Olivia Kindl, La jícara huichola: un microcosmos mesoamericano, México, INAH/Universidad de Guadalajara, 2003.

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DA34901Este libro representa el fruto de varios años de investigación y redacción que culminaron en el premio anual del INAH por la mejor tesis de licenciatura, otorgado a la autora. De hecho, la profundidad del trabajo etnográfico -que constituye la base de este estudio sobre la producción, el uso y sobre todo los significados de vasijas rituales, artística-comerciales y domésticas entre los indios huicholes en la región del Gran Nayar del occidente de México- rebasa la de algunas obras que han recibido grados académicos superiores.

Como investigador del mismo pueblo que Kindl ha estudiado, he encontrado mucho sentido y utilidad en sus planteamientos. Por tanto, creo que La jícara huichola va a quedar como una fuente básica de consulta para todos los que trabajamos cuestiones de ritual y geografía cultural en el occidente de México, además de etnólogos e historiadores del arte con un interés más general en la iconografía y su relación con el espacio y la cosmovisión. Esperarnos con mucha anticipación la publicación de nuevos trabajos de Olivia Kindl, incluyendo su tesis de doctorado.

Para resumir esquemáticamente el contenido de la presente obra, el capítulo 1 describe el “proceso técnico de elaboración” de las jícaras, el cual a menudo está ritualizado en sí; el capítulo 2 analiza las “narraciones mitológicas relacionadas con las jícaras”; el capítulo 3 describe “el contexto ritual” de ellas; el capítulo 4 se enfoca en la iconografía de las mismas; el capítulo 5 es el análisis de un conjunto excepcional de jícaras pertenecientes a un doble adoratorio familiar; y el capítulo sexto concluye la obra con una larga serie de “reflexiones acerca de la relación entre las jícaras y la cosmovisión huichola”.

En el ámbito teórico, entre muchos otros aspectos importantes, el análisis de estos pequeños modelos cosmológicos ejemplifica de manera muy nítida el tropo de la sinécdoque o replicación de significados abarcadores en significantes parciales, los cuales se encuentran en escalas menores. Así, La jícara huichola demuestra lo que Lévi-Strauss en La pensée sauvage caracterizó como el encanto y poder evocativo de las miniaturas. En este mismo sentido, Kindl hace referencia explícita a los trabajos de Álfredo López Austin (en cuanto a “réplicas”), Jacques Galinier y Michel Perrin (en cuanto a “homotecia”) y, en una nota a pie de página, del mismo Lévi-Strauss.

Sin embargo, cuando uno realmente no tiene críticas de fondo, siempre queda la opción de quejarse de una obra por lo que su autor no pretendió abarcar, además de buscar algunas posibles contradicciones internas o pistas inacabadas de las cuales él, al momento de escribir, tal vez no se dio cuenta cabalmente. Los siguientes tres conjuntos de comentarios van por ambas vertientes.

Primero, quisiera hacer hincapié en uno de los planteamientos fundamentales de la obra -la distinción que señala Kindl entre tres tipos de jícaras: 1) las de uso ritual, divididas en sí entre a) las jícaras “efigie”, que representan los antepasados divinos y la cosmología en los centros ceremoniales y adoratorios familiares, y b) las jícaras votivas, que representan los bienes deseados al entregárselas a un lugar ancestral); 2) las de uso doméstico; y 3) las artística-comerciales, las cuales Kindl últimamente ha analizado cómo sus consumidores atribuyen funciones desde lo decorativo hasta lo ritual en el sentido del New Age o la Nueva Mexicanidad.

Cada uno de estos tres tipos tiene finalidades y, normalmente, características formales distintas. Kindl, siguiendo el trabajo clásico de Erwin Panofsky sobre iconografía y Weltanschauung o visión del mundo, resume, interpreta y teoriza de manera incisiva dichas características y funciones de las jícaras. Además, hace una pregunta igualmente importante: “¿cómo se articulan entre sí estas funciones del objeto?”.

Entre estas articulaciones, además del mencionado engarce de sentidos rituales entre productores y consumidores, a mi ver una de las más interesantes es la extensión por parte de algunos artistas huicholes (al menos en el ámbito discursivo) de la noción de inspiración divina por los diseños desde el ámbito ritual hacia la producción de jícaras destinadas al mercado. A mi ver, esto tiene implicaciones para una comprensión de cómo este pueblo indígena se inserta en el capitalismo o bien cómo intenta apropiarse de las relaciones capitalistas de producción.

Otro aspecto funcional importante es que no se trata de la jícara sólo como un objeto que representa el mundo por medio de un código iconográfico, sino también “en este trabajo se plantea que las jícaras huicholas constituyen de por sí un macrocosmos y no una mera imagen ni un retrato del cosmos”. Se podría agregar que esta noción, que el filósofo y semiótica decimonónico Charles S. Peirce definió como “iconicidad”, más bien combina simultáneamente -aunque sea en diferentes modalidades de experiencia- los aspectos simbólicos e indexicales (metonímicos) de representación y consustancialidad, respectivamente. Tal vez lo sagrado yace precisamente en esta superposición.

Segundo, quiero considerar el grado de coherencia general o sistematicidad de los símbolos y significados representados en las jícaras. De acuerdo implícito con uno de los argumentos fundamentales del arqueólogo, etnohistoriador y etnógrafo de los huicholes, Phil C. Weigand -que rechaza cualquier homogeneización esencialista de “la cultura huichola” como algo unívoco a través de su territorio contemporáneo, mucho menos a lo largo de sus múltiples siglos de historia-, Kindl reconoce las variaciones en el ámbito ceremonial entre las diferentes comunidades huicholas y, dentro de cada una de ellas, las diferentes representaciones de los seres y paisajes sagrados emergentes de la fabricación de los objetos por las personas (la mitad mujeres) a quienes les toca el cargo de elaborar, cuidar y personificarlos. Además, a veces Kindl trata de la cosmovisión como algo que resulta de la práctica ritual, la cual es variable y cambiante, en vez de un conjunto preestablecido de relaciones.

Al mismo tiempo, el estudio se basa en la noción de una cierta permanencia estructural de la cosmovisión huichola. Tal vez ésta se debe a que Kindl adhiere a la premisa de López Austin que la cosmovisión refleja “fuertes coincidencias de los aspectos fundamentales de las antiguas religiones en el tiempo”, y por tanto las jícaras conforman una parte integral de la tradición mesoamericana (o bien, un “continuo de transformaciones” de la misma), tal como manifiesta el título del libro. Estos planteamientos de estabilidad temporal y clausura geográfica no admiten con facilidad a los procesos de cambio histórico, los cuales, sin embargo, las representaciones sagradas del pueblo huichol definitivamente exhiben. ¿No sería precisamente por medio de los cambios en la percepción del mundo sagrado por parte de los encargados de la reproducción cultural de la comunidad que los cambios sí han sido inscritos en los registros simbólicos? De hecho, creo que Kindl misma nos da un excelente ejemplo de precisamente cómo operan dichos cambios.

Es decir, para mí, el capítulo quinto -el análisis de las jícaras efigies de la chamán doña Andrea- es de mucho interés teórico y personal, en parte porque yo también conocí a este gran personaje en mi primera salida al campo. Es relevante señalar que esta señora había sido desvinculado de una organización del templo huichol clásico (tukipa) durante toda su vida, y por tanto sus dos adoratorios y los objetos rituales pertenecientes tienen que ser entendidos como algo eclécticos y personalizados. De hecho, para contextualizar sus cualidades innovadoras, cabe mencionar que el padre dé esta mujer chamán -un fenómeno poco común en sí- fue Matsiwa José Ríos, chamán de una familia importante de huicholes diaspóricos desde la época de Manuel Lozada y el probable prototipo del don Juan de Carlos Castaneda. Sin embargo, es indudable que las jícaras de estos adoratorios (los cuales representan la ascendencia bilateral y no sólo patrilineal como plantean algunas teorías del parentesco huichol) reúnen símbolos fundamentales de la geografía sagrada compartida entre todo este pueblo y que manifiestan ciertos aspectos de las jícaras de los mismos tukipa. Por lo tanto, el análisis de las jícaras de doña Andrea, sobre las cuales Kindl pudo indagar en mucho detalle (debido a la apertura de su informante), es de considerable interés general.

A pesar del famoso patrilinaje de doña Andrea, para mí el aspecto más conmovedor de este capítulo trató de una jícara del adoratorio del lado materno de su familia. Se puede decir que dicha jícara representa simultáneamente a su mamá (por la sinécdoque de la madre con el matrilinaje), la comunidad de origen de la misma (Tateikie, topónimo que en sí quiere decir “Casa de Nuestras Madres”, la cual está representada por medio simbólico dentro de la iconografía) y la patrona del maíz, Tatel Niwetsika (tanto por representación simbólica como sinecdóquica, a base del propósito compartido entre todos los adoratorios familiares: la reproducción social -y del género femenino en particular- a través del maíz).

Esta expresión de polisemia al menos en tres niveles es posiblemente más explícita en el caso de doña Andrea que en una organización preestablecida ese templo grande (tukipa). Sin embargo, la etnografía manifiesta tres factores de relevancia general: 1) la introducción de significados derivados de la historia personal de los participantes en el sistema ritual; 2) la posibilidad de libre recombinación de estos significados y símbolos compartidos en la vida ritual; y por tanto 3) una modalidad para entender la transformación de dichos sistemas en el tiempo. De hecho, la capacidad de generalización, replicación y transposición de los elementos simbólicos en la lógica de los huicholes permite que se formen nuevas conexiones de sinécdoque entre distintos lugares físicos en la geografía y antepasados divinos móviles, quienes pueden fungir como portadores de nuevos valores y significados en diferentes coyunturas históricas.

Por lo mismo, tal vez estas jícaras no son precisamente “mapas detallados del territorio sagrado”, al menos en el sentido del espacio cartesiano, porque representan más bien la relación polisémica entre lugares ancestrales para la persona que los elabore que el espacio objetivo en sí. Sin embargo, como comenta en otro momento, la autora ilustra cómo las jícaras constituyen una especie de aparato mnemotécnico, elaboradas al menos en el caso de doña Andrea no para acordarse de una sola memoria colectiva, cuya existencia todavía está por comprobarse, sino para facilitar las nuevas narrativas que siguen reproduciendo y transformando el territorio sagrado.

Tercero y último, para no cargarle más al paciente lector, esta reseña no me parece el lugar indicado para verter además comentarios puntuales sobre cuestiones etnográficas que sólo interesarían a una veintena de especialistas. Basta señalar que hay momentos cuando el libro habría atinado aún más a la realidad vivida de los huicholes al incluir un análisis semántica de algunos lexemas clave de su lengua citados en el texto. Sin embargo, quisiera dar dos ejemplos.

Primero, se podría profundizar el análisis de todas las jícaras al considerar el aspecto fundamental de la palabra nierika, que se menciona en el texto y se refiere a casi cualquier objeto ritual (incluyendo las jícaras). Es decir, cabría señalar que la palabra quiere decir “símbolo sagrado” o bien “visualización” (por su estrecha relación con la raíz verbal niere, “ver”). Por tanto, el hecho de que el espejo constituye un nierika primordial capta más sentido, y la relación dialéctica entre nierika y ‘utiarika (inscripción o escritura) se concretiza, dado que Kindl señala que la patrona de las jícaras es precisamente la antepasada divina Tatei ‘utianaka, Nuestra Madre Inscritora de Visualizaciones, por decir.

Además es relevante en este contexto que los chamanes, que tienen “el don de ver” los antepasados y por tanto presiden sobre los sacrificios u ofrendas (mawari) dirigidos a ellos, usan sus flechas emplumadas (muwieri) para untar sangre (es decir, escribir con tinta sagrada en metáfora huichola) sobre las jícaras, otros objetos rituales, armas de cacería, artefactos de procesos políticos e inclusive la gente sacrificante. Estos vínculos entre visión e inscripción ritual se remiten a una mayor comprensión de las relaciones de poder implicadas en la surveillance (vigilancia) y la ordenación de la sociedad (cfr. Foucault y su análisis del Panóptico de Jeremy Bentharn).

Segundo y en conclusión, el nombre en huichol de la fiesta de Las Pachitas -Naxi Wiyerika- se traduce literalmente “Lluvia de Cenizas”. Por lo tanto, la palabra naxi (ceniza) se refiere tanto al elemento básico del rito católico del Miércoles de Ceniza con el que coincide esta fiesta, como -de manera más metafórica- al polen amarillo que se avienta en la ceremonia como símbolo solar. Estos datos lingüísticos enriquecen la comprensión cultural y de repente revelan vínculos entre las tradiciones mesoamericanas y las sociedades regionales en las que estas tradiciones, como otras, se encuentran inmersas y transformadas desde siempre.

Sobre el autor
Paul Liffman
El Colegio de Michoacán.

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