Ente libro abre una nueva ventana al universo de los pueblos mesoamericanos y de la imagen que ellos mismos se construyeron como vasallos del rey de España. La investigación se inscribe en el estudio de los llamados “códices coloniales” producidos en las comunidades indígenas, y se trata de narraciones plasmadas sobre un soporte plano para su materialización, preservación, consulta y difusión. Con hondas raíces en un milenario sistema de escritura pictográfica que distinguió a la civilización mesoamericana del resto del mundo precolombino, este excepcional género pictórico-literario se transfiguró cuando las sociedades autóctonas se sobrepusieron a su cruenta conquista e inminente incorporación al imperio español.
A partir de entonces, dicho legado cultural quedó inmerso en un proceso de paulatino desuso de los códigos escriturales prehispánicos para adoptar otros. Los textos de antaño mutaron en relatos sobre el sentir del sometimiento a la Corona española y sus implicaciones. Con pinceles, pigmentos, colorantes y estiletes en mano, los escribanos indígenas se abocaron a representar, ahora y ante todo, la conmoción de la derrota y la coercitiva adaptación de sus colectividades al régimen colonial.
De intérpretes de dioses e interlocutores de reyes, los tlacuilos pasaron al dibujo de su sociedad colonizada. Renovación de la narrativa escénica donde los jefes dinásticos sobrevivientes, y aquellos herederos de su señorío, jugaron nuevos papeles protagónicos en el progresivo acotamiento de sus poderes vitalicios y transmisibles, al pasar por el tamiz de los nuevos gobiernos municipales. Como tela de fondo de esta recomposición social y reacomodo de lealtades indígenas bajo el peso del colonialismo, una densa masa de macehuales fue concebida por indios nobles y colonos blancos, a la par, como reserva estamental de energía humana explotable, en la escala más baja y pauperizada del edificio social.
Hasta en las pictografías indígenas de la más temprana época novohispana, con el empleo de las convenciones icónicas de origen y las unidades gráficas de significación lingüística todavía poco contaminadas, los amanuenses que trascendieron la invasión, o sus discípulos, se vieron compelidos a plasmar la historia de las complejas civilizaciones precortesianas. Reconstruir la organización política y económica de los antiguos estados indígenas para revertirla en beneficio de la empresa colonizadora, así como desentrañar las religiones paganas con miras a su destierro, fueron el fin último que las nuevas autoridades civiles y eclesiásticas confirieron a esos codiciados documentos nativos.
No es difícil imaginar que estos primeros “papeles étnicos” hayan sido pintados por sus autores con profunda nostalgia y resignación. Sentimientos que debieron guiar la mano de los pintores indios al recrear la hegemonía de los antiguos reinos con sus flujos y géneros de tributos, o al esbozar a sus deidades de influjo calendárico bajo la consigna de ser máscaras de la maldad.
Empero, también fue inmanente en los hacedores de “libros pintados” la intención de desplegar los logros civilizatorios de los ancestros, para así reivindicar el reconocimiento de sus etnicidades primigenias. Las historias pictografiadas fueron, en consecuencia, los medios por antonomasia que los indios novohispanos utilizaron para negociar una amparada posición en el nuevo orden establecido. En otras palabras, esta conciencia de alteridad que los vencidos infundieron en signos y colores proclamó la preservación de su mundo adecuado a la adversidad, así como el tendido de puentes con el exterior para tratar de lograrlo bajo la perspectiva de su sujeción.
Los lienzos de San Juan Cuauhtla, objeto de este minucioso trabajo, son otro admirable botón de muestra. Expresiones singulares de un género documental en continua transformación estilística y escritural bajo la administración española, estos documentos nos revelan, a través del estudio de Sepúlveda, el desarrollo de los sistemas autóctonos de comunicación visual y lingüística en tanto extensiones de las estructuras mentales de quienes los confeccionaron. De ahí su alta estima como valiosas manifestaciones plásticas y testimonios textuales de una época.
Una evidencia se desprende de la lectura del presente libro: los lienzos cuauhtlenses, el original de fines del siglo XVII y una reproducción cuya hechura está ubicada por la autora en la primera mitad del siglo XVIII, fueron concebidos en el seno de un diminuto pueblo indio hablante de un viejo náuatl dialectal enclavado en una multiétnica porción de la Sierra Madre Oriental, al sureste de Puebla. Ambos documentos obedecen al mismo proceso histórico que determinó a casi todo este corpus novohispano. A saber, aquel en el que los glifos de la semántica escritural prehispánica terminaron entrelazados y después subordinados a glosas manuscritas por los propios indios en sus lenguas aborígenes, admirablemente adaptadas a la fonética y glotografía del alfabeto castellano.
Los lienzos que este libro saca a la luz son resultado de dicha transculturalidad discursiva; ejemplos de la amplia gama de textos pictográficos y literarios, paralelos pero complementarios, que los indios mesoamericanos continuaron estampando sobre pliegos de fibras naturales como cortezas de árbol, algodón, maguey, o pieles curtidas de cérvidos y otros animales. A estos soportes tradicionales pronto vino a añadirse el papel europeo, textiles vegetales del viejo mundo y cueros de ganado menor implantado desde la península ibérica, en una recurrente carga de aculturación. Este es el caso del lienzo original de Cuauhtla fechado en 1690, el cual se ejecutó en tela de lino transportada “probablemente de Flandes”.
Otra característica compartida por estos documentos, que cautivaron el ánimo indagatorio de Sepúlveda y alentaron su entusiasmo para difundirlos, es el tipo de relato glifiado que pronto se permeó de un obligado discurso de indulgencia sobre la bienaventuranza de la fe católica o las bondades de la sumisión a la Corona española. Su contenido inherente alude a la revalidación colonial de los derechos naturales y patrimonios de los señores quauhteca. Esto como recompensa a su posternación ante Carlos I de España, y a la implícita cesión de parte de sus “tierras de terrazgueros” para la fundación del nuevo “pueblo de indios” con jurisdicción y bajo todo “orden y policía”. Diligencia, ésta, tan exaltada en muchos otros códices coloniales donde abunda la agraciada concesión real de tierras comunales, la genealogía de los linajes nobles que secundaron las fundaciones, las familias gobernantes que los sucedieron y el conjunto de unidades domésticas bajo su autoridad.
Al igual que todos los de su género, los lienzos de San Juan Cuauhtla constituyen verdaderos privilegios de la apreciación histórica al refractar como un juego de espejos los cambios operados en su sociedad india colonial. Únicos exponentes conocidos de la heurística nativa procedente del área de elevaciones montañosas y quebradas en la colindancia de Puebla con Oaxaca y Veracruz (región donde confluyeron migraciones nauas, mazatecas, popolocas y mixtecas en estrecha coexistencia), los lienzos contienen su propia historia fundacional embebida de orgullo identitario.
El estudio resalta el emblema de la casa real de los Habsburgo estampado en la sección central de los lienzos. Más conservado y completo en la segunda versión, el águila de dos cabezas con tocado imperial y majestuosa envergadura desplegada de frente enaltece el fin de la ardua migración que los antepasados emprendieron; esfuerzo dignificado con la apoteótica fundación de Cuauhtlan como altepetl prehispánico, y reconocimiento exaltado con su “refundación” como república india de la monarquía española en el reino de la Nueva España. Consecuente valor intrínseco el de los lienzos sobre la posesión de sus tierras comunales, confirmadas por merced del rey en medio de ese valle montuno.
En pormenorizada sucesión de huellas humanas y sus trayectos, las pinturas representan la migración conducida entre elevaciones orográficas, manantiales, pozas y ríos como referentes de su peregrinar. Un rodeo en el itinerario permite el reconocimiento limítrofe de su tierra prometida, así como la toponimia de los sitios circundantes con los que compartió frontera. El meollo de la trama es la internación de los caminantes nauas en ese territorio. Como corolario de la sucesión de altepetl por ellos fundados, se ensalza el establecimiento final de Cuauhtla y los ritos de su posesión como espacio sacralizado. En ese último destino se erige el templo de San Juan Bautista con la santa cruz sobre su campanario, símbolo de consagración al catolicismo de sus habitantes.
El volumen ofrece la siguiente estructura: el primer capítulo se denomina “Breve reseña histórica de los Lienzos de San Juan Cuauhtla”. Engañoso título si consideramos que en apenas dos páginas y media la autora describe únicamente, y en forma sucinta, las circunstancias administrativas y los litigios agrarios por los que ambos lienzos fueron sustraídos de su comunidad de origen al mediar el siglo XX. Proceso que por fortuna concluyó en su adecuada custodia en dos de los más importantes repositorios documentales de la ciudad de México.
El capítulo dos sigue la pauta de la antropología social y, con observación participante incluida, nos transporta a la pequeña comunidad de San Juan Cuauhtla tal y como lucía en las décadas de 1980 y 1990. Abundancia de datos actuales sobre el entorno natural, la geografía humana y la división política del área de estudio.
A trescientos años de la elaboración del lienzo original de San Juan Cuauhtla, en las postrimerías del siglo XX la comunidad se mantenía perdida al interior de ásperas montañas. El accidentado relieve y los densos bosques de pinos y encinos sobre pronunciadas laderas y barrancas le conferían el sombrío nombre de Sierra Negra. Sepúlveda narra que este aislamiento geográfico no fue paliado sino hasta 1984, cuando la intervención del gobierno se limitó al desbroce de una red de brechas que la autora cruzó personalmente para constatar que seguía siendo más propicio transitarla a lomo de bestia o a pie; mismos y exclusivos medios de transporte hacia el mundo exterior durante centurias. Ante sus ojos apareció la comunidad, páramo yermo y muy deshabitado debido al éxodo de la mayoría de la población masculina en condiciones de trabajar. Una secular precariedad económica, aunada al incontenible deterioro de los ecosistemas y la marginalidad cultural de su gente, fueron la explicación.
Esta sección del libro da especial énfasis a la involución étnica en ciernes de los grupos nativos durante los años recientes. En cuanto a la determinación lingüística de las etnicidades involucradas en la región, la lengua popoloca era la más próxima a su extinción. Continuo era el acoso e inhabilitación de las tierras comunales, y abandonadas por no redituables se encontraban las tradiciones artesanales que por centurias habían ocupado a la población. Definitiva era la desaparición de las mayordomías en las fiestas del santo patrón. La pérdida de usos identitarios como el típico vestido femenino, o de costumbres ancestrales como los consejos de ancianos desplazados por minorías bilingues, ladinas y mestizadas en los cargos públicos, no hacían más que confirmar la avanzada disolución de las fronteras étnicas.
Tan desolado panorama de desindianización en nuestros tiempos funge en el libro como parámetro contemporáneo de un sostenido detrimento comunitario desde la época colonial. Marco explicativo de la necesidad imperiosa de los cuauhtlenses en exhibir sus antiguas pictografías como pruebas judiciales frente a la expropiación ilegal de sus tierras comunales, cada vez más desatendidas, en el contexto de varios litigios agrarios desde el siglo XIX hasta bien entrado el XX.
El capítulo tercero aborda los antecedentes precortesianos con una exhaustiva revisión de las etapas prehispánicas sobre las amplias llanuras del valle de Tehuacán y las regiones serranas aledañas. Se parte de la eclosión de la vida aldeana con la pionera domesticación de las plantas comestibles y las primeras culturas formativas, para después evocar las grandes influencias que convergieron como tenaza en el área durante el Clásico, con Teotihuacan por el norte y Monte Albán por el sur.
Se llega al siglo XII d.C. con la incursión de crecidos flujos nauas de filiación nonoalca chichimeca. En marcha a raíz de la debacle tolteca, la migración descendió la meseta poblana hacia el sureste por el curso de un pasaje natural, que en suave y longitudinal pendiente desemboca en una cañada que se interna por la Mixteca Alta. Esa alternancia de llanuras, irrigadas por un río a todo su largo y cuyo camino se abre entre altas cordilleras que lo flanquean por ambos lados, estaba convertida en una importante arteria comercial, paso de emisarios y guerreros. De su extremo septentrional al opuesto en el mediodía, la región abarcaba desde los confines meridionales del valle de Tecamachalco, con el arranque ya en descenso del valle de Tehuacan, hasta Quiyotepec muy internado al sur, en lo que sería el territorio del obispado oaxaqueño de Antequera.
En este escenario los nonoalca interactuaron con grupos popoloca en la disputa por el espacio y la fundación de sus respectivos reinos, que coexistían al momento de la invasión española.1 Los más relevantes estados étnicos que se distribuyeron ese importante corredor natural, así como las laderas montañosas adyacentes, fueron el reino de Chiyapolco de preponderancia popoloca; el de Teouacan bajo dominio naua; el reino popoloca de Tzapotitlan; el naua de Cozcatlan, y el de Teotitlan, estado bajo hegemonía igualmente naua en el extermo sur. Culminación de este capítulo es la expansión mexica y sus consecuencias en la región.
No obstante, entre una profusa descripción de cultos, deidades y ritos religiosos de los más documentados altepetl de la zona, la autora no avanza indicio sobre la posible existencia, en las postrimerías precortesianas, del altepetl o señorío de Cuauhtla como integrante de alguno de los centros de poder identificados en esta área geográfica.
No es sino al inicio del cuarto capítulo, abocado al desarrollo colonial en el área de estudio, donde se asevera — como contexto de la conquista— que al momento del contacto con los españoles toda la región serrana se encontraba integrada en bloque al gran altepetl de Cozcatlan. Afirmación cuya fuente omitida torna debatible.
Lo que la autora sí consigna con acierto es que la población aborígen del amplio territorio de Cozcatlan fue tempranamente cedida en encomienda al conquistador Diego Gutiérrez. De ahí que ella presuma a San Juan Cuauhtla como parte, junto con los demás pueblos de la Sierra Negra, de “los 22 barrios de Cozcatlan” que conformaron dicha concesión real. El libro reporta que esta concesión fue recuperada por la Corona en mayo de 1534, para de inmediato elevar esta cabecera a sede de uno de los primeros corregimientos de la Corona en toda la comarca. Comprensible elección si consideramos la estratégica ubicación del antiguo reino cozcateca y de su capital en el centro mismo del referido corredor natural erigido en ruta comercial y de comunicación. Este hecho lo convertía en eslabón fundamental de dicho eje con intenso tránsito de personas y mercancías. Creemos que fueron estos hechos en la Nueva España temprana los que indujeron a Sepúlveda a pensar que toda la Sierra Negra estaba regida por el reino de Cozcatlan en la preconquista.
Ya Peter Gerhard documentaba para esta misma región cultural, compuesta por un mosaico de etnicidades y sus estados integrados, la existencia de otros altepetl autónomos más allá de las crestas de la Sierra Madre Oriental, a donde también se aventuraron flujos nonoalca chichimeca. Entre ellos menciona a Zoquitlan, reino naua que gozaba de independencia política con respecto a los estados dominantes del valle, incluyendo a Cozcatlan. Encaramado casi en lo más alto de las vertientes boscosas volcadas hacia el levante, Zoquitlan ocupaba todas esas faldas de las montañas y comprendía algunos señoríos establecidos ya sobre las primeras llanuras en la franja litoral del Golfo. La organización política de dicho reino debió corresponder al control que ejercía en el intercambio de las abundantes riquezas provenientes de las húmedas planicies tropicales de la costa, con Cozcatlan y los demás estados insertados en medio del tráfico de mercancías que iba y venía del altiplano a la Mixteca.
Gerhard afirma que la Corona se reservó la mitad de Zoquitlan y otorgó la otra mitad al encomendero Francisco de Montalvo a fines de la década de 1530. Sepúlveda va más allá, y entre las caracterizaciones de las encomiendas regionales añade que se trataba de un segoviano que participó en la conquista de Pánuco, remunerado con puestos administrativos y las mitades de Zoquitlan y Acoltzinco (otro altepetl en la Sierra Madre), aunque eterno quejoso de la precariedad de sus tributos. Dato importante del estudio es que para 1545 Zoquitlan, en tanto posesión real, es ya registrado como corregimiento escindido del de Cozcatlan. Sin embargo, Gerhard hace una revelación no constatada por Sepúlveda al detallar que hacia 1570 Zoquitlan comprendía cinco pueblos dependientes, entre los que se contaban como los más importantes a Coyomeapan y Cuauhtla en las altas laderas montañosas de la Sierra Negra, y a Mazatzonco y Tlacotepec en las bajas cañadas de clima tropical.2 De hecho, Sepúlveda incluye un mapa de 1596 que acompañaba la petición de una mujer española sobre merced de tierras en San Juan Quauhtla, pueblo referido claramente como “estancia de Zoquitlan”, y a Zoquitlan como “pueblo y cabecera”, ambos unidos por un camino con el pueblo de Coyomeapan de por medio.
En la consulta de la Historia tolteca chichimeca, imprescindible y fidedigna obra pictográfica de Quauhtinchan, que en uno de sus pasajes relata la historia de toda esta región, la autora no consideró una serie de párrafos fundamentales para acreditar la existencia de Zoquitlan como estado prehispánico. El hilo comienza a dehilvanarse con la fundación del reino de Tzoncoliuhcan (Zongolica). Ya colonizado el valle con el establecimiento de Teouacan y Cozcatlan, una rama de la migración cruzó la Sierra Madre Oriental, y casi en las bajas llanuras de Veracruz fundó este importante reino que irradió hegemonía en toda la sierra. Su relevancia en el documento estriba en que es el único altepetl que registra la pareja fundadora de su dinastía y su descendencia por tres generaciones. Todos ellos, señores que van conquistando la inmensa cordillera hacia el sur, basados en el precepto de la ascendencia suprema del rey de Tzoncoliuhcan, estado ya consolidado como principal centro de poder en las vertientes hacia el litoral marítimo del Golfo y el comienzo de las planicies extendidas hacia al horizonte.
Resalta en la narración quauhtinchantlaca la fundación de las heredades señoriales de los dos hijos del tlatoani Tlamaca, el supremo señor tzoncolihcatl y portador del título de xicontencatl o capitán de las huestes del reino. Ellos son Ome Miquiztli Nequametl, señor que se establece en Zoquiyapan sobre un elevado valle de la sierra de Oaxaca, desde donde se efectúa la fundación de Teotitlan y la conquista de Quiyotepec como fortificado punto de avanzada que “se fue a cercar” frente a la región mixteca; y Ome Quauhtli Itzcouatl, investido teuhctli de Zoquitlan, primer mandatario de este importante reino montañés, cuyo establecimiento marca una nueva distribución señorial de los nonoalca chichimeca sobre ese inconmensurable espacio.3 El reino de Zoquitlan no fue considerado por la autora a pesar de su mención, entre otras cosas porque el propio Kirchhoff también olvidó ubicarlo en su mapa sobre los asentamientos nonoalca de la región, que Sepúlveda reproduce.
El hecho de que Zoquitlan haya sido tempranamente un corregimiento del rey de España denota su trascendente pasado prehispánico. Una constante colonial fue que, grosso modo, la institución jurisdiccional del corregimiento se amoldara a las demarcaciones de los originales altepetl autónomos más influyentes y dilatados. Bajo esta perspectiva, la jurisdicción real de Zoquitlan reflejaba, como institución de la Corona, la estructura casi intacta del estado nonoalca chichimeca sobre el que se implantó. Así, esta cabecera se convirtió en sede tanto del magistrado real como del gobierno étnico de corte municipal, controlado en un principio por la nobleza india. Cuauhtla, por su parte, si asumimos que constituyó uno los pequeños señoríos integrantes del reino, adquirió ahora el rango subalterno de pueblo sujeto administrado por oficiales extraídos de las jefaturas étnicas locales, pero subordinados al cabildo indio de la cabecera.
Incluso la organización eclesiástica de la colonia corroboró la referida dependencia cuando en 1681 fue erigida la parroquia secular de San Pablo Zoquitlan: en un nítido y preservado mapa que ilustra este proceso en el presente volumen, San Juan Quauhtla figura como una de sus visitas. Así de paradójico es un mapa confeccionado por la autora incluido en este capítulo, donde se señala a Zoquitlan bajo la simbología de encomienda y corregimiento, pero sin indicación temporal, cobertura geográfica y asentamientos dependientes directos.
Sabemos que las jurisdicciones coloniales nunca fueron estáticas en el devenir de la Nueva España, y en su vaivén cronológico el corregimiento al que pertenecía el pequeño pueblo de Cuauhtla ya tenía por 1690, año en que se fechó su primer lienzo indígena, casi medio siglo de haber sido absorbido por la más relevante jurisdicción de Tehuacán. Asimismo, de acuerdo con las fuentes de Gerhard, no pasarían ni cuatro décadas para que su iglesia y santo patrón tuvieran que reconocer, en 1729, la jerarquía episcopal otorgada al pueblo limítrofe de Santa María Magdalena Coyomeapan al transferir ahí la sede del curato (Sepúlveda sólo registra la restitución de Zoquitlan como parroquia en 1778). El mayor dinamismo y población de Coyomeapan, original visita de Zoquitlan, influyó en su instauración como nueva cabeza parroquial de la región. Superioridad clerical y colindancia hicieron de esta cabecera un acérrimo rival de Cuauhtla en cuestión de límites y mojoneras.
Desapercibidas las particularidades de estas entidades políticas y sus pulsantes demarcaciones, el trabajo carece de una sintética secuencia cartográfica sobre la organización política y eclesial abarcadora del pueblo colonial de Cuauhtla en específico, y sus ajustes en la escala jurisdiccional a través del tiempo.
Las erecciones parroquiales siempre necesitaron consolidarse en el dominio de la autonomía política, y viceversa. Un estatus parroquial ya adquirido solió ser argumento de peso en los expedientes judiciales para cimentar las pretensiones separatistas de los pueblos sujetos con respecto a sus cabeceras de república de indios. Esta es la lógica de las tendencias coloniales, deducida de la generalidad de los casos registrados, y recurso hipotético en la reconstrucción de este tipo de fenómenos históricos para un pueblo rústico y marginado como San Juan Cuauhtla. De él prácticamente no existen investigaciones previas que lo hayan abordado, y sus testimonios manuscritos son opacados por la carestía.
Ya con una feligresía propia, la siguiente reforma emprendida por Coyomeapan en algún momento desconocido debió estribar en su independencia de la república de indios de Zoquitlan. El pueblo de Cuauhtla habría sido tomado, entre otros, como pueblo sujeto del nuevo ayuntamiento, en una sumisión involuntaria que tantos enfrentamientos le habrían de deparar con su nueva e impuesta cabecera.
Sepúlveda establece que con la aplicación de la constitución política de Puebla, en 1861, se crearon los municipios de Zoquitan y Coyomeapan como parte de los 13 municipios en que se dividió el distrito de Tehuacán. No obstante, esta restructuración administrativa debió observar en gran medida la división política prevaleciente desde fines de la colonia.
La mayor confusión que subyace en el libro se suscita al afirmar que esta enmienda municipal de mediados del XIX afectó a San Juan Cuauhtla al perder doce pueblos por ser agregados a dichos dos municipios. Por esta acción, según el texto, el pueblo creador de los lienzos dejó de ser uno de los principales centros regionales. Aquí se considera a Cuauhtla como un municipio previo a la reforma de 1861, con pueblos sujetos que irrefutablemente pertenecían de antaño tanto a Zoquitlan como a Coyomeapan. Por extrapolación, el estudio también asume a Cuauhtla como república colonial de indios, predecesora del municipio decimonónico en los distritos indígenas. Hasta que nuevas evidencias indiquen lo contrario, Cuauhtla siempre fue una dependencia, primero de Zoquitlan y después de Coyomeapan, siendo actualmente una de las “juntas auxilares” de esta última, como bien lo consigna la autora. Creemos que es la máxima categoría jurisdiccional que ha podido alcanzar.
Quizá esta elucubración se originó al conjeturar que los asentamientos que aparecen en la periferia del lienzo de 1690, y copiado, años después, representaban a pueblos sujetos de Cuauhtla y no sólo aquellos con los que compartía linderos. Al ser reproducción de un documento más antiguo, la pictografía muestra la alineación de topónimos bajo el característico estilo de “estaciones de tren” con que los códices prehispánicos y los coloniales tempranos registraban los límites de los pueblos y sus tierras. Pero incluso no todos los lugares recorridos por las improntas de pies internados en el espacio medular de las pictografías corresponden a dependencias de Cuauhtla. Es revelador que el primer asentamiento en esa ruta sea su primera cabecera Zoquitlan, y el último, anterior a la fundación de San Juan Cuauhtla, nada menos que Coyomeapan (o Coyometeopan), subsecuente centro político y administrativo.
Ciertamente, en el contexto de las repúblicas de indios algunos pueblos sujetos de importancia podían tener dependencias menores o estancias vinculadas pero dispersas. Con todo, la abrupta fragmentación que aquí se plantea para Cuauhtla, en sus términos jurisdiccionales por la reforma municipal de 1861, representaría una afectación correspondiente a una república indígena en su conjunto y no a la de un “pueblo sujeto con sujetos”. En síntesis, el libro mantiene bajo el velo del enigma el estatus jurídico de Cuauhtla en la época colonial.
Hemos insistido en esta revisión cronológica de jurisdicciones porque de ello se desprende la ya secular y hostil dependencia de Cuauhtla con respecto a Coyomeapan, y dicha subordinación deriva en uno de los relatos aportadores del libro. Nos referimos a los litigios por tierras entre estos dos pueblos limítrofes, en cuyo marco se verificó la utilización judicial de los lienzos cuauhtlenses ya entrado el siglo XX. Irónicamente, este fue el motivo que reportó a los cuauhtlenses la desposesión definitiva de sus pictografías, razón que también explicaría la extracción de la mayoría de documentos indígenas localizados hasta ahora fuera de sus comunidades de origen.
Despojo de tierras contra despojo documental: la ambivalencia de un litigio agrario
Acorde a su género documental, los lienzos de San Juan Cuauhtla se concibieron como testimonio legal de un pasado donde la ocupación de un ámbito geográfico y la ascendencia étnica fueron legítimamente esgrimidas en el marco jurídico español. Ello obedece a la naturaleza instrumental de estos papeles que, plenos de colores y figuras, fungieron como pruebas judiciales para funda mentar reivindicaciones étnico-territoriales y denunciar los excesos de agentes extracomunitarios en los tribunales novohispanos.4
La obra de Sepúlveda confirma que las pictografías cuauhtlenses expresaron, desde el momento de su confección y durante generaciones sucesivas, la aspiración de sus creadores en honrar a sus ancestros, legitimar la fundación de su pueblo y defender la posesión de sus tierras. Desde mediados del siglo XVII, y en lo más álgido de la despoblación masiva de indios por la mortífera conjunción de epidemias, hambrunas y sobrexplotación de su mano de obra, esta realización de pliegos y libros pintados se tornó compulsiva por el creciente asedio de las tierras abandonadas. Lo mismo ocurriría con la gestación de relatos literarios, por lo general manuscritos en lenguas nativas con caracteres latinos referentes a un pasado legitimador del presente siempre en entredicho, conocidos como títulos primordiales.
De esta manera, las historias étnicas reconstruidas en su dimensión plástica y literaria fueron instancias de amparo en los juzgados ante el debilitamiento de la ancestral jurisdicción de las entidades políticas indias, la canalización de sus autoridades comunitarias y la vulnerabilidad de sus sistemas de gobierno.
El presente libro corrobora la utilización judicial que las comunidades, incluso las más diminutas y marginales, confirieron a estos documentos coloniales en pleno siglo XX. Ciertamente era una ventaja poseer alguna de estas pictografías o algún título primordial en calidad de testimonios de antiguos derechos territoriales reivindicados como auténticos, prestos a contrarrestar cualquier agresión del exterior. El trabajo de Sepúlveda constituye otro contundente caso de la amenaza latente que se cernía, y aún se cierne, sobre esos documentos primordiales al ser objeto de codicia por parte de los procuradores de pueblos vecinos, apoderados de haciendas y demás agentes foráneos que dirimían litigios contra la integridad territorial de las comunidades dibujadas en ellos. Su eventual sustracción del ámbito comunitario o su declarado secuestro son acciones delictivas muy frecuentes, que persiguen desproveer a los pueblos de sus acervos documentales y así borrar todo sustento en las argumentaciones judiciales para su defensa. Así sucedió con los títulos primordiales de San Juan Cuauhtla, que funcionaban como respaldo literario de los eventos plasmados en los lienzos que, a su vez, franquearon las fronteras de su pueblo por causas contenciosas para nunca más retornar.
La narración del presente libro nos lleva a fines del siglo XIX, cuando varios pueblos colindantes, principalmente los adscritos a otros municipios, perpetraron despojos de tierra a Cuauhtla. Entre ellos Coyomeapan, su propia cabecera, cuyas máximas autoridades municipales ejercieron su superioridad jurisdiccional para presionar a los jefes ejidales de Cuauhtla y obtener como préstamo temporal los títulos primordiales que los amparaban. Bajo probable pretexto de algún cotejo, el valioso expediente desapareció sin ser devuelto a sus legítimos dueños y desprotegido quedó el camino a la usurpación. De estos abusos de poder surge la animadversión que aún hoy día alimentan los cuauhtlenses hacia los habitantes de Coyomeapan, a quienes se refieren con el despectivo epíteto, recogido por Sepúlveda, de “coyotes”. En respuesta, los de la cabecera no bajan a los de Cuauhtla de despreciables “cacomixtles”.
Según el texto de Sepúlveda, no fue sino hasta 1948 que los cuauhtlenses, persuadidos de antemano por una maestra rural del pueblo sobre el palpable valor jurídico de los lienzos, decidieron presentarlos físicamente al Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización en la Ciudad de México. Intentaban con ello iniciar un proceso de restitución, sin mayores resultados, y ahora la responsable de la pérdida documental fue la burocracia capitalina, sorda a los insistentes reclamos de devolución de las pictografías.
El capítulo cinco es una breve pero consistente descripción de la posesión y tenencia de la tierra en la colonia, su distribución por funcionarios coloniales, las mercedes reales de tierras realengas, el recurso de composición como medio para legalizar las tenencias, etcétera. Especial acento se pone sobre las tierras indígenas de propiedad comunal (común repartimiento, montes, pastos, propios o ejidos, fundo legal) y a las antiguas pinturas nativas y títulos primordiales que los legitimaban. Este marco referencial de los litigios por tierra en los pueblos indios coloniales se complementa con un útil apéndice donde se sintetiza la legislación agraria indiana e indigenista.
Las pictografías, sus glifos y glosas
Finalmente, los capítulos seis al ocho se adentran al análisis discursivo de los lienzos. Después de un apartado sobre los antecedentes prehispánicos y europeos en la confección de pinturas históricas y cartas geográficas, se enfatiza el surgimiento de un nuevo género documental con la fusión de ambas tradiciones. La autora hace un completo reconocimiento físico y un acucioso recorrido visual de ambos lienzos: los soportes e imprimatura, pigmentos, colorantes y tintas, la gama cromática, así como los utensilios empleados en las grafías, los estilos pictóricos y tipos de letra en las glosas, la enumeración de las párrafos y demás añadiduras posteriores, etcétera. Esta descripción estática adquiere movimiento y cobra vida con la historia étnica que Sepúlveda va deshilvanando como columna vertebral del libro, mediante el análisis de los sistemas de escrituras presentes en los lienzos, a saber, los glifos dibujados y los textos literarios.
Los primeros, conjunto glífico de iconografías e ideogramas, son estudiados en sus dos niveles: 1) como unidades segregables y clasificables de significación lingüística, es decir, con una precisa equivalencia fonética y un discernible contenido semántico en el vocabulario náuatl; 2) en su asociación y secuencias combinables para transmitir el mensaje narrativo a través de su lectura. En cuanto al sistema literario entrelazado con los logogramas, el trabajo constituye una rigurosa interpretación comparativa entre la paleografía de las glosas en ambos documentos. Redactados en náuatl en el primer lienzo de 1690 o Lienzo A, los textos fueron traducidos por la autora con la versada asesoría de Luis Reyes García (†). Dichas glosas en lengua indígena fueron reproducidas posteriormente en el Lienzo B, y sólo ahí acompañadas por una interpretación “muy libre al español”. La mayoría de glosas constituye una básica transliteralidad de los glifos toponímicos de lugares o de elementos del paisaje transitados al náuatl escrito en caracteres latinos.
Sin embargo, son las glosas 32, 33 y 37 las más cargadas de significado, y culminan la narración con un párrafo redactado en primera persona. Pensamos que Xihutototli, el señor Pájaro Turquesa, es quien funge como honorífico testigo de la historia al hacer el pregón del destino de la peregrinación: sitio nodal donde los cuauhtlenses fueron merecedores de su tierra y se asentaron (“lugar en que nos atoramos”) bajo el liderazgo de dos caudillos, a saber, Tecoloteutli (Señor Lechuza) y Mazamteutli (Señor de los Venados). Ellos encabezan un convite donde proclaman (“gritamos”) el acontecimiento. El discurso pictórico correspondiente a este pasaje literario plasma a los dos caciques con sus respectivas esposas nobles en calidad de dos parejas fundadoras que flanquean la iglesia patronal. Dualidad del sistema político que bien pudo expresarse en la organización espacial que Sepúlveda todavía constató en su visita a San Juan Cuauhtla, la cual aún presenta un centro y dos parcialidades, el barrio de San Miguel y el de San Juan.
En un entreveramiento sincrético de tradiciones, el escenario fundacional combina el arrancar zacate con un previo ritual acuático de purificación mediante la limpieza de los rostros de los señores con el agua cristalina de una poza. Si bien de posible raigambre prehispánica, este acto es señalado por una mano extendida, dibujada en forma aislada y no decodificada en el estudio. Nos atrevemos a proponer la posible vinculación iconológica de este grafema con la simbología cristiana empleada para significar la mostración divina de un evento o su sacralización, ideograma tan recurrente en los catecismos testerianos.
Diferimos con la autora sobre el significado que atribuye a las fundaciones realizadas por los migrantes en su deambular. En primer lugar, omitir en los lienzos las identidades de los nobles matrimonios que flanquean la “construcción de techo pajizo” de cada una de estas escalas no da pie a interpretar que son la reproducción de una misma cabeza de linaje, como si avalara todas las fundaciones hasta terminar por ocupar su sitio de honor en el establecimiento de Cuauhtla. Más lógico será pensar que simbolizan las parejas fundadoras que, bajo su titularidad de nobleza, fundan cada uno de esos nuevos asentamientos señoriales. En este sentido, cada noble matrimonio se va estableciendo en su respectiva jurisdicción. Por ende, inmersos en esa pauta y ritmos fundacionales, esos nobles cónyuges (sus familiares y su población macehual adscrita) se habrían ido apartando del flujo migratorio que desembocó en la fundación del altepetl central de Cuauhtlan. Por otro lado, creemos más factible que el rostro femenino que se repite al pie de las chozas de cada una de estas fundaciones, custodiadas por su pareja fundadora respectiva, representa no la recurrente bigamia de los caciques (sus segundas esposas), sino una deidad materna y tutelar que guió al grupo étnico5 (reminiscencia ésta de una cosmovisión antigua).
Quisiéramos detenernos en la breve pero significativa glosa 33, que en ambos lienzos proporciona la clave para el fechamiento de su elaboración. En la pictografía original Sepúlveda distingue claramente la frase “yhuan ipã xihuitl de mil seis sientos y nobenta años”, cuya traducción es “en el año de 1690”, determinando la fecha de su hechura. Por otro lado, la misma frase manuscrita en el Lienzo B presenta una variación que ha sido paliografiada por la autora de la siguiente manera: “yhuan ipan xihuitle de mil seiscientos y veinte años y en los 50 de 1690”, lo que le da pauta para afirmar que esa segunda versión se elaboró en el año 1740, resultado de la sumatoria de las dos últimas cifras.
La diametral diferencia entre ambas versiones respecto a la mención del año de 1620 es atribuida en el libro a dos probables escenarios: 1) se trataría de una referencia aislada a un lienzo mucho más antiguo, lo cual personalmente no creemos factible porque implicaría que este Lienzo B no fue reproducido directamente del Lienzo A, cuando todos los demás indicadores apuntan a que así fue; 2) es el resultado de una simple errata en el trasunto, soslayada en la marcha y enmendada con la inclusión “y en los 50 de 1690 “; extraña enmienda en forma de una elemental operación matemática tan atípica e innecesaria en la tradición calendárica de los documentos indígenas.
Sin desestimar la interpretación de la autora, el grafema correspondiente al número “50” también podría tratarse de una letra “a”, cuyo trazo es similar al de esa misma letra en otras partes del párrafo, pero con una tilde adosada en su parte superior. En este caso, otra lectura sería la palabra abreviada “años”, lo que develaría la frase “…y en los años de 1690”. Esta opción rescataría a 1620 y 1690 como fechas igualmente importantes pero inconexas. Si en el Lienzo B el año 1690 es la fecha de ejecución copiada de la pictografía original, entonces quedaría por discernir el significado de 1620, año que por cierto se ubica en un el periodo de congregaciones de infinidad de pueblos indios, y sus “composición” con el rey de España para dar legalidad a la posesión comunitaria de sus tierras. Probablemente este evento quiso ser acentuado por los autores del segundo lienzo para dar más peso a sus demandas. En este sentido, la fecha de elaboración del Lienzo B no estaría registrada en el documento, ni tendría por qué estarlo si de un traslado se trata. Así, la posterior ubicación temporal de su confección sería evidente sólo por las características que presenta Se trata de una copia de clara manufactura dieciochesca al óleo sobre lienzo de algodón. En esta versión ya se recurrió al claroscuro y la perspectiva para lograr volumen y dimensionalidad.
A este respecto, nos merece un último comentario la numeración de las glosas en el lienzo original, la cual obedece a una muy posterior intervención del documento. Se debió advertir que este ordenamiento numérico no corresponde al desarrollo cronológico de los eventos plasmados. La historia realmente comienza con la intromisión de las huellas migratorias en el espacio geográfico retratado, y no en el cerro limítrofe de Huilocotepetl que ostenta, en apariencia azarosa, el número 1 de la cuenta. ¿Cuál fue el criterio de numeración en su época? Pensamos que una solución subyace en los lienzos mismos. En la versión al óleo de presunta factura dieciochesca, en la cual ya se trasuntó la añadida numeración de glosas, dicho cerro se menciona como mojonera natural con Coyomeapan: “lindero con el señor de Coyomeapan” se escribió al calce en su respectivo margen. Quizá lo anterior es testimonio del uso judicial de ambos lienzos durante los vivos, intermitentes y eternizados conflictos agrarios en que se trabó Cuauhtla con su cabecera municipal.
Gran mérito de la investigación es el arduo trabajo que implicó la búsqueda de fuentes sobre Cuauhtla y su región en distintos repositorios nacionales y extranjeros. Como aguja en el pajar de documentos novohispanos, otro valor investigativo de Sepúlveda fue haber encontrado pocos pero reveladores documentos para recrear procesos históricos básicos sobre el área de estudio. Honor a la autora por su gran labor: dar a conocer y despertar el interés en esta minúscula y empobrecida comunidad indígena tan escondida en sierras lejanas, tan olvidada por los distintos gobiernos en sus cuestionables proyectos de desarrollo, tan dejada, en fin, de la mano de los investigadores sociales que la mantuvieron ausente en sus bibliografías. El motivo de dicho desdén académico son los tan exiguos registros archivísticos de este pueblo, y por ello resulta paradójico que Cuauhtla haya tenido la fortuna de ser uno de los contados pueblos de indios gestores de pictografías coloniales que han llegado a nosotros. Sepúlveda vuelve aquí a marcar hito.6
Con su reconstrucción de San Juan Cuauhtla en la larga duración, su acervo documental hasta ahora inédito, la amplia información estadística plasmada en cuadros y mapas, así como la pormenorizada disección de sus dibujos, algunos con asombrosa evocación premonitoria de la escuela cubista (nos referimos al particular perfil de los personales masculinos en el Lienzo A), el libro es la primera gran obra no sólo de la comunidad en sí, sino de la región en su conjunto, y por ello Los lienzos de San Juan Cuauhtla, Puebla queda inscrito entre los títulos de imprescindible lectura. La obra merecía un mayor esfuerzo de las casas editoras para reproducir los lienzos en un formato mayor que facilitara su consulta, pero los costos de producción volvieron a predominar sobre una adecuada impresión facsimilar.
En conclusión, podemos decir que los lienzos han derivado en un par de loables acontecimientos. Primero, es hecho venturoso la conservación en nuestro país del lienzo original a casi tres siglos de su realización, así como de su copia, los cuales por fortuna terminaron depositados en el Archivo General de la Nación y en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, respectivamente. En segundo lugar, constituye todo un evento académico y editorial el que estas pictografías hayan captado el interés de una de las conocedoras más experimentadas de la historia de los pueblos indios en México.
Sobre el autor
Francisco González-Hermosillo Adams
Dirección de Estudios Históricos, INAH.
Citas
- En otras fuentes se denomina a estos grupos como los mixteca popoloca, por su compenetración cultural y consanguínea con desplazamientos humanos remontados en sentido contrario por este paso natural, desde territorio oaxaqueño; véase Paul Kirchhoff, Lina Odena Güemes y Luis Reyes García (eds.), Historia tolteca-chichimeca, México, INAH-SEP-CISINAH, 1976, § 322, p. 205. [↩]
- Peter Gerhard, Geografía histórica de la Nueva España, 1519-1821, México, UNAM, 1986, p. 271. [↩]
- Paul Kirchhoff, et al., Historia toltecachichimeca, §60–77, pp. 138-141. [↩]
- Las autoridades españolas pronto otorgaron validez jurídica a estos papeles autóctonos, y ya de forma oficial desde 1532 por conducto de la segunda Real Audiencia; Xavier Noguez, “Los códices de tradición náhuatl del centro de México en la etapa colonial”, en Carmen Arellano Hoffmann, Peer Schmidt y Xavier Noguez (coords.), Libros y escritura de tradición indígena, México, El Colegio Mexiquense/Universidad Católica de Eischtätt, 2002, p. 167. [↩]
- Un importante testimonio de la región hace alusión a esta deidad étnica bajo la advocación de Cihuacoatl, quien acompañaba a los caudillos de esta migración; véase “Relación de Cuzcatlan”, en René Acuña (ed.), Relaciones geográficas del siglo XVI: Tlaxcala, México, UNAM, 1985, t. 2, pp. 94-95. [↩]
- Por ejemplo, a María Teresa Sepúlveda debemos fructíferas incursiones en regiones como Michoacán y Oaxaca. Una obra pionera y ya clásica es su libro Los cargos políticos y religiosos en la región de Pátzcuaro, México, INAH (Científica, 19), 1974. Dicha obra constituye un friso cronológico de casi un milenio al remontarse a la génesis de las instituciones municipales europeas alrededor del siglo X, pasando por los antecedentes precolombinos de la organización institucional tarasca, la fusión municipal de ambas experiencias bajo la dominación española, su desarrollo en el siglo XIX, hasta desembocar en las manifestaciones político-religiosas de los indios michoacanos del siglo XX. Por otro lado, elabora toda una revisión de la institución inquisitorial de la Nueva España, a raíz de un proceso contra autoridades indígenas oaxaqueñas, en Procesos por idolatría al cacique, gobernadores y sacerdotes de Yanhuitlán, 1544-1546, México, INAH (Científica, 396), 1999. Esto sólo por citar algunos títulos. [↩]