Miguel León-Portilla, Códices. Los antiguos libros del Nuevo Mundo, México, Aguilar, 2003, 335 pp.

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DA27R3Remotos y diversos han sido los registros que el hombre ha ideado para dejar constancia de las distintas realidades de su entorno y de los sucesos más relevantes de su acontecer. Las más antiguas representaciones datan de la era paleolítica y se encuentran en cavernas de diferentes partes del mundo donde aparecen bisontes y rinocerontes. Resulta poco probable que estas figuras sirvieran únicamente como elementos decorativos; más bien, según sugieren algunos especialistas en el tema, estaban vinculadas con ciertas propiedades mágicas, pues, al parecer, el dibujante adquiría determinados poderes sobre el animal u objeto plasmados.

Según Moorhouse, la escritura pictográfica, que es la más antigua, es también la que menos problemas plantea para su desciframiento por la cercanía que guarda con la realidad representada; sin embargo, si observamos las incipientes pinturas realizadas en Babilonia que aluden al pez, tenemos que la relación entre el animal y su caracterización gráfica no resulta tan clara: lo mismo ocurre con los signos que aparecen en los tan antiguos guijarros azilienses encontrados en el sur de Francia, los cuales no se sabe aún si son únicamente decorativos o numéricos. Lo que intento decir es que en la escritura, desde sus etapas primarias, interviene un cierto grado de convencionalismo entre los miembros que la emplean y sentidos connotativos adicionales que la enriquecen.

Las lecturas actuales que se realizan de testimonios dejados, por ejemplo, en cuevas y vasijas pueden estar, entonces, muy alejadas de la real intención comunicativa con la que fueron elaborados. Ahora bien, si esto sucede con materiales aislados, qué decir de libros completos en los que se plasman temas de mayor complejidad tales como la peculiar concepción que se tiene del universo, los misterios que puede deparar el destino o los hechos acaecidos en una contienda, como sucede en algunos libros antiguos de México.

En el desciframiento de esos testimonios que nos permiten conocer el pasado histórico y cultural de los pueblos mesoamericanos, se requiere, sin duda alguna, la pericia del iconógrafo quien traduce y articula los componentes que conforman las láminas para hacérnoslos comprensibles; pero, si a eso se suma una erudita explicación sobre el significado de esos documentos en la época en que se gestaron, su descripción física y su vinculación con textos similares, resulta que la aproximación que podemos tener de ellos, es, en verdad, reveladora.

Eso precisamente ocurre con el libro Códices. Los antiguos libros del Nuevo Mundo del doctor Miguel León-Portilla. Después de 20 años de tener la fortuna de estar cerca del autor de esta obra, no terminó de asombrarme de los tan variados medios de los que sabiamente se puede echar mano para exponer un tema con tantas aristas como éste; pero quizá lo que me sorprende aún más es la transparencia con que lo hace. Como afirmaba el gran pensador español José Ortega y Gasset: “la claridad es la cortesía del filósofo”, y ésa es la cortesía que, una vez más, nos brinda Miguel León-Portilla.

En el quinto y último capítulo de este volumen titulado “Lectura de algunas páginas de Códices”, Miguel León-Portilla proporciona una pormenorizada interpretación de los elementos que integran los distintos documentos que analiza, en su mayoría de manufactura poshispánica; pero antes de referirnos a la interpretación que el doctor hace de éstos, es necesario detenernos brevemente en algunas de sus características.

Estos manuscritos figurativos a los que el barón Alexander von Humboldt en el siglo XIX dio en llamar códices, se confeccionaron principalmente en papel amate, pero también se plasmaron en otro tipo de material hecho de fibra de maguey y en pieles de venado que se plegaban sucesivamente a manera de dobleces, aunque también se disponían como rollos y lienzos.

Desafortunadamente sólo se conservan quince códices provenientes de las regiones mixteca, maya y de la región central, confeccionados entre los siglos XIV y XVI; es decir, que estos libros antiguos se elaboraron antes y después de la Conquista; sin embargo, los que se diseñaron posteriormente, se apegaron a los caracteres glíficos de aquellos anteriores, e incorporaron, además, algunos elementos procedentes del Viejo Mundo. Los nombres que ostentan son de quienes los poseyeron, como el Códice Nuttall o el Tonalamatl de Aubin, o bien de los lugares donde se conservan: Vaticano B o Matritenses. Estas referencias aparecen claramente en el volumen que venimos comentando, así como una espléndida reproducción de algunas láminas que conforman estos códices.

Las lecturas que de estas auténticas obras de arte se pueden realizar, tienen que ver con la variabilidad que supone los enfoques de sus distintos lectores; actualmente la crítica literaria -aludiendo por supuesto a los textos realizados en escritura alfabética-, insiste en esa diversidad de acercamientos a un mismo escrito que depende de los diferentes destinatarios; no obstante, estas modernas teorías, como tantas otras más, están inspiradas en reflexiones anteriores; desde la Antigüedad se decía ya que nunca se “lee dos veces un mismo libro”. Su interpretación tiene que ver, pues, con la particular mirada de cada lector, incluso, en circunstancias diversas; pero lo anterior, de ninguna manera, implica que no existan valores denotativos generalmente acordados para la lectura de los distintos signos.

Miguel León-Portilla, en los primeros capítulos de su más reciente investigación, comenta el especial aprecio que los indígenas tenían por sus libros; en este sentido recuerda, por ejemplo, la consulta que hizo Cuauhtémoc de un tonalámatl que le vaticinó el fatídico final de los mexicas, o la constante remisión a aquellos libros que reunían la interpretación de los sueños, los temicámatl. León-Portilla alude, incluso, a la existencia de archivos que albergaban distintos géneros de manuscritos y cuya lectura estaba reservada a los sacerdotes -si se trataba de textos sagrados-, o a sabios y funcionarios -si correspondía al desciframiento de pictogramas relativos al origen del mundo, al linaje de los señores o a los tributos que se debían pagar.

En este caso no atañe ni a un funcionario ni a un sacerdote sino a un tlamatini, a un sabio, al doctor Miguel León-Portilla, la lectura que seguiremos de una de las láminas elegidas de estos códices que, como mencioné anteriormente, aparecen en la última parte del volumen; se trata de un manuscrito de la región del altiplano cuya datación corresponde al periodo colonial: el Códice Telleriano-Remense conservado actualmente en la Biblioteca Nacional de París. Su contenido es diverso, pero el dibujo al que aquí nos referiremos concretamente alude a un episodio histórico de gran resonancia conocido como “la guerra del Mixtón”, en la que los indios caxcanes y zacatecos se levantaron en contra de los encomenderos; en esta sublevación, acaecida en Zacatecas y Jalisco entre 1541 y 1542, murió Pedro de Alvarado.

He querido traer a colación esta lámina aquí por la gran diversidad de registros y elementos que se incorporan. El doctor León-Portilla alude a la descripción física del manuscrito (consta de 55 hojas en papel europeo); la referencia a su propietario (el arzobispo de Reims, Charles Maurice Le Tellier); el repositorio en el que actualmente se localiza, y por supuesto, el contenido general del códice conformado por tres partes: la primera trata sobre las 18 veintenas del año, la segunda sobre la cuenta astrológica del tonalpohualli y la tercera es una narración histórica y mítica del pueblo mexica; en esta última se inserta el dibujo elegido para comentar aquí.

Además de la explicación pormenorizada de los componentes glíficos para aludir a fechas calendáricas, antropónimos y topónimos, y de los componentes pictóricos, como la figura del sol (Tonatiuh) para referirse a Pedro de Alvarado (folio 46 r), el doctor advierte también la inserción de otra clase de registro que aparece igualmente en la escena; se trata de una glosa en castellano que traduce los elementos pictoglíficos incorporados en el cuadro.

Pero la explicación no termina aquí; para lograr una interpretación más amplia y puntual de los hechos narrados a través de estos distintos códigos, Miguel León-Portilla contrasta la información de este episodio bélico con la contenida en otras fuentes, como el Lienzo de Tlaxcala, el de Tlatelolco y la Tira de Tepechpan; esta lectura paralela permite visualizar con mayor precisión el significado de la lámina analizada.

Aunque fueron muchos los códices antiguos del Nuevo Mundo que no lograron sobrevivir a los embates de algunos conquistadores, otros, sin embargo, perduran hasta nuestros días gracias al rescate que de ellos hicieron los propios indígenas y algunos frailes convencidos de su enorme valor. Hoy, para nuestra fortuna, conocemos su paradero y su composición por el estudio que de ellos han realizado notables investigadores mexicanos y extranjeros, y por los diversos catálogos que se han elaborado y sobre los que da cuenta precisa el doctor León-Portilla en la parte final de su libro Códices. Los antiguos libros del Nuevo Mundo; aunque limitado a unos cuantos, también podemos tener acceso de manera directa por la publicación que de muy pocos de ellos, por cierto, han hecho distintas instituciones y editoriales. Pero, para poder comprender en toda su dimensión la importancia de estos invaluables testimonios, se requiere necesariamente de un claro y pormenorizado comentario de cada uno de ellos, como los que se concentran en este volumen, que sin duda se convertirá en un clásico de la historiografía mexicana.

Sobre la autora
Pilar Máynez
ENEP ACATLÁN/UNAM.

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