Los cuentos de “aparecidos” o de “espantos” fueron muy populares en México entre los niños, sobre todo hasta finales de la década de 1960, cuando la televisión se extendió a gran escala como medio de entretenimiento. Antes de eso era usual, principalmente en tiempo de vacaciones, cuando al día siguiente no había que levantarse temprano para ir a la escuela, que después de jugar, ya entrada la noche, los niños se juntaran en algún lugar para contarse historias que provocaban temor y, a veces, terror. Pero aunque la costumbre de reunirse para contar este tipo de relatos haya pasado de moda, no es raro que hoy en día alguien tenga o conozca experiencias sobre premoniciones, sueños, “avisos” de sucesos, etc., relacionados con el más allá.
El caso es que esta clase de narraciones rebasa con mucho los años sesenta del siglo pasado y sigue presente. De igual manera, si buscamos su origen éste sobrepasa las épocas colonial y prehispánica. Seguramente tuvo sus inicios desde los primeros tiempos de la humanidad, por la necesidad de compartir experiencias difíciles de explicar y que se clasifican como hechos sobrenaturales
Pero si nos atenemos a lo que señala el subtítulo del libro que nos ocupa, Antología de ejemplos sobre el purgatorio, nos podemos detener en la Edad Media, particularmente entre los siglos XII y XIII, donde Jacques Le Goff sitúa lo que denomina “el nacimiento del purgatorio”.1 No es que precisamente por esas fechas el purgatorio haya aparecido de manera espontánea, pues ya se han tratado de hacer inferencias sobre ese lugar en el Antiguo y el Nuevo Testamento; y de manera más directa en textos de San Pablo y de San Agustín, que tan influyentes han sido en el pensamiento cristiano. Sin embargo, entre los siglos XII y XIII, por decirlo así, la idea de su existencia se consolidó y a partir de entonces se difundió de manera sistemática.
Durante los siglos mencionados se vivió en Europa un gran florecimiento cultural y de la Iglesia católica. Entre otros acontecimientos trascendentales, se establecieron las poderosas órdenes religioso-militares, cuyo objetivo principal fue la defensa de los santos lugares, y constituyeron los cuerpos más organizados de las fuerzas europeas en Oriente La orden del Hospital de San Juan de Jerusalén se fundó alrededor de 1070, la del Temple en 1118 y la de Caballeros teutónicos en 1143. De poco después de este último año datan las órdenes mendicantes, llamadas así porque vivirían sólo de la limosna de los fieles cristianos, con la meta de difundir el Evangelio por el mundo. La de los carmelitas comenzó sus actividades en 1150, la de los franciscanos en 1208, la de los dominicos en 1216 y la de los agustinos en 1256. Siglos después, en el XVI, estas mismas órdenes serían las primeras en evangelizar en el territorio novohispano.
Por otro lado, desde fines del siglo XI había comenzado el establecimiento de universidades en Europa con la de Bolonia, que destacó —entre otros motivos— por sus estudios en derecho romano y canónico; la de París, célebre en teología; la de Oxford, famosa por las matemáticas; y la de Salamanca, señalada en las traducciones del hebreo, del griego, del latín y del árabe, consideradas en ese entonces como lenguas sabias. Como sabemos, las constituciones de esta última se tomaron como base para normar la Universidad de México fundada en 1553. El siglo XIII, en fin, fue también la época de santo Tomás de Aquino (1225-1274), el teólogo más importante de la Edad Media, autor de la célebre Suma teológica, en la que busca conciliar fe y razón.
En esos siglos y en varios más, sin embargo, también se vivieron periodos de grandes temores y necesidades en diferentes lugares del viejo continente, por diversas razones. Entre ellas la amenaza bélica de los turcos, que conquistaban territorios cristianos y difundían la doctrina del islam; hubo también escasez de alimentos, especialmente en el siglo XIV, porque la degradación de las condiciones climáticas provocó un repliegue agrícola marcado por la multiplicación de malas cosechas. Para colmo, a mediados de esa misma centuria, entre 1346 y 1353, tuvo lugar la gran peste que cobró la vida de alrededor de 25 millones de personas, un tercio de la población europea. Las calamidades se atribuyeron a un castigo divino porque los hombres se apartaban de la fe.
¿Cómo reaccionaron las autoridades ante esa situación? Contra los turcos se organizaron las cruzadas (1095-1291), cuyo principal objetivo fue conquistar y colonizar Tierra Santa, donde Jesús había vivido, muerto y resucitado y, sobre todo, Jerusalén, que los árabes habían permitido visitar a los peregrinos católicos con cierta libertad, pero que después los turcos dificultaban seriamente con actos sacrílegos en los templos, y crímenes y contra los seguidores de Cristo.
Con respecto a la herejía, “doctrina contraria a los dogmas de la religión católica”, se estableció la Inquisición y en 1238 se comenzó a condenar a la hoguera a delincuentes en materia religiosa. La razón de este atroz castigo fue que la herejía constituía un atentado contra la fe, indispensable para la vida eterna del alma, por lo que debía extirparse de raíz para que no quedara rastro de ella sobre la faz de la tierra. La Inquisición persiguió inicialmente a los cátaros (nombre que viene del griego katharós, puros, ya que así se consideraban ellos mismos), o albigenses, por la ciudad francesa de Albi, donde se encontraba su principal centro de operaciones. Los cátaros combatían, entre otros principios e instituciones eclesiásticos, a los sacramentos y a la jerarquía. Cobraron cada vez mayor fuerza a partir del sur de Francia y el norte de Italia, y llegaron a constituir el movimiento heterodoxo más fuerte de la Edad Media.
En favor de las almas pecadoras —y en beneficio económico de la Iglesia, como lo señala Concepción Lugo en la introducción de su libro— se difundió la idea de la existencia del purgatorio, un “tercer lugar” en el más allá, entre el cielo y el infierno, donde las ánimas expiaban sus culpas por medio del fuego, pudiendo en adelante gozar de la vida eterna en presencia de Dios. Era, pues, un lugar de castigo, pero también de esperanza. Para difundir la idea de su existencia entre la población, frailes de las órdenes mendicantes y clérigos seculares comenzaron por describir los horribles sufrimientos de los espíritus que allí se encontraban. El objetivo era impresionar a los fieles vivos para que intercedieran por las almas a fin de mitigar sus penas y abreviar su permanencia en el purgatorio. Dicha intercesión podía ser por medio de prácticas religiosas o de la obtención de indulgencias, sufragios y otros medios que la Iglesia concedía, entre otros requisitos, a cambio de donaciones monetarias o en especie por parte de los deudos.
Los medios utilizados para difundir la existencia del purgatorio fueron diversos; primero, y por largo tiempo, en sermones apasionados que los predicadores aderezaban con modulaciones de voz, gestos y ademanes que arrancaban lágrimas a los oyentes. También se emplearon textos manuscritos que se leían en voz alta y en silencio, y que igualmente apelaban a la imaginación de los lectores y escuchas. Posteriormente, a estos medios se agregaron los grabados y, a mediados del siglo XV, los impresos que reprodujeron los más diversos textos a una velocidad nunca antes vista. Además de los sermones que se proclamaron de viva voz y por escrito, los padecimientos de las ánimas se describieron en pinturas, estampas y otros instrumentos que también causaron gran impacto. Fue principalmente por estas vías que se representaron asimismo otros horrores.
Jean Delumeau,2 por ejemplo, nos dice a propósito de esas representaciones que “[…] nunca se pintaron en las iglesias tantas escenas de mártires, no menos obsesivas por el formato de la imagen que por el lujo de detalles, como entre 1400 y 1650” Se veía “[…] a santa Águeda con los senos cortados, a santa Martina con el rostro ensangrentado por garfios de hierro, a san Lievin con la lengua arrancada y arrojada a los perros, a san Bartolomé despellejado, a san Vital al que entierran vivo, a san Erasmo con los intestinos fuera.” Y también, afirma Delumeau: “En cuanto al sentimiento de inseguridad, pariente cercano de un temor al abandono, ¿no está explicitado por los innumerables juicios finales y las evocaciones del infierno que han acosado la imaginación de los pintores, de los predicadores, de los teólogos y de los autores de artes moriendi?” Estos últimos eran libros con grabados en los que predominaba una temática religiosa y moral.
Los ejemplos del historiador francés ilustran un largo periodo en el que ya se incluye la época novohispana, y en ese entonces la Iglesia también tenía razones para asustar a los creyentes tanto del viejo como del Nuevo Mundo. Si bien temas relativos a las cruzadas, los cátaros, la escasez de alimentos o las pestes dejaron de ser preocupaciones fundamentales, existían otros peligros latentes. La herejía, por ejemplo, cobró nueva fuerza en el siglo XVI con el movimiento reformista de Lutero, Calvino, Zuinglio y varios más, quienes propagaban doctrinas heterodoxas y encontraban numerosos seguidores en Europa y América. El peligro era tan grande que el Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563, lo combatió de forma radical con disposiciones terminantes. De igual manera, por todos los medios necesarios había que convencer a los fieles para que no se apartaran de la fe, y uno de ellos continuó siendo la divulgación de las terribles imágenes del purgatorio.
A este complejo mundo, todavía poco conocido entre nosotros, de tradiciones que vienen de lejos en el tiempo y el espacio, y que sin embargo perviven actualmente, nos asoma el libro Relatos de ultratumba. Se trata de una antología con cerca de 400 textos breves, europeos y novohispanos, seleccionados de tratados moralistas y teológicos, y que entre muchos otros escritos ejemplares —cuyo fin era normar los comportamientos del cristiano— nos llegaron del más allá durante la época medieval y el periodo colonial de nuestro país.
En la Introducción del libro, la autora explica ampliamente las razones y objetivos de los relatos, su contexto y la estructura de la antología. Los relatos se dividen en dos grandes apartados: “Ejemplos europeos” y “Ejemplos novohispanos”. Son sobre un mismo tema, las ánimas del purgatorio, pero presentan numerosos matices, por lo que se clasifican, a su vez, según el sentido que tenían las apariciones. Las almas se manifestaban para advertir a los fieles sobre los castigos que les esperaban en el más allá, si no corregían su mala conducta; para mostrar las faltas y sus penas, o para guiarlos sobre los medios que tenían para luchar por el perdón de las ánimas. Se aparecían también para agradecer la intercesión que algún fiel había hecho en su favor, o para aportar pruebas a los incrédulos de la existencia del temible lugar de expiación de los pecados.
De tal manera, los relatos nos ilustran sobre distintos aspectos de la historia de la Iglesia, sus prácticas, sus dogmas, sus símbolos, los modelos de conducta que pretendió imponer en esas lejanas épocas y, sobre todo, nos muestra una de las tantas estrategias que la institución eclesiástica ha puesto en juego para mantener su vigencia durante un periodo que rebasa ya los dos mil años.
Además, el libro en su conjunto, con su introducción, las narraciones y las notas aclaratorias que las acompañan, nos acerca a las creencias religiosas de un alto porcentaje de la población no sólo del medioevo europeo, sino también de la Nueva España, del siglo XIX y aun de nuestra sociedad actual.
Por último, conviene señalar que la antología toca aspectos sumamente interesantes de la historia del alma, un tema de la vida cotidiana que como el del cuerpo, la familia, la ciudad o las mentalidades, con nuevos métodos, fuentes y enfoques comenzaron a enriquecer la historiografía mexicana hace apenas algunas décadas.
Sobre el autor
José Abel Ramos Soriano
Dirección de Estudios Históricos-INAH.
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