El interés por hacer un repaso riguroso y abarcador de la obra de Don Antonio de Nebrija se justifica por derecho propio tanto en el marco de la filología hispánica como en el de las cuestiones indígenas y debo decir, para empezar, que me parece un gran acierto que investigadores de la Dirección de Lingüística del Instituto Nacional de Antropología e Historia hayan tomado la iniciativa de ofrecer una mirada fresca del trabajo nebrisense para situarlo tanto en su impacto europeo como en su proyección americana. Ya en la introducción de esta publicación que reúne quince estudios, Eréndira Nansen, editora del libro junto con Ignacio Guzmán Betancourt, presenta con puntual acierto cada uno de los textos. Visto lo anterior, en esta reseña he buscado tejer y anudar, sin seguir obligadamente el orden del índice, las miradas diversas con las que se esboza una siempre renovada semblanza del latinista e hispanista Antonio de Nebrija.
Los estudios y reflexiones que recorren estas páginas dan cuenta de la autoridad académica e innovadora de Nebrija que, llevada por una fina vocación docente, marcó un cambio en la concepción de los romances vulgares y les otorgó la posibilidad de responder a las reglas de una gramática. Permiten igualmente captar al personaje político que construyó un estatus normativo para su lengua materna y la instituyó como instrumento de Estado. Detallar su sólido conocimiento del latín, su espíritu crítico y su capacidad para emprender, antes que otros, la descripción del romance castellano, estableciendo diferencias con la lengua madre, fue un reconocimiento que hicieron todos los autores de esta Memoria, aunque los enfoques se orientaron a diversas facetas del pensamiento negrisense. Más aún, las colaboraciones no se limitaron a abordar momentos particulares de la obra del gramático, sino que rastrearon su influencia en la empresa lingüística que tuvo lugar en la América colonial.
Juan Lope Blanch, Concepción Abellán, Sergio Bogard y María de los Ángeles Soler destacaron en particular la obra del gramático que supo cribar su formación latinista con su romance materno. El primero de estos autores se propuso ofrecer una visión general de la erudición gramatical de Nebrija, la cual le permitió emprender la descripción del romance castellano estableciendo sus diferencias con el latín. A los ojos de Lope Blanch, el espíritu renacentista nebrisense rompió con la tradición grecolatina que sólo ofrecía ejemplos del uso lingüístico de las élites e innovadoramente otorgó lugar, en su Gramática de la lengua castellana, a la creatividad popular. Su estudio no olvida el interés que tenía Nebrija por la ortografía fonética del castellano así como la aportación de sus trabajos lexicográficos. Fue además, nos indica, el primer humanista que anclado en la teoría de la corrupción diseñó un esbozo gramatical de la historia del castellano, lengua que a sus ojos había ya alcanzado su cumbre en aquel siglo XV y tenía necesidad urgente de ser fijada.
En estas Memorias, Concepción Abellán llevó a cabo una acuciosa aproximación a las Introducciones latinas de Nebrija, texto que fue obligatorio para el estudio de esta lengua en la Universidad de Salamanca por más de cuatro siglos y que fuera traducido al castellano a petición de Isabel la Católica. Esta autora compara la presentación de las partes de la oración en las fuentes y en la obra latina de Nebrija, así como en su Gramática de la lengua castellana. Su trabajo le permite poner en relieve el profundo conocimiento que este gramático poseía del latín y, al mismo tiempo, la agudeza lingüística con la que evitó encajonar el castellano en los cánones latinistas, cuidando las diferencias del romance al introducir nuevas clases gramaticales como el artículo, el gerundio, el nombre participial infinito y la forma perifrástica auxiliar del verbo haber. Sergio Bogard se interesó por los criterios de clasificación de las clases gramaticales que, a su criterio, Nebrija aplicó con profunda intuición lingüística al describir la estructura de su lengua materna. Bogard hace hincapié en la fuerza de la argumentación sintáctica con la que el nebrisense distingue categorías y subcategorías del castellano y en su esfuerzo por integrar el romance vulgar a la tradición latina, sin dejar fuera sus particularidades. Por su parte, María Ángeles Soler, al comparar el tratamiento de la sintaxis en la obra latina de las Introducciones y en la castellana de la Gramática, encuentra que mientras las primeras se ocupan fundamentalmente de cuestiones de régimen, la segunda introduce el tratamiento de la concordancia y el orden con que se enlazan las partes de la oración. Para esta autora, las primicias sintácticas que Nebrija dedicara a una lengua romance abren un nuevo horizonte que anteriormente se limitaba al reconocimiento de partes y funciones. En efecto, señala, el libro cuarto del nebrisense se detiene en el aiuntamiento y la concertación de las partes de la oración, franqueando con ello el horizonte latino que se había limitado al esclarecimiento de las partes y las funciones gramaticales.
Lope Blanch, Abellán, Bogard y Soler nos presentan un Nebrija abierto al reconocimiento de la diversidad en todo su espectro y primigenio al otorgar estatus gramatical a su lengua materna. Capaz de establecer una relación dialógica con su formación latinista y tratar con respeto su romance materno, quizo y logró propagar su espíritu entre los futuros gramáticos y lexicógrafos de esta lengua.
A las reflexiones lingüísticas de Nebrija se sumó su serio interés por la enseñanza, el cual destacan en diversos momentos de la obra Ignacio Guzmán, Eréndira Nansen, Ascensión Hernández y José Quiñones. Estos autores nos muestran al educador que supo separar sabiamente la lengua en tanto uso y la lengua en tanto objeto de estudio y asimismo, marcó la distinción entre el conocimiento de la lengua materna y el de una lengua no materna. En este sentido, el nebrisense se ubica doctrinalmente frente a la docencia más avanzada de su época y de los siglos que la continuaron. El maestro Nebrija, nos dice Guzmán, transmitió el latín “no como si fuera una lengua familiar para los educandos, sino como una lengua extranjera que había que aprender paso a paso, desde el principio”. Muy pronto se dio cuenta que primero debía a dar a conocer las reglas del español con las cuales sus alumnos pudieran entender más fácilmente las normas del latín, asienta por su parte Quiñones. Esta visionaria concepción del lugar de la lengua materna inspiró igualmente la elaboración de diccionarios latino-español y español-latino. Publicado este último tres años después del descubrimiento de América, llevó ya en su acervo, nos recuerda Hernández, el primer americanismo: la palabra canoa.
A lo largo de la obra observamos que en Nebrija coexistió, al lado del gramático y maestro, el personaje político que sustentó el criterio de una lengua para una nación. De acuerdo con Guzmán, la imponderable audacia con la que el nebrisense colocó el romance castellano al nivel de las lenguas clásicas, se acompañó tanto de su mirada erudita que conocía la amplia literatura ya escrita y difundida en castellano, como de su mirada política alerta a la expansión de este romance del brazo de la unidad buscada por Castilla. Sin embargo, la enseñanza del latín que se había enseñoreado por siglos en colegios y universidades determinó que la proyección de la empresa castellanizadora de Nebrija no fuera inmediata. Durante un largo período se otorgó casi exclusivo reconocimiento a su obra como latinista y Josefina Urquijo plantea en este volumen lo sorprendente de que una obra de tal envergadura tuviera en su realidad inmediata tan poca influencia en la propia península ibérica. Al respecto, José G. Moreno de Alba hace énfasis en el tardío reconocimiento de la lengua romance como objeto de estudio y nos recuerda que, publicada por primera vez en 1492, la Gramática de la lengua castellana no volvió a ser reeditada hasta 1753. En contrapartida, el resultado del cuidadoso rastreo documental de Quiñones indica 41 reediciones de las Introducciones latinas tan sólo en el siglo XVI y otras cuatro en el XVII. Lo anterior quizá porque, como explica este autor, fue un texto fundamental de la filología clásica mientras que la Gramática era apenas el primer resultado de una incipiente filología del español. El mismo Quiñones cita que esta obra fue objeto de impugnaciones no siempre fundamentadas por parte de Cristóbal de Villalón y de Juan de Valdés, quienes confundían la traducción al romance de las Introducciones con la descripción gramatical del castellano. Esta cita nos recuerda que el segundo de estos críticos no estuvo de acuerdo en que el romance se sometiera a la dictadura de reglas gramaticales y al espíritu nacionalista del nebrisense que, a sus ojos, había ignorado sectariamente los vocablos de origen árabe que tanto lo enriquecían. Así, aunque la Gramática castellana recibió el reconocimiento del Estado, fueron las Introducciones y las obras lexicográficas bilingües latín y español, las que por más de dos siglos, difundieron los conocimientos de Nebrija en Europa.
En nuestro continente, la política lingüística postulada y ambicionada por Nebrija: “la lengua compañera del Imperio”, tuvo un perfil incierto a lo largo de la Colonia. Nansen y Manrique mencionan la cédula de 1598, que decretó las Introducciones de 1431 como “único texto de aprendizaje y enseñanza de gramática en España y territorios de ultramar”. A pesar de ello, Quiñones no encontró testimonios de que en los colegios como el de Tlatelolco o el de San José de los Naturales se enseñara el latín recurriendo a las Introducciones. Es ya avanzado el siglo XVII cuando se publican libros de enseñanza del latín con amplias referencias y explicaciones de los textos nebrisenses y Quiñones menciona una edición de la Gramática latina de Nebrija impresa en México en la primera década del siglo XVIII. Mauricio Beauchot, por su parte, trata de encontrar la probable impronta docente de Nebrija en los dominicos Julián Garcés y Bartolomé de las Casas, pero no logra sino fundamentarla coincidencialmente: tiempos paralelos en España, conocimiento profundo del latín y un mismo espíritu humanista. Reconoce, sin embargo, la ausencia de pruebas documentales sobre la relación entre el nebrisense y estos dos dominicos.
Desde el ángulo de la conquista religiosa, Urquijo nos recuerda que durante el primer siglo de la Colonia, la evangelización recurrió a las lenguas indígenas, mientras que para los aspectos considerados de cierta relevancia se empleaba el latín. Guzmán afirma por otra parte, que la empresa evangelizadora favoreció el conocimiento de las lenguas indígenas por encima de la castellanización. Esta aparente paradoja encuentra explicación en el texto de Hernández, quien se refiere a la existencia de lenguas amerindias que se sustentaban en unidades políticas y culturales fuertes como la zapoteca y la maya o que, como el náhuatl, se habían difundido imperialmente. Al referirse al extenso y copioso número de lenguas amerindias que quedaron “debaxo de un arte”, esta autora hace hincapié en que no estaba, entre los propósitos de Nebrija, la idea de que su Gramática pudiera ser modelo o punto de partida para codificar cientos de nuevas lenguas ajenas al latín.
Situar con precisión la influencia nebrisense en las artes amerindias fue tarea que tomaron en sus manos Eréndira Nansen, Leonardo Manrique, Cristina Monzón y Roberto Escalante. Su búsqueda muestra la influencia de las Introducciones latinas en el trabajo gramatical y léxico que emprendieron los misioneros en la Nueva España. Nansen nucleó su trabajo en el tratamiento del tipo formativo del nombre al interior de las Introducciones y la Gramática castellana que confrontó con tres artes indígenas: la mexicana del texcocano Antonio del Rincón, la zapoteca del dominico español fray Juan de Córdova y la de la lengua maya del fraile de origen francés Gabriel de San Buenaventura. La autora sostiene que el modelo lógico-retórico de declinación por casos y accidentes, que subyace a la definición del nombre en Nebrija, fue un punto de partida para entender las lenguas indígenas sobre la base de sus encuentros y desencuentros con los conceptos ya establecidos por la latinidad. Leonardo Manrique estableció cuadros comparativos de las categorías gramaticales grecolatinas establecidas por Donato, Prisciano y Nebrija, para apoyar el postulado de que en su Arte para aprender la lengua mexicana, el padre Andrés de Olmos respetó la estructura de esta lengua indígena y evitó sujetarse al modelo de las Introducciones aunque las conocía y declaraba haberse inspirado en ellas.
Cristina Monzón abordó los datos y el tratamiento temático de las ocho partes de la oración en las Introducciones y en el Arte de la lengua de Michoacán de Gilberti. La autora sustenta que la formación latina este fraile, en la escuela de Lovaina, se traduce en su fina intuición morfológica del purépecha y se hace presente a lo largo de su arte. La presencia de Nebrija en la obra de Gilberti parece ser a los ojos de Monzón más la de un reconocimiento al actor social, que a su aportación lingüística. El fraile, también excelente latinista, innovó sobre su propios conocimientos más que sobre las propuestas nebrisenses, aunque otorgó un lugar de respeto al gramático de Lebrija haciéndole la concesión de una paráfrasis del formato de las Introducciones. Por último, Roberto Escalante resumió contenidos de las Artes de tres lenguas otomianas, la matlatzinga descrita por Basalenque, la otomí por Neve y Molina y la de la lengua mazahua de Nágera Yanguas, sosteniendo, aunque sin mostrar ejemplos comparativos, que el modelo que siguieron fue el de la obra latina de Nebrija.
Es bastante evidente que en estos trabajos, la Gramática castellana aparece desdibujada no sólo en su intención política sino en su impacto lingüístico. El trabajo de Bárbara Cifuentes nos corrobora que la influencia fundamental en las artes de las lenguas indias es la latinista. Para que el mundo amerindio fuera del conocimiento del pensamiento occidental, nos dice esta autora, había que describirlo sobre la “base de toda ciencia y guía de la verdad”, que era la gramática del latín. Al lector le extrañará, como a nosotros, que la primera obra gramatical del castellano parece no haber compartido la producción literaria de los años de Cervantes, de Góngora, de Lope de Vega y de Quevedo, que transformaron la hegemonía política de la España imperial en hegemonía literaria. A pesar de todo, no podemos dejar de preguntarnos:
a) si, al fijar y unificar una lengua romance sin tradición gramatical, Nebrija no abrió una puerta a la posibilidad del trabajo descriptivo de las lenguas indígenas que los frailes hicieron posteriormente en nuestro continente y,
b) si la intención implícita de toda gramática, la legitimación de una variante, pudo haber influenciado las descripciones franciscanas de lenguas, como el náhuatl, en las que parece haberse privilegiado el uso del centro frente al de otras latitudes.
Los estudios reunidos en este volumen responden a enfoques y desarrollos bastante diversos y de hecho son irregulares en extensión y profundidad, rasgo connatural a obras de numerosos autores. Podemos, sin embargo, extraer de su lectura tres reflexiones y tres paradojas que, a nuestro juicio, sitúan críticamente la dimensión de las aportaciones nebrisenses en su momento histórico y en su proyección lingüística. En primer lugar, si bien la castellanización no fue la compañera del imperio en la colonización inmediata del Nuevo Mundo, el latinista que osadamente aprovechó sus conocimientos para mostrar la estructura gramatical de un romance vulgar inspiró, sin haberlo previsto, la tarea misionera de elaboración de gramáticas de lenguas no occidentales. No obstante, en las artes aquí reseñadas no fue la Gramática de la lengua Castellana sino las Introducciones latinas y los diccionarios bilingües los que, a pesar de los deseos nacionalistas de Nebrija, ofrecieron la pauta para dar reglas gramaticales a las lenguas indoamericanas. En segundo lugar, las lenguas indígenas se resistieron a ser calcadas al modelo formal de la gramática latina y así como Nebrija distinguió las partes del castellano, del griego y del latín, los gramáticos de las lenguas indoamericanas también distinguieron sus datos y categorías de las que proponía el latín y aceptaron las innovaciones que demandaban los vocabularios de las nuevas lenguas. Sin embargo, a pesar de esta resistencia lingüística, la noción teológica de la universalidad fue subyacente a la latinidad hasta bien entrado el siglo XVIII, como señala Cifuentes, y permeó las descripciones gramaticales que sólo movían o quitaban piezas sobre un mismo tablero, anclado en categorías inamovibles. En tercer lugar, los principios que sustentaron las artes de las lenguas amerindias -esas “casas donde morar” que indica Ascensión Hernández citando a Nebrija- sufrieron un cambio en el siglo XIX. Surgieron entonces las nuevas concepciones genealógicas acerca de las familias lingüísticas que Pimentel y otros estudiosos mexicanos compartieron con los filólogos europeos, tal como indica Cifuentes. En ese mismo periodo, el idioma español se instituyó como la lengua nacional de los Estados americanos independizados del gobierno peninsular. Toda proporción guardada, al cabo de varios siglos, se recuperó finalmente la intención lingüística de Antonio de Nebrija sobre la que nos ilustra ampliamente la obra reseñada.
Sobre la autora
Dora Pellicer
Escuela Nacional de Antropología e Historia.