La tecnología marítima prehispánica en los contactos intraoceánicos Andes-Mesoamérica

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El mar, como vehículo cultural, como nexo geográfico,
como fuente de infinitos recursos
y, sobre todo, como elemento dinámico
y permanente en la expansión de las sociedades,
constituye parte insustituible
del proceso histórico de la humanidad.

Fernand Braudel

En este trabajo se analiza y revalora la tecnología marítima amerindia aplicada en la ruta comercial costera y de cabotaje prehispánica que va de Tehuantepec a Chincha (ruta que después sería retomada por los españoles para el comercio de la plata y otros productos). Además se retoma las distintas teorías de la distribución y desarrollo del maíz en el área mesoamericana, intermedia y andina, a partir de las claves recurrentes del universo mítico, ritual y comercial de éste, aportados por los estudios paleobotánicos, arqueológicos y etnohistóricos, como pruebas e indicios del contacto intercultural.

En el Altiplano mexicano de la época prehispánica existía una falta de conciencia acerca de la existencia de la costa y su significado, del mar y sus circuitos comerciales y culturales; sin embargo, desde este interior, es decir, tierra adentro, se proyectaba y producía la política y las normas que afectaban al territorio mesoamericano, incluyendo sus costas.1 Contar o no con las costas y el mar imprimió de por sí un carácter específico a la vida nacional a través de su historia: fue la zona que nos sirvió para establecer nuestro contacto con el mundo europeo.2

Además, “la conciencia del hombre terrestre (y lacustre), cuya vida se desarrolla en un ambiente sólido (o acuático) menos incierto que el mar, fue donde pudieron imponerse sin demasiados problemas las instituciones, la religión, etcétera”.3 A esta mentalidad se le contrapuso la de los navegantes costeros, quienes realizaban los viajes que mantenían en contacto, intercambio o comercio, ciertas regiones, lejanas por vía terrestre, cercanas por vía marítima. Así, los grupos nahuas del altiplano, gente de agua lacustre, concebían al mar como la gran agua o lago (ueyatl),4 y cuyo medio en constante cambio no dominaban plenamente, posibilitando que otros grupos costeros, como los mayas, controlasen las rutas marítimas, sobre todo en el Mar Caribe. Este fenómeno también puede observarse en el caso de los grupos del altiplano andino con respecto al Océano Pacífico, debido a que lo consideraban como un hatun-cocha, es decir, un gran lago,5 el cual estaba en manos de los mochicas-chimúes y, posteriormente, chinchas, éstos últimos en un estatus igualitario con los incas, comprometido a sus conocimientos sobre el mar, espacio geográfico que los andinos no comprendían ni lograban adaptar.

Esto se debe a que la historiografía mesoamericana y andina ha sido narrada a partir de lo que Walter Mignolo ha denominado el lugar de la enunciación,6 es decir, pensada e investigada desde donde sus autores estaban situados culturalmente. En consecuencia, los grupos del altiplano de ambas regiones concibieron al mar como un gran lago, debido a los criterios de referencia que poseían como hombres terrestres, es decir, para ellos, lo más parecido al mar era un lago, aunque éste fuese de enormes proporciones e insondable, pero cuyo comportamiento difería al de un medio lacustre. Y precisamente esta imprevisible conducta del mar (su constante dinámica, sus mareas, corrientes marinas, vientos y huracanes), desconocida para ellos en los lagos, produjo que los grupos costeros aprovecharan esto para controlar las rutas marítimas en un medio que los otros no lograban dominar.

Gracias a una redefinición de las fronteras mexicanas (frontera Pacífico estimulada por el Tratado de la Cuenca del Pacífico), se reactualiza la necesidad de recuperar la memoria histórica de la navegación y los contactos intraoceánicos desde el período prehispánico hasta hoy día. De manera análoga, la definición del Caribe, como cuarta frontera, ha reabierto el interés por los mayas y su relación con el mar (considerándolos como los “fenicios de América”),7 y sus probables contactos con Sudamérica, más allá de las gastadas formulaciones difusionistas. Así, hemos seleccionado algunos pueblos que lograron consolidar importantes grupos de comerciantes especializados (chinchas, muiscas y mayas) en el mismo horizonte temporal, entre los siglos XIV al XVI.

Con base en lo anterior, en este artículo desarrollaremos los siguientes aspectos:

• Los indicios acerca del intercambio comercial o cultural andino-mesoamericano, vía el Pacífico, ligan a Tehuantepec y el Soconusco con Sudamérica (Huanchaco y Chincha), marcados por los ciclos estacionales de navegación por cabotaje. Los ciclos diciembre-abril y abril-septiembre dieron pauta a los tiempos de navegación del litoral mesoamericano al sudamericano y viceversa. Sin embargo, las pruebas etnohistóricas y de arqueología experimental demuestran que esta navegación también pudo ser en mar abierto, rompiendo con los esquemas tradicionales de tecnología poco desarrollada, y reforzando las hipótesis de navegación en alta mar de Heyerdahl, sin llegar a los extremos de éste.

• La incidencia de los mitos prehispánicos respecto a dichos itinerarios e intercambios, como gigantes, dioses marinos y extraños inmigrantes llegados por mar, debió ser una de las principales causas de lo esporádico de estos contactos, debido a que el mar causaba en el imaginario colectivo amerindio admiración y temor al mismo tiempo. “En efecto, tanto entre los indígenas como (posteriormente) entre los españoles, en el agua permanece un mundo mal conocido, amenazante, en donde se refugian seres que escapan a las normas: animales fabulosos, monstruos, dioses. De esta manera, nace un verdadero bestiario fantástico del agua, fundado en las creencias, los temores o las esperanzas de cada uno”.8

• Retomando la diversidad genética del maíz y su desarrollo en las zonas estudiadas, aunadas a los saberes y dispositivos tecnológicos para su cultivo y consumo, que fueron desplegando las distintas culturas amerindias, podremos entender la aparente homogeneidad de razas de maíz en las costas involucradas. Además, el excedente permanente de maíz, asociado con productos artesanales, acentuó la diferenciación social, incluida la conformación de comerciantes eventuales o especializados con medios de transporte terrestres y/o acuáticos.

Contactos terrestres o marítimos

La cuestión de si hubo o no contactos entre las grandes culturas de Mesoamérica y los Andes fue un tema que llamó la atención desde los primeros tiempos de la Colonia, tanto entre los evangelizadores como entre los conquistadores, como lo demuestra el caso del padre Acosta y de Hernán Cortés. El primero, debido a los viajes que hizo entre ambas regiones, realizando interesantes observaciones; y el segundo, dado que, en su afán por establecer el comercio entre la Nueva España y los “muchos reinos del Perú”,9 deseaba conocer algún medio de navegación que disminuyera el tiempo del viaje.

Uno de los autores que proponía contactos intercontinentales, mediante migraciones, es Antonio de León Pinelo, quien sostuvo que los toltecas habían sido los primeros pobladores del Perú.10

De hecho, diversos autores han propuesto algunas migraciones entre México y las culturas andinas, y su sola enumeración sería interminable. Sin embargo, sí consideramos importante mencionar un último caso de finales de la época colonial, el del afamado viajero alemán Alexander von Humboldt, quien también propone migraciones toltecas y aztecas en dirección norte-sur, evaluando la posibilidad de algunos contactos ocasionales entre las culturas del México prehispánico y la incaica, y concluye que dicho contacto habría sido el resultado de un desplazamiento de las primeras hacia el sur.11

Con todo, fue hasta 1931, cuando el primer arqueólogo profesional se decidió a entrar en este debate. Max Uhle presentó, en ese entonces, su teoría de las importaciones culturales centroamericanas. En ella postulaba que del área cultural mexicano-centroamericana habían partido grupos de colonizadores mayas, quizá por tierra “pero más probablemente por mar”, en dirección al sur, llegando primero a Ecuador y, luego a la costa peruana, poblada con culturas de singular capacidad receptiva.12 A pesar del desconocimiento de Uhle acerca de la cultura Chavín para argumentar el florecimiento de las culturas Nasca y Mochica, que consideraba de origen maya, su mérito radica en haber propuesto el contacto entre las dos áreas culturales por mar, concebidas por muchos como desconectadas por completo y cuya tecnología marítima era “primitiva”, incapaz de realizar viajes tan largos comparada con la europea. La razón por la cual antes de Uhle no se habían planteado contactos culturales prehispánicos vía marítima se debía a que, en las fuentes históricas, se encontraba lo siguiente:

Los conquistadores y colonos europeos que llegaron a las playas del Pacífico no encontraron naves indígenas que hicieran el largo y difícil viaje entre México y el Perú, ni tampoco, excepto a lo largo del litoral peruano, que se hicieran en lo absoluto viajes largos. Sigue siendo hasta el día de hoy un misterio por qué no hubo comunicación directa entre las dos grandes regiones culturales del Nuevo Mundo, ya que los incas habían desarrollado grandes lanchones de madera de balsa que bien podían haber hecho el viaje aprovechando las corrientes favorables.13

A partir de Uhle, surgen los planteamientos científicos en torno al problema de los contactos intercontinentales entre ambas zonas de la América nuclear, considerando al mar como vehículo cultural en constante dialéctica con el desarrollo humano y a partir del cual se podían establecer nexos geográficos.14 El mar, en vez de ser una barrera, se convirtió en una ruta abierta a las inquietudes del hombre prehispánico, poblada de seres sobrenaturales y de lugares extraños que buscaban conocer y, en algunos casos, dominar. Así, los contactos comerciales y culturales vía marítima entre ambas zonas abrieron la posibilidad de intercambios de ideas y objetos a lo largo de las costas del sureste de Mesoamérica y el norte andino.

Investigadores, muchos de ellos arqueólogos, con espíritu aventurero, como Meggers, Noguera, Buse, Lothrop, Hosler, Heyerdahl y Savoy, entre otros, continuaron buscando una explicación que pudiese ser comprobable a la luz de los restos arqueológicos y de la etnohistoria. Sin embargo, el primer problema al que se enfrentaron fue que, entre Mesoamérica y los Andes, zonas caracterizadas por culturas que poseían una forma de gobierno estatal altamente centralizado por un linaje dominante que controlaba las obras hidráulicas, existía un área cultural denominada Chibcha-Chocó o Intermedia, la cual presentaba mezclas de ambas zonas, pero cuya evolución política no superó al señorío o cacicazgo, gobernado por un jefe.15 No podían explicar por qué en esta zona no se alcanzó el grado de desarrollo de sus vecinas para conformar un gran corredor cultural.

Una de las respuestas más aceptadas fue que, debido a las duras condiciones geográficas de la zona, como son sus infranqueables selvas del Darién y sus abruptas serranías del Chocó, impidieron una uniformidad cultural terrestre continua que, inclusive, ni los españoles con sus caminos para carretas durante la colonia, ni los estadunidenses con la construcción de la Carretera Panamericana, pudieron superar:

dos barreras geográficas formidables hacían imposible que se abriera una ruta por tierra entre México y Lima. En el sur de Costa Rica y en el norte de Panamá, unas montañas extraordinariamente abruptas y las espesas selvas hacen el transporte por tierra prohibitivamente difícil. Los españoles no pudieron ni siquiera abrir un camino a través de esa zona hasta que conquistaron y colonizaron Costa Rica en la década de 1560 a 1570. Más al sur, en el sur de Panamá y en el Chocó, la cordillera y una de las selvas más espesas y lluviosas del mundo hacían prácticamente imposible los desplazamientos por tierra, de manera que después de los primeros y penosos intentos de exploración que hicieron, la comunicación entre Panamá y el sur se hizo enteramente por mar. Aún hoy la dificultad de construir un camino a través de las selvas tropicales del Chocó han dejado una interrupción de más de cuatrocientos cincuenta kilómetros en el sistema intercontinental de carreteras.16

Por esta razón, la vía marítima del contacto y comercio de cabotaje y costero tomó mayor fuerza, pero, a su vez, surgieron nuevas interrogantes a esta propuesta. Si las relaciones culturales y comerciales entre la zona andina y la mesoamericana se lograron mediante la navegación costera y de cabotaje, estas comunicaciones marítimas exigían puertos, caminos para conectarlos con los centros de población y la selección de rutas de navegación entre los puertos, por lo tanto, ¿cuáles fueron éstas? (Véase figura 1)

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Si observamos un mapa del continente americano, podemos apreciar que México y el Perú están sólo a 2 400 km de distancia, pero, para recorrer por mar la costa entre ambas regiones, la temporada de navegación prehispánica y colonial estuvo regida por los vientos y corrientes marítimas que inciden a lo largo de la costa del Pacífico entre lo que fue la Nueva España y Chile, siendo el viaje desde el sur más fácil que desde el norte:

La mayor parte del año, especialmente entre abril y septiembre, la zona central de la costa sudamericana se encuentra bajo la acción de vientos del sur que soplan a lo largo del litoral, lo cual significa que, alejándose un poco de éste, hay un viento dominante del sureste. Las costas de la América Central, del sur de México y, en medida variable, las del extremo norte de Sudamérica en el Pacífico tienen vientos inciertos de poca fuerza. Los períodos de calma son frecuentes y a veces largos.17

Por ello en estos meses, sobre todo en verano, cuando la navegación desde el Perú hacia México es más factible y, en los mejores casos, sólo de cuatro a seis semanas, tal y como lo menciona Acosta cuando hizo el recorrido entre El Callao y Huatulco en 1586:

En mi viaje del Perú rumbo a la Nueva España, noté que siempre que estábamos navegando a lo largo de la costa del Perú la travesía como siempre sucede, era fácil y serena porque allí sopla un viento del sur. Por esta razón debe zarparse cuando se puede aprovechar para el viaje de regreso a España o a la Nueva España. Al cruzar el golfo, como estábamos navegando en alta mar y también abajo del Ecuador, el tiempo estaba en calma y fresco, y navegamos con el viento. Cuando llegamos a la región de Nicaragua, y durante el tiempo que navegamos a lo largo de aquellas costas encontramos vientos adversos, cielos encapotados y muchas tempestades. A veces el viento aullaba que daba miedo. Toda esta travesía fue dentro de la Zona Tórrida, porque desde los 12 grados sur, que es la latitud de Lima, navegamos hasta los 17 grados (norte), latitud de Huatulco, puerto de la Nueva España.18

El viaje marítimo partiendo de Perú hacia México se ve favorecido por los vientos y corrientes marinas como la de Humboldt. Sin embargo, el viaje de regreso, desde México hacia el Perú, no corría con la misma suerte tan favorable en tiempo y esfuerzo, ya que llegaba a durar dos meses o más y dependía de la incierta corriente del Niño:

Los meses de octubre a abril, es decir, la otra parte del año, traían un cambio parcial en el sistema de vientos y corrientes. La faja de las calmas ecuatoriales se mueve hacia el sur, de manera que las costas de la Nueva España y de Centroamérica en el Pacífico quedan colocadas en una franja de vientos costeros ligeros que, según la configuración del litoral, ocasionan vientos dominantes o del noreste o del noroeste. Durante dichos meses puede haber tormentas causadas por los movimientos de aire continental frío del norte, que en el Golfo de Tehuantepec se llama tehuantepeco y a lo largo de la costa centroamericana papagallo. En la zona de calmas ecuatoriales que domina en estos meses a lo largo de las costas de la región norte del continente sudamericano, hay más probabilidades de encontrar un viento favorable del norte, especialmente entre diciembre y abril, pero a lo largo del litoral peruano el viento dominante sigue siendo del sur […] Aun en circunstancias favorables el viaje, de unas quinientas leguas marítimas, tardaba un mínimo de dos meses, y con frecuencia hasta tres o más.19

Pero no sólo existían limitantes geográficas para el desarrollo de este corredor cultural, también los mitos y leyendas prehispánicas incidieron en el imaginario colectivo prehispánico, reflejado en el itinerario que pudieran realizar los comerciantes andinos y mesoamericanos. Una de las más famosas es aquella de unos “gigantes” que habitaban las costas del Darién,20 leyenda que en la época colonial se transformó en la creencia en unos hambrientos dragones que, desde esas mismas costas, bajaban a las orillas de la Mar del Sur en pos de víctimas humanas.21

En la zona Andina era conocida la leyenda de otros “gigantes” que habitaban la punta de Santa Elena, al norte del Perú, la cual fue recogida por Diego de Trujillo y Pedro Cieza de León, en la que se mencionan inmigraciones de personas del norte por mar en unas “balsas de juncos a manera de grandes barcos”.22

Estas leyendas de gigantes cobrizos y de largas cabelleras lacias fueron resultado del temor amerindio ante los descomunales huesos, probablemente de mamuts o dinosaurios, que podían observarse sobre todo en la punta de Santa Elena, evidencias que también horrorizaron a los españoles al creerlos dragones, producto de su mentalidad medieval.23

Así mismo, se aprecia la constante en los mitos y leyendas de la zona Chibcha-Chocó y norandina de migraciones por mar, como es el caso del supuesto príncipe maya Naymlap que arribó en balsas a Lambayeque,24 lo cual refleja la realidad de estos posibles viajes intercontinentales.

También en Mesoamérica, específicamente en las costas del océano Pacífico de Nicaragua, El Salvador y Guatemala, los españoles recogieron una leyenda que hablaba acerca de una importante inmigración de hombres nahuas que llegaron en una gran flota de acales o barcas. Motolinía registró que estos nahuas navegantes mataron a los anteriores habitantes de la costa y se establecieron en ella, por lo que los habitantes que los españoles encontraron se decían descendientes de estos extraños, dirigidos por un tal Iztacmixcoatlh.25 También Torquemada encontró esta tradición entre los indios de Nicoya o chorotegas, que se decían originarios o descendientes del Anáhuac, llegados de una zona entre Tehuantepec y el Soconusco.26 En Costa Rica, en la región de Talamanca, se han encontrado vestigios de avanzadas nahuas.27

Estas migraciones mesoamericanas en Centroamérica han sido corroboradas por estudios arqueológicos de Wigberto Jiménez Moreno y Gordon F. Ekholm, quienes hallaron yugos, hachas y palmas relacionadas con el juego de pelota, producto de las expediciones nahuas a cargo de sus comerciantes especializados, los pochtecas, prueba de que los hombres viajaban no sólo con objetos, sino también con conocimientos y tradiciones que estaban dispuestos a intercambiar.28

Además, existen indicios etnohistóricos y etnográficos que la cultura mixe y huave proporcionan en relación con su supuesto origen andino. Estos datos en la memoria oral son mencionados por fuentes que se remontan varios siglos. Frailes y viajeros como fray Francisco de Burgoa, el sacerdote Charles E. Brasseur29 y Luis Nicolas Guillemaud30 en sus escritos registraron las afirmaciones de estos grupos respecto a su origen andino, sobre todo peruano. Estos mitos de origen deben gozar del beneficio de la duda mientras no pueda demostrarse su falsedad o veracidad.

Después de valorar las limitantes geográfico-mitológicas de la zona intermedia, abordaremos las distintas tecnologías marítimas prehispánicas que fueron desarrolladas por culturas como la maya, chincha y mochica-chimú para poder apreciar la posibilidad que tenían de realizar viajes marítimos largos entre ambas zonas.

Tecnología marítima prehispánica

La falta de homogeneidad en la interrelación hombre-mar a lo largo de los océanos Pacífico y Atlántico orilló a que se desarrollaran diversas técnicas para la construcción de embarcaciones en la América prehispánica, las cuales en ocasiones estuvieron predeterminadas por el tipo de materias primas de las cuales disponían, como árboles o espadañas.

Los mayas viajaban en grandes canoas que alcanzaban un largo de 20 metros y que estaban hechas de un tronco ahuecado, generalmente cedros que podían alcanzar los 30 metros de longitud, y que eran secados mediante perforaciones aplicándoles fuego. Estas embarcaciones eran utilizadas para efectuar largos viajes costeros de 4,000 kilómetros, desde Tampico a Panamá por el Atlántico y de Tehuantepec a la Península de Nicoya por el Pacífico.31

Muchos españoles se asombraron de la enorme cantidad de canoas que transitaban por las costas, lagunas y ríos del área maya. Por ejemplo, a Oviedo y al hijo de Colón les llamó la atención los diversos usos que los “indios” le daban a las canoas, las utilizaban tanto para la guerra como para el comercio.32 Asimismo, la manera de hacer las embarcaciones e impulsarse con remos las comparaban con la de los europeos.33

El 1502, los españoles tuvieron su primer contacto con la civilización maya, cuando Cristóbal Colón, en su cuarto y último viaje, se topó en el golfo de Honduras con una pesada canoa cavada en un enorme tronco de árbol. Era una canoa mercante maya, de las que navegaban entre Honduras y Veracruz. Colón apresó a sus 25 ocupantes, a quienes les quitó sus ricos atuendos, les robó sus mercancías: mantas, paños y camisetas de algodón, macanas con filosas puntas de obsidiana, hachas de cobre, piezas de cacao, “conchas coloradas” y lo que parecía ser una especie de vino o cerveza de maíz.34

Estas “conchas coloradas” eran el mullu o Spondylus, el cual era muy apreciado en las costas mayas como objeto suntuario, caso parecido al andino, en donde los chinchas comerciaban este “oro rojo” y que les permitió tener un estatus de igual a igual ante los incas.35 Mientras que ese vino o cerveza de maíz podría haber sido la chicha que tomaban grupos con características sudamericanas como los cunas, otra posibilidad es que dicho maíz fermentado era tesgüino, si bien entre los centroamericanos meridionales era raro encontrarlo debido a su procedencia de la zona tarahumara.

Sin embargo, pocas crónicas e investigadores mencionan o se han interesado en la navegación maya en la costa del Pacífico, ya que la mayoría sólo se enfoca en el comercio marítimo costero de la Península de Yucatán. Carlos Navarrete y Thomas Lee han dado a conocer las rutas de navegación costera y fluvial que se utilizaban en el estado de Chiapas y Guatemala, debido a las cadenas montañosas que atraviesan el área. Navarrete ha reconstruido la ruta costera del Pacífico chiapaneco, cuya función principal fue enlazar a los pueblos del Soconusco, tributarios del Estado mexica, con el Altiplano Central, y como prueba de la navegación costera se han encontrado más de 50 sitios arqueológicos a lo largo de la llanura costera del Pacífico chiapaneco, situados estratégicamente en barras y entradas de canales, como marcadores geográficos de las rutas que se debían seguir. Esta ruta costera partía de Cabeza de Toro en Tehuantepec y llegaba hasta el río Suchiate.36 Incluso, esta navegación costera se ha extendido hasta el área huave.37 Thomas Lee, en cambio, estudió la navegación fluvial en el río Grijalva y su papel en los contactos comerciales y culturales entre Chiapas y Tabasco.38 Esta ruta fluvial es importante porque parece ser la que tomó una figurilla hallada en el Monumento 3 de Potrero Nuevo en San Juan Lorenzo Tenochtitlan, Tabasco, de un jaguar copulando con una mujer,39 lo cual nos recuerda el arte erótico mochica, más allá del culto fálico, tan abundante en la costa peruana, y que pudo ser producto de algún intercambio comercial esporádico entre ambas regiones.

Asimismo, en Sudamérica había navegación costera. La mayor parte de ella se realizaba en almadías, hechas de troncos de árbol balsa, que podrían ser de comerciantes tumbesinos o muiscas que intercambiaban productos con pueblos centroamericanos. Así lo testimonia en 1526 el primer navegante blanco que fue más allá del Ecuador, Bartolomé Ruiz, en la famosa relación Sámano-Xeréz (fig. 2)

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Este navío que digo que tomó, tenía al parecer de cabida de hasta treinta toneles; era hecho por el plan y quilla de unas cañas tan gruesas como postes, ligadas con sogas de uno que dicen eneguen, que es como cáñamo, y los altos de otras cañas más delgadas, ligadas con las dichas sogas, adonde venían sus personas y la mercaduría en enjuto porque lo bajo se bañaba. Traía sus mástiles y antenas de muy fina madera y velas de algodón del mismo talle, de manera que nuestros navíos, y muy buena jarcia del dicho eneguen que digo, que es como cáñamo, y unas potalas por anclas a manera de muela de barbero.40

El árbol balsa (Ochroma Piscatoria), del cual estaban hechas las embarcaciones, es el más flotante de su especie y fue el más comercializado por los habitantes de Guayaquil y la isla de Puna, debido a que sólo crecía en las húmedas selvas costeras desde Tumbes hasta Darién.41 Garcilaso de la Vega describe la forma de construir La forma de construir la balsa; según él, los únicos árboles altos en el Perú, de madera dura, pesaban como el hierro, y por ello los antiguos peruanos no labraban canoas como en otras partes de América, sino que principalmente construían almadías, haciéndolas de un árbol muy común en las montañas, no más grueso de un muslo humano y tan ligero como la higuera. Estas almadías solían constar de cinco o siete troncos atados juntos y cortados de tal modo que a ambos lados del tronco central, el más largo de todos, se iban acortando de longitud. De este modo, tanto por delante como por detrás, dichas embarcaciones terminaban en punta. Estaban comunicados con las orillas por dos cuerdas, de las cuales tiraban para que el artefacto cruzara la corriente. 42

Estas balsas comerciaban el famoso mullu o conchas coloradas y sus avistamientos y encuentros fueron descritos por ingleses, alemanes e italianos a lo largo de la Colonia, como aquellas que vieron Richard Maldox y Benzoni, además de la famosa balsa tumbesina de una viñeta de Humboldt en 1810. Estas grandes balsas dejaron de utilizarse en las primeras décadas del siglo XX.43

Existen muchas leyendas que se refieren a la capacidad de estas balsas para realizar viajes de larga distancia, como el que hizo el inca Tupac Yupanqui. Este inca, al mando de más de 17 mil balsas para conquistar el Ecuador, llegó a unas islas misteriosas del norte, de donde volvió a los nueve meses con “gente negra y mucho oro y una silla y un pellejo de quijadas de caballo”.44 Estas islas pudieron estar situadas en las costas de Colombia, a la altura de Guapí, al norte de Tumaco, o bien en las costas de Panamá. Además, estas balsas de palos eran muy usadas entre los muiscas, como lo demuestran las miniaturas en oro de éstas.

La posibilidad de que estas balsas de troncos pudieran realizar viajes marítimos largos quedó demostrada con los hallazgos de piezas de cerámica en las islas Galápagos, que realizó Heyerdahl y que propuso como producto de viajes intermitentes y temporales.45

En la costa peruana, como anteriormente referíamos, los habitantes prehispánicos no utilizaron árboles debido a su peso y poca flotabilidad. En cambio, aprovecharon una espadaña que se daba en grandes cantidades a lo largo de la costa, aunque también era común en los lagos andinos. Esta espadaña es la famosa totora, y con ella hacían sus casas, redes y embarcaciones. Para construir los “caballitos” de totora se hace un grueso hato con uno de los extremos levantados, conocido como el corazón o bastón, el cual es reforzado con varias capas de totora hasta obtener el grosor deseado. Esto obedece a que “las capas externas, al estar expuestas tanto al agua como al sol, se rompen más rápido que las interiores; asimismo es la que está más sometida al trabajo cotidiano. El sistema de construcción empleado hace posible renovar el exterior sin necesidad de hacer todo el conjunto nuevamente”.46

Este hato de totora es amarrado en espiral, llamado quirina, y se le junta con otros atados en grupos de dos o cuatro, los cuales se unen entre sí por una cuerda llamada huangana. Los dos atados superiores se cortan antes de llegar a la popa, para dejar un espacio conocido como la caja, en donde colocan el producto de su pesca, mientras el pescador va montado en parte de la popa, de ahí su nombre de “caballitos de totora”.

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Pero en tiempos prehispánicos, e incluso coloniales, también había balsas de totora costeras mayores y no tenían la popa recortada. Existen representaciones zoomórficas de las balsas y “caballitos” en cerámica mochica-chimú y en murales de Chan Chán, en donde se aprecia un personaje principal utilizando uno o dos remos y transportando objetos o prisioneros que eran utilizados para sacar el guano de las islas. También estas balsas aparecen en las viñetas y relatos de cronistas, viajeros y conquistadores, como en el caso de Guaman Poma, Oviedo y Cieza de León.

Como hemos podido observar, la navegación prehispánica estaba lo suficientemente desarrollada para hacer largos viajes costeros, y prueba de ello son las canoas mayas que llegaban hasta Panamá o las balsas de palo y de totora que comerciaban el mullu en la zona Intermedia, cuya presencia se apoya en un escrito de Pascual de Andagoya, en donde describe que, en 1521, un cacique del área del Darién del Pacífico modeló en arcilla una llama y que les dijo que “donde vive esa gente que tiene esos animales, ahí es el reino del oro”.47 Es más, en 1969, Gene Savoy realizó el viaje entre Salaverry, cerca de Trujillo, y Panamá, en una balsa de totora hecha a la manera prehispánica, demostrando que la flotabilidad de la totora era de dos meses, mayor a la comúnmente aceptada y que se comerciaba con esta zona.48

Además, en los ritos de los comerciantes amerindios, las canoas, los ríos y el mar se relacionan con un dios en especial, el cual es una constante a lo largo de las costas del Pacífico en estudio, independientemente de sus filiaciones culturales.

El maíz ¿navegante?

Este dios era el dios del maíz. En torno a esta planta se realizaban ritos y ceremonias de su cultivo, desarrollo y consumo, aun cuando hoy día la conocemos con el nombre que impusieron los españoles durante la conquista: mahiz o mays, palabra en lengua taína, pues así la conocieron en las Antillas.49

Los antiguos amerindios asociaban al maíz con el mar y los ríos debido a que este complejo simbolizaba las cualidades o funciones del agua y la fertilidad. En Sudamérica, la chicha (bebida hecha de maíz fermentado) era ofrecida a la tierra o Pachamama, sobre todo en la confluencia de dos ríos, para procurarse salud, o en las playas, para tener un buen viaje en balsa al extraer el guano de las islas.50 En algunas islas existían santuarios para las divinidades relacionadas con el mar y la Luna. En ellas se depositaban muchas ofrendas en cántaros y tiestos que en la actualidad es posible encontrar en las excavaciones arqueológicas, en las cuales se han hallado grandes cantidades de mazorcas de maíz.51 También las lagunas recibían sus ofrendas de maíz, y se consideraba de buena suerte en las cosechas remojar las semillas en ellas durante varios días.52

Los remos y las canoas fueron artefactos imprescindibles que también pasaron a formar parte de ese mundo simbólico e imaginario, muchas veces aludiendo al mito de la creación de los hombres, como en el Popol Vuh, según el cual el Dios del Maíz les dio vida a los hombres y cuya historia está representada en tres huesos esgrafiados encontrados en el entierro 116, en el Templo I, de Tikal, Guatemala, como parte de la ofrenda mortuoria del llamado Gobernante A.

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En una de las escenas que representan, se ven siete figuras que navegan en una canoa. El remero del frente es el Dios Jaguar, asociado a la noche, seguido de Kankin, un perro peludo y moteado que simboliza el día y que sirve de guía para el dios Maíz. Siguen un perico, victimario del maíz porque le gusta comerlo y que entre los campesinos, se le asocia con la destrucción de las milpas de maíz.53 También viajan el dios del Maíz, un mono y una iguana, para que al final, el remero de atrás sea el dios Viejo de la Espina de la Mantarraya.54

Según Miller y Taube, estos dioses reman para llevar al maíz a su siguiente ciclo regenerativo, que los mayas ayudaban a lograrlo mediante sacrificios de sangre.55 Este viaje del maíz al inframundo para luego renacer tiene relación con el curso solar, ya que una dualidad de este dios Maíz es el Sol.56 Está también la figura del perro-guía, que es peludo y tiene manchas de color negro y blanco. El que haya sido peludo descarta que fuera el xoloitzcuintli, pudiendo ser un perro con pelo tlalchichi o itzcuintli.57 Esta función del perro con pelo también es abundante en la iconografía mochica, en donde este animal peludo y moteado guiaba a los muertos en el más allá, concebido como un mar.58

Otra interpretación de esta escena es la que da Linda Schele; lo propone como un recorrido por la Vía Láctea hacia el lugar de la creación, donde el Dios del Maíz lleva los granos o semillas de esta “preciosa carga” y que ubica en la constelación de Orión.59 En el momento en que se hunde la canoa en el agua (la Vía Láctea se hunde en el mar y se pierde de vista en el horizonte), es cuando el dios del Maíz va al lugar de la creación.60 Es el renacimiento del maíz en el mar primordial antes del alba.61

El héroe civilizador, en función del dios del Maíz, encarna a la semilla y a la planta misma, ejemplificando el doble proceso de la muerte y transformación humana y vegetal. Al igual que el muerto, la semilla sufre grandes penalidades en el seno de la tierra; debe luchar contra los seres malignos, materializados en gusanos, roedores, insectos y humedad, que obstaculizan su camino (germinación) y la posibilidad de que renace a una nueva vida. Aunque parezca que mar y cielo sean espacios distintos, en estas interpretaciones, no lo son. El viajar en canoa por el aire se explica a partir de la concepción cosmológica de que cielo y mar son consustanciales,62 porque los prehispánicos veían que el Sol se ocultaba en el horizonte hundiéndose en el mar y reaparecía por el oriente surgiendo del agua.63 Esta concepción también se observa en la cosmovisión andina.64

Además, esta aparente homogeneidad en la concepción simbólica del ciclo regenerativo del maíz se refleja también en las variedades de este cereal, presentando afinidades genéticas y fenotípicas impresionantes; tal vez producto del traslado involuntario de ciertas variedades de maíz de un puerto a otro y de una zona a otra, y no con el fin de intercambio o comercio, sino como alimento de los navegantes que obtenían y desechaban en cada escala. Además, si hubo razas de maíz que se comerciaran o intercambiaran, debieron ser sumamente provechosas cualitativa y cuantitativamente en la cosecha para que valiera la pena traerlas de lugares lejanos.65

Diversidad y distribución del maíz

La evolución del maíz es producto de la interacción de los procesos biológicos y los factores ecológicos con la dinámica cultural y los intereses humanos. Los efectos de la producción de alimentos fueron triples: el desarrollo de la residencia sedentaria, el incremento de la población, y el aumento del tiempo excedente. Esto es de vital importancia para nuestro trabajo: toda civilización se presenta como una combinación de espacios (fragmentos de territorio organizados de acuerdo con ciertos valores, intereses y prácticas sociales) que dan lugar a paisajes que la caracterizan, siendo resultado de la aplicación de técnicas de producción (explotación, subsistencia del grupo y transformación de la materia) y emplazamiento (relaciones sociales y organización del espacio), los cuales determinaron, en su caso, las distintas razas de maíz a lo largo de América.66

Además, en casi toda América, el maíz fue uno de los alimentos principales que satisfacía la mayor parte de las exigencias calóricas. Asimismo, el maíz puede ser considerado como un “artefacto”: se originó y sobrevive dependiente de la mano del ser humano: su forma, la altura de la planta, el número de hojas, el tamaño del grano y la forma de la mazorca— se debe principalmente a la presión selectiva del hombre, la cual interactúa siempre con las presiones naturales del medio físico y biológico.67

En Mesoamérica, las mazorcas suelen tener forma cónica. El postulado al que se le da mayor importancia para afirmar que el maíz es de origen mesoamericano resulta del hecho de que sus variedades presentan semejanzas mayores que entre otras, lo cual indica una mayor herencia genética compartida y un parentesco característico de los altiplanos centrales de México. Sin embargo, fenotípicamente existe una raza de maíz que es distinta a las altiplánicas, como la del Nal-Tel. Ésta, curiosamente, se da en las costas oaxaqueñas, tarascas y mayas,68 además de que posee un gran parentesco con variedades de las costas centroamericanas y sudamericanas, como es el caso la raza Pollo de Colombia.69

MacNeish y su grupo interdisciplinario excavaron el valle de Tehuacán, en México.70 El clima seco del área permitió la conservación de restos de plantas y, en la fase denominada Coxcatlán (5200-3400 a.C.), hallaron maíz que Manglesdorf clasificó como silvestre o teocintle, el cual se creía era el ancestro directo del maíz, pero que este autor demostró que se trataba de un híbrido entre el maíz y el Tripsacum. En la fase subsiguiente, Abejas (3400-2300 a.C.), se descubrió que las mazorcas de maíz eran de tipo diverso y que superaban varias veces el tamaño del maíz silvestre. Al final de la misma, apareció una nueva variedad de maíz doméstico, que presentaba afinidades con el tripsacum, el cual se hibridizó con la variedad nativa, a la que finalmente acabó sustituyendo. El hecho de que el tripsacum no creciera en el valle de Tehuacán, Mangelsdorf, sugiere que debió venir de otro lugar, con lo que se infiere que se estaban realizando experimentos similares de domesticación de plantas, entre ellas la del maíz, en otras partes.

En los Andes se conocen 300 variedades de maíz que, según las distintas zonas, toman diversos nombres, pero que provienen de una serie de especies más antiguas, las cuales, a través de diversas hibridaciones naturales o producidas por el hombre, formaron las distintas variedades que hoy se conocen. Entre ellas destacan:71 el Kculli o maíz negro, que es una de las más antiguas y primitivas, y de la cual se hallan evidencias de su presencia en restos arqueológicos de las zonas mochica y chimú; el Confite morocho, considerado por Cavero Carrasco como la más primitiva, dado que la mayoría de las variedades de maíz sudamericano lo presentan; el Paro o amarillo, de mazorca corta, ancha, redonda o cónica, y asociado a las tumbas de los valles costeros; y, por último, el Confite puntiagudo, de granos blancos, pequeños y puntiagudos.

Arqueológicamente, las investigaciones de Engel72 y Lanning73 han aportado datos interesantes, aunque fechados tardíamente. Así, encontraron en tumbas costeras dos variedades de maíz: una de mazorca pequeña, de poca productividad e impacto, en los pueblos cazadores-recolectores; y otra, más productiva, que revolucionó la vida de los pueblos costeros entre 900-800 a.C. Aunque se le trató de relacionar con el maíz mesoamericano, genéticamente corresponden a la familia Proto Confite Morocho de las tierras altas andinas.

Como puede observarse, hay ciertas razas parecidas en ambas zonas. Además, fenotípicamente es extraño encontrar en la zona andina mazorcas cónicas, lo cual resulta normal en Mesoamérica, lo que podría ser un indicio de los contactos indirectos que se presentaron entre navegantes y comerciantes. Además en Mesoamérica hay presencia de mazorcas cilíndricas, como el Nal-Tel, el Quicheño, el Olotillo y el Serrano, típicas de la zona maya, mixteca-zapoteca y tarasca, es decir, distribuidas en las zonas que se supone tuvieron contactos con Sudamérica.

Las evidencias arqueológicas también se han apoyado en argumentos de los botánicos, palinólogos y agrónomos, como Sauer y Wellhausen, aunque sus opiniones han sido múltiples y a menudo contradictorias. Según ellos, todas las plantas domésticas son descendientes muy alterados de las plantas silves¬tres, y, en muchos casos, los antepasados silvestres sobrevivieron a sus hábitats de origen. Ésta es la argumentación más fuerte que los botánicos manifiestan en relación con la identificación del lugar de origen de una planta doméstica, si bien en muchos casos se han extinguido las especies silvestres originarias. Otro tipo de evidencia frecuente¬mente utilizado es el del número de especies domésticas halladas de una región a otra. Cuanto mayor sea el número, el período de evolución ha sido más prolongado. Una tercera guía nos es facilitada por la tolerancia y preferencias ecológicas de la planta domesticada. La domesticación altera considerablemente, mediante la selección, la adaptabilidad de una planta.

Sauer74 ha puesto de relieve una división de las tradiciones agrícolas del Nuevo Mundo en dos tipos básicos con respecto a las técnicas y productos agrícolas utilizados como básicos: el cultivo de semillas (maíz y cereales) y el cultivo vegetal (mandioca, batata y papas). Basándonos en el número de especies de cosechas, el nú¬mero de familias dentro de cada una de ellas, y su distribución geográfica, probablemente hubo tres áreas de domesticación de plantas en el Nuevo Mundo. Una es las tierras altas centroamerica¬nas, el punto más importante de la tradición cosechera de semillas de Sauer; la segunda área incluye los altos valles y alti¬planicies de los Andes centrales, y la tercera, las tierras bajas del Caribe en Sudamérica.

Tal vez existió un intercambio de plantas entre los tres centros, pues así lo testifica, según Sauer, la distribución parcialmente coincidente de las plantas cultivadas, desde México al Perú, y fueran sometidas a una domesticación independiente y múltiple.

Asimismo, Wellhausen75 estudió clases de maíz halladas hoy día en México y las agrupó en diez familias, cuatro de las cuales, todas rosetas de maíz de rendimiento relativamente bajo, todas con de-nominación de antiguas familias indígenas. Otras cuatro son familias exóticas, cuyo origen, se cree, es sudamericano, y probablemente, de Colombia. Como producto de la hibridización, primero, entre las cuatro familias indígenas, combinado con constantes nuevos cruces con el tripsacum (un pariente silvestre del maíz), y más tarde, con las familias exóticas sudamericanas, se desarro¬llaron a finales de la época prehistórica unas familias híbridas más productivas y de rendimiento mucho mayor durante el clásico y posclásico.

Es posible que el maíz tuviera un origen único en Mesoamérica y se esparciera a América del Sur, donde surgieron nuevas fami¬lias que luego fueron introducidas en Mesoamérica, pero una demostración menos complicada podría ser aquella que probara una evolución independiente en las dos zonas, seguida de un intercambio posterior de las familias domésticas evolucionadas, como el Nal-Tel, el Quicheño, el Olotillo y el Serrano, los cuales parecen razas intermedias entre cónicas y cilíndricas, situadas en las fronteras geográficas de Mesoamérica meridional.

Reflexiones finales

Como pudimos apreciar en este trabajo, los dispositivos tecnológicos con que contaban los antiguos amerindios no eran “primitivos”, disponían con embarcaciones de buen tamaño, con remos de distinta forma, velas e incluso una especie de controlador de dirección llamado guare. El que la navegación prehispánica fuera considerada por los europeos “primitiva” se debía a que sólo comparaban sus embarcaciones con las nativas, y las consideraban inferiores a las suyas debido a su visión europea y sus referentes occidentales. Además, tomaron como punto de comparación con la indígena la navegación lacustre, la cual no estaba tan desarrollada como en la costa, debido a la dinámica de estos cuerpos en el agua, que no tenían que tomar en cuenta ni la incertidumbre que posee el mar, ni sus mareas, ni las corrientes ni otros fenómenos similares.

Cada región desarrolló distintos tipos de embarcaciones, las cuales fueron el resultado de los diversos tipos de materiales que tenían a su alcance, en unos casos utilizaban madera y en otros totora. Además, contrasta con la significativa desinformación sobre la navegación prehispánica acerca de la conquista y con la desmemoria de los documentos del ciclo colonial, no obstante que las bitácoras de los marinos británicos, italianos, alemanes, norteamericanos y franceses remarcan su pervivencia hasta muy avanzado el siglo XIX y principios del XX. Incluso, actualmente, las poblaciones del norte de Perú han retomado a la tradición de las embarcaciones de totora, debido a los altos costos de la gasolina y mantenimiento de los barcos pesqueros. Es curioso como, a veces, la modernización fomenta la recuperación de tradiciones en busca de una identidad o medio de supervivencia.

Respecto al mar, las sociedades prehispánicas desarrollaron una serie de mecanismos de asimilación y compensación que van desde concepciones integrales del universo hasta reacciones mentales colectivas de inquietud o temor, plasmadas en elementos fantásticos y sobrenaturales, los cuales, en su momento, son entendidos como plenamente reales. Así, el mar se convirtió en un universo inconmensurable y poblado de una naturaleza variada, ocupando un lugar privilegiado en la rica e ingeniosa mentalidad de las sociedades antiguas. El mar, más que una barrera geográfica, fue aprovechado como medio de transporte por el afán del hombre prehispánico por conocer este mundo fantástico y, en la medida de lo posible, de dominarlo.

En cuanto al problema del origen del maíz basado en la arqueología, en Perú casi toda la investigación se ha concentrado en la costa desértica por la excelente conservación de los restos vegetales, sin embargo, la falta de excavaciones sobre el maíz en la sierra impiden que el cuadro cronológico andino esté completo. Cavero Carrasco y MacNeish ya han señalado que la supuesta aparición tardía del maíz en Perú entre el 900 y 800 a.C. se debe a que no se consideran los resultados de las excavaciones en Pikimachay, Ayacucho. Allí se han encontrado mazorcas con una antigüedad fechada entre los 5000 los 3 800 a.C. Esto denota que, el maíz tuvo, por lo menos, dos centros principales de domesticación independiente en América, uno casi contemporáneo con el otro: Mesoamérica y los Andes.

Con todo, botánicamente, el proceso evolutivo del maíz sigue siendo un misterio. Mientras que los cereales del Viejo Mundo tienen variedades silvestres que se preservan en la Naturaleza, el maíz no se ha encontrado aún en estado silvestre. Desde el siglo pasado, diversas teorías han explicado el origen y la evolución de éste, la más popular es aquella que acepta al teocintle como el antecesor directo del maíz, aun cuando Mangelsdorf la ha refutado. Otros autores atribuyen al ripsacum el inicio del maíz, mientras que algunos más consideran el contenido de sulfato cúprico en la tierra como el que provocó la mutación.

Sea cual sea la verdad, el problema real reside en la deformada idea del paternalismo del maíz, el cual ha hecho que varios colegas se cierren a las múltiples propuestas acerca de sus orígenes, los cuales se están postulando en las diversas excavaciones sudamericanas que se están realizando, incluso en las de MacNeish. Lo más importante no es, sin embargo, quién “patentó” el maíz, sino el gran valor cultural que se le dio a éste desde épocas lejanas, o dicho en palabras de Warman, “si la paternidad de este bastardo [el maíz] es dudosa, debe recobrarse la maternidad o cultura alrededor del maíz”.76 Es increíble que los arqueólogos y paleobotánicos mexicanos que siguen pensando en el origen único del maíz en México, paradójicamente se apoyen en MacNeish y Wellhausen, sin haber puesto atención a sus conclusiones sobre el origen multilineal del mismo:

Aun partiendo de nuestros pobres datos, un hecho es evidente: hubo múltiples orígenes de la agricultura en el Nuevo Mundo. Se ha reconocido también que no hubo un solo desarrollo unilineal de la agricultura en algún lugar, sino una serie de pequeños procesos de domesticación de plantas en muchas regiones que estimularon y contribuyeron a la evolución de la agricultura sobre una extensa área.

Se tiene la impresión de que el desarrollo de la civilización y la más efectiva producción de alimentos en Mesoamérica no se deben a una sola evolución de fases de desarrollo de cultura y subsistencia, sino más bien a una serie de procesos concomitantes de diferentes zonas ecológicas que interactuaron y se estimularon entre sí, de tal manera que influyeron en el desarrollo cultural e incrementaron la efectividad de la producción de alimentos. En efecto, ¿no es esa forma de proceso simbiótico, entre agricultura y cultura, uno de los procesos causales que permitieron un incremento efectivo de la producción de alimentos y dieron origen a la civilización en Mesoamérica?[…] Además, ¿no es ese proceso simbiótico […] el mismo que deben haber asumido el desarrollo en otras áreas de civilización primaria, tales como las del Cercano Oriente, Perú y aun China?77

Por último, pero no por ello menos importante, esta investigación pretendió evaluar lo factible e importante que podía ser la navegación costera e incluso en mar abierto por el Pacífico entre Mesoamérica y los Andes. Relativamente demostrado, que dependiendo de la época del año, este viaje no sólo era posible sino, además, muy rápido, sobre todo de sur a norte. Sin embargo, futuras investigaciones más completas podrían estar basadas en la información acerca de la comunicación marítima y terrestre del lado del Atlántico, y su posibilidad como ruta complementaria a la expuesta, combinándola con la primera, ya que la navegación maya de ese lado está mucho más investigada, lo que podría ofrecer datos muy valiosos en torno a los contactos intercontinentales de la América nuclear.

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Sobre el autor
Emiliano Melgar Tísoc
Escuela Nacional de Antropología e Historia.
Aprovecho la ocasión para agradecer los amables comentarios y sugerencias de Margarita Nolasco, Gustavo Vargas, Alfredo Torero, Lauro González, Quintero, Carlos Huamán, Xavier, Solé, Francisco Amezcua y Patricia Escandón.


Citas

  1. Carlos Bosch García, “México frente al mar”, en Thesis, núm. 1, FFYL/UNAM, México, abril 1979, p. 33. []
  2. Idem. []
  3. Ibidem, p. 34. []
  4. Alain Musset, El agua en el valle de México. Siglos XVI-XVIII, traducción de Pastora Rodríguez Aviñoa y María Palomar, México, PCM/CEMCA, 1992, pp. 42, 121. []
  5. Víctor von Hagen, Los reinos desérticos del Perú, México, Diana, 1973, p. 173. []
  6. Walter D. Mignolo, “Los estudios subalternos ¿son posmodernos o poscoloniales?: la política y las sensibilidades de las ubicaciones geoculturales”, en Casa de las Américas, núm. 204, La Habana, julio-septiembre, 1996, p. 24. []
  7. Thompson, Historia y religión de los mayas, Félix Blanco (trad.,) México, Siglo XXI, 7ª. ed., 1986, p. 25; V. Hagen, op.cit.; A. Adnrews, “El conocimiento marítimo de los mayas del Posclásico”, en Arqueología Mexicana, núm. 33, INAH/Raíces, septiembre-octubre de 1998. []
  8. Alain Musset, op. cit., p. 25. []
  9. Woodrow Borah, Comercio y navegación entre México y el Perú en el siglo XVI, México, IMCE, 1975, pp. 33-55. []
  10. Hermann Buse, Historia marítima del Perú, II, vol. I: Época Prehistórica, Lima, Ausonia-Talleres Gráficos, 1973, p. 531; apud. Antonio de León Pinelo, El paraíso en el Nuevo Mundo (1650), vol. I, Lima, 1943, p. 289. []
  11. José E. Covarrubias, “Alexander von Humboldt”, en Historiografía Mexicana, vol. III: El surgimiento de la historiografía nacional, México, UNAM, 1997, p. 48. []
  12. H. Buse, op. cit., pp. 525-530. []
  13. W. Borah, op. cit., p. 14. []
  14. Raúl Palacios Rodríguez, “El mundo antiguo y la relación hombre-mar a la luz de la historia de lo imaginario”, en Jorge Ortiz Sotelo (ed.), Actas del Primer Simposio de Historia Marítima y Naval Iberoamericana (Callao, 5 al 7 de noviembre de 1991), Lima, IEHMP, 1993, p. 201. []
  15. Elman R. Service, Primitive Social Organization, Nueva York, Random House, 1962, pp. 60-177. []
  16. V. Borah, op. cit., p. 14. []
  17. Ibidem, p. 72. []
  18. Ibidem, apud. José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, lib. III, cap. VIII, s.f. []
  19. Idem. []
  20. Walter Krickeberg, Mitos y leyendas de los aztecas, incas, mayas y muiscas, México, FCE, 1995, p. 147. []
  21. R. Palacios Rodríguez, op. cit., pp. 218-219. []
  22. Idem. []
  23. Idem. []
  24. H. Buse, op. cit., vol. 2, pp. 70-76. []
  25. Motolinía, Memoriales: o, libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella, México, UNAM, 1971, p.12. []
  26. Fray Juan de Torquemada, Monarquía Indiana, vol. 1, lib. 3, México, IIH/UNAM, 3ª.ed., 1975, cap. 40, pp. 452-454. []
  27. Miguel Medina Viga, Influencias centromexicanas y atlánticas en el área maya, México, ENAH/UNAM, 1971, p. 72. []
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  40. Jorge Ortiz Sotelo, “Embarcaciones aborígenes en el área Andina”, en Historia y Cultura, núm. 20, 1990, pp. 63-64. []
  41. Hagen, Los reinos desérticos…, p. 168. []
  42. Garcilaso de la Vega, “El Inca”, en Comentarios Reales, vol. I, (Intr. y notas de María Dolores Bravo Arriaga), México, SEP/UNAM, 1982, p. 234. []
  43. Ortiz Sotelo, op.cit., pp. 63-73. []
  44. Ibidem, pp. 74-75. []
  45. Hagen, Los reinos desérticos…, p. 179. []
  46. Ortiz Sotelo, op.cit., p. 53; apud. Samuel K. Lothrop, “Aboriginal Navigation of the West Coast of South America”, en Journal of the Royal Anthropological Institute of Great Britain and Ireland, Londres, 1932, p. 238. []
  47. Vid. supra nota 44, p. 173. []
  48. Ibidem, p. 240. []
  49. Marta Portal, El maíz: grano sagrado de América, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1970, p. 44-45. []
  50. Ranulfo Cavero Carrasco, Maíz, chicha y religiosidad andina, Ayacucho, Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, 1986, p. 47. []
  51. H. Buse, op.cit., vol. 1, p. 66. []
  52. R. Cavero Carrasco, op.cit., p. 48. []
  53. Comunicación personal de Carlos Huamán López, profesor en Literatura Andina. []
  54. Sonia Lombardo de Ruiz, “La navegación en la iconografía maya”, en Arqueología Mexicana, núm. 33, INAH/Raíces, México, septiembre-octubre, 1998, p. 41. []
  55. M. Miller y K. Taube, op.cit., pp. 128-129. []
  56. R. Cavero Carrasco, op.cit., p. 55. []
  57. Raúl Valadez Azúa, La domesticación animal, México, UNAM/Plaza y Valdés, 1996, p. 77. []
  58. Lucero Yrigoyen, “El fiel perro preínca”, en El Comercio, 11 de abril de 1999. []
  59. Linda Schele, et. al., El cosmos maya. Tres mil años por la senda de los chamanes, trad. Jorge Ferreiro Santana, México, FCE, 1999, pp. 88-90. []
  60. Ibidem, p. 110. []
  61. Ibidem, p. 90. []
  62. Raphael Girard, Historia de las civilizaciones antiguas de América. Desde sus orígenes, vols. 1 y 3, Madrid, Istmo, 1976, p. 1129. []
  63. A. Musset, op.cit., p. 19. []
  64. M. Rostworowski, Recursos naturales renovables y pesca, siglos XVI y XVII, Lima, IEP, 1981, p. 121. []
  65. Comunicación personal con el maestro Lauro González Quintero. []
  66. Guillermo Castro Herrera, Naturaleza y sociedad en la historia de América, Panamá, CELA, 1996, p. 31. []
  67. Bruce F. Benz, “Diversidad y distribución prehispánica del maíz mexicano”, en Arqueología Mexicana, núm. 25, INAH/Raíces, México, mayo-junio, 1997, pp. 16-23. []
  68. Ibidem, pp. 20-21. []
  69. E. J. Wellhausen, et. al., Razas de maíz en la América Central, México, Secretaría de Agricultura y Ganadería/Oficina de Estudios Especiales, 1958, pp. 38-39. []
  70. Richard S. MacNeish, “Investigaciones arqueológicas en el valle de Tehuacán”, en Arqueología Mexicana 13, INAH/Raíces, México, mayo-junio, 1995, pp. 18-23. []
  71. R. Cavero Carrasco, op.cit., pp. 81-83. []
  72. Frederic Engel, A preceramic settlement on the Central Coast of Peru: Asia, vol. LIII, Massachussets, Massachussets Transactions of the American Philosophical Society, 1963, 80 pp. []
  73. Edward P. Lanning, “Early Man in Peru”, en Scientific American, vol. CCXIII, núm. 4, 1945, pp. 68-76. []
  74. Carl Sauer, “Age and Area of American Cultivated Plants”, en Proceedings, XXXIII International Congress of Americanists, vol. 1, San José, Costa Rica, 1959, p. 215-229. []
  75. E. J. Wellhausen, et al., op. cit., pp. 22-27. []
  76. Arturo Warman, La historia de un bastardo: maíz y capitalismo, México, IIS/UNAM/FCE, 1995, p. 49. []
  77. Traducción hecha por Ángel García Cook, “Richard Stockton MacNeish y el origen de la agricultura”, en Arqueología Mexicana, núm. 25, INAH/Raíces, México, mayo-junio, 1997, pp. 42-43: apud. Richard S. MacNeish, “Environment and subsistence”, en The Prehistory of the Tehuacan Valley, I, Austin y Londres, Robert S. Peabody Foundation-University of Texas Press, 1967, pp. 101-121. []

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