Bárbara Cifuentes, Lenguas para un pasado, huellas de una nación. Los estudios sobre lenguas indígenas de México en el siglo XIX, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia/Plaza y Valdés, 2002, 112 pp.

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DA30801 Esta contribución poco común pretende ofrecer un panorama general de los estudios sobre lenguas indígenas en el México del siglo XIX. Cita a autores y obras, y también indaga en el espíritu que auspició la escritura de tales obras, las directrices y principios científicos y culturales a los que se atuvieron y los resultados a los que llegaron. Todo ello contribuye de manera eficaz a ofrecer una imagen de estos estudios como parte integrante de la formación intelectual de la nueva nación mexicana, en contacto con los supuestos académicos internacionales del momento.

Para Cifuentes, los autores decimonónicos que se adentran en la clasificación, estudio y valoración de las lenguas indígenas mexicanas no lo hacen de manera aislada o movidos por intereses de índole privada; antes bien, el libro apoya eficazmente la tesis de que este esfuerzo intelectual forma parte de un plan colectivo en el que se persigue definir el espíritu de la nueva nación bajo los supuestos científicos más modernos en especial los de la etnografía y los de lingüística.

El primer capítulo describe el ambiente cultural y político que surge en el México poscolonial, vinculando la elaboración de estudios etnográficos y lingüísticos sobre los colectivos indígenas del país a las constantes ideológicas que determinan ese ambiente; fruto de este clima será la fundación de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística o SMGE (1833, y nombrada como tal en 1851), bajo cuyos auspicios se realizarán gran parte de los estudios sobre la población indígena de México. La autora hace notar cómo el nacimiento del México independiente se ve acompañado de un debate acerca de la validez de las clasificaciones raciales anteriores, en especial la de “indio”, para designar el común de la población mexicana. Este debate se polariza entre aquellos que las consideran inadecuado recoger esas clasificaciones en el corpus obsoletas a la hora de reflejar la uniformidad legal que debía caracterizar a los ciudadanos de la nueva nación, y los que las defienden como muestra de la diversidad étnica de México sin que menoscaben la igualdad de todos los ciudadanos ante el Estado y la ley.

Los estudios científicos superan esta dialéctica al buscar las peculiaridades de cada uno de los grupos indígenas, pero también dentro de este proyecto nacional de definir las características comunes de la ciudadanía mexicana.

Los autores de estos estudios se ven a sí mismos como partícipes activos del proyecto de transformación biológica y moral de México en una entidad política, cultural y social moderna, cooperando en el avance hacia los ideales de libertad, unidad y progreso en los que las diversas corrientes políticas se reconciliaban. El nacimiento de las sociedades científicas, entre ellas la ya mencionada SMGE, debe contemplarse como parte de una necesidad acuciante para los arquitectos de la nueva nación, en concreto la de contabilizar y calibrar fidedignamente las dimensiones naturales y humanas del territorio mexicano. El propósito era doble: proporcionar datos fiables sobre los que pudiesen apoyarse las labores gubernamentales, y mejorar la imagen de México en el exterior (donde ya funcionaban muchas de estas sociedades).

Los estudios sobre los pueblos indígenas de la SMGE persiguen recopilar información sobre esos grupos humanos, tanto desde el punto de vista demográfico como etnográfico, y para ello precisan servirse de información lingüística sobre los pueblos indígenas. Se basan en la información contenida en censos y estudios anteriores y posteriores a la Independencia (v. g., Alejandro de Humboldt, Francisco Xavier Clavixero), pero deben reinterpretar objetivamente esa información de acuerdo con los principios científicos de la nueva época: se utilizará, pues, el método comparativo, apoyándose en los últimos avances de la etnografía y la lingüística.

El interés en las lenguas será específico a partir de la creación de la comisión de idiomas y dialectos aborígenes en el seno de la SMGE (1851), cuyos estudios intentaban arrojar luz sobre el origen y los parentescos de los pueblos amerindios de México, y la clasificación tipológica de sus lenguas, atendiendo siempre a la relación entre lengua y pueblo.

En el segundo capítulo, Cifuentes se centra en la obra de Manuel Orozco y Berra (1816-1880), quien ocupa un lugar destacado entre los intelectuales mexicanos decimononos por colocar el estudio de la historia de las culturas prehispánicas dentro del panorama intelectual de la nueva nación.

Con un ánimo marcado por la búsqueda de la objetividad, Orozco y Berra publicará, en 1864, su Geografía de las Lenguas de México y Carta Etnográfica; pretende ser una muestra clara y exhaustiva de la heterogeneidad cultural y lingüística del México indígena, explicando los diferentes grados de civilización alcanzados por los grupos nativos mexicanos, en especial el grupo náhuatl-azteca. Para ello, se apoya en fuentes diversas (códices indígenas, informes de los colonizadores sobre los pueblos, las lenguas y las costumbres indígenas, vestigios arqueológicos y su geografía, así como la información más reciente de censos y otras obras de la SMGE), aplicándoles un criterio lingüístico como modo de distinguir lo etnográfico.

El estudio de Orozco y Berra persigue explicar la evolución espiritual de las naciones indígenas, dentro de un interés general en la cultura occidental desde la Ilustración por la idea de evolución espiritual, y por la complejidad lingüística como muestra del grado evolutivo alcanzado. La aparente simplicidad de las lenguas americanas había permitido a la Europa dieciochesca, así como a jesuitas y criollos de la Colonia, afirmar el menor grado de civilización de las culturas amerindias. Para otros, como Clavixero, la complejidad de la lengua náhuatl es ejemplo del elevado grado de civilización alcanzado por los aztecas.

En este clima de debate general sobre las virtudes evolutivas de los linajes amerindios, Orozco y Berra intenta reconstruir lo etnográfico (clasificación de pueblos y descripción de su grado de evolución) apoyándose en la historia, la geografía y las lenguas, por medio del método comparativo; la falta de textos escritos en lenguas indígenas dificultaba, pero no impedía, la aplicación de la comparación en su investigación. En efecto, Orozco y Berra parte del convencimiento de que las fuentes a su alcance son suficientes para reconstruir la historia de las culturas prehispánicas.

Apoyándose en esas fuentes, comparando unas con otras, coincidiendo a veces con ellas o refutándolas por comparación con otras más fidedignas, acaba por distinguir 182 “hablas” indígenas en México, de las que 108 pueden ser clasificadas en once familias lingüísticas reconocibles (con 35 lenguas y 69 dialectos). Combinará esta clasificación genealógica con la reconstrucción de los datos históricos disponibles sobre las migraciones de los pueblos y las mezclas acontecidas entre ellos, y, con base en ello, defenderá los logros culturales de los pueblos amerindios mexicanos, ejemplificados en los logros de mayas, mixteco-zapotecas y, sobre todo, aztecas.

El tercer capítulo (“La institucionalización de los trabajos lingüísticos”) trata los diversos tipos de estudios específicamente lingüísticos elaborados hasta 1862 (fecha de la publicación del Cuadro comparativo de Francisco Pimentel). La autora distingue ciertas tendencias significativas que enmarcan la elaboración de estos estudios. Así, se continúa en el siglo XIX la atención a las lenguas indígenas como vehículos de evangelización, a la que ahora se une la educación de la población nativa en los principios cívicos de la nueva nación.

En contra de las voces que no consideran la atención a las lenguas indígenas como condición necesaria para educar a los indios, obispados como Puebla, Oaxaca o Chiapas promueven la elaboración de una pléyade de obras didácticas, basadas en los cánones prescriptivos de la gramática latina y en el uso de autoridades. El fin de estas gramáticas, vocabularios y obras piadosas en lengua indígena, es la instrucción religiosa Veivil de los colectivos indígenas.

Cifuentes propone a Faustino Chimalpopoca (?-1877) como representante de este acercamiento didáctico a las lenguas nativas mexicanas. Un interés más puramente científico, en consonancia con los estudios anticuarios en boga en Europa, muestra la obra de José Fernando Ramírez (1804-1871), quien se aplicó al estudio de la lengua mexicana y las escrituras amerindias de América Central. La atención a los sistemas de signos tiene como fin conocer la estructura de las lenguas, las ideas contenidas en ellas y las relaciones entre pueblos, apoyándose en los nuevos criterios etnológicos y filológicos. Muestra, como Orozco y Berra, tiene clara preferencia por el náhuatl, considerado paradigma de los avances culturales del México indígena.

Cifuentes no deja de recordar la labor de las comisiones científicas francesas en México (con miembros como Aubin, Brasseur de Bourbourg, De Rosny, De Charencey, etcétera), cuyo espíritu inspirará el trabajo de numerosos intelectuales patrios, entre ellos Manuel Crisóstomo Náxera (1803-53). Con su Disertación sobre la lengua othomí (1837-45), Náxera se convierte en el primer mexicano que realiza un trabajo de lingüística comparativa, analizando el otomí y contrastándolo con el chino, lengua que presenta el mismo tipo gramatical monosilábico que el otomí. Con este análisis, Náxera relativiza las tesis de aquellos que afirmaban la existencia de un único tipo gramatical polisilábico (y, por ende, de un origen común) entre las lenguas amerindias, pero sin llegar a afirmar por ello una procedencia compartida para las dos lenguas comparadas. Para Náxera, el otomí presenta un plan particular de ideas, distinto del de las lenguas de civilización, pero partícipe de la expresión de la racionalidad humana común a todas las lenguas. Representa una firme defensa, pues, de la entidad moral de los indígenas.

En el capítulo cuarto (“El Cuadro comparativo“), la autora se ocupa principalmente de la presentación y el análisis de la obra de Francisco Pimentel, Cuadro descriptivo y comparativo de las lenguas indígenas de México (1862), primer estudio en el que se intenta realizar una descripción lingüística exhaustiva de las lenguas indígenas habladas en el territorio mexicano y de los pueblos que las utilizan. La idea de realizar un trabajo equivalente había surgido ya en el siglo anterior en estudiosos como Lorenzo Hervás o, sobre todo, Francisco Xavier Clavixero, a quien se deben diversas obras que recopilan información y bibliografía sobre las lenguas del país, en especial el náhuatl.

El primer acercamiento global al multilingüismo de la nueva nación se dará en el seno de la efímera Academia de la Lengua, fundada en 1835; sus propósitos, no obstante, fueron continuados por diversos autores en otras sociedades científicas, con un interés doble: descriptivo, recopilando información sobre las lenguas, y cartográfico, elaborando un “atlas lingüístico” de la nación.

A partir de la fundación de la SMGE, será ésta la que auspicie la mayoría de estos estudios, sobre todo a raíz de la creación de la comisión de idiomas y dialectos aborígenes (1851). Bajo su patrocinio se elaborarán diversas obras de tipo descriptivo, histórico y comparativo (década de los años sesenta y principios de los setenta del siglo XIX). La más importante es precisamente el Cuadro de Pimentel, que fue aplaudido entonces (y aún lo es) por la exhaustividad y sistematicidad de sus métodos y el mérito científico de sus resultados.

Esta obra es claro índice de las preocupaciones intelectuales y políticas que propiciaron la investigación científica en la nueva nación. Pimentel escribe bajo la convicción de que la lengua es la expresión del espíritu de un pueblo y de que es necesario dejar testimonio histórico de las naciones indígenas como parte integrante de la conciencia colectiva del México futuro; así, la lingüística ofrece para Pimentel una valiosísima ayuda a la hora de reconstruir los sucesos históricos. A partir de la hipótesis de que el lenguaje es parte espontánea de la naturaleza humana, Pimentel ahonda en la relación entre raza y lengua, y en cómo el devenir histórico explica los cambios evolutivos en los idiomas, cuyos caracteres esenciales (o tipo gramatical), sin embargo, permanecen siempre inalterados. Con base en este análisis de los diversos tipos gramaticales, Pimentel ofrece la primera clasificación tipológica de las lenguas indígenas mexicanos, con cuatro órdenes gramaticales básicos. Esta misma clasificación le permite extraer conclusiones acerca de la antigüedad de las lenguas y sus filiaciones, distinguiendo 19 familias entre las lenguas mexicanos.

Este estudio de Cifuentes consigue recuperar el esfuerzo de aquellos intelectuales que, en su día, entendieron el estudio del México indígena y de sus lenguas como parte integrante del proceso de construcción nacional. Su autora no deja duda acerca de la visión de estos estudiosos que, ya en el siglo XIX, apostaron por la aplicación de los últimos avances científicos a la calibración y el entendimiento de la realidad mexicana. Su apuesta sigue hoy vigente, y sus inquietudes, actuales, a la luz del debate que sobre la situación de los indígenas en el conjunto de la sociedad mexicana sigue produciéndose.

Sobre el autor
Israel Sanz
San Diego State University.

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