Este libro recoge diez trabajos a propósito de las normas impuestas socialmente a la conducta de la infancia, así como de las transgresiones a las mismas a lo largo de cuatro siglos. Los textos abordan temporalidades, discursos y espacios socioculturales distintos, que van desde sermones católicos en los siglos XVII y XVIII, calendarios del siglo XIX, revistas de distinta filiación en el siglo XX, recintos públicos de beneficencia y castigo, hasta apuntes familiares, películas y testimonios orales en el seno de una comunidad fabril. Sin embargo, de esta variedad temporal, ideológica y temática se desprende una interesante interpretación de la manera en que en nuestro país se transitó del Antiguo Régimen a la Revolución —o, si se prefiere, del Antiguo Régimen a la modernidad— en los temas concernientes a los niños y los jóvenes. Transición que, como todas las otras en este sentido, distó —o dista— mucho de ser lineal, sencilla y definitiva. Vaivenes, continuidades y persistencias existen a la par de las rupturas secularizadoras que el país experimentó en los siglos XIX y XX. La tradición pervive de alguna manera en la conciencia colectiva a pesar de los embates del laicismo jacobino que se expresó desde las instancias públicas a partir de la Reforma liberal. Los criterios ilustrados, científicos y laicos respecto de la niñez comparten con la Iglesia, por ejemplo, la idea de que la infancia temprana es crucial en la conformación de la personalidad del individuo. Este proceso complejo, esta convivencia de la tradición y la modernidad, aparecen de manera más o menos velada, o más o menos clara, en las páginas del libro.
El primer texto, “La Iglesia católica y la educación del niño (siglos XVII y XVIII)”, de María Concepción Lugo Olguín, nos ubica desde las primeras páginas en los criterios del Antiguo Régimen respecto de la infancia y su formación. Criterios que conforme a los principios tridentinos centraban la educación de los niños en el temor de Dios, sentimiento que, según se consideraba, encerraba el principio de la sabiduría. Los padres eran los primeros responsables de este adoctrinamiento en la moral cristiana y, por lo mismo, de la salvación o condenación eterna de sus hijos. La educación espiritual debía acompañarse del castigo a la naturaleza pecadora del hombre, del cuerpo y los sentidos causantes del vicio, del pecado y de las ofensas a la divinidad. Para templar el cuerpo, la Iglesia recomendaba en sus sermones martirizarlo con ayunos, vigilias, azotes y cilicios.
Los criterios católicos respecto de la infancia no sólo se difundieron desde el púlpito. “Los calendarios de las niñas y de los niños” publicados por el editor Manuel Murguía entre 1859 y 1893, según nos cuenta Laura Herrera Serna, ofrecieron “un librito de divulgación” que destacaría las virtudes humanas, los valores cristianos y la religión católica, contribuyendo a la educación moral de los lectores por medio de chistes, anécdotas, epígrafes, oraciones, máximas, pensamientos y frases célebres, poesía, narrativa y artículos sobre diferentes materias. Referencias a Dios, Jesús, la virgen María, los santos y sus vidas ejemplares estaban siempre presentes en sus páginas. Se trata claramente, de un género de publicación que buscaba, desde el ámbito secular, contrarrestar los efectos de la Reforma liberal y mantener espacios de difusión de los valores religiosos en el ámbito doméstico, especialmente el dedicado a niños y jóvenes.
El Estado mexicano, por su parte, procedió a crear instituciones de asistencia social como la Beneficencia Pública en la Ciudad de México, que —en medio del torbellino de la década revolucionaria y con enormes limitaciones económicas— se las vio negras para satisfacer sus objetivos de enseñanza, protección y formación laboral de los niños a su cargo. Los criterios y reglamentos internos definían la imagen institucional del niño asilado como un sujeto responsable, trabajador, respetuoso, observador del orden y buen ciudadano. David Guerrero Flores analiza en su texto el tránsito de las instituciones de beneficencia desde los ámbitos religiosos, que consideraban un deber cristiano ayudar al pobre y al necesitado, hasta la ideología liberal que consideró necesario inculcar a la población pobre el apego al trabajo y a la educación, el amor a la patria y al orden civilizado. La regeneración social ya no pasaba por el temor de Dios sino por la educación, las buenas costumbres, la formación de hábitos y el trabajo productivo. En el ámbito de la criminología ocurrió otro tanto. María Eugenia Sánchez Calleja nos cuenta, a partir del caso particular de una adolescente homicida, cómo las instituciones de control social funcionaron a partir de bases científicas como la siquiatría, la medicina, la pedagogía y el derecho.
Este espíritu laico aparece también en la revista El Hogar, estudiada por Martha Eva Rocha en su periodo 1913-1921. La revista fue publicada durante veintinueve años, dirigida por Emilia Enríquez de Rivera. Destinada originalmente a un público femenino de clase media ilustrada, la publicación ofrecía temas relacionados con la familia, consejos útiles para el hogar, el cuidado de la salud y la educación de los hijos. Difundió novedades científicas respecto de la maternidad, la crianza y la educación de los hijos dirigidas a “madres modernas”. La educación integral de los niños estaba asesorada por médicos, pedagogos, psicólogos e higienistas, y la práctica médica de carácter científico debía sustituir a los saberes populares, los remedios caseros y las costumbres ancestrales de curanderos. Frente a la educación tradicional en el temor y la culpa, un articulista aconsejaba no consentir “que a sus niños se les domine por el terror, porque ello llevará en sus almas el germen de la superstición, del miedo o de la maldad.” Aunque El Hogar mantenía ciertos criterios tradicionales, como en lo que se refiere a los papeles diferenciados de niños y niñas, hombres y mujeres en la sociedad, su discurso se encontraba libre de imposiciones dogmáticas provenientes del ámbito religioso.
Pero como se dijo al inicio, el proceso de transición a la modernidad no ha sido lineal. El análisis que hace Delia Salazar de un expediente del archivo “Papeles de Familia” muestra —en unos “Consejos para educar al niño”, escritos en la década de 1930 para consumo exclusivamente íntimo y familiar— cómo se mezclan elementos del pensamiento religioso y secular en un conjunto de concepciones y valores sobre la infancia. Se rechaza el fanatismo pero se conservan elementos de la educación tradicional autoritaria, patriarcal y católica. “¿Cómo va a creer el niño, por ejemplo, que es bueno frecuentar el templo y los sacramentos, si ve que sus padres no lo frecuentan sino una vez al año?” —pregunta David Martínez Becerril, autor de los “consejos”.
Otro texto interesantísimo en este sentido es el de María Eugenia Fuentes Bazán a propósito de “Comino, prensa metodista dirigida a los niños (1935-1944)”. Como órgano de la Iglesia Metodista de México, a partir de 1935 Comino buscó educar a la niñez y reforzar sus valores y principios religiosos. Cuentos, himnos, cantos, representaciones, historias bíblicas y la vida del niño Jesús aparecían al lado de elementos de historia y geografía de México, así como de nociones de higiene personal. Es notable cómo un periódico confesional destacaba ciertos momentos de la historia liberal de México y a personajes como Benito Juárez, cruciales para la propia difusión del metodismo en México. Comino incitaba a los niños a que “fueran amantes de Jesús, respetuosos de su credo, de su Iglesia y de su país”. Así, la publicación oscilaba entre su propia propuesta religiosa y la ruptura con la tradición católica, lo que le acercaba irremediablemente al proyecto secularizador de los liberales.
La convivencia de la tradición y la modernidad aparece también en el estudio que Mario Camarena Ocampo hace en torno a los niños obreros de La Fama Montañesa entre 1940 y 1960. Esta infancia trabajadora, sometida a los tiempos y usos de la modernidad industrial, se encontraba sin embargo regida por las actitudes tradicionales del autoritarismo paterno, que incluía golpes y varazos durante la crianza.
Paulina Michel y Julia Tuñón nos guían por las pantallas cinematográficas, donde la contradicción y la convivencia del antiguo régimen y la modernidad perviven. “El abandono de la infancia en Los olvidados”, texto de Paulina Michel, plantea cómo Luis Buñuel expuso en esta película las contradicciones entre la realidad imperante en la infancia miserable y abandonada y el discurso oficial de la época, que alardeaba de progreso y modernidad. Julia Tuñón, por su parte, analiza en “La invención de la adolescencia en el cine clásico mexicano (1954-1962)” la manera en que en los guiones cinematográficos de esta época, centrados en historias juveniles, existía un desfase entre el modelo de modernidad y las posibilidades de su ejercicio social. Sostiene, y esto me parece el eje de su trabajo, que si bien la construcción fílmica de la “adolescencia” se realiza al modo que se considera moderno —es decir, imitando el modelo hegemónico estadounidense—, se preservan los valores de la cultura católica, tributaria de la tradición y con un código moral claramente establecido. Las pantallas, dice, “se convierten entonces en un campo de tensión donde las formas remiten a la modernidad, pero las estructuras a la tradición”.
Este conjunto de textos, centrados en el estudio de las normas respecto a la infancia y la adolescencia y de las transgresiones a las mismas, construye así un discurso interesante respecto de la manera en que la infancia, y no entro aquí en la reflexión acerca de sus límites temporales, ha debido participar en la convivencia social en este complejo periodo histórico caracterizado por un proceso intenso de cambios. Los dos últimos siglos de la historia de Occidente se han distinguido por una profunda transformación en el ámbito del pensamiento. El desarrollo de la ciencia ha contribuido a ello de manera significativa. La secularización de la sociedad es innegable. Y sin embargo, en clara demostración de los procesos de larga duración, la pervivencia de las formas de relación de los adultos con los niños y las normas de comportamiento esperadas de la infancia se aferra en muchos casos, como demuestran los textos aquí reunidos, a los viejos criterios de la tradición.
Sobre la autora
Anna Ribera Carbó
Dirección de Estudios Históricos, INAH.