La guerra interna contra los japoneses

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La guerra entre Japón y Estados Unidos, desatada después del ataque a la base naval de Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, llevó a una confrontación brutal que terminó con la destrucción del país oriental y el lanzamiento de dos bombas atómicas que dejaron heridas que aún no han terminado de sanar. La perspectiva optimista de que la guerra se limitaría al escenario europeo se derrumbó, y el ingreso de Estados Unidos al conflicto convirtió la crisis del sistema internacional en una guerra realmente mundial al entrar en escena la amplia región del Pacífico, lo que significó involucrar a más de veinte naciones en Asia y prácticamente a la totalidad de países de América Latina bajo la conducción estadounidense. La incorporación de millones de civiles para enfrentar el esfuerzo de guerra y la intervención de ejércitos de todos esos países innovó las estrategias marciales y de la política; tan sólo las fuerzas militares de Estados Unidos y Canadá que se movilizaron en el escenario del Pacífico ascendieron a más de medio millón de soldados. Por su parte, la intervención militar de los países latinoamericanos que declararon la guerra a Japón fue en términos generales más bien modesta; en particular la participación de México fue además tardía, pues los 300 hombres del famoso Escuadrón 201 se incorporaron a la guerra del Pacífico en junio de 1945, cuando Alemania ya había sido derrotada y Japón estaba a punto de caer. El total de bajas que tuvo dicho Escuadrón en el campo de batalla fue de cinco soldados.1

Sin embargo al estallar la conflagración mundial se desató una guerra poco conocida al interior de Estados Unidos, Canadá y los países latinoamericanos contra un grupo de su población que había emigrado de Japón desde finales del siglo XIX y que ya había echado hondas raíces. La gran mayoría de emigrantes japoneses se había integrado a la esfera económica, fuera en actividades agrícolas, industriales o comerciales. Muchos de ellos ya poseían un capital que les permitió fundar sus propios negocios, dominaban los idiomas nativos y habían entablado una serie de conexiones con las poblaciones locales que les permitían, a pesar de sus diferencias étnicas, ser considerados parte de las comunidades en que vivían; más aún: la gran mayoría ya tenía familia, por lo que sus hijos poseían la nacionalidad de los países donde nacieron.

La inmigración japonesa al continente americano al momento de la guerra tenía más de medio siglo de fluir. Este proceso inmigratorio tuvo lugar en Japón durante la etapa conocida como Meiji (1868-1912), cuyo rasgo distintivo en el exterior fue la restauración del sistema del Tenno; es decir, el reconocimiento político, ideológico y religioso del papel del emperador en la estructura del poder y del gobierno japoneses. Pero esta etapa, más que restaurar el sistema dinástico, inició una serie de profundas transformaciones e innovaciones que dieron —y aún dan— sustento al Japón moderno. Por esto el concepto de Meiji ishin no debe entenderse como “restauración” sino como “renovación”.2 Uno de los fenómenos sociales que marcó esas transformaciones de Meiji fue la emigración de cientos de miles de japoneses a distintos países y regiones, como parte de las consecuencias de la modernización e industrialización aceleradas de ese país. Los primeros lugares de destino de los emigrantes fueron Manchuria y Corea, posteriormente se empezaron a desplazar a Hawai, como puente para ingresar a territorio continental de Estados Unidos y Canadá, pero también se dirigieron a Australia y finalmente a varios países latinoamericanos, principalmente México, Perú y Brasil. En 1939 el total de población japonesa que había emigrado al continente americano ascendía a casi 700 mil personas;3 la mayor parte, 440 mil, se dirigió a Estados Unidos; a Canadá cerca de 22 mil; mientras a Latinoamérica lo hicieron 250 mil: Brasil, dada la gran carencia de mano de obra, absorbió a más de 200 mil emigrantes, Perú a 33 mil y México a 14 mil.4

Al declarar Estados Unidos, y la gran mayoría de países del continente, la guerra a Japón, se desató en efecto una verdadera conflagración interna contra esa parte de la población, pues de pronto fue considerada “extranjera”, a pesar de que la gran mayoría había adquirido la nacionalidad y estaba naturalizada en los países que la alojaron. Peor aún, estos ciudadanos empezaron a ser tratados como enemigos japoneses, dando inicio a un proceso de hostigamiento y exclusión contra ellos y sus descendientes. Para iniciar se les canceló su carta de naturalización y se les comenzó a deportar, se les confiscaron sus bienes, y en algunos países fueron internados en sitios que en realidad eran verdaderos campos de concentración al estilo nazi o japonés, con una estructura propia de la guerra. A quienes corrieron con mejor suerte y no fueron enviados a campos de concentración, como sucedió en México, se les desalojó de los lugares donde radicaban y se les obligó a concentrarse en las grandes ciudades con el objetivo de vigilarlos permanentemente, alejados de las costas y la frontera norte; se les canceló su derecho de movimiento y quedaron a las órdenes de las autoridades respectivas cuando éstas lo demandaran. La vida de esos inmigrantes y de sus familias se transformó radicalmente, y los viejos fantasmas xenofóbicos que aparecían de vez en vez se encarnaron ahora en toda una estrategia de propaganda dirigida desde los estados a escala continental, secundada por la radio y la prensa con el propósito de convencer a las poblaciones locales de apoyar la guerra contra los países del Eje y desconfiar de los ciudadanos que tuvieran origen en esos países, principalmente los de origen japonés.

En este artículo se mostrarán algunos de los rasgos principales que adquirió esta guerra en México, aun cuando no puede ser comprendida del todo si se deja de lado el carácter continental del conflicto. Tampoco puede ser entendida si no se muestra el papel que jugó Estados Unidos al encabezar y dirigir la guerra como parte de su seguridad nacional y que a partir de entonces integró a todo el continente. En la primera parte se plantean las características de la política de seguridad hemisférica que fue moldeando una nueva relación entre Estados Unidos y los países latinoamericanos; enseguida se demostrará cómo esa política continental se plasmó de manera clara en una serie de modificaciones que atentaron contra los derechos adquiridos de los migrantes japoneses en Latinoamérica, y en particular en México. Los casos detallados serán claro ejemplo de cómo ese entorno internacional de guerra se fue convirtiendo en una guerra interna contra los inmigrantes arraigados en el país y contra sus familias. También se pondrá en evidencia cómo los centros de información y de inteligencia militar de Estados Unidos, el FBI, así como la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales de la Secretaría de Gobernación y el ejercito mexicano, empezarían a jugar un papel protagónico en esta guerra interna, pues serían los organismos encargados de vigilar y de concentrar a esa población. Pero al mismo tiempo, al ser una guerra continental desde la perspectiva estratégica de Estados Unidos, esos organismos desarrollarán mecanismos de colaboración internacional, y que en el caso de México planteará una nueva relación que hasta entonces no había sido posible desarrollar debido al enfrentamiento con su vecino del norte. Finalmente se mostrará cómo la guerra adquiere características raciales muy marcadas y precisas contra este grupo, diferenciando a los inmigrantes de los países enemigos del Eje entre “amarillos” y ciudadanos de origen alemán o italiano. Esta lucha racial igualmente adquirirá un carácter continental, pues los mismos prejuicios se utilizarían tanto en Estados Unidos como en México y en toda América Latina. La guerra interna contra los japoneses, a partir de esta perspectiva de seguridad continental, significará la violación masiva de los derechos humanos de esos ciudadanos, que serán considerados de pronto “enemigos del país”, y de la “democracia”, y señalados como “caballos de Troya” o “quintacolumnistas” de los “países totalitarios” contra los cuales se luchaba.

La nueva política estadounidense de colaboración

Para que tal violación fuera posible habría que entender no sólo la situación de guerra en sí, sino la serie de transformaciones que ocurrieron gradualmente en la relación de las repúblicas latinoamericanas, y de México en particular, con Estados Unidos. A principios de la década de 1930 se empezarían a desarrollar cambios en la política de ese país hacia Latinoamérica. Esta nueva actitud era en principio una respuesta a las demandas latinoamericanas, que desde 1928 exigían el retiro de los marines estadounidenses de Nicaragua y el cese de su política intervencionista en la región. Esos países, entre los que se encontraba México, exigían al gobierno de Estados Unidos que la base de las relaciones entre las naciones de la zona se sostuviera en el principio de no intervención. Esta política era necesaria para sustentar una mayor colaboración entre Estados Unidos y Latinoamérica, sin la cual sería muy difícil abrir una nueva etapa en las relaciones internacionales que permitiera una efectiva cooperación entre naciones. En 1928 se llevó a cabo una reunión de los ministros de relaciones exteriores de todo el continente en La Habana, donde el gobierno estadounidense, si bien no llegó a firmar tal compromiso aceptó un reconocimiento tácito de ese principio. En la conferencia siguiente, realizada en Montevideo en 1933, se alcanzó un cierto avance al firmarse los derechos y obligaciones de los estados, ya que en su artículo octavo determinaba: “ningún Estado tiene el derecho de intervenir en los asuntos internos de otro”. El secretario estadounidense, Cordell Hull, declaró en ese mismo encuentro que “el gobierno de los Estados Unidos se oponía tanto o más que cualquier otro gobierno a que se interfiriera en la soberanía o en los asuntos internos de otro gobierno”. Hull procuró tranquilizar a sus colegas latinoamericanos informándoles que “ningún gobierno debería de temer alguna intervención por parte de los Estados Unidos durante la administración Roosevelt”. Finalmente en 1936, en la Conferencia de Buenos Aires, se definió claramente que las relaciones entre los estados del continente se basarían en la política de no intervención.5

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Lo que hizo la conflagración mundial, primero en Europa con el avance de Hitler y luego con el ataque japonés a Pearl Harbor, fue acelerar y afianzar la serie de arreglos novedosos que el gobierno de Roosevelt había ido pactando con los países del área, en el sentido de no intervenir en los asuntos internos de sus vecinos y colaborar en un marco económico y político más amplio, que propiciara el desarrollo global del continente. A cambio pedía un compromiso de reciprocidad de los gobiernos latinoamericanos, consistente en que si alguno de los países era agredido militarmente, los demás se comprometían a defenderlo. Pero no sólo eso, se entabló el compromiso más amplio que significó la puesta en marcha de una estrategia de defensa militar del hemisferio bajo la dirección y la hegemonía estadounidense; para desarrollar tal estrategia, mediante las Conferencias Hemisféricas Estados Unidos fue perfilando una nueva estructura geoestratégica que, al definir su nuevo papel a escala global ante el hecho inminente de una guerra mundial, le garantizaría —como señaló el presidente Roosevelt en 1938— “estar preparados para resistir ataques sobre el hemisferio occidental desde el Polo Norte hasta el Polo Sur, incluida toda América del Norte y del Sur”.6

El ambiente de guerra en México

Antes del ataque japonés a Hawai, el ambiente que se vivía en todo el continente americano era sin duda tenso y prefiguraba la guerra inminente entre Estados Unidos y Japón. Pocas horas antes de ese ataque, el 7 de diciembre de 1941 la legación japonesa en la ciudad de México anunció el arribo de un barco japonés expresamente fletado desde Yokohama, que recogería a los ciudadanos japoneses de Estados Unidos y de México cuyas visas no hubieran sido renovadas para sacarlos del país, así como a todos los descendientes nipones ya nacionalizados que quisieran retornar a Japón. El barco haría una escala en Los Ángeles y se dirigiría luego al puerto de Manzanillo. El ministro plenipotenciario japonés en México, Yoshiki Miura, así como el primer secretario, recibirían instrucciones de su cancillería ante la situación tan tensa que se vivía. Las negociaciones entre el gobierno de Roosevelt y el imperio japonés eran marcadamente enfrentadas, pues el gobierno americano no aceptaba el razonamiento de los negociadores japoneses en Washington, ante el despliegue de fuerzas armadas en Tailandia y Filipinas. La guerra parecía inminente, por lo que el buque Tatuta Maru, se informó, ya no tocaría ningún puerto estadounidense y se enfilaría directamente a Manzanillo; se estimaba que arribaría a tierras mexicanas el 21 de diciembre de ese año. 7

El ambiente de guerra aceleró las transformaciones que se habían ido dando en las estructuras y marcos legales que regían el ingreso de los inmigrantes en Latinoamérica e incluso en Estados Unidos. Durante la década de 1930 se empezó a desarrollar un proceso en el cual los derechos de los inmigrantes iban siendo acotados, introduciendo en las legislaciones locales mecanismos para limitar las naturalizaciones e incluso retirar las cartas de nacionalidad otorgadas. Estas medidas empezaron a extenderse al ámbito continental en las reuniones panamericanas de ministros de Relaciones Exteriores que se sucedieron poco antes de la guerra, y que se reforzarían al estallar ésta con el propósito de resguardar la seguridad del continente.8 Se nombró para tal efecto un Comité Asesor de Emergencia que pusiera en práctica estas y otras disposiciones, y que diera seguimiento a los acuerdos ministeriales.

De este modo México comenzó a clasificar a extranjeros con nacionalidad mexicana adquirida por nacimiento, esto es a miles de hijos de japoneses se les consideraría “enemigos externos” cuando no llevaran a cabo los pasos legales que los acreditaran como tales, con el objetivo de tener un control estricto sobre este grupo de la población. Además, las actividades legales de los ciudadanos naturalizados de países del Eje fueron restringidas cuando se consideró que representaban un peligro para la seguridad nacional. Se les llegó a nulificar su naturalización como mexicanos a través de modificaciones al Código Penal como la creación del artículo 129, que sanciona a extranjeros en labores de espionaje. Más aún, invocando la seguridad del Estado, se establecieron leyes específicas para los nacionales con miras a limitar el derecho a disentir públicamente, para combatir a las oposiciones, así como restringir la crítica y las libertades de manifestación y expresión. Es el caso del famoso artículo 145 del Código Penal, que tipificó el delito de “disolución social” usado para reprimir a ferrocarrileros y estudiantes en décadas posteriores. Otro caso equiparable fue el de Bolivia, que creó una legislación contra actividades políticas de comunistas y anarquistas. Finalmente, ante la guerra México estableció la suspensión de garantías individuales el 2 de junio de 1942.

Frente a la declaración de guerra de Estados Unidos a Japón, el presidente Manuel Ávila Camacho fijó la posición de México mediante un mensaje por radio en cadena nacional. Existía un compromiso, acordado de antemano en las reuniones ministeriales de los países del continente americano, de brindar apoyo a cualquiera de ellos que fuese atacado. Algunos países declararon la guerra a Japón inmediatamente; sin embargo, México sólo rompió sus relaciones diplomáticas con el país oriental. El apoyo de México a su vecino del norte se hizo cada vez más estrecho no sólo en términos diplomáticos, sino en acuerdos militares y logísticos que la conflagración mundial le fue demandando. En un mensaje, el presidente Ávila Camacho precisó:

La conflagración mundial —de la cual hasta ahora habíamos sido tan sólo conmovidos espectadores— amenaza hoy así de manera directa la seguridad de nuestro territorio y la inviolabilidad de nuestros destinos […] Nuestra industria y nuestra agricultura deberán también intensificar sus labores pues, en tanto que las circunstancias no nos obliguen a actos propiamente bélicos, nuestra lucha no se hará en las trincheras sino en las fábricas y en los surcos para acrecer la capacidad de nuestra economía.9

La prioridad del gobierno estaría, pues, en el plano económico para apoyar los esfuerzos bélicos estadounidenses; preservar la integridad de ese aparato se convertiría en una de sus preocupaciones centrales. Por esto la teoría de los “quintacolumnistas” (es decir, los enemigos que atacarían desde dentro) se convertirá en términos ideológicos en uno de los elementos que el gobierno utilizará para convencer a la sociedad de apoyar la guerra. El razonamiento del gobierno de Ávila Camacho era que si no participábamos en el enfrentamiento armado exterior, sí podíamos hacerlo en el plano interno contra los enemigos embozados o encubiertos que, según se decía, pretendían socavar las instituciones y el apoyo de nuestro país a la lucha contra los países del Eje. La lucha entre esos países y las democracias del hemisferio sería otra parte del discurso oficial para reforzar la alianza con Estados Unidos, que históricamente, en las décadas recientes posteriores a la Revolución mexicana, había sido señalado como enemigo de los intereses nacionales.

En esa lucha el gobierno tendría de su parte a los sectores productivos, en particular los sindicatos obreros y las organizaciones campesinas. Estas organizaciones, afiliadas al partido gubernamental (Partido Nacional Revolucionario), expresarían su apoyo al presidente de la República. Igualmente serían las encargadas de convencer a la población de la necesidad de unirse al gobierno en el esfuerzo productivo y contra los “quintacolumnistas” y las dictaduras que pretendían apropiarse del país. La Confederación Nacional Campesina (CNC) manifestó su posición en los siguientes términos:

El ataque que Japón inició en contra de los EU es el principio de la ejecución de un plan para aprovecharse de todos los recursos de nuestra América […] Por la posición que ocupa México en el Continente, su vecindad con los EU, sus extensas costas sobre el Pacífico y sus magníficas bahías, será sin duda el país que elijan los agresores para sojuzgarnos y preparar desde él la invasión de los países del Norte o los ataques al punto vital que constituye el Canal de Panamá.10

La Confederación de Trabajadores de México (CTM) fue más explícita en términos de la lucha contra los “quintacolumnistas”, pues en su desplegado de página completa en la prensa señaló:

Nuestro país se halla amenazado militarmente. El desembarco de fuerzas japonesas en nuestras costas del Pacífico no está descartado […] La quinta columna que actúa en nuestro país desde hace algunos años […] no sólo trata de ocultar al pueblo de México el peligro en que se encuentra, sino que pretende levantarlo en contra de la solidaridad que el Gobierno de la República ofreció y en nombre de la nación mexicana al gobierno y pueblo de los EU.11

A escala continental también se fomentó esta paranoia colectiva para impulsar una actitud contraria hacia los descendientes de japoneses. Un ejemplo de ello fue la labor de la Confederación de Trabajadores de América Latina (CTAL), encabezaba por el dirigente obrero mexicano Vicente Lombardo Toledano. El vicepresidente de esa organización, el colombiano Guillermo Rodríguez, informó al diario mexicano El Popular que: “en Corinto, situada en el Departamento del Valle del Cauca, existe una concentración japonesa que con pretexto de labores de agricultura, tiene allí campos de aviación que quedan a una hora de vuelo del Canal de Panamá”.12

Con el objeto de prepararse para la guerra interna contra los “quintacolumnistas” y en defensa de la producción, la Secretaría de Gobernación se constituyó en el centro de mando, y era quien daba las instrucciones y planeaba las estrategias de guerra interna. A pocos días del rompimiento de relaciones con el imperio japonés, esa Secretaría informó que estaba preparada para montar un aparato de vigilancia y control sobre el enemigo. Esta medida, de acuerdo con palabras del secretario de Gobernación, Miguel Alemán, fue tomada poco después del ataque a Pearl Harbor. El subsecretario de Estado norteamericano, Sumner Welles le dijo a Alemán —de visita en Washington— que su país temía un ataque japonés desde Baja California. Alemán le respondió que eso no era posible dado que “había iniciado una política de concentración”, medida que no era cierta hasta ese momento, pero se concretaría posteriormente mediante una llamada telefónica que haría el propio secretario de Gobernación.13

La Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales, fundada casi dos décadas atrás, sería la encargada del aparato de espionaje y vigilancia. La estructura de mando de este aparato partía de las directivas que daba el secretario Alemán a los gobernadores de toda la República pidiéndoles información sobre los descendientes de japoneses. Éstos instruían a los presidentes municipales, quienes eran los encargados de recabar la información y transmitirla a los gobernadores y a Gobernación. Paralelamente existía otro aparato de vigilancia encargado al ejército, que igualmente estaba al tanto de esos informes y tomaba parte en los operativos de vigilancia sobre los movimientos de los japoneses. Otra fuente de información importante la constituían los aparatos de espionaje de la embajada estadounidense en México, así como los centros de inteligencia en Estados Unidos, que transmitían informes al gobierno mexicano.

Estas redes de información y toma de decisiones mostraron ser eficaces, ya que generaban noticias detalladas sobre esta población, sus movimientos en el país y en general el control que se tenía sobre ella, además de capturar a quienes no cumplieran con la política de concentración. Igualmente revelan la relación de las autoridades con el ejército y sus solicitudes de información a agentes especiales encargados de vigilar a los inmigrantes.

La forma concreta en que operó esta red se puede apreciar en los siguientes casos. A pocos días de que México rompiera relaciones con Japón el 11 de diciembre de 1941, los emigrantes nipones que vivían en Baja California fueron obligados a concentrarse en las ciudades de México y Guadalajara. Al llegar debían solicitar un permiso ante la Secretaría de Gobernación, mediante la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales, para instalarse o mudarse de domicilio, además de que se les vigilaría cuidadosamente, como se observa en la documentación personal sobre cada uno de ellos. En carta dirigida a esa Secretaría, Takugoro Shibayama, quien radicaba en Mexicali, solicitó permiso en enero de 1942 para vivir en la ciudad de México: “en compañía de su señora esposa Shibayama Hatsumi y de sus hijos Seiji, Chiyo, Miyo, Toyo, Kenji y Eiji desea radicar en la casa número 73 de la Calle de Abasolo en la colonia de Carmen en esta capital, por lo que solicita de esa Secretaría el permiso correspondiente.”14

Cabe mencionar que los hijos de la familia Shibayama eran mexicanos por nacimiento. Takugoro había ingresado al país en 1929 y obtuvo la naturalización en agosto de 1933. Posteriormente, en mayo de 1942 la familia Shibayama pidió permiso para mudarse de domicilio y recibió la autorización de Gobernación en los siguientes términos: “Me refiero a su atento escrito de fecha 16 del actual para manifestar a usted que este Departamento lo autoriza para que cambie su residencia a Sor Juana Inés de la Cruz núm. 112, de esta propia ciudad, como lo solicita, de cuya dirección ya se toma nota”.15 Posteriormente la familia Shibayama se trasladaría al campo de Temixco, en el estado de Morelos, donde se concentró a decenas de familias que no tenían donde vivir.

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A todos los descendientes de japoneses se les exigía tener un permiso expedido por Gobernación para permanecer en cualquier lugar de la República. Esperanza Mitsuko de Kasuga solicitaba este permiso para permanecer en el estado de San Luis Potosí, y en la respuesta a su solicitud se advierte la coordinación entre los niveles municipal, estatal y federal para tener un estricto control sobre los japoneses que se habían naturalizado. La solicitud de la señora Kasuga expresaba lo siguiente:

En la presidencia Municipal se me ha notificado el contenido de la circular 83 girada por el gobierno del Estado que se nos exige el permiso especial de la Secretaría de Gobernación para poder continuar con la residencia […] como carezco del permiso de que se trata, pero sí debo hacer saber que estoy registrada en los libros de inscripción de extranjeros que se lleva en la propia Presidencia, vengo a solicitar se me expida el permiso correspondiente.16

Al mismo tiempo la presidencia municipal mandaba una carta a Gobernación, informando lo siguiente sobre la señora Kasuga:

Esta Presidencia Municipal hace constar que la extranjera […] es una persona honorable y trabajadora está registrada de acuerdo con las últimas disposiciones del Gobierno Federal bajo el número 53 de libro que se lleva en esta oficina para el registro de extranjeros correspondiente al año de 1942 habiendo cubierto los derechos de registro bajo el certificado entero número 9342612.17

Antes de tomar una decisión el oficial mayor de Gobernación, Adolfo Ruiz Cortines, solicita mediante oficio la aprobación del gobernador de San Luis Potosí, general Ramón Jiménez Delgado, quien responde negando el permiso e indicando que la señora Kasuga debe concentrarse en la ciudad de México: “Según informes recabados de la Presidencia Municipal de Cárdenas, San Luis Potosí, es opinión de este gobierno que la Señora Esperanza Mitsuko de Kasuga debe de reconcentrarse a esa ciudad, salvo el respetable criterio de esa Superioridad”.18

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Finalmente el municipio informa a Gobernación del traslado de la señora Kasuga a la ciudad de México, con el propósito de que esa Secretaría realice el seguimiento pertinente para el control y movimientos de la ciudadana naturalizada mexicana.

Para las personas que por alguna razón no cumplieran con esas disposiciones, existían los mecanismos de control que permitían detener al infractor. Es el caso de Félix Miyazaki Murallama, quien vivía en Manzanillo, Colima, y al no encontrar trabajo en el puerto se traslada a una población cercana. Miyazaki había arribado a México desde 1906, estaba casado con una mexicana y tenía siete hijos. Al arrestarlo, el gobernador de la entidad, coronel Pedro Torres, manda un comunicado a Gobernación para informar que: “el Señor Miyazaki desatendió la orden de concentración en esta capital y se había establecido en el pueblo de Alzada de este estado por lo que estoy gestionando ante la comandancia de la vigésima zona militar que sea conducido a Guadalajara y de allí a esa ciudad por las escoltas de los trenes respectivos”.19

Algunos ciudadanos hijos de padres japoneses se inconformaron ante la violación de sus derechos elementales como ciudadano mexicano. Por ejemplo, Salvador Meguro se dirigió por escrito al Departamento de Investigaciones Políticas y Sociales a fin de solicitar permiso para realizar un viaje de la ciudad de México a Zacatecas en junio de 1942. En esta carta queda clara la violación de esos derechos que le fueron de pronto suspendidos:

Mi padre el Señor Benito Eitaro Meguro recibió carta de nacionalidad mexicana en agosto de 1931 […] En tal virtud, siendo mi padre mexicano por nacionalización, disfruto de nacionalidad mexicana […] Mas no solamente disfruto de la nacionalidad […] sino que todos mis estudios hasta llegar a la profesión de Licenciado en Derecho los hice en planteles de Educación de México, recibiéndome en la UNAM […] Por tal objeto de no sufrir perjuicios sobre todo, de sujetarme a las disposiciones y a las leyes de mi Patria, que lo es México, deseo y así lo solicito que se me otorgue un permiso provisional de tránsito […]20

En Estados Unidos, muchos ciudadanos de origen japonés levantaron demandas legales contra las medidas de concentración. Esas demandas tuvieron éxito y permitieron realizar los juicios que masivamente se presentarían después de la guerra, gracias a los cuales el gobierno estadounidense se vio obligado a indemnizar a esos ciudadanos y a disculparse públicamente por las atrocidades cometidas en su contra. Sin embargo, en México no se levantó ninguna protesta de ese tipo para hacer que se cumpliera la ley y se reconociera la violación masiva de los derechos humanos de que fueron víctimas esos ciudadanos.

La “conspiración quintacolumnista” como política de Estado

Mucho antes del ataque a Pearl Harbor, Estados Unidos venían preparando a la opinión pública ante la inminencia de la guerra. En octubre de 1938 se transmitió por la cadena radial CBS la noticia de un supuesto ataque extraterrestre a la tierra que logró aterrorizar a millones de personas que creyeron que el ataque era real. La lectura de un fragmento de la novela de Orson Welles, La guerra de los mundos, sacó a la luz el temor y la psicosis de una sociedad que vivía la inminencia de la guerra. Pero de la ficción se fue pasando a un entorno donde los anuncios de ataques de espías o ejércitos eran materia creíble, dado el enfrentamiento real entre las potencias del orbe. Este ambiente empezó a ser intolerable para los descendientes de los países del Eje, en particular los de origen japonés, que cotidianamente se vieron terriblemente hostigados por una sociedad que los señalaba como potenciales enemigos, a pesar de ser ciudadanos estadounidenses. A partir de ese año las historias de espías, alemanes sobre todo, empezaron a propalarse y se afirmaba que los descendientes de esos países estaban creando una red de espionaje en Norteamérica, que sería la encargada de preparar una invasión y de organizar una serie de sabotajes contra la población. En ese ambiente de psicosis contra los países del Eje el FBI vio crecer las denuncias de actividades de espionaje nazi, de sólo 35 anuales en promedio entre 1933 y 1938 hasta casi 3 000 en un sólo día del mes de mayo de 1940.21 Eran recurrentes las historias de agentes comunistas y, en menor grado, de italianos y de agentes japoneses que eran ridiculizados hasta que sucedió el ataque a Pearl Harbor. Sin embargo, ante el avance nazi en Europa, el gobierno estadounidense comenzó a tomar más en serio este escenario hasta convertirlo en política de Estado no sólo para Norteamérica sino para todo el continente americano, que se vio envuelto en el manto protector de Seguridad Hemisférica. Bajo esta política, ante el ataque japonés se daría paso a la instalación de campos de concentración para todos los ciudadanos de origen nipón. Los contactos entre organismos estadounidenses y británicos aumentaron y se consolidaron conforme el conflicto escalaba en intensidad, al igual que la relación entre los servicios secretos de todo el continente se hizo más frecuentes y fluida en busca de espías y “quintacolumnistas”. Estados Unidos empezó a configurar un escenario —ya no ficticio sino real— ante la amenaza de las operaciones de la “quintacolumna”; el caso más famoso fue el del espía alemán Rumrich en Nueva York. La labor de inteligencia se encargó a la Oficina Especial de Servicios Estratégicos (OSS), que posteriormente daría paso a la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

El presidente Roosevelt había señalado públicamente los peligros que acechaban a su país aun cuando la guerra no se había iniciado, afirmando que ésta podría venir incluso del interior, desde un “caballo de Troya” que acechaba a la sociedad estadounidense y a todo el continente. Supuestamente, una “quinta columna” se estaba formando y sería la cabeza de playa del enemigo (principalmente nazi en un principio), idea que comenzó a ser recurrente en los discursos del presidente a lo largo de esos años.

En septiembre de 1939 Roosevelt ordenó al FBI investigar espionaje, sabotaje y subversión, así como desarrollar un estudio que permitiera en principio esclarecer los casos que se habían presentado antes de la Primera Guerra Mundial, con el objetivo de tener un plan y una estrategia que preparara a Estados Unidos ante sus enemigos. Roosevelt fue más preciso y en un discurso señaló:

La amenaza de hoy día a nuestra seguridad nacional es un asunto no sólo de armamento militar. Sabemos de los nuevos métodos de ataque: el Caballo de Troya, la Quinta Columna que engañarían a la nación si no está preparada para la traición, el espionaje, los saboteadores y los traidores. Esos son los actores en esta nueva estrategia. Contra éstos debemos actuar vigorosamente.22

En julio de 1940, en la Junta de Ministros del continente llevada a cabo en La Habana, se firmó un documento mediante el cual todos los países se comprometían a apoyarse en caso de que cualquiera de ellos fuera atacado. En el Departamento de Estado se creó una oficina especial de apoyo al secretario Cordell Hull, con el fin de resolver todo lo relacionado con el apoyo militar a las repúblicas latinoamericanas. En esa junta se aceptó que Estados Unidos usaría todos sus recursos militares ante un ataque extranjero, pero se precisaba además que esos ataques podrían proceder de “grupos de quintacolumnistas” que se encontraban esparcidos en todo el continente.

El 17 de julio de 1941, Estados Unidos expidió una primera lista de 1 800 empresas de Latinoamérica que tenían negocios con los países del Eje. Estas “listas negras” no sólo fueron empleadas como base para empezar a regular el comercio con esos países, sino para vigilar estrechamente a sus propietarios, considerados potenciales “quintacolumnistas” y enemigos. Al estallar la guerra figuraron entre los primeros encarcelados.23

El peligro amarillo

La guerra desatada en el Pacífico alcanzó magnitudes sorprendentes en términos militares. Pero además, la guerra interna contra los “japoneses” en todo el continente se empezó a desarrollar en términos estratégicos, al ser considerados parte de la lucha contra las potencias del Eje. La peculiaridad del enfrentamiento contra los descendientes de japoneses fue su carácter racial, hecho que no tuvo lugar con los descendientes de alemanes e italianos. Desde esa perspectiva la xenofobia llegó a extremos nunca vistos ni en los peores años de racismo e intolerancia, cuando la emigración de ciudadanos asiáticos empezó a incrementarse a finales del siglo XIX. La magnitud de esta intolerancia se debe sin duda al carácter estratégico de una guerra que se planeó y organizó desde los estados, fomentando en la población, a través de la propaganda, odios raciales que de alguna manera estaban latentes. Poco antes del estallamiento de la guerra, un enemigo racial o una “quintacolumna” de color

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“amarillo” sólo se encontraba en las tiras cómicas o en las novelas de espionaje, en las cuales una acechanza de ese tipo resultaba más bien ridiculizada y torpe.24 Con todo, el FBI, y principalmente el Ministerio de Guerra, ya se preparaban para un escenario que implicara una lucha interna contra japoneses y americano-japoneses en la costa occidental, donde residían la gran mayoría de ellos. Poco antes del ataque japonés a Pearl Harbor, el FBI sólo encontró a dos japoneses acusados de espionaje: un oficial ligado a la embajada y un estudiante de inglés que habían viajado ex profeso a Estados Unidos para realizar esta actividad.

El FBI tenía estudios precisos sobre el comportamiento de la abundante comunidad japonesa en Canadá y Estados Unidos e incluso en todo el continente. En relación con los japoneses-americanos, poco más de dos mil personas eran consideradas realmente peligrosas y se encontraban clasificados en tres niveles: el grupo A incluía a los más peligrosos; en el grupo B estaban los potencialmente peligrosos en términos ideológicos, y el grupo C eran aquellos que se consideraban cercanos al margen de “deslealtad” hacia Estados Unidos. Sólo las personas del grupo A eran las que supuestamente podrían ser encarceladas en caso de conflicto. A tres días del ataque a Pearl Harbor el FBI arrestó a cerca de 1300 personas, y en febrero de 1942 la cifra llegó a 2 200 personas, básicamente issei (es decir ciudadanos nacidos en Japón), empresarios importantes, líderes de asociaciones religiosas y cívicas y profesores de japonés. Dentro de esta lista sólo algunos fueron considerados de alta peligrosidad al ser identificados como miembros de asociaciones ultranacionalistas como la llamada Black Dragon Society.25

Los informes, de acuerdo con el FBI y miembros de la Oficina de Inteligencia Naval (ONI), eran contundentes en cuanto a que no existía un peligro real para la seguridad nacional por parte de los americano-japoneses. Japón realizaba sus actividades de espionaje utilizando a personas de origen occidental, como bien intuía el FBI. El encargado en jefe de la ONI para el sur de California, el comandante Kenneth Ringle, y el propio director del FBI, Edgar Hoover, estuvieron de acuerdo en estas conclusiones, y advirtieron que los informes acerca de espías y “quintacolumnistas” de la comunidad japonesa en Estados Unidos obedecían a la histeria de algunos medios de comunicación. Aún así, estos organismos mantendrían un seguimiento y vigilancia permanente de esa población mediante agentes incrustados en ella. El presidente Roosevelt se asesoró con órganos independientes de espionaje (financiados con partidas especiales del presidente para casos de emergencia) cuando existieron divergencias en torno a la peligrosidad de los americano-japoneses entre el FBI y el ejército estadounidense. Mientras este último sostenía que era necesario recluir a los más de 120 mil miembros de la comunidad japonesa en Norteamérica, un informe independiente aseguraba que no existía evidencia de actividades de parte de esa comunidad, y aun señalaba tajante: “[…] nos estamos desviando en el tratamiento a los japoneses de la misma manera en que Hitler trata a los judíos”.26

El 19 de febrero de 1942, a pesar de la conclusión clara y fundamentada de que la comunidad de descendientes japoneses como tal no constituía un peligro para la seguridad nacional, el presidente Roosevelt, presionado por los sectores militares, firmó la Orden 9066, mediante la cual delegaba a la Secretaría de Guerra y a los comandos militares el poder para excluir a cualquier persona considerada peligrosa de determinadas áreas, con el propósito de proteger al país contra planes de sabotaje y espionaje. Esta orden prohibió a todos los ciudadanos estadounidenses descendientes de japoneses vivir o trabajar sobre la costa occidental de Estados Unidos y otorgó al Supremo Comando de Defensa Occidental, encabezado por el general John DeWitt, y al Departamento de Guerra manos libres para tomar decisiones, la más importante mantener en campos de concentración a esa comunidad. Se había impuesto una psicosis colectiva, impulsada sin duda alguna por los altos mandos militares y los medios de comunicación masiva, que esparcieron el temor de un ataque japonés externo apoyado por los “quintacolumnistas”. Ponían como ejemplos el papel que jugaron los descendientes alemanes en la ocupación de Noruega y el propio ataque japonés a Pearl Harbor, el cual había sido exitoso gracias a la participación de “quintacolumnistas”, según dijo el secretario de Marina, Frank Knox. Knox viajó a la isla y presentó un informe al presidente Roosevelt, donde sostenía que ese ataque fue exitoso debido el

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sabotaje y a la actividad de ciudadanos estadounidenses de origen japonés en Hawai. El gobierno norteamericano consideró falsa tal afirmación, pero no llegó a desmentirla en ese momento.27

El director del FBI, Edgar Hoover, envió su análisis al procurador general sobre el problema de la reclusión masiva, en el cual explicaba su posición en los siguientes términos: “La necesidad de la evacuación masiva está basada primeramente en presiones políticas y públicas más que en hechos factuales. La histeria pública y en ciertos casos, los comentarios de la prensa y de locutores de radio han devenido en una presión tremenda que han tenido que aguantar el Gobernador y el Procurador del Estado, así como las autoridades militares”.28

La histeria se fue apoderando día con día de la sociedad estadounidense y se manifestó en un gran alud de pánico por doquier. Japón y sus “quintacolumnistas” incrustados en el corazón de Estados Unidos se convirtieron en pocas semanas en los grandes enemigos a vencer. Las noticias de sabotajes japoneses contra instalaciones estratégicas como presas, el envenenamiento masivo de alimentos y del agua, los planes de invasión al continente eran parte ya de la vida cotidiana, sobre todo en las primeras semanas después del ataque a Pearl Harbor. Las supuestas bases instaladas en terreno mexicano para invadir Estados Unidos, los ataques aéreos y de submarinos a ciudades como Los Ángeles y San Francisco desde lugares cercanos a la costa eran noticias que cualquiera podía creer. El trabajo del fbi se multiplicó ante las denuncias de ciudadanos convulsionados. La guerra contra Japón se convertía aceleradamente en una guerra racial contra los japs, como despectivamente se les denominaba, y contra los “quintacolumnistas”, títeres del régimen dictatorial de ese país. Era una guerra de odio étnico, una Guerra sin misericordia, como tituló el historiador John Dower a su libro sobre estos episodios.29 El propio general DeWitt sostenía sin rubor alguno que la guerra interna contra los japoneses era racial, y en esos términos había que llevarla a cabo para triunfar: “En la guerra en la cual estamos ahora comprometidos las afinidades raciales no están rotas por la migración. La raza japonesa es una raza enemiga y aún cuando muchos japoneses de segunda y tercera generación hayan nacido en suelo de Estados Unidos, posean la ciudadanía estadounidense, se hayan “americanizado”, los lazos raciales no están diluidos”.30

Los medios de comunicación empezaron a convertirse en la punta de lanza contra los japoneses-americanos; las campañas estaban teñidas de odio racial de manera irracional. En canciones y en películas se generalizaron los estereotipos de japs caracterizados como reptiles, animales o en el mejor de los casos como una especie subhumana. El más influyente diario en la costa occidental, Los Angeles Times, difundía este tipo de “razonamientos”: “una serpiente es no obstante una serpiente donde sea que el huevo fuera puesto […] entonces los japoneses-americanos, nacidos de padres japoneses, crecen para ser japoneses y no norteamericanos”.31

La imagen que se empezó a difundir con mayor fuerza como estereotipo para caracterizar a los japoneses fue la del mono. Las caricaturas publicadas profusamente se aunaron a las declaraciones de los altos mandos militares que reforzaban esa imagen aduciendo que el pueblo japonés mantenía una disciplina ciega hacia sus gobernantes y una sumisión fanática al emperador; sólo imitaban y obedecían cual monos. Estos elementos, que en otro contexto hubieran sido bien vistos, no trataban de explicarse desde una perspectiva sociológica o histórica, sino se aplicaban maniqueamente como características naturales de una “raza”, y que merecía, por tanto, ser exterminada.

Estos prejuicios se extendieron por el continente y se constituyeron en caracterizaciones genéricas sobre Japón y los japoneses en toda Latinoamérica. La prensa mexicana se hizo eco de ellos y difundía esa visión grotesca, señalando que los issei y nisei (es decir los nacidos en Japón y los hijos de ellos nacidos en tierras americanas) actuaban de manera predeterminada por características genéticas o naturales. En esos medios se hacían este tipo de afirmaciones: “puede decirse sin faltar a la verdad que los colonizadores japoneses en América pertenecen en cuerpo y alma al gobierno Japonés”.32 Las caricaturas y los discursos utilizados se convirtieron en los moldes prefabricados para justificar —en el caso mexica

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no— la exclusión y concentración de esos ciudadanos que ya eran parte de nuestra sociedad, de sus ciudades y pueblos a lo largo y ancho del territorio mexicano, y que en términos generales no deseaban regresar a su país de origen. El conflicto mundial, y la visión estadounidense de que los descendientes de japoneses constituían una amenaza para su seguridad nacional y la del continente, obligaron al gobierno mexicano a excluirlos socialmente y anular sus derechos que como ciudadanos habían adquirido. El conflicto racial se convirtió en nuestro país, debido a esta integración que moldeaba las definiciones nacionales, en un elemento de política de Estado que impuso las directrices geoestratégicas de Estados Unidos, aunque debe reconocerse que las autoridades mexicanas rechazaron crear campos de concentración como en el vecino país. La prensa atizaba los prejuicios raciales y justificaba esta política colaboracionista y de concentración de esos ciudadanos, dado que “constituyen colonias seleccionadas y dirigidas desde sus países de origen”.33

Ante una carencia de análisis sobre lo que significaba la integración de esa migración a nuestro país, se utilizaban estereotipos que buscaban generar desconfianza hacia los descendientes de japoneses. Las ideas de que los orientales en general son personas “misteriosas” y, por tanto, impredecibles, que poseen un carácter “indescifrable” del que se debe desconfiar, fueron elementos que alentaron su rechazo y exclusión. El ataque a Pearl Harbor no era sino la confirmación de esas características: “el engaño como táctica de los japoneses”34 era ni más ni menos una actitud predeterminada, intrínseca a esa “raza”, de la cual habría que aprender y por ello se justificaba concentrarlos y vigilarlos muy de cerca. El gobierno mexicano fomentó durante la guerra la creación de organismos ciudadanos, denominados “Comités de Defensa Civil”, que pretendían incorporar a la población en la vigilancia del territorio ante la amenaza de una invasión y la existencia de “quintacolumnistas”. En este ambiente, sin embargo, dichos comités pretendían encontrar espías por doquier, y en algunos casos fueron instrumentos de venganzas personales o de protagonismos políticos.

El 12 de junio de 1942 México expidió una ley para crear un organismo intersecretarial encabezado por las secretarías de Gobernación, de Hacienda, de Relaciones Exteriores y de Economía, además del Banco de México. El nombre de esa ley lo dirá todo, pues sintetiza esa visión estereotipada de la que hablamos y define políticamente el trato que debería darse a los descendientes de japoneses en el país: Ley Relativa a las Propiedades y Negocios del Enemigo. Al amparo de esta ley se creó un organismo con capacidad para intervenir los bienes y empresas de “súbditos” alemanes, italianos y japoneses, despojándolos de facto de una nacionalidad adquirida y de un patrimonio que habían construido a lo largo de décadas de trabajo. Primero es necesario destacar que la ley no sólo interviene los bienes de súbditos extranjeros, sino más bien de mexicanos que serán considerados “enemigos” por el hecho de haber nacido en alguno de los países del Eje o, en el peor de los casos, de mexicanos descendientes de padres con ese origen. A partir de la expedición de esa ley y hasta febrero de 1944 se confiscaron 381 bienes y empresas, desde industrias de diversos tamaños y predios agrícolas hasta pequeños comercios como joyerías, farmacias, ferreterías, papelerías, tiendas de abarrotes, etcétera. El encargado de esta oficina “contra el enemigo” fue Luis Cabrera, y de acuerdo con testimonios recabados lo que se fomentó fue una enorme corrupción y un uso poco escrupuloso y transparente de los recursos de miles de ciudadanos que vieron transformadas sus vidas por estos acontecimientos a los que eran ajenos y donde la mayoría no tenía participación alguna.

El nacionalismo ramplón del que se empezó a hacer gala pretendía ubicar a México a la vanguardia de la lucha, como si de verdad el país estuviera en el frente de batalla; la comunidad de “japoneses” compuesta de hombres, mujeres y niños se constituiría de pronto en “un peligro para México”, frase que pretendía justificar la serie de políticas de exclusión y represión contra esa comunidad y que eran claramente violatorias de sus más elementales derechos. Era una frase que, sin tener que demostrar su veracidad, servía para generar un ambiente de psicosis de guerra interna contra un supuesto enemigo que ponía en riesgo al país en su conjunto.

¿En qué momento se juzgó a esos ciudadanos y quién determinó que eran enemigos del país? ¿Bajo qué consideraciones legales se les confiscó su patrimonio? ¿Con qué bases se decidió que constituían un peligro para la seguridad hemisférica? No existió ningún proceso legal excepto el invocar un supuesto atentado a la seguridad nacional de los estados, y tan sólo el origen de esos ciudadanos fue razón suficiente para condenarlos de manera sumaria. Algunas personas consideradas de “alta peligrosidad” fueron detenidas y encarceladas en Perote, Veracruz, y tres personas de origen japonés fueron enviadas a las Islas Marías sin haber tenido realmente un juicio que probara su calidad de espías, como se les acusaba a partir de elementos meramente circunstanciales. Dos emigrantes pudieran ser ejemplos paradigmáticos de estas acusaciones: el joven Masao Imuro pasó ilegalmente siete años en prisión al ser considerado persona peligrosa; sin juicio alguno fue liberado hasta dos años después de la terminación de la guerra. El importante empresario, nacionalizado mexicano, Kiso Tsuru, era considerado espía por los servicios de inteligencia estadounidenses, pero a pesar de esa acusación no fue detenido entre otras razones, debido a las relaciones con importantes políticos de la época.35 Al final de la guerra estas personas fueron puestas en libertad, pero la gran mayoría de ciudadanos de origen japonés fueron condenadas —sin proceso legal alguno de por medio, por razones geopolíticas y de origen étnico— a una política que cancelaba su derecho al trabajo tras desprenderlos de sus lugares de origen, los estigmatizaba al exponerlos públicamente a la exclusión y al rechazo, les confiscaba su patrimonio y limitaba sus derechos de libre movimiento. Se está hablando entonces de una violación masiva de los derechos constitucionales y humanos, por parte del Estado mexicano, sobre una comunidad de miles de personas. Hasta hoy el gobierno mexicano no ha ofrecido explicación alguna para aclarar estos hechos, por lo que esa violación de derechos elementales continúa impune.

Conclusiones

La expansión capitalista a escala continental a finales del siglo XIX y principios del siglo XX fue demandando mano de obra que sustentara el crecimiento y la modernización de las economías de América. Fuerza de trabajo asiática era atraída fuertemente por el crecimiento industrial estadounidense, básicamente japoneses y chinos fueron los que cubrieron tal demanda y representaron esta primera oleada de pioneros asiáticos en suelo americano. En esta época se firman los primeros acuerdos entre gobiernos del continente y Japón que facilitaron este movimiento migratorio, aunque la ola de racismo en Norteamérica fue cerrando paulatinamente un flujo que finalmente se estrechó debido a la crisis económica que golpeó el continente en 1929.

Pero así como a escala continental se consolidan estas grandes oleadas migratorias, las condiciones de crisis del sistema internacional de entre guerras, también a escala mundial, ponen a la comunidad nipona emigrada en un dilema, al enfrentar sus nuevas condiciones de vida con sus raíces al desatarse la disputa abierta entre Estados Unidos y la amenaza que representaba la expansión japonesa en todo el mundo. El acecho y la guerra interna contra los japoneses se catalizan por la utilización de los mismos por el Imperio japonés como parte de sus proyectos de expansión y guerra contra las grandes potencias, pues desde la época Meiji se consideraba a esas comunidades en el exterior como parte de este sistema expansionista.36

La comunidad emigrante, sin ser tomada en cuenta y sin participar directamente en la guerra entre Estados Unidos y Japón, será puesta contra la pared al estar en medio del fuego de las potencias a lo largo del continente. La guerra también abrirá una nueva relación estratégica de Estados Unidos con toda la región, acuerdo que se sustentará en mayor o menor medida en una dependencia militar hacia ese país. En ese entorno internacional, México se verá obligado a definir una nueva relación con su vecino del norte, dando paso a un acuerdo estratégico de ambos gobiernos contra sus enemigos; de hecho, este acuerdo contra los descendientes de japoneses representará el preludio de un gran acuerdo de gran trascendencia para la historia del país, pues dentro del marco del nacionalismo mexicano en su lucha contra otros enemigos —encarnados posteriormente en el comunismo— marcará gran parte del siglo XX.

En el aspecto relacionado con los aparatos de inteligencia y de espionaje, la guerra interna contra los japoneses será determinante para vincular a todo el continente en una red de espionaje y control de las oposiciones políticas bajo la hegemonía estadounidense. Estas nuevas relaciones igualmente se acomodarán para esos nue
vos retos del futuro, pero en definitiva la integración a esos aparatos será el rasgo característico que enmarcará una nueva etapa difícil de imaginar algunos años antes, ante el nivel de enfrentamiento que había representado la Revolución mexicana con su cada vez más poderoso vecino del norte.

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Archivos, revistas y periódicos consultados

Archivo General de la Nación. Secretaría de Gobernación-Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (AGN-DGIPS).

Revista de Revistas.
Revista Hoy.
Boletín Informativo de la Asociación México-Japonesa.
El Universal.
Excélsior.
El Popular.

Sobre el autor
Sergio Hernández Galindo
Dirección de Estudios Históricos, INAH.


Citas

  1. Delia Salazar y Eduardo Flores. “Soldados mexicanos en el frente. México y la Segunda Guerra Mundial”, en Historias, núm. 40, abril-septiembre de 1998, pp. 83-101. []
  2. Véase Michiko Tanaka et al., Política y pensamiento político en Japón 1868-1925, 1992, p. 13. []
  3. Ministerio de Asuntos Exteriores de Japón, Waga Kokumin no Kagai Hatten (La expansión de nuestro pueblo), 1952-1989. []
  4. Daniela De Carvalho, Migrants and Identity in Japan and Brazil: The Nikkeijin, 2002, p. 154. Los datos para México varían, las autoridades mexicanas estimaban que deberían de concentrar a cerca de 6 300 personas durante la guerra (El Universal, 14 de diciembre de 1941). En su clásico estudio María Elena Ota Mishima, Siete migraciones japonesas en México, 1890-1978, contabiliza cerca de 8 500 emigrantes hasta 1940, de acuerdo con fuentes nacionales. []
  5. Véase Bryce Wood, The Making of the Good Neighbour Policy, 1961, pp. 118-122. []
  6. Citado por Stetson Conn y Byron Fairchild, The Framework of Hemisphere Defense, 1960, pp. 3-7. []
  7. Excélsior, 8 de diciembre de 1941. []
  8. Para un análisis detallado del cambio en las legislaciones de los países de la región, véase Edward N. Barnhart, “Citizenship and Political Tests in Latin American Republics in World War II”, en Hispanic American Historical Review, vol. XLII, núm. 3, agosto de 1962, pp. 297-332. []
  9. Excélsior, 10 de diciembre de 1941, primera página. El subrayado es mío. []
  10. Excélsior, 13 de diciembre de 1941, p. 5 segunda sección. Los subrayados son míos. []
  11. El Universal, 17 de diciembre de 1941, p. 10. Los subrayados son míos. []
  12. El Popular, 13 de diciembre de 1941, p. 1. []
  13. Blanca Torres, Historia de la Revolución mexicana. Periodo 1940-1952, vol. 19, México en la Segunda Guerra Mundial, 1979, p. 80. []
  14. Archivo General de la Nación, Secretaría de Gobernación, Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (en adelante AGN-DGIPS), caja 358. []
  15. Idem. []
  16. AGN-DGIPS, caja 377. []
  17. Idem. []
  18. Idem. []
  19. AGN-DGIPS, caja 364. Los nombres se transcriben tal como aparecen en los expedientes. []
  20. AGN-DGIPS, caja 377. []
  21. Datos del director del FBI, Edgar Hoover, al procurador Robert Jackson, en Francis MacDonnell, Insidious Foes:The Axis Fifth Column and the American Home Front, 1995, p. 8. []
  22. Conferencia de prensa de Franklin D. Roosevelt, 26 de mayo de 1940, citada en Francis, MacDonnell, op. cit., p. 138. []
  23. Véase S. Everett Gleason y William L. Langer, The Undeclared War, 1940-1941, 1953, p. 594. []
  24. Véase Hallett Abend, “‘So Sorry for You’: Japanese Espionage Used to Be Funny-But No More”, en Reader’s Digest, 4 de marzo de 1939, p. 7. []
  25. Véase Francis MacDonnell, op. cit., p. 84. []
  26. Ibidem, p. 85. []
  27. Este episodio está detalladamente documentado en: Report of the Commission on Wartime Relocation and Internment of Civilian, Personal Justice Denied, 1982. []
  28. Ibidem, p. 73. El subrayado es mío. []
  29. John Dower, War Without Mercy, 1986. []
  30. Citado en Personal Justice Denied, op. cit., p. 6. El subrayado es mío. []
  31. Citado por J. Dower, op. cit., p. 80. []
  32. El Universal, 7 de enero de 1942, p. 3. Tomado de J. Dowen, op. cit. []
  33. El Universal, 25 de diciembre de 1941, p. 6. []
  34. El Universal, 13 de enero de 1942, p. 1. []
  35. El estudio que estoy elaborando sobre ellos revelará con toda claridad la serie de intereses nacionales e internacionales que se desataron con la guerra. []
  36. Véase Shumpei Okamoto, “Meiji Imperialism: Pacific Emigration or Continental Expansionism?”, en Harry Wray e Hilary Conroy (eds.), Japan Examined: Perspectives on Modern Japanese History, 1983. []

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