De la acorazada Uruk edificó la muralla
De la reverenciada Enanan el puro santuario
Contemplad su muralla exterior cuya cornisa es de cobre
Observad la muralla interior que no tiene rival.
La aparición hace unos cinco mil años de estos centroides de la población que están constituidos por las ciudades, representa una de las transformaciones más fundamentales que ha caracterizado a la evolución cultural de las sociedades humanas. Según el geógrafo Harold Carter,1 las explicaciones que han propuesto los científicos sociales -que incluye a los historiadores y los arqueólogos- para dar cuenta de este proceso trascendental de la conformación de sociedades complejas, se pueden agrupar básicamente en cuatro diferentes conjuntos de teorías: hidráulicas, económicas, religiosas y militaristas.
Dentro de los postulados tecnoambientales de la teoría hidráulica se asocia la aparición del urbanismo al desarrollo de las fuerzas productivas logrado mediante la intensificación agrícola. Esta visión es más patente en la concepción childeana de una revolución urbana, según la cual el empleo de obras de riego a gran escala habría generado cuantiosos excedentes, mismos que permitieron mantener a los especialistas de tiempo completo que vivían en las ciudades. Se trata aquí, sin embargo, de un intento explicativo que está más relacionado con el fenómeno de la aparición del Estado que de las ciudades, además de que se ha visto que acorde con las evidencias disponibles actualmente, las obras hidráulicas a gran escala por lo general constituyen un desarrollo posterior a la de la centralización política y económica de una formación estatal.
Las teorías económicas, por su parte, conciben a las ciudades como el producto del comercio y del mercado. Este tipo de explicaciones del origen urbano han sido propuestas ante todo por autores como Max Weber y Henri Pirenne en relación con las ciudades medievales europeas y se podrían considerar, por tanto, menos indicadas para los casos más tempranos de la génesis urbana acusada para las primeras civilizaciones y que creemos que resultan relevantes para abordar las instancias originarias de la generación de este fenómeno. Aunque cabe agregar que han existido intentos de recurrir a una explicación económica con respecto a asentamientos muy tempranos, como cuando la economista Jane Jacob alude al centro de Catal Hüyük en Turquía como un lugar de mercado que creció gracias al comercio de la obsidiana.2 Esta idea ha sido retomada también para dar cuenta, por ejemplo, del notable desarrollo urbano acusado para el centro prehispánico de Teotihuacan.
A su vez, el paradigma religioso del origen urbano parte de la premisa de que las aglomeraciones citadinas fueron inducidas gracias a la gran atracción magnética que a juicio de varios autores ejerció la religión en tiempos arcaicos. Carter hace referencia respecto de esta tesis, que también denomina como la del “crecimiento en torno a santuarios” o de las “ciudades como templos”, a la importancia primordial atribuida a la religión en las ciudades islámicas pero opina que la religión en general fue crucial en la transformación que condujo a la humanidad al umbral de la vida urbana. Quizás el caso más señalado, en este sentido, ha sido el de las ciudades de la secuencia mesopotámica, para la cual se ha trazado una evolución gradual y unilineal desde los primeros santuarios tribales hasta los templos y los palacios como instituciones urbanas soberanas. Considero, sin embargo, como un exponente principal de tal explicación religiosa de la génesis urbana al geógrafo Paul Wheatley,3 quien a raíz de un análisis comparativo apoyado en las ciudades de la China antigua, en forma explícita la generalizó con respecto a todos los casos de la llamada generación urbana primaria -es decir de los contados casos originales gestados en las supuestas “áreas de urbanismo nuclear” de las civilizaciones consideradas como prístinas-.4 Cabe destacar que esta hipótesis -según la cual las ciudades más tempranas fueron esencialmente centros ceremoniales y de culto-, han adquirido una gran popularidad en especial entre los geógrafos y los estudiosos de la historia comparada de religiones.5 En cuanto al postulado ceremonial-teocrático del origen urbano -analizado con más detalle en otro lugar-,6 se podría objetar en particular que no se trata aquí de explicaciones del tipo causal y que en estos términos la religión debe de verse como un aspecto meramente funcional de determinadas sociedades teocráticas tempranas.
Por último, los exponentes de las teorías de corte militarista consideran a las primeras ciudades como centros fortificados, en los que se refugiaba la población debido a las necesidades defensivas que se producían ante la incidencia de conflictos bélicos. Carter se refiere aquí en particular a los planteamientos que atribuyen una nucleación temprana alrededor de sus murallas a asentamientos prehistóricos como son Jericó y Catal Hüyük en el área del Cercano Oriente, pero en relación con los que cabe poner en entredicho si realmente se trata de centros urbanos,7 cuestionamiento que por cierto también se ha hecho con respecto a muchos de los centros comerciales y ceremoniales aducidos dentro del segundo y el tercer grupo de hipótesis mencionados anteriormente. Considero pertinente incluir en esta tesis de las “ciudades como fortalezas” a la teoría del origen del Estado de Robert Carneiro,8 donde este etnólogo en forma colateral a la gestación estatal explica la aparición de las ciudades a partir del mismo factor causal de la guerra y las condiciones de una circunscripción social o ambiental, situación ante la cual la población se tuvo que refugiar en los centros mayores. De la misma manera cabe clasificar dentro de este rubro de explicaciones la caracterización que elaborara Lewis Mumford de una implosión urbana generada dentro de un núcleo embrionario conformado por una ciudadela amurallada que fungió como la sede de un gobierno estatal establecido mediante la institucionalización de la realeza al lograr reforzar y hacer permanente su liderazgo militar.
Sin embargo, aunque esta tesis militarista parece contar con un amplio apoyo empírico, la presencia de complejos fortificados no resulta ser un elemento identificable en todas las instancias originarias de las primeras civilizaciones urbanas. En el marco de este trabajo pretendo revisar algunas de las evidencias acumuladas con relación a tales complejos e incursionar en una discusión acerca de la función y el significado de la presencia o ausencia de las murallas en los centros urbanos tempranos, con el fin de poder aislar sus posibles implicaciones respecto de la naturaleza de las sociedades urbanas antiguas e idealmente aportar argumentos más puntuales a favor o en contra de este tipo de postulados del origen urbano que conciben a las primeras ciudades como centros fortificados generados a raíz de conflictos bélicos.
Guerra y fortificación
Las fortificaciones pueden ser definidas como el levantamiento deliberado de estructuras físicas con el objetivo de conseguir ventajas militares para la defensa de un lugar y de imponer un obstáculo a los enemigos. El hecho de erigir fortificaciones implica una serie de decisiones deliberadas concernientes a la cantidad de recursos requeridos para defender una localidad determinada en relación con los beneficios estratégicos y tácticos que podría representar su defensa, de manera que los diversos dispositivos de fortificación equivalen a “sistemas de armas” que obligan a un atacante a emplear más tiempo y recursos en una ofensiva que los que se necesitan para defender un lugar amenazado por un enemigo.9 Estos dispositivos pueden abarcar desde simples zanjas y terraplenes o rudimentarias empalizadas de materiales accesibles localmente, hasta la construcción de complejos amurallados mucho más sólidos y con frecuencia masivos que se han asociado en especial a los asentamientos urbanos.
De hecho, se suele considerar a la ciudad amurallada como la urbe arquetípica del pasado. Al respecto se antoja acertada la observación de Mumford y de otros autores en el sentido de que los asentamientos fortificados parecen constituir la ciudad característica de la historia urbana hasta el siglo XVIII, momento a partir del cual nuevos desarrollos en el ámbito de la tecnología militar hicieron obsoletas las instalaciones defensivas de las murallas que protegían a los residentes en los asentamientos urbanos.10 En oposición a las valoraciones sumamente idealizadas de un estilo de vida citadino integrado por patrones de urbanidad e inducido por una elite letrada de base urbana, en la visión bastante negativa de Mumford -que expresa su desencanto general con la vida en las ciudades-, la urbe tradicional con sus murallas reforzadas, baluartes y fosos, estaba levantada como una “…exhibición singular de una agresión siempre amenazadora que alcanzó concentraciones letales del recelo y del odio vengativo, así como de la no-cooperación en la proclama de los reyes”.11
De esta manera, la guerra y el dominio, y no la paz ni la cooperación, se encontraban entrelazados en la estructura original de la ciudad antigua conformada por una ciudadela comúnmente fortificada; este “centro del control regio” o Zwingburg, como lo percibe Mumford, constituyó el núcleo prototípico de la urbe ancestral y sirvió en esencia de receptáculo de las instituciones urbanas soberanas del templo y del palacio, cuya unión en dicho recinto a la vez sacralizado manifestaba la dualidad de un monarca santificado. Pero más que constituir un conjunto armónico del encuentro entre cielo y tierra, tal como postulan en especial las teorías ceremonial-teocráticas del origen urbano cuando conciben a las ciudades del mundo arcaico como arquetipos celestiales, en su recuento exhaustivo de la trayectoria urbana de las sociedades humanas, Mumford sugiere que a lo largo de su historia, la ciudad sirvió ante todo como un repositorio de la violencia organizada e institucionalizada y como emisora de las guerras contra otras ciudades o entidades políticas rivales. Incluso llega a afirmar que existe una relación estrecha entre la realeza, la guerra, el sacrificio humano y el desarrollo urbano. Asume en este sentido que desde el inicio mismo de la implosión urbana, la ciudad estaba amoldada por los propósitos irracionales de la guerra.12
Así la guerra puede ser considerada no solamente como la razón de la existencia de las ciudades, sino que con las riquezas que se amontonaban en ellas y el poder que concentraban, éstas a su vez se convirtieron en un blanco militar natural puesto que de acuerdo con Mumford:
La presencia de prósperas urbes le dio a la agresión colectiva un objeto visible que antes nunca se ofreció a la vista (…) con su acumulación cada vez mayor de herramientas y equipo mecánico, sus montones de oro, plata y joyas, atesorados en los palacios y los templos, sus graneros y almacenes repletos, y tal vez también, su excedente de mujeres (….) Las ciudades (…) aprendieron (…) a saquearse mutuamente (…).13
Una vez institucionalizada la guerra, y contando con la clase profesional de los guerreros, la agresión bélica se extendió más allá de los centros urbanos originales, con lo que la actividad bélica concretó a su vez la difusión posterior de la civilización urbana desde los focos primigenios de su gestación.
Aunque por otra parte se podría aducir que Mumford en realidad supuso que en su origen, la función de la muralla citadina quizás no era tanto de índole militar ni la de ostentar un dominio opresor que emanaba desde el burgo del control real, sino que este rasgo físico expresaba el significado religioso de definir los límites sagrados del tenemos y de ahuyentar a los malos espíritus. Pero tal como se apresura a aclarar el propio autor, pese a tal significado fundamentalmente religioso, con la intensificación de la guerra en las civilizaciones tempranas, las murallas con sus muros masivos, sus fosos, diques, torres y demás artificios de fortificación, cada vez más adquirían la función de una protección defensiva, al tiempo que el poderío militar llegó a convertirse en un atributo importante de la institución central de la realeza que establecería a los primeros estados monárquicos.
Obviamente, en vista de tales condiciones de un origen esencialmente secular del gobierno estatal a partir del fortalecimiento del liderazgo militar -el cual por lo general condujo a la conformación de un sector dinástico instalado en lo que a la vez fungió de corte real y capital de Estado-, resulta más lógico plantear que el presumible carácter sagrado de las murallas que rodeaban a la ciudad ancestral, sólo sellaba simbólicamente el pacto entre el poder sagrado y el poder secular al quedar conjuntados en la ciudadela primigenia que conformaba el núcleo urbano originario y que como tal albergaba la sede de un gobierno dual característico de los Estados arcaicos, en los que existe una amplia interrelación entre aspectos políticos y religiosos.
Mas resulta evidente que las murallas no las encontramos exclusivamente en centros urbanos. En realidad, existían ya antes de la aparición de las primeras ciudades. Desde los poblados de los tiempos neolíticos no solamente se levantaban empalizadas o se cavaban fosos sino también en no pocos sitios ya se construían muros de tierra o piedra alrededor de los asentamientos, para defender a los aldeanos de la intrusión de agresores humanos externos o para protegerse de animales salvajes. Incluso cabría pensar que en algunas ocasiones también este tipo de instalaciones servían para resguardar a la población sedentaria contra el peligro de inundaciones. De la misma manera resulta imperativo considerar que las murallas y los baluartes construidos en los primeros asentamientos urbanos no siempre son el resultado de la incidencia efectiva de conflictos bélicos entre comunidades humanas rivales.
En este sentido y según Ashworth,14 parece que en realidad en la etapa premoderna las ciudades se fortificaron debido a propósitos diversos que formaron parte de una gran variedad de estrategias defensivas. De forma que las murallas pudieron señalar desde una opresión económica, una subordinación política o procuraban dar la sensación de seguridad y poderío militar. Además, con el levantamiento de murallas se logró imponer cierto grado de control físico sobre el movimiento de los residentes a su interior y sobre la entrada de extraños desde el exterior. Aun así, la ciudad tradicional con frecuencia se convirtió en un verdadero campo de batalla: las ciudades amuralladas fueron asediadas y bloqueadas; y sus instituciones soberanas se tambalearon y se lograron vencer. Recordemos aquí como, al menos en las instancias mesoamericanas, la destrucción del templo central instalado en las ciudades-capitales de los Estados llegó a simbolizar la victoria sobre la entidad política entera, a la que representaba ideológicamente dicha institución urbana vital.
Teniendo por un momento en mente la información arqueológica concreta con la que contamos respecto de las áreas de desarrollos urbanos primarios, es posible constatar la existencia de elementos de fortificación en varios asentamientos de determinadas secuencias formativas junto con numerosos recintos urbanos de las primeras civilizaciones arcaicas. Se pueden aquí mencionar los ejemplos de Mesopotamia, el Valle del Indo y China, al igual que algunos centros tempranos a lo largo del Valle de Nilo en Egipto y de diversas regiones del área mesoamericana como la del Valle de Oaxaca y de Puebla-Tlaxcala, junto con algunos centros aparentemente fortificados que se han reportado para la zona maya.
De hecho, con el fin de ampliar un poco más sobre un caso específico -la evolución urbana acusada para China-, en esta área del surgimiento de una civilización milenaria, la aparición de una serie de asentamientos amurallados desde por lo menos el periodo Neolítico tardío -es decir en la segunda mitad del tercer milenio a.C.- marca para un gran número de arqueólogos chinos la conformación de sus centros urbanos más tempranos, denominados en la literatura especializada como “sitios-fortaleza” (en chino: chengbao yizhi). Es más, cabe mencionar que para los investigadores chinos, la existencia de una muralla define a un asentamiento dado como un centro que posee un carácter propiamente urbano; de hecho en el idioma chino, el término para ciudad es el mismo que se usa para denotar a una muralla (cheng).15 Para la mayoría de los arqueólogos chinos, por su parte, la presencia de murallas señala una función claramente defensiva, a la vez que confiere una naturaleza predominantemente secular a las comunidades que cuentan con tal rasgo físico. Respecto del mismo caso destaca claramente el hecho de que en el área nuclear del surgimiento de la civilización china referido a la región cultural de la Llanura Central del norte de China en la cuenca del río Amarillo, los asentamientos amurallados del Neolítico en efecto exhiben notables rasgos seculares al tiempo que existen considerables indicios en el sentido del predominio de una atmósfera de conflicto y de competencia entre o al interior de las entidades políticas ya complejas y que en la etapa siguiente del Periodo de las Tres Dinastías induciría a la germinación del primer Estado monárquico de China, conformado posiblemente por la Dinastía Xia.16 Resulta aquí por cierto interesante observar que con respecto al área mesoamericana se puede encontrar una situación bastante análoga en el proceso que llevó a la formación del Estado zapoteca en el Valle de Oaxaca, al establecer su ciudad-capital en Monte Albán, lugar que no solamente está emplazado en una ubicación estratégica sino que también cuenta con segmentos amurallados en sus lados norte, noreste y sur, mismos que podrían datar sugestivamente de su primera fase de Monte Albán I en la que probablemente se gestó la transformación urbana y estatal.
Pero aunque para gran parte de las instancias de las civilizaciones prístinas existen amplias evidencias acumuladas de que la transformación urbana y estatal se gestó dentro de tal atmósfera predominantemente secular y de que en efecto el factor de la guerra las más de las veces acompañó la generación de este proceso, la presencia de murallas no resulta ser una constante en todos los casos primarios de la generación de una sociedad compleja del tipo urbano.
Al respecto debe de tomarse en cuenta que en ocasiones las mismas condiciones topográficas hacían innecesaria la construcción de murallas como mecanismos defensivos. Diversos rasgos naturales como terrenos elevados, ríos o el mar, al igual que una vegetación densa u otro tipo de obstáculos físicos, pudieron haber dotado a determinados asentamientos de las características de una especie de “fortaleza natural”, de la misma manera que la concentración de una población numerosa podía a veces brindar un grado notable de seguridad militar a un asentamiento concreto. En tanto que en otros casos resultó necesario reforzar las defensas naturales con diversas instalaciones artificiales como pueden ser muros masivos, fosos o rampas, entre otras.17
Con todo, entre los centros de las ciudades-Estado sumerias del tercer milenio a. C., el de Uruk era la urbe más impresionante con respecto a sus murallas de una longitud total de 9.5 km y de un grosor de 4 a 5 m.18 Y como se señaló, la muralla era un rasgo característico dentro de la tradición urbana china e incluso de la del Valle del Indo, de modo que y tal como también subraya Ashworth,19 es bastante obvio que la cuasi omnipresencia de las murallas en las ciudades del mundo tradicional se convirtiera las más de las veces en un elemento definitorio de una localidad urbana o que incluso se constituyese en el símbolo por excelencia del urbanismo.
En el caso mesoamericano del centro clásico de Teotihuacan, para el cual tradicionalmente se ha hecho hincapié en su naturaleza pacífica y su supuesta carencia de dispositivos defensivos como el de una muralla que protegiera a la ciudad, se vislumbran de la misma manera ciertos indicios que señalan la presencia de segmentos de murallas que rodean algunos conjuntos centrales de la urbe. Hasta se podría plantear que el mismo complejo arquitectónico central conocido bajo su nombre sugestivo de La Ciudadela -la cual presumiblemente albergaba la sede del gobierno estatal- exhibe un carácter fortificado, al tiempo que la gran cantidad de los más de dos mil conjuntos residenciales detectados redundaban en brindar un alto grado de seguridad a una población a su vez densamente concentrada, al conformar unidades amuralladas sin ventanas y con un único acceso lateral. En los términos sugeridos por Mumford es posible conjeturar que estos elementos quizás no representan tanto un mecanismo defensivo ante el peligro de conflictos bélicos, sino más bien constituyen un artefacto ideado por el mismo gobierno central para el control de los residentes urbanos diversificados en sus ocupaciones profesionales y posiciones sociales. En dado caso podrían responder a una combinación de ambos factores.
Por ende y reiterando una vez más, si bien el nacimiento urbano en la mayoría de los casos se dio con base en una motivación de tipo secular, al originarse las ciudades en el contexto de la existencia de conflictos -tal como en mi opinión queda claramente testimoniado para el conjunto de las civilizaciones prístinas que surgieron en el Viejo Mundo-, las murallas que rodean a muchas ciudades ancestrales probablemente no siempre eran producto de la necesidad de protegerse contra ataques militares externos. Al respecto es pertinente llamar la atención sobre el hecho de que muchas ciudades antiguas ostentan murallas externas al lado de las murallas internas, y además en ocasiones presentan una división en diversos barrios a su vez amurallados, tal como se puede observar en el contexto de las ciudades imperiales de China; allí cada segmento cercado contaba con sus propios accesos que se cerraban y vigilaban de noche. En la opinión de Tuan Yi-Fu,20 de esta forma se impuso un control absoluto sobre el movimiento de la población y se garantizó el orden público. De allí que cabe pensar que es importante distinguir entre diferentes tipos de amurallamientos y que éstos responden a necesidades y circunstancias distintas.
Murallas internas y externas
Se podría asumir de la misma manera que las murallas fueron erigidas, en un principio, por parte de la recién instalada elite gubernamental para protegerse a sí misma y a los recursos que este sector empezaba a acumular para reforzar sus posiciones sociales y políticas dominantes.21 En estos términos cabría conjeturar que las fortalezas tempranas no forzosamente son el resultado de la existencia de conflictos bélicos, como tienden a sostener la mayoría de los autores, sino que podrían expresar más que nada -tanto física y simbólicamente-, el intento de reforzar el dominio unilateral que buscó imponer el sector gobernante minoritario en las primeras entidades sociopolíticas complejas.
De nuevo resulta aquí sumamente ilustrativo el caso chino, ya que de acuerdo con mi interpretación tentativa las primeras murallas sólidas que aparecen en una serie de asentamientos neolíticos eran precisamente aquellas que se levantaban alrededor del recinto público central de la elite, en tanto que fue mucho más tarde cuando se construyeron los muros exteriores para contener dentro de sus confines a otros sectores de la población urbana y para proteger, de este modo no solamente a la elite en su centro, sino para cercar todo el asentamiento. De este modo se controlaba el acceso a la ciudad entera y se lograba reforzar, al menos hasta cierto punto, su delimitación con respecto a la población asentada en las áreas rurales. Se ha asumido por lo general que las murallas externas en las ciudades chinas empezaron a construirse desde el periodo de Zhou Oriental (siglo VIII al III a.C.), aunque recientemente algunos autores opinan que este elemento ya es identificable unos mil años antes en algunas capitales de la dinastía Shang que antecede a la de Zhou.22
Planteado en términos más específicos, cabe suponer que en la mayoría de nuestros casos de la génesis urbana, las primeras murallas no se erigieron para demarcar los límites propiamente urbanos, sino para recluir en su interior a los más tempranos edificios de carácter público. Quizás esto ya intuía Mumford cuando hizo la siguiente pregunta a los arqueólogos: “¿No sugieren sus excavaciones que la muralla alrededor de la ciudadela precedió a la muralla alrededor de la ciudad?”.23
La muralla interior demarcaba entonces espacialmente a las construcciones monumentales centrales que son la expresión física y simbólica de la arquitectura de dominio representada por los palacios y los templos estatales, a la vez que levantaba una barrera obvia entre la emergente elite política y religiosa acomodada en éstos, y la población común que se sentía atraída a los confines de la ciudadela y que de esta forma sucesivamente llenaba el recinto urbano. Así, el complejo acorazado que conformaba el núcleo urbano original al mismo tiempo introdujo la división clasista de la demarcación del sector gobernante frente al resto de la población urbana característicamente heterogénea.
Aun cuando Mumford quizás aún no distinguía muy claramente entre las funciones de las murallas interiores y exteriores, de alguna manera ya señalaba que el burgo del control de este núcleo urbano -compuesto esencialmente por una ciudadela fortificada-, desempeñaba un papel esencial como un instrumento efectivo de la compulsión de la población urbana y de la monopolización del poder, así como de la expansión del mismo, aspecto al que incluso llegaría a calificar de perversión del poder urbano. Desde allí se dominaría la estructura social entera y se llegaría a conferir una dirección centralizada al conjunto de las funciones coaguladas en su interior. De modo que al mismo tiempo esta “pequeña ciudad” embrionaria se convertiría en un recinto sagrado que se colocó bajo la protección de los dioses. De acuerdo con Mumford la ciudad arcaica tenía tanto un aspecto despótico como divino: constituía un importante instrumento para regimentar a los hombres y para hacerse dueño de la naturaleza, a la par que encauzaba a la comunidad entera hacia el servicio de los dioses. La sacralización del recinto circunvalado a la par hizo que el eje del universo pasase directamente por sus edificios centrales.
Pero creo que ello se dio una vez que la transformación urbana ya se había gestado, y por consiguiente, como consecuencia de los intentos de justificar el poder político de origen esencialmente secular a través de una legitimación sobrenatural. Y así es como Mumford hasta cierto punto pudo haber tenido razón al sostener que en este proceso de implosión urbana del poder estatal, la muralla poseía también un aspecto sagrado, mismo que fue exaltado por los sacerdotes encargados de elaborar la nueva religión estatal y quienes tuvieron cuidado en guardar todos los secretos oficiales que encerraba la ciudadela originaria.
En cambio, la muralla exterior de la ciudad no sólo servía como instalación defensiva ante peligros militares, sino también como un agente de un control efectivo sobre la población propiamente urbana, separando los residentes en su interior de los sectores al exterior. Bajo esta óptica, para Mumford la ciudad ancestral cercada de esta manera por murallas masivas era una especie de contenedor para el control de la población y de la congregación de una comunidad sumamente dependiente del núcleo original. Por lo general, los accesos a estas ciudades cercadas por murallas masivas eran estrictamente vigilados y, al menos en cuanto a las ciudades del área de Mesopotamia, los mismos estaban:
(…) reforzados simbólicamente, lo mismo que el palacio, por amenazadoras torres y leones, enormes imágenes del poder deificado. Estos pórticos de bronce servían para desalentar al ejército atacante y para inculcar respeto al más pacífico extranjero (…) Desde muy temprano, los baluartes adquirieron la forma que conservarían hasta el siglo XVI (…).24
Además de sus torres y bastiones, diques y zanjas para propósitos militares, las ciudades así fortificadas a veces se encontraban emplazadas sobre un terreno elevado, para expresar su aspiración por dominar el territorio circundante; y a su interior, la ciudad circunvalada proporcionaba una seguridad absoluta a sus habitantes.25
Viene aquí al caso mencionar que para el contexto de las ciudades mesoamericanas fortificadas, Joyce Marcus26 llega a identificar dos patrones básicos: uno donde al estilo de la Ciudad Prohibida de la Pekín tradicional, sólo el corazón de la ciudad con sus estructuras cívicas y religiosas centrales junto con las residencias de la elite exhiben muros protectores; y otro donde la ciudad entera se encuentra amurallada, incluyendo por lo tanto las viviendas de la gente común. Al sospechar que podría existir una diferencia fundamental entre ambos esquemas, Marcus27 sugiere que: “Los mesoamericanistas harían muy bien en considerar las implicaciones de estos dos patrones en los términos de sus diferencias socio-políticas.” La autora piensa que la presencia de la muralla pudiera estar relacionada de alguna manera con las funciones urbanas desempeñadas por las localidades urbanas respectivas; observa así que en la Mesoamérica prehispánica, las ciudades fortificadas tendían a poseer un énfasis más administrativo que comercial.28 Se trata aquí de una veta de investigación que quizás valga la pena explorar más a futuro dentro de un análisis explícitamente comparativo.
Dentro de un razonamiento necesariamente preliminar, se antoja plantear entonces que, a diferencia de la muralla exterior, la que rodea a una especie de ciudad interior debería de ser examinada no solamente en cuanto a su presunto carácter de delimitar a un espacio central sacralizado, sino también debería de ser relacionada con el proceso de la constitución de aquel sector rector de la elite gubernamental profesional que está acomodada en su interior. Ésta, en su intento de aspirar por el poder en combinación con una creciente y cada vez más insaciable ambición económica por hacerse de riquezas dentro de un patrón predominante de un consumo conspicuo, procedió a elevar una barrera artificial para separarse especialmente de la población común. En efecto, a la luz de este fenómeno, la primigenia ciudadela amurallada parece haber funcionado como un dispositivo sumamente eficaz para la protección de la emergente clase gobernante y para acotar su área de acción dentro del núcleo urbano original, frente al resto de la comunidad en conformación, dando lugar a límites muy fluidos entre las áreas propiamente citadinas y las zonas rurales.29
Pero más que amparar y segregar físicamente a la emergente elite gubernamental profesional junto con sus riquezas diferenciales, probablemente la función original de la muralla en los centros urbanos tempranos haya consistido en brindar la máxima seguridad a la sede del gobierno misma. De origen militar o no, sin duda ésta era la parte más vulnerable de la entidad política entera, y de su inmunidad dependía la permanencia de la elite en el poder, así como la consolidación del aparato estatal instalado en la que fungió como ciudad-capital de la entidad. Presumiblemente, sólo después, y sin dejar de lado su evidente sacralización mediante la religión estatal oficial, las murallas adoptaron la función de servir de mecanismo protector para la naciente clase gobernante y -sucesiva o simultáneamente- se convirtieron en un instrumento efectivo para el control de los habitantes urbanos, sobre todo al cercar al asentamiento entero mediante dispositivos externos, lo que a su vez podría expresar el grado de centralización política y económica logrado a través de la consolidación del poder en manos de las instituciones centrales y del estrato dirigente en su conjunto.
Consideraciones finales
En las ciudades tempranas las murallas han cumplido una variedad de funciones y, en ocasiones, pudieron haber servido a propósitos combinados: proteger a una sede de gobierno y a una elite poderosa junto con sus recursos económicos, acotar los límites de un recinto urbano sacralizado, controlar a la población y defender a la misma contra el ataque de enemigos internos y externos. No se descarta la posibilidad de que en algunos casos simultáneamente hayan sido levantadas para resguardar a la población contra el peligro de inundaciones, ante todo si consideramos que muchas civilizaciones prístinas se cristalizaron en regiones con importantes cursos fluviales. Aun así, las murallas no representan ni un rasgo omnipresente en todos los casos de generación urbana primaria ni pueden ser tomadas como un elemento apropiado para definir a un asentamiento como urbano. Tal como reitera Marcus30 al analizar la importancia de las murallas en las ciudades del México prehispánico: “Cientos de sitios mesoamericanos tienen murallas pero no todos los sitios amurallados son ciudades, y no todas las murallas de ciudades son necesariamente fortificaciones.”
En este mismo sentido cabe afirmar que la urbe primigenia no forzosamente se conformó en tanto “ciudad-fortaleza”. Esta hipótesis, como hemos visto, asume que la guerra desencadenó el surgimiento de las ciudades, aunque este factor indudablemente jugó un papel causal crucial en varias áreas de nuestras civilizaciones arcaicas, puesto que -como se señaló en un principio y hemos reiterado a lo largo de esta exposición- existe una extensa evidencia de que la mayoría de las veces este proceso de la transformación urbana originaria se dio en un ambiente competitivo o de conflictos bélicos reales. Queda por determinar si tales conflictos se generaron a raíz de una presión demográfica sobre la tierra agrícola, tal como sostiene la teoría de la circunscripción de Carneiro, o si se trata de guerras meramente rituales entre los miembros de la elite, como se tiende a resaltar sobre todo con respecto a varias sociedades mesoamericanas del periodo del Clásico.
En todo caso, los líderes lograron institucionalizar un gobierno de origen esencialmente secular o militar, e instalaron la sede del nuevo aparato estatal en un recinto del tipo de una ciudadela que constituyó el núcleo urbano originario. Por consiguiente, las urbes deben su existencia a la conformación de una organización socio-política compleja de tipo estatal. Como auténtico proceso de una implosión urbana inducido por lo general por la figura de un monarca, quien a su vez estableció dinastías de reyes con una sucesión hereditaria al trono, las ciudades ancestrales tomaron forma a partir del establecimiento de las instituciones rectoras dentro de un recinto central. Dados los elementos apuntados, concebimos el origen de este foco incipiente de la sede gubernamental no tanto como una “ciudad-fortaleza” sino como complejo prototípico de un asentamiento urbano arcaico que constituyó más bien una especie de “ciudad-palacio”, en la que si bien quedaron unidos el poder político y el religioso, la acción política y administrativa se impusieron sobre la esfera religiosa. Seguramente, en los Estados más tempranos, este desarrollo urbano embrionario en un principio estuvo limitado a las capitales estatales, algunas de las cuales con el tiempo acogieron a una población numerosa y heterogénea para convertirse en verdaderas ciudades.
Por ende, el origen urbano responde esencialmente al impulso político de la constitución de una organización estatal, proceso en el cual el palacio emergió como nueva institución central y como espacio de acción y lugar de conformación de un estrato gubernamental profesional. Éste puso a su servicio a la jerarquía sacerdotal que elaboró un culto oficial encaminado a proporcionar una legitimación sobrenatural para un aparato estatal de un origen eminentemente secular. Más que esta estrecha interrelación entre el poder secular y el religioso -característica de los Estados arcaicos-, se dio así un alto grado de complicidad entre ambos ámbitos expresado en la monumental arquitectura de dominio dentro del área de gestión constituido por lo general por una ciudadela primigenia, que no solamente albergó la sede de tal gobierno dual sino que al mismo tiempo determinó la forma urbana inicial. Para su protección, este núcleo originario de las “ciudades-palacio” en las urbes emergentes pudo estar amurallado o no. No es inusual que en algún momento del proceso de la aglutinación de la población en torno a este complejo embrionario se hayan erigido murallas adicionales para contener y controlar a los residentes urbanos socioeconómicamente diversificados.
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____________, Religión y política en la transformación urbana, México, INAH (Científica), 2002.
Sobre la autora
Walburga Wiesheu
Escuela Nacional de Antropología e Historia, INAH.
Citas
- Harold Carter, “Urban Origins: The General Case”, en An Introduction to Urban Historical Geography, 1983. [↩]
- Idem. [↩]
- Paul Wheatley, The Pivot of the Four Quarters. A Preliminary Enquiry into the Origins and Character of the Ancient Chinese City, 1971. [↩]
- Al diferenciar explícitamente entre casos de generación urbana primaria o ciudades primarias, de las ciudades secundarias, Wheatley retoma una distinción paralela establecida en antropología entre Estados primarios y secundarios; a las ciudades y Estados primarios también se pueden denominar como prístinos o arcaicos. [↩]
- Véase al respecto por ejemplo el análisis de David Carrasco de la tradición urbana mesoamericana en términos de una relación estrecha entre ciudad y símbolo (Quetzalcoatl and the Irony of Empire. Myths and Prophecies in the Aztec Tradition, Chicago, University of Chicago Press, l982). [↩]
- Walburga Wiesheu, “Ciudad y símbolo: el papel de la geografía sagrada en la génesis urbana”, en Marie-Odile Marion (coord.), Simbológicas, 1997; “La tesis de la ciudad-templo: ¿fueron las primeras ciudades chinas centros ceremoniales y símbolos del cosmos?”, en Estudios de Asia y África, 2000; Religión y política en la transformación urbana, 2000. [↩]
- Defino aquí a la ciudad en los términos de la concepción sociológica estándar con base en los criterios del tamaño, la densidad y la composición de su población; estrictamente hablando el concepto de ciudad, que en este sentido acota a una determinada estructura demográfica, es distintivo del de urbanismo, el cual hace referencia a un modo de vida que se genera en una sociedad compleja del tipo estatal y que se caracteriza por el alto grado de heterogeneidad socioeconómica de los miembros de tal entidad, sin que necesariamente se conformen asentamiento del tipo de la ciudad en términos de su escala demográfica. Para más detalles respecto a la problemática de la definición de estos conceptos relacionados con el fenómeno multivariado de lo urbano, véase la discusión desarrollada en Walburga Wiesheu, 2002, capítulo IV. [↩]
- Robert L. Carneiro, “A Theory of The Origin of the State”, en Science, núm. 169, 1970. [↩]
- G.J. Ashworth, War and the City, 1991. [↩]
- Idem; Lewis Mumford, The City in History. Its Origins, its Transformations and its Prospects, 1961. [↩]
- Lewis Mumford, op. cit., 1961, p. 44. [↩]
- Ibidem, p. 46. Pese a que Mumford habla de una naturaleza ambivalente de las ciudades, insiste en sus atributos bastante despectivos según los cuales éstas desde sus inicios mismos se cimentan sobre una simbiosis negativa basada en la expectación del terror, la destrucción y el exterminio, siendo en este sentido la expresión de una personalidad “….pesadamente acorazada”. [↩]
- Ibidem, pp. 44-45. [↩]
- G.J. Ashworth, op. cit., 1991. [↩]
- Así como en la concepción china el término de ciudad equivale al de muralla, no es del todo casual que la palabra inglesa town deriva de una palabra teutona que significa cerca o vallado, misma que en su versión holandesa tuin quiere decir valla o empalizada, y la palabra en alto alemán significa terraplén; incluso en muchos retratos de dioses patrones de ciudades, éstos portan coronas en forma de murallas (Spiro Kostof, The City Assembled. The Elements of Urban Form Through History, 1992). [↩]
- Quisiera especificar que no concibo a los asentamientos fortificados del Neolítico como centros urbanos sino sólo como una especie de cabeceras de cacicazgos; mas éstos sin duda conformaron el contexto predominantemente secular y de conflicto militar, a partir del que surgieron las ciudades-capitales de los primeros Estados monárquicos de China, como es el sitio de Erlitou, que posiblemente haya fungido como una de las últimas capitales de dicha dinastía Xia pero en la que hasta la fecha no se han encontrado murallas. [↩]
- G.J. Ashworth, op. cit., 1991; Spiro Kostof, op. cit., 1992. [↩]
- La construcción de estas murallas en el periodo del Dinástico Temprano II se puede ver como la culminación de un largo proceso de urbanización iniciado desde la etapa pre-dinástica y que consistía en que ante la intensificación de los conflictos bélicos entre varias entidades sumerias, gran parte de la población abandonaba las áreas rurales para acudir a los centros mayores. Pese a esta evidencia concluyente, muchos autores aún tienden a caracterizar a dichos centros sumerios como ciudades-templo, poniendo énfasis en la supuesta importancia de la institución del templo, que sin duda la tuvo en la etapa pre-dinástica, pero para la que en mi opinión aún no podemos hablar de la existencia de ciudades. [↩]
- G.J. Ashworth, op. cit., 1991. [↩]
- Yi-Fu, Tuan, Topophilia. A Study of Environmental Perception, Attitudes and Values, 1974. [↩]
- Cf. Anne Underhill, “Variation in Settlements during the Longshan Period of northern China”, en Asian Perspectives, 33(2), 1994. [↩]
- Ello se plantea sobre todo en relación a la ciudad de Shangcheng, posible capital temprana de la dinastía Shang que sucedió a la de Xia y en donde recientemente se descubrió la existencia de una supuesta “muralla o ciudad exterior”. Pienso, sin embargo, que aquí se trata únicamente de una ampliación de la misma muralla interior, como respuesta a su vez de las necesidades de un aparato estatal mucho más desarrollado y con funciones más diferenciadas que las de un Estado primario. Un problema general en los asentamientos amurallados tempranos de China, es que los arqueólogos de este país en sus excavaciones han intervenido únicamente en las secciones de las murallas y las áreas delimitadas por éstas, por lo que no se conocen sus rasgos externos. [↩]
- Lewis Mumford, “City Invincible”, en Charles Tilly (ed.), An Urban World, 1974, p. 60. [↩]
- Ibidem, p. 67. [↩]
- Idem. [↩]
- Joyce Marcus, “On the Nature of the Mesoamerican City”, en Vogt y Leventhal (eds.), Prehistoric Settlement Patterns, 1983. [↩]
- Ibidem, p. 239. [↩]
- No obstante que Marcus sigue convencida de las características principalmente religiosas de las capitales mesoamericanas. Ella intenta rastrear e identificar en este contexto sus roles primarios de acuerdo con la tipología funcional de las categorías urbanas establecidas por el antropólogo Richard Fox (Urban Anthropology. Cities in their Cultural Settings, 1977). [↩]
- De hecho, una estricta oposición rural-urbana, como noción que subyace a determinadas categorizaciones de lo urbano, raramente existe en las ciudades de corte tradicional, tanto del pasado como del presente. En éstas es muy común que encontremos a agricultores viviendo en las áreas urbanas, mismos que tienen sus parcelas de cultivo en las afueras de la ciudad, o en ocasiones incluso dentro de sus murallas externas. [↩]
- Joyce Marcus, op. cit., 1983, p. 233. [↩]