutado de los placeres de la vida, solo piden un lugar tranquilo para morir en paz.30
Esta situación se expresaba en las actitudes de la población que temía ingresar a los hospitales, dado que se pensaba que eran sitios donde iban a morir y no a recuperarse. En dichos espacios no sólo había hacinamiento e insalubridad, sino que el servicio era muy deficiente en cuanto a la alimentación, la ropa, los utensilios y la atención del enfermo. Todo esto se constata en un texto en el que un médico de nombre Paracelso (seguramente un seudónimo) realizó varias críticas a los recintos hospitalarios:
El médico en el hospital prescribe qué medicinas y alimentos deben tomarse. En los hospitales los alimentos deben ser de buena calidad. En vez de carne el enfermo come tendones, en vez de leche una solución de sesos de perro. La sazón de la comida, el número de platillos y el aseo que en esto se debe tener, deja mucho que desear. Y todo lo anterior da por resultado que los desgraciados se perjudican. La ropa que usan los enfermos, sobre ser de mala clase, es muy escasa, lo que da por resultado que el aseo no sea conveniente y que muchas veces los desgraciados estén en sus camas entre sábanas inmundas y con camisas hechas hilachas, que más bien merecieran el nombre de harapos, siendo el aseo una de las reglas indispensables para tener una buena higiene.31
Esta situación hospitalaria se agudizaba en los periodos en que había brotes epidémicos de tifus. Por ejemplo, el Hospital Juárez tenía dificultades para atender a la mayoría de los pacientes, pues era un espacio dedicado a la atención de reos y contusos. Este recinto tenía capacidad para recibir 300 enfermos, pero cuando había un brote epidémico recibía a muchos de los infectados, lo que generaba problemas, ya que se rebasaba su capacidad de atención. También el hospital de San Andrés recibía enfermos de tifus, pero una parte se los trasladaba al Hospital Juárez. De esta manera, durante las epidemias existía un constante transporte de enfermos en pésimas condiciones de salubridad utilizando coches y tranvías.32
El director del hospital de San Andrés señalaba: “Tomando carácter epidémico el tifo en esta capital, se hace necesario para conducir a los atacados de este mal al Hospital Juárez o alquilar un coche, o que los tranvías sitúen un vagón en la calle de la Estampa de San Andrés”.33 La solicitud de adquirir coches para mandar enfermos de un hospital a otro, refleja la situación crítica en que se encontraban los nosocomios por falta de cupo. El doctor Domingo Orvañanos informó haber presenciado el transporte de los enfermos de tifo que había en el hospicio de pobres:
Se hizo en dos vagones de segunda clase en la empresa de los ferrocarriles el Distrital y la conducción de catres y colchones de esos mismos enfermos que se hizo en dos plataformas llamando la atención hacia el peligro que para el público puede haber, si se ponen a su servicio esos vehículos sin ninguna precaución como sería muy remoto que se verificara, visto el gran movimiento que hay en las líneas de esas empresas sobre todo los domingos. El Consejo aprobó: que se laven perfectamente los vagones de segunda clase que sirvieron para la conducción de los tifosos, y después de lavados dichos vagones, queden en un lugar bien aereado por lo menos 4 días, sin poder destinarse en este mismo tiempo al servicio público.34
Es decir, aunque para controlar las epidemias, el saber médico proponía como primordiales las condiciones de higiene y de salubridad, así como mejorar la calidad de vida de los sectores pobres; las condiciones de las propias instituciones médicas, como los hospitales, se caracterizaban por su falta de higiene y de salubridad.
Fármacos y otras formas de atención
Para atender a los enfermos de tifus se utilizaban una notable variedad de medicamentos. “Las sustancias y medicinas solicitadas para los enfermos de tifo eran: vino de quina, jarabe, jabón líquido, cloruro de calcio, penzoato sulfúrico, glicerina, ácido láctico, éter, aceite de café, piyoduro de mercurio, papel cuádruple, papel filtro, algodón, bálsamo del Perú, extracto fluido de Cola, sulfato de estricnina, sulfato de esparteína, aceite alcanforado”.35 En los tratamientos médicos también eran utilizados purgantes, laxantes, emolientes, lavativas y sudoríficos.
El doctor Jiménez describe toda una serie de casos de enfermos de tifus, informando sobre el tratamiento dado a cada paciente y los resultados obtenidos. Consideramos importante citar uno de ellos, dado que nos permite observar algunas características no sólo del saber médico académico sino también del saber médico popular. Narra el doctor Jiménez que a una persona de 30 años se le aplicaron sangrías, purgantes de sulfato de magnesia, lavativas emolientes, violeta a pasto y cucharadas de horchata. En los días siguientes se le recomendaron baños, cucharadas de caldo, leche y sopa. Las sangrías fueron un medio al que se recurrió, pero en circunstancias determinadas. El doctor Jiménez opinaba que con las sangrías desaparecía la cefalalgia y los dolores del vientre. Cuando el enfermo se encontraba en un estado de abatimiento se recurría al caldo, al vino, a preparaciones de quina, de canela, vejigatorios y atole.
Es importante observar cómo en los tratamientos médicos se recupera la importancia de remedios que formaron parte del saber popular: los vinos, las infusiones, los caldos y atoles constituían, y siguen constituyendo, parte de las creencias y prácticas del pueblo, las cuales a finales del siglo XIX eran empleadas también por la profesión médica. Pero además, en la terapéutica recomendada observamos el mantenimiento de concepciones médicas populares de la enfermedad, como combatir la fiebre tratando de generar sudores, pero al mismo tiempo utilizar los baños y emanaciones frías que deben ser relacionadas con la idea de lo frío y lo caliente que dominaba en las explicaciones populares de la enfermedad en México.
Un médico de la época, el doctor Alejo Monsiváis, aplicaba el siguiente tratamiento a los enfermos de tifo: “Lavativas, quina, acetato de amoniaco, bebidas aciduladas, purgantes salinos, aplicaciones frías a la cabeza, sanguijuelas a la apófisis, purgantes por la boca, vejigativos, bebidas afriadas, emolientes, aplicaciones sedativas a la cabeza, quina con pequeñas dosis de vino y almizcle”.36 En los casos tratados por los médicos observamos el uso de sangrías y purgantes que algunos médicos recomendaban utilizarlas con moderación, ya que podían generar la muerte del paciente. Los purgantes y sangrías tenían como objetivo la limpieza y purificación del cuerpo y de la sangre, así como reducir determinadas fuerzas y posibilitar la eliminación de la enfermedad.
El uso de estas técnicas tiene que ver con una noción particular del funcionamiento del cuerpo y con la teoría de los temperamentos, a la que seguía adherida el saber médico durante el siglo XIX, según la cual lo excesivo y lo superfluo debían ser eliminados periódicamente a través de sangrías y de purgantes. Hay que destacar que, precisamente, la adhesión dogmática del saber médico a esta interpretación limitó observar lo que era obvio: que un enfermo de tifus debilitado por las fiebres, al ser sangrado, se aceleraba el desenlace fatal más que su recuperación.
La sangría formaba parte de la técnica médica desarrollada en Europa. Según Castiglioni, en la historia de la medicina “jamás se ha registrado un remedio más popular y más aceptado que la sangría”.37 La sangría o sangrado fue uno de los tratamientos recurrentes, que consistía en abrir o punzar una vena y dejar salir determinada cantidad de sangre. Tanto en México como en Europa, el uso de sanguijuelas favoreció notablemente la aplicación de dicho procedimiento, dado que se evitaba la intervención del cirujano. En muchas partes, incluida la Ciudad de México, se crearon criaderos de sanguijuelas. Incluso, en la capital, el señor Manuel Monti y Sorela pidió licencia para obtener la exclusividad de establecer viveros de sanguijuelas europeas.38
Dada la situación de pobreza, la falta de medicinas y la poca eficacia de ellas, la población se atendía en su casa con remedios populares o con curanderos. También existían libros llamados “Medicinas domésticas”, en los cuales se proponía facilitar a la población recetas para curarse sin necesidad de ir al médico, lo que promovía aún más el contagio entre los sujetos. Si bien la medicina aplicaba toda una serie de tratamientos y ensayaba con diferentes fármacos tratando de ser lo más científica posible, reconocía la inexistencia de tratamientos eficaces específicos para el caso del tifus.
Consideraciones finales
De los datos presentados surge que los médicos, durante el periodo analizado, tenían dificultades para diagnosticar y curar el tifus. Los galenos no manejaban indicadores específicos para identificar con claridad esta enfermedad. La gran variedad de nombres con que se reconocía al tifus señala esta dificultad que no dejaba de estar presente a finales del siglo XIX. Pero además de las limitaciones diagnósticas, los galenos reconocían que no contaban con las medicinas eficaces y específicas para combatir este padecimiento.
Uno de los principales problemas del saber médico radicaba en el tipo de explicaciones en torno a la causalidad del tifus. La interpretación dominante refería su etiología a la “infección del aire”, a los gases malsanos emanados de las defecaciones, a los miasmas producidos por la descomposición de los cadáveres enterrados en atrios y panteones, a los olores y pestilencias devenidos de la putrefacción de sustancias. Para los facultativos, la ropa, los alimentos, los utensilios se contaminaban con estos gases y también eran agentes causales de la enfermedad. La suciedad y la muerte serían los principales productores de estos gases y olores, persistiendo así una concepción miasmática, según la cual, eran los aires los que contagiaban y mataban.
Es decir que nos encontramos con un saber médico que trataba de ser cada vez más científico, pero que seguía impregnado de saberes médicos dominantes en centurias anteriores y de saberes populares, lo que limitó su uso por la población que, como señalamos, prefería el uso de curadores populares y temía, además, acudir a los hospitales por las condiciones en que éstos se encontraban.
El saber médico impulsó la importancia de las condiciones de salubridad e higiene en todos los lugares públicos y privados, pero éstas no se consiguieron más que en los espacios reservados a los sectores dominantes. Más aún, en el principal espacio de trabajo médico dominaban las condiciones de insalubridad y de higiene. Había, pues, razones para considerar riesgoso acudir a los hospitales a atenderse, pues en éstos faltaban las condiciones de aseo y salubridad que los propios médicos consideraban necesarias.
El saber médico de la época reconoció el papel de los factores sociales: el tifus era asociado constantemente a las condiciones negativas de vida de la población, en especial a la miseria, la falta de alimentos y la carencia de limpieza en la que vivían los estratos bajos, No obstante, las medidas centrales propuestas, la salubridad y la higiene, eran complicadas en las condiciones señaladas y, en ese sentido, se generaron muy pocas acciones que paliaran la situación de salud de las clases bajas. Podríamos considerar que la mayor influencia del saber médico no estuvo en la atención a los enfermos, sino en generar toda una serie de explicaciones en las que se incluían los factores sociales que hacían que los pobres se enfermaran y se murieran más. Hay que apuntar que, al mismo tiempo, el saber médico que explicaba las condiciones desventajosas para la salud de este sector empobrecido, generaba sobre sus integrantes una imagen negativa que servía a los sectores dominantes, quienes asociaban el delito y la violencia a la pobreza: a los pobres se les caracterizaba por la falta de higiene, por vivir entre desechos, pero también por ser alcohólicos, vagos y violentos.
Para concluir quisiera agregar que la que fue una de las enfermedades más letales en México hasta principios del siglo XX, no constituye en la actualidad una amenaza para la salud de los mexicanos. El tifus, la “fiebre”, el tabardillo, que durante centurias generó epidemias y altas tasas de mortalidad, no aparece ya dentro de las condiciones de vida y de muerte de los habitantes de la Ciudad de México. Me pregunto, ¿dónde y en quienes quedó el recuerdo de este padecimiento?
Archivos
Archivo Histórico de la Ciudad de México
Archivo Histórico de la Secretaría de Salud
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Citas
* Dirección de Estudios Históricos, INAH.
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- Magnus Mörner, Evolución demográfica de Hispanoamérica durante el periodo colonial, Estocolmo, Institute of Latin American Studies (Research Paper Series, 14), 1979, pp. 6-7. [↩]
- Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español¸ México, Siglo XXI Editores, 1991, p. 138. [↩]
- William H. McNeill, Plagas y pueblos, Madrid, Siglo XXI Editores, 1984, p. 200. [↩]
- “En sólo 18 días de finales de 1995, murieron en la Ciudad de México 345 personas en accidentes automovilísticos”, Excélsior, México, D.F., 1996, n. 4, p. 1. [↩]
- Esteban Ocaña Rodríguez, “Tifus y laboratorio en la España de Posguerra”, Dynamis, vol. 37, núm. 2, 2017, pp. 489-515; América Molina del Villar, “El tifo en la Ciudad de México en tiempos de la Revolución Mexicana, 1913-1916”, Historia Mexicana, vol. 64, núm. 3, enero-marzo de 2015, pp. 1163-1247; y Francisco Javier Martínez-Antonio, “Epidemias y guerras II: el tifus y la guerra del Rif”, en R. Campos, E. Perdiguero y E. Bueno (eds.), Cuarenta historias para una cuarentena, Madrid, Sociedad Española de Historia de la Medicina, 2020, pp. 60-65. [↩]
- Santiago de Miguel Salanova, La ciudad frente a la epidemia. El tifus exantemático en Madrid a principios del siglo XX, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2017, y Martha Eugenia Rodríguez, “El tifo en la Ciudad de México en 1915”, Gaceta Médica de México, vol. 152, núm. 8, 2016, pp. 253-258. [↩]
- Justus Julius Schifferes, Enciclopedia médica familiar, Nueva York, Editor Press, 1977, p. 413. Véase también John Grahame Drew, El mundo de los microbios, México, Cuadernos de Cultura, 9, 1944. [↩]
- Juan Vázquez Velázquez, “Tifus exantemático”, tesis de medicina, UNAM, México, 1956, p. 36. [↩]
- Hasta los estudios desarrollados por Charles Nicolle, en 1909, en el Instituto Pasteur de Túnez, no se tenía certeza de que el piojo era vector que trasmitía tifus. No obstante, de manera especial en Gran Bretaña, la prevención del tifus fue un fenómeno de indudable vanguardia desde muy temprano, consecuencia de la implementación de políticas incisivas de higiene pública que se mantienen hasta el día de hoy para evitar los contagios. [↩]
- Lourdes Márquez Morfín, La desigualdad ante la muerte en la Ciudad de México. El tifo y el cólera, México, Sigo XXI Editores, 1994, p. 223. [↩]
- Berhnjard J. Stern, Los progresos de la sociedad y de la medicina, Buenos Aires, Editorial Americalee, 1944, p. 929. Véase también Rafael Olivera Toro, “El programa de erradicación del tifo México”, Salud pública, vol. XII, núm. 2, México, 1970, pp. 207-217. [↩]
- John Grahame Drew, op.cit., p. 930. [↩]
- Domingo Orvañanos, Ensayo de geografía médica y climatología de la República Mexicana, México, Tipografía de la Secretaría de Fomento, 1889, p. 94. [↩]
- Miguel E. Bustamante, “La situación epidemiológica de México en el siglo XIX”, en Enrique Florescano y Elsa Malvido (comps.), Ensayos sobre la historia de las epidemias en México, 2 vols., México, IMSS, 1982, p. 440. [↩]
- Anónimo, “Premio contra el tifo”, El Noticioso, t. I, México, 11 noviembre de 1880, p. 2. [↩]
- Milton Terris (comp.), Estudios de Goldberger sobre la pelagra, México, IMSS, 1980, p. 17. [↩]
- Jesús Kumate Rodríguez, “La investigación médica en el México contemporáneo”, en Hugo Aréchiga y Juan Somolinos (comps.), Contribuciones mexicanas al conocimiento médico, México, Secretaría de Salud / FCE (Biblioteca de la Salud), 1993, p. 93. [↩]
- Archivo Histórico de la Ciudad de México (en adelante AHCM), Policía Salubridad, núm. 3669, exp. 92, 1870. [↩]
- AHCM, Policía Salubridad, núm. 3669, exp. 157, 1881. [↩]
- Ricardo Egea, Estudio del tifo en México, México, Facultad de Medicina, 1881. [↩]
- Fernando Malanco, Estudio higiénico sobre los panteones, cementerios y muladares en México, México, Facultad de Medicina, 1872, pp. 11-12. Véase igualmente a José Reyes, “Insalubridad en la capital”, Gaceta Médica de México, t. X, México, 1875, pp. 11-220. [↩]
- AHCM, Policía Salubridad, núm. 3670, exp. 169, 1884. [↩]
- Idem. [↩]
- Archivo Histórico de la Secretaría de Salud (en adelante AHSS), Salubridad Pública, sección Epidemias, caja 1, exp. 55, 1875. [↩]
- Giovanni Berlinguer, Psiquiatría y poder, Buenos Aires, Granica Editor, 1972, p. 125. [↩]
- AHCM, Policía Salubridad, núm. 3670, exp. 165, 1884. [↩]
- AHSS, Salubridad Pública, exp. 53, caja 1. [↩]
- Francisco Asís de Flores y Troncoso, Historia de la medicina en México desde la época de los indios hasta el presente, 1ª ed., 4 vols., 1884, t. III, México, IMSS, 1982, p. 794. [↩]
- Adrián de Garay, “El Hospital General”, La Escuela de Medicina, t. IV, núm. 2, México 1882, pp. 15-17; así como Lauro Jiménez, “Hospitales de México”, Gaceta Médica de México, t. 9, México, 1874, p. 181. [↩]
- “Paracelso”, “Los hospitales en México”, La Escuela de Medicina, t. VI, núm. 19, México, 1885, p. 252. [↩]
- AHSS, Beneficencia Pública, sección Establecimientos hospitalarios, exp. 1, leg. 6, 1886. [↩]
- Idem. [↩]
- AHSS, Salubridad Pública, sección Epidemias, exp. 7, caja 2, 1882. [↩]
- AHSS, Beneficencia Pública, sección Establecimientos Hospitalarios, Lazareto de Tlalpan, leg. 1, exp. 11. [↩]
- AHSS, Salubridad Pública, sección Epidemias, exp. 53, caja 1, 1875. [↩]
- Arturo Castiglioni, La sangría, Buenos Aires, Actas Ciba, 1953, p. 46. [↩]
- AHSS, Salubridad Pública, sección Patentes, exp. 2, caja 1, 1885. [↩]